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Scholl-Latour, Peter

 

ANIQUILADOS PARA SU SALVACIÓN

 

Vietnam, otoño de 1967

 

Los portavoces del Ejército norteamericano en Saigón anunciaban que la gue­rra podía considerarse ya como ganada. Cada día el briefing officer nos infor­maba de cientos de structures, depósitos de combustible y municiones, destruidos por las US-Air Forces al norte y al sur del paralelo 17. Mediante una serie de preguntas concretas nos enteramos de que bajo el eufemismo structures a veces sólo se trataba de chozas de bambú en territorio enemigo. Un completo sistema de computadoras, tomando en cuenta el body count cen­tralizado, había llegado a la conclusión de que la main force enemiga estaba aniquilada en su núcleo central y que los irregulars se encontraban al límite de sus fuerzas. La verdad es que aquí arriba, en Con Thien, donde se unían Vietnam del Sur y Vietnam del Norte, no se apreciaba nada que confirmara esos partes de guerra victoriosos.

 

Hace frío y sopla el viento en esta línea de demarcación que se ha conver­tido en un frente de combate excesivamente caliente. Las nubes cuelgan bajas y grises. La lluvia cae a cántaros sobre el paisaje desarbolado y sus gotas se hunden en el suelo fangoso. Me encuentro con una columna de marines que se dirige a las posiciones avanzadas. A ambos lados de la carretera de laterita se pudren tres búfalos domésticos, que fueron alcanzados por un obús y esparcen un desagradable olor dulzón. Los marines van pesadamente cargados, total­mente empapados y cubiertos de barro. Bajo aquel cielo amenazador recuer­dan una imagen de Verdún. En este sector de la guerra de Vietnam ya no se habla de la receta mágica de la victoria, seatrch and destroy. Los B-52 de las Fuerzas Aéreas norteamericanas, con sus alfombras de bombas, han transfor­mado el cuello de botella, la estrecha franja costera entre el río Ben Hay y la ciudad de Vinh, en un paisaje lunar.

 

—Con nuestras bombas haremos que los comunistas regresen a la Edad de la Piedra —amenazó el general Curtis Le May.

 

No obstante el general Giap había conseguido adelantar su sistema de po­siciones y refugios hasta las inmediaciones de las lineas norteamericanas y, úl­timamente, hasta llevar al frente unidades de artillería pesada, sólo Dios sabe cómo. A períodos irregulares los proyectiles caen en torno a las posiciones norteamericanas y obligan a los maldicientes marines a cavar trincheras y ho­yos en el fango.

 

—El cañoneo enemigo es una gran lata —opina el comandante que se había convertido en mi guía en Con Thien—, pero mucho peor todavía son las ratas con las que tenemos que convivir en esta porquería y que en ocasiones llegan a atacar a mis hombres.

 

Desde lejos nos llega el ruido de la artillería y las bombas. El enemigo no se ve por parte alguna, aunque tiene que estar atrincherado, tras las pardas ondulaciones frente a nosotros.

 

—Pese a los campos de minas y las líneas de alambre espinoso siempre consiguen infiltrarse entre nuestras posiciones —maldice el comandante mien­tras se seca la lluvia del rostro—. Estamos luchando contra un ejército de topos.

 

En esa época del año sobre Saigón brillaba un sol de noviembre cálido y seco. La bonne societé saigonnaise se reunía en la piscina del Cercle Sportif. Este distinguido club, en el que se conservaba cierto sabor de la época colo­nial francesa, era una bolsa de noticias que raramente erraba. En esos días se contaban entre sus clientes asiduos los agregados militares holandés y alemán.

 

El holandés era un oficial colonial cuyo cabello había encanecido en Insulindia al que no había manera de engañar. El teniente coronel alemán tenía fama de alarmista entre el resto del personal de la Embajada. Mientras que la repre­sentación diplomática alemana de la rue Vo Tanh informaba de una estabiliza­ción en favor de los norteamericanos, de la inevitable victoria de «los bue­nos», el agregado militar hacía los más pesimistas pronósticos.

 

En el Cercle Sportif uno podía charlar también con franceses que administraban grandes plantaciones. En su mayor parte se trataba de oficiales jó­venes que, tras la debacle de Argelia, dejaron el Ejército. Cada semana tenían que tratar con los comisarios del Vietcong, hacer sus ofrendas y aclarar algu­nas preguntas personales si querían poder seguir explotando sus plantaciones y que se les permitiera transportar el caucho virgen.

 

La burguesía acomodada de Cochinchina se encontraba en el Cercle Spor­tif como en casa y sus miembros se divertían jugando en las pistas de tenis. Naturalmente había también algunos asiduos norteamericanos, pero era de buen tono hablar francés.

 

Fui invitado a cenar por el cónsul general francés, Tomasini, un corso de barba cerrada que de joven destacó en la Résistance de Savoya y en el maquis de Vercors. Pese a que ya peinaba canas conservaba todavía el amor al peli­gro. Nos conocíamos de los días de los trágicos sucesos de Katanga, cuando él era cónsul general en Elisabethville y se ocupó intensamente de la suerte de los mercenarios franceses, sufriendo además un atentado que lo dejó malheri­do. Cenamos a solas en la villa pasada de moda de la me Hai Ba Trung, que sus antecesores en el cargo habían convertido en un auténtico museo de rare­zas asiáticas. Cuando el mozo que nos servía nos dejó, Tomasini sacó de su caja de caudales un grueso sobre.

 

—Esto que ve aquí es un mensaje del Vietcong —comenzó el cónsul gene­ral—. Uno de nuestros compatriotas, dueño de una plantación, Jean Dufour, un hombre ya maduro que ha pasado toda su vida en Indochina y que contra nuestros consejos continuó explotando su plantación en la antigua carretera colonial que conduce a Dalat, había desaparecido desde hace varias semanas. El Viet lo detuvo durante la noche y se lo llevó a uno de sus escondrijos. Desde entonces estuvimos intentando, en vano, establecer contacto con Du­four. Ayer a últimas horas de la tarde recibí la visita de un misterioso envia­do del Frente de Liberación, un vietnamita cortés y correcto, de mediana edad, que indudablemente se educó en nuestras escuelas. Tenía que transmitirme un penoso mensaje, me dijo cuando nos quedamos a solas. Desgraciadamente el señor Dufour había muerto mientras estaba detenido. Aun sintiéndolo mucho, el Frente Nacional de Liberación se había visto obligado a apoderarse de él con violencia porque, pese a las advertencias que le hicieron en contra las au­toridades revolucionarias, había continuado con la roturación de unas tierras, lo que ponía en peligro la seguridad de los guerrilleros de aquel sector. En prisión el señor Dufour había enfermado gravemente y fallecido, pese a que se le dieron toda clase de atenciones médicas, antes de poder ser trasladado a Saigón y puesto en libertad. En nombre del Frente de Liberación Nacional de Vietnam del Sur estaba encargado de devolver al cónsul general francés los objetos personales que Dufour llevaba encima en el momento de su detención, así como la suma de dinero que fue confiscada al plantador. De ella se había deducido el gasto de los medicamentos, según se detallaba en una cuenta mi­nuciosa que se incluía en el sobre. Además el Frente de Liberación expresaba a los parientes de Dufour su más sentida condolencia por el trágico suceso. Tal vez podría servirles de consuelo el saber que antes de morir el señor Dufour había sido informado de las intenciones de la Revolución vietnamita y habla expresado, voluntariamente, el reconocimiento de sus fines.

 

Tomasini sacudió la cabeza.

 

—Muy consolador! —dijo con ironía—. Dufour recibió los Santos Sa­cramentos del Vietcong, antes de comulgar con Karl Marx.

 

Le conté mis vivencias de la semana anterior. Mis esfuerzos para tener una conversación directa con representantes del Vietcong habían dado resultado finalmente. Al principio lo intenté por la mediación de una abogada neutralis­ta, la señora Ngo Ba Thanh, que tras una larga permanencia en la húmeda prisión de Saigón había sido puesta en libertad, debido a la presión de algunas organizaciones liberales norteamericanas. La señora Thanh era una dama enér­gica y valiente que como jurista tenía fama mundial. Pero estaba demasiado vigilada para poder ayudarme, me dijo. Por lo demás su compromiso político seguía intacto y me aseguró que la llamada Tercera Fuerza de Vietnam, aijada con los patriotas budistas, ofrecía una posibilidad real de poner fin a la guerra y preparar un futuro en libertad. Que tras la toma del poder en Saigón por los comunistas le sería prohibida toda actividad política y que las autoridades de la Revolución llegarían a tenerla en arresto domiciliario, era algo que en aquellos días a la señora Ngo Ba Thanh jamás le habría llegado a pasar por la cabeza.

 

Mi entrevista secreta, finalmente, me fue conseguida por la intervención de un fabricante de botones saigonés, en cuyas prensas ocasionalmente se im­primían algunas octavillas de la oposición. El lugar de la cita fue un restaurante con baile de la autopista que conducía a Bien Hoa. Reconocería a mi interlo­cutor porque llevaría el impermeable al brazo. Resultaba sorprendente la elec­ción de aquel lugar. Apenas penetré en el local unas «azafatas» insistentes e insinuantes se hicieron cargo de mí. Altos funcionarios y oficiales del régimen de Saigón acostumbraban a acudir allí a divertirse. La orgullosa propietaria de aquel establecimiento, que sin vacilar me condujo a una mesa un tanto apartada en el jardín, era la amante del subjefe de la policía de Saigón.

 

Al cabo de un rato se me aproximaron tres vietnamitas de paisano. Uno de ellos llevaba, como habíamos acordado, el impermeable al brazo. Se me presentaron y traté de recordar los nombres, aun a sabiendas de que serían falsos. El mayor de los tres, según afirmó con tono de sinceridad, habla sido un alto funcionario que ya en tiempo de los franceses actuaba como agitador entre los trabajadores portuarios de Hanoi. El segundo era un típico intelectual vietnamita, con gafas de gruesos cristales y, durante el transcurso de nuestra entrevista, se descubrió como el portavoz ideológico. El tercera era un tipo fuerte y silencioso que posiblemente había pasado por un período de instruc­ción militar. Pedimos un abundante menú vietnamita y tan pronto fuimos servidos se nos dejó solos. Lo que llegué a saber en aquella reunión conspiradora no puede decirse que fuera sensacional. Las soluciones ofrecidas por el Frente de Liberación y sus consignas propagandistas era algo que conocía sobrada­mente. Lo que me sorprendió fue la seguridad con que aquellos hombres se movían dentro de la propia guarida del león. Lo que más me interesaba eran las intenciones futuras del Frente de Liberación. Me respondió el joven ideó­logo. Los informadores extranjeros no debían dejarse engañar por los victo­riosos boletines de guerra de los imperialistas norteamericanos y sus marionetas en Saigón, los fantocbes fue su expresión. El pueblo de Vietnam del Sur es­peraba que le llegara su hora, la hora del resurgimiento nacional. Pronto el mundo se daría cuenta del poderío de las fuerzas revolucionarias de Vietnam. El vino y el aguardiente de arroz, que los emisarios del Vietcong no esca­timaron, condujo finalmente a una especie de distensión. Los dos más jóvenes se mantuvieron en guardia, pero, por el contrario, el sindicalista me conté su vida y me habló de lo que había hecho en veinte años de actividades subversi­vas clandestinas. Era un hombre jovial, del tipo paternalista y, posteriormente, con gran tristeza, me enteré de que había sido detenido cuando se llevó a cabo la gran operación policíaca «Fénix» y torturado. No sé lo que ha podido ocu­rrirles a los otros dos; si perdieron la vida en la gran revuelta de Año Nuevo. que, en el curso de la entrevista, me insinuaron casi sin reparos, es algo que no logré averiguar.

 

De la base norteamericana de Dak To, en aquel ominoso cruce donde se unen las fronteras de Vietnam, Camboya y Laos, se informaba que estaban te­niendo fugar duros combates contra unidades regulares norvietnamitas. En el Cercle Sportif las opiniones estaban divididas. La mayor parte de los observa­dores eran de la opinión de que se trataba de un desesperado intento de los comunistas de continuar con el conflicto a marcha lenta, después de haberlo perdido militarmente en las planicies de Annam y Cochinchina. El que hubie­ran establecido el punto de gravedad en las zonas más extremas, era una con­fesión de su debilidad. Por el contrario el coronel holandés temía que se tra­tara de una gran maniobra de desviación de Hanoi. La verdad era que se estaban desarrollando otros preparativos estratégicos muy distintos.

 

Al día siguiente, un avión Hércules me dejó en Dak To. A toda prisa pude conseguir los servicios de un cámara francés, un mutilado llamado Au­guste Lecoq que perdió una pierna durante el sitio de Dien Bien Phu. Cuando pusimos pie en la pista del aeropuerto de Dak To, cercado completamente por montañas cubiertas de arbolado espeso, Lecoq puso cara de circunstancias.

 

—Este embudo me recuerda fatalmente mi perdida pierna —dijo——. Me encontraba precisamente sobre la pista de aterrizaje de Dien Bien Phu cuando comenzaron a caer los primeros obuses del Vietcong.

 

Sin embargo en Dak To no era de temer una cosa semejante. De evitarlo se encargaba la total y absoluta superioridad aérea de los norteamericanos.

 

La lucha ocurría a unos cuantos kilómetros al suroeste de Dak To, en me­dio de la espesa jungla de las montañas donde un batallón de la 172 Brigada Aerotransportada estaba encargado de dar con las huellas de fuerzas enemigas en las derivaciones de la «senda de Ho Chi Minh». En las laderas de la cota 875 los paracaidistas norteamericanos habían caldo en una celada de los nor­vietnamitas y estaban a punto de ser aniquilados en la espesura. Los refuerzos que se enviaron a toda prisa fueron igualmente diezmados. Pese a su pierna amputada Lecoq subió conmigo al helicóptero que en principio habla de lle­varnos a una base de apoyo artillera. Allí se descargó la munición y reempren­dimos el vuelo hacia el lugar de la lucha. Los norteamericanos se encontraban en una situación realmente comprometida. Los caza-bombarderos del tipo F- 100 dejaron caer sus bombas con increíble precisión sobre la selva virgen, lo que permitió a los amenazados paracaidistas ocupar una nueva posición fortificada. De repente nuestro helicóptero se dejó caer como si fuera un ascensor sobre un desértico calvero donde árboles gigantes caldos servían de cobertura a los soldados norteamericanos, que además empezaron a construir a toda prisa pe­queñas trincheras y agujeros de protección. Apreciaban sus vidas. En torno a nosotros el ruido era ensordecedor. Cequísimo, aullaban los aviones al lan­zarse en picado sobre el enemigo invisible y dejaban caer sus bombas en los es­condrijos de los norvietnamitas, que se hallaban a apenas trescientos metros de las posiciones norteamericanas. El helicóptero se detuvo temblando unos instantes mientras yo ayudaba a saltar a Lecoq. Los paratroopers supervivien­tes estaban totalmente cubiertos de lodo. Habían colocado los cadáveres de sus compañeros en envolturas de plástico de color verde y se apresuraron a lanzar esos macabros paquetes, como si fueran sacos postales, en el interior del he­licóptero, que volvió a alzarse tan pronto tuvo a bordo el máximo de carga tolerable. El siguiente chopper ya esperaba la elevación de su antecesor para aproximarse y repetir la operación. Las bajas de los norteamericanos eran ex­traordinariamente elevadas. Los primeros en ser evacuados fueron los heridos. A los hombres se les veía el agotamiento y el terror reflejado en los ojos. Sus uniformes estaban destrozados y sólo los chalecos a prueba de balas hablan resistido las espinas de los arbustos de la jungla. Cuando llegó la oscuridad temblábamos de frío. Durante la noche las pasadas de los F-l00 alrededor de la cota 875 desencadenaban un auténtico infierno. El parapeto estaba ilumi­nado como si estuviéramos a pleno día y todas las laderas y la jungla ardían en napalm. La colina entera estaba convertida en un desértico terreno arra­sado por el fuego cuando comenzó a lucir la luz gris del alba. Protegidos por un intenso fuego de cobertura los paracaidistas se lanzaron al ataque; avan­zaban encogidos entre la carbonizada y humeante vegetación hacia la cumbre de la colina. Un par de veces quedaron dentro del campo de tiro de los lanza-granadas adversarios y cayeron algunos hombres. Después se encontraron ante madrigueras vacías, entradas de cuevas abandonadas ennegrecidas por el humo y trincheras subterráneas que parecían haber sido construidas por una raza de gnomos. Los GI’s metieron sus lanzallamas en los agujeros y lanzaron en ellos cargas explosivas. Después se reagruparon para ser transportados por todo un enjambre de helicópteros que acababa de llegar de Dak To. El cielo sobre la altiplanicie de Annam volvía a ser de un suave azul. Las estelas de vapor con­densado de los aviones de combate formaban bandas de plata. Los soldados, agotados, extenuados, miraron la infinita jungla verde que se extendía bajo sus pies. Habían arrojado al enemigo de la cota 875, pero bajo ellos se exten­día un paisaje en el que habla cientos de colinas semejantes.

 

—¿Tendremos que ir tomándolas todas, una a una? —preguntó el sar­gento que se hallaba a nuestro lado mientras nos ofrecía un bote de Coca-Cola.

 

Una vez de regreso en Dak To los paracaidistas formaron para una cere­monia especial en honor de sus caídos. La bandera estrellada ondeaba a media asta. Los hombres se mantuvieron inmóviles, en posición de firmes, mientras el pastor castrense leía unas palabras de la Biblia. Las botas vacías de los muertos fueron limpiadas hasta dejarlas brillantes como el charol, en un ritual fetichista y preciso, y después se colocaron formando una semicircunferencia fantasmagórica. They died with their boots on, es el titulo de una película norteamericana de la guerra contra los pieles rojas.

 

Dos meses más tarde, en Europa, nos llegó la noticia de la gran ofensiva de Año Nuevo. El Vietcong había aprovechado las festividades del Tet budista de comienzo del Año de los Monos para desatar un ataque masivo y general en todo Vietnam del Sur, que arrolló por completo a los norteamericanos. Un comando suicida se atrevió a atacar la nueva Embajada de los Estados Unidos, en el corazón de Saigón, que había sido construida como una auténtica forta­leza. Casi todas las localidades del delta del Mekong cayeron provisionalmente en manos de los sublevados y la ciudad de Ben Tre, de acuerdo con los comu­nicados oficiales, tuvo que ser «aniquilada para su salvación». La antigua ciudad imperial de Hué fue ocupada por unidades norvietnamitas que llegaron a pie desde Laos. Los soldados de Hanoi colocaron la bandera del Vietcong sobre la ciudadela y se mantuvieron allí durante casi cuarenta días, pese a los furio­sos ataques de los marines estadounidenses. Al final, la ofensiva del Tet co­menzó derrumbándose. Los revolucionarios rojos habían contado con la total insurrección de la población survietnamita, con la rebelión de las masas, pero en su mayor parte los survietnamitas mantuvieron una postura completamente pasiva. Ni una sola unidad del Ejército Nacional se pasó a los comunistas. Desde un punto de vista puramente militar, la ofensiva de Año Nuevo de 1968 fue un completo fracaso y una tremenda derrota para Hanoi. Las fuerzas de tierra del Frente de Liberación Nacional de Vietnam del Sur quedaron extenua­das. Los comisarios políticos, los agentes y activistas, se habían puesto al descubierto y en los meses siguientes fueron cayendo en manos de la policía que emprendió una acción con objetivos firmes y de gigantesca envergadura. La mayor parte de los comentaristas pronosticaron la victoria al alcance de la mano.

 

Sin embargo, en realidad estos trágicos acontecimientos del Año de los Mo­nos decidieron el futuro en favor de Vietnam del Norte. En los Estados Uni­dos aumentó el desencanto, durante algún tiempo contenido, contra la «sucia guerra», que se convirtió en un auténtico huracán; estudiantes e intelectuales figuraban en las primeras líneas del pronunciamiento. Asociaciones de ex com­batientes y de mujeres se manifestaron en protesta frente a la Casa Blanca.

 

El Ejército de los Estados Unidos había conseguido en la batalla de Año Nuevo una clara victoria defensiva. El triunfo político, a largo plazo, por el contrario, fue del comandante en jefe norvietnamita, Vo Nguyen Giap. Sus tro­pas incansables hablan desmoralizado al adversario norteamericano tan supe­rior en todos los terrenos. Bajo la impresión que causaron aquellos furiosos ataques comunistas, que no habían sido previstos por sus generales, el presi­dente Johnson se resignó y anunció que iba a poner fin a los bombardeos sobre Vietnam del Norte y, sistemática y regularmente, irla reduciendo la presencia de tropas norteamericanas en Vietnam del Sur. Washington se declaró dis­puesto a entrar en negociaciones con Hanoi. En cuanto a él mismo, declaró Johnson, no pensaba presentarse como candidato a las próximas elecciones pre­sidenciales.

 

PRISIONEROS DEL VIETCONG

 

Vietnam del Sur, agosto de 1973

 

No podíamos creer a nuestros ojos. Como el portal de entrada a un mundo fantasmagórico, se alzaba un enorme arco-puerta en el paisaje desolado. La inscripción en letras rojas, caracteres vietnamitas, en el arco superior, nos fue traducida por nuestros chóferes. Se hablaba en ella de liberación popular, de socialismo y de reunificación. Sobre uno de los soportes laterales ondeaba la bandera de la Revolución, la enseña azul y roja con la estrella amarilla en el centro del Vietcong. Una paloma de la paz, de latón, se alzaba en el aire. Bajo ese arco, la carretera número 13 habla sido bloqueada con una valla de adobe de unos cincuenta centímetros de altura. Más tarde nos enteramos de que bajo y tras ella, se habían colocado minas antitanques.

 

Hasta aquel momento nuestro viaje fue parco en incidentes. Me había que­rido informar en qué lugar de la carretera número 13, al norte de Saigón —en la que pese a su nombre de «Ruta de la Paz» se había combatido dura­mente en la primavera anterior—, se había fijado la línea de demarcación del armisticio o, quizá fuera mejor llamarla así, la línea del frente. En Saigón na­die estaba en condiciones de darme datos concretos. En el puesto militar divisionario survietnamita de Lai Khe, a cuarenta kilómetros al norte de la capital, se impedía el paso y se hacía regresar a todos aquellos que se acercaban allí sin suficiente razón justificada. Nosotros observamos con cierta sorpresa a un grupo de paisanos vietnamitas , con sus motocarros Honda sobrecargados de paquetes, que esperaban en una de las barricadas de la carretera mientras eran controlados por los soldados del Gobierno de Saigón, y que al vernos nos sa­ludaron agitando las manos, posiblemente porque nos tomaron por miembros de la Comisión Internacional de Control. Dejamos atrás los últimos búnkeres de sacos terreros sobre los que campeaba la bandera amarilla con las franjas rojas, una torre de observación y nos encontramos solos en un paisaje de muerte. A ambos lados de la cinta de asfalto erosionada se amontonaban las ruinas de la guerra, tanques oxidados, camiones destrozados, posiciones y ba­terías destruidas por las bombas. De nuevo la hierba crecía alta sobre los des­perdicios de la destrucción. El cielo, cubierto con nubes monzónicas, tenía un color y una pesadez plomiza que amenazaba desprenderse sobre nuestras cabezas. Nuestro estado de ánimo en aquella soledad enemistosa era agobiante. Jean-Louis Arnaud, el corresponsal en Saigón de la agencia de noticias francesa AFP, al que la noche antes, durante una fiesta ofrecida a la prensa, convencí de que me acompañara en este viaje informativo, me puso la mano sobre el hombro.

 

—Ya sabes que a las cuatro de la tarde tengo una cita con el embajador Mérillon, en Saigón —me dijo.

 

Le respondí que yo también tenía que enviar nuestro material filmado antes de las cinco. Estábamos tan sólo a unos cincuenta o sesenta kilómetros de Saigón y era apenas mediodía.

 

Habíamos llegado directamente, sin esperarlo, a aquel arce que claramente marcaba la frontera de los territorios del Vietcong. Una auténtica línea de de­marcación entre los dos partidos enfrentados en la guerra civil no existía real­mente y, pese al Acuerdo de Armisticio de París, los tiroteos no habían cesa­do. Las posiciones del adversario estaban entrelazadas estrechamente entre si. Se hablaba de una división «piel de leopardo», tan diversos eran los territo­nos ocupados por el bando rojo. Hubiera sido mejor compararlos con las manchas de tinta en un papel secante, cuyos bordes cada vez se van exten­diendo más y más. Frente a aquel arco o puerta hacia otro mundo, nuestros automóviles dieron la vuelta dispuestos a emprender de inmediato el viaje de regreso. Rápidamente, quise que se me filmara mientras hacía un comentario para la televisión debajo de aquel monumento con los emblemas de la Revolu­ción vietnamita. Mientras preparábamos las cámaras para la toma, notamos ciertos rumores en los arbustos y las altas hierbas que nos rodeaban y, casi de inmediato, surgieron ante nosotros como unos veinte soldados uniformados de verde, con sus fusiles de tiro rápido dispuestos a entrar en acción, que nos rodearon silenciosamente. No cabía la menor duda: el salacot verde y redondo, las armas —fusiles rápidos del modelo AK-47—> los pantalones anchos y las sandalias Ho Chi Minh, identificaban a aquella pequeña patrulla como partisa­nos del Vietcong o soldados regulares de Vietnam del Norte.

 

Los hombres que nos rodearon, todos ellos muy jóvenes, tenían los ros­tros francos y abiertos de los campesinos. Me adelanté a los que iban en la primera fila y les estreché la mano. Esto era una experiencia aprendida años an­tes durante los disturbios del Congo y Katanga. Con ese antiquísimo gesto de amistad y comprensión muchas veces logré apaciguar a la soldadesca negra amotinada que tenía el dedo en el gatillo y dispuestos a apretarlo. Además, cuando alguien te está estrechando la mano no puede disparar sobre uno. Con el Vietcong esos temores resultaban superfluos. Se trataba de una tropa disci­plinada. Sin la menor excitación ni nerviosismo, los partisanos nos ordenaron que nos pusiéramos a cubierto en la cuneta de la carretera, pues por lo visto esperaban fuego de cobertura por parte de los survietnamitas. Nuestros pe­sados automóviles fueron obligados a cruzar el portal y dirigirse hacia el Nor­te, donde, a unos doscientos metros de distancia, fueron cubiertos con ramaje para camuflarlos. Seguidamente nos condujeron a una barraca de madera que servía como puesto de control oficial. Se nos confiscó todo nuestro material de filmación, pero ante las protestas airadas de nuestro cámara, se le entregó un recibo con el sello del Frente de Liberación. Se hacía difícil el entendimiento y nosotros no sabíamos quién era el oficial al mando de aquel puesto debido a que cii el Vietcong no existen estrellas ni ningún otro signo de mando. Le ha­bía indicado a mis acompañantes que no hablaran en ningún caso inglés con nuestros guardianes, sino exclusivamente francés. Nuestro intérprete Thanh, un sobrino de nuestro colaborador vietnamita Tran Van Tu que a base de innumerables trucos y con la ayuda de su tío había evitado él ser movilizado en el Ejército survietnamita, parecía totalmente aterrorizado. Estaba pálido y casi no conseguía pronunciar una palabra. Los partisanos no se mostraron demasiado interesados por nuestros pases de prensa así como tampoco por la tarjeta de identidad francesa de Jean-Louis Annaud. Le dijeron a Thanh que dudaban mucho de que realmente fuéramos periodistas y nadie podía garanti­zarles que no fuésemos agentes de la CIA. Nos sentamos en un banco y espe­ramos. Las miradas de los jóvenes soldados comunistas eran más curiosas que enemistosas. Sus sospechas se reflejaban en su afán de mantenerse a distancia y no hablar con nosotros.

 

De pronto en la carretera se produjo una gran actividad. La columna de vietnamitas, con sus motocarros, que habíamos alcanzado en el puesto de control survietnantita de Lai Khe, se detuvo de nuevo frente al portal del Vietcong. Allí se mantenía una especie de paso fronterizo entre los dos frentes. La localidad de Chon Tanh había sido rodeada por los norvietnamitas poco antes del cese el fuego oficial, pero no llegaron a ocuparla. Los dos bandos en guerra habían llegado a un modus vivendi y se les permitía a los habitantes de Chon Tanh que cada mañana salieran en dirección a Lai Khe para comprar allí víveres. Regresaban a primeras horas de la tarde. Naturalmente, los comu­nistas se aprovechaban de aquel acuerdo, pues de lo contrario no lo hubieran autorizado. La fortaleza de An Loc, que se hallaba sólo a treinta kilómetros de distaacia al Norte, y que todavía seguía defendida por paracaidistas survietnamitas, tenía que ser suministrada por helicóptero.

 

A últimas horas de la tarde apareció un joven comisario político, que nos miró con aire severo y desconfiado y se marchó sin decirnos una palabra. Esta­ba acompañado por seis hombres armados y, por lo que pudimos deducir, íba­mos a ser conducidos a un refugio en el bosque. Hubimos de recorrer un ca­mino de siete kilómetros en dirección Noroeste. Nuestros guardianes llevaban los fusiles AK-47 montados y dispuestos para evitar cualquier intento de fuga. El comisario, por su parte, tenía una granada de mano lista para ser usada. El terreno por el que caminábamos había sido devastado por los bombardeos de los B-52 norteamericanos. Los grandes embudos de las bombas estaban lle­nos de agua y en sus bordes volvía a brotar la hierba. Con la velocidad típica de los trópicos, el sol se ocultaba en Occidente tras un extraño muro de nubes negras. No llevábamos equipaje alguno, pues el equipo de filmación nos había sido requisado por el Vietcong y, por nuestra parte, como pensábamos regresar aquella misma tarde a Saigón, no habíamos cogido ni siquiera un cepillo de dientes ni las tabletas preventivas contra la malaria y, menos aún, una camisa de recambio. Annaud y los componentes del equipo de filmación llevaban za­patos de ciudad o sandalias. Yo me había puesto botas altas, pues desde mi primera estancia en Indochina aprendí que por aquellos arrozales no se puede caminar si no se lleva un calzado fuerte y resistente.

 

Al caer la tarde, entramos en una zona húmeda, fangosa. Poco antes de que nos sorprendiera la oscuridad llegamos de improviso a un par de cabañas de bambú, junto a las cuales se habían cavado unas trincheras. Aquella peque­ña posición del Vietcong estaba rodeada de una cerca de alambre de púas y reforzada con afiladas cañas de bambú. Nos recibió un oficial serio, que debía de tener el grado de capitán.

 

—No traten de escapar —nos advirtió por medio del intérprete—. En torno al campamento hemos colocado minas y tropezarían con ellas irremedia­blemente.

 

Los soldados encargados de nuestra custodia se mostraron vigilantes pero correctos. Llevaban también los mismos salacots redondos y los uniformes ver­des. Nuestro chofer, que durante la tarde fue separado de nosotros, nos dijo que a deducir de su acento, aquellos soldados procedían del Norte. No había­mos caído en manos, pues, de los partisanos del Vietcong, sino de una unidad regular del Ejército de Hanoi. Varias veces pretexté encontrarme mal del es­tómago, para poder salir de la cabaña e inspeccionar las posibilidades de fuga. Esto hizo que el capitán me convocara en su cabaña. Se había hecho ya com­pletamente de noche. Los soldados cantaban canciones sentimentales y nostál­gicas. El capitán me dijo que estaba preocupado por mi estado de salud. Has­ta que pudiera disponer de un medicamento mejor, me recomendó que me diera un masaje en el estómago con tiget balm y, efectivamente, me entregó una pequeña cajita de ese ungüento al que los asiáticos atribuyen un mágico efecto curativo.

 

—Haría mejor en ofrecer a mis compañeros algo de comer y a todos noso­tros un sitio para dormir —le respondí.

La verdad es que, hasta entonces, habíamos estado verdaderamente incó­modos, sentados sobre un estrecho banco de tabla, mientras que los soldados empezaron a desplegar sus verdes hamacas de plástico.

 

Al cabo de un rato nos llevaron un poco de arroz, agua caliente y unos ta­llos de una verdura indefinible. La misma pobre comida de los soldados nor-vietnamitas. El capitán hizo que se nos diera un camastro de campaña. Mis acompañantes tomaban con paciencia y resignación aquella desgracia imprevis­ta que había caído sobre nosotros. El cámara Josef Kaufmann estaba preocu­pado, más que nada, por su instrumental profesional y temía el efecto que la humedad podía causar sobre aquellos delicados aparatos. Trató de convencer a nuestros guardianes, a base de elocuencia, de que se les haría responsables a ellos por lo que pudiera ocurrirle a un material tan costoso. Klaus Pattberg, un tipo de Colonia, tranquilo y lleno de humor, reflexionaba ya sobre lo que podía hacerse para resistir en buena forma física y psíquica los días o sema­nas de detención que podían esperarnos. Esbozó un programa de ejercicios corporales y un sistema para no perder el buen ánimo. Dieter Hofrath, el in­geniero de sonido, natural de Rheinhesse, cuyo enorme cuerpo destacaba sobre los vietnamitas como el de un Goliat, respondió con su congénita flema a la incertidumbre de nuestra situación. Medio en broma opinó:

 

—Así debió de empezar aquel asunto de los malteses...

 

Con sus palabras se refería a aquel grupo de ayudantes de la Orden de Malta, alemanes, que en el curso de una excursión dominguera en los alrede­dores de Da Nang fueron apresados y secuestrados por el Vietcong. A aquellos jóvenes, chicos y chicas carentes de experiencia, se les obligó a marchar en di­rección a Hanoi, durante semanas, a través de la jungla. La mayor parte de ellos no pudo resistir a la fatiga y las privaciones. Para Dieter en esto radi­caba nuestro mayor peligro. Yo estaba completamente seguro de que los norvietnamitas no nos matarían ni nos maltratarían, y basaba mi convencimiento en lo bien que los conocía. Pero si nos querían llevar hacia el Norte, por las interminables sendas de la jungla y la montaña, existía un grave riesgo de ex­tenuación o enfermedad, por más que siguieran dándonos una ración alimen­ticia de privilegio. Por su parte, el francés Jean-Louis disfrutaba de la aven­tura con esa curiosidad intelectual propia de su nación. Sólo de vez en cuando delataba su preocupación, retorciéndose el enorme bigote que se había dejado crecer, al estilo de los oficiales británicos de las colonias, como un recuerdo de sus tiempos de corresponsal en Nueva Delhi.

 

Nos despertó el canto de los gallos y las voces de los soldados. Durante la noche nuestros capturadores se habían puesto en contacto por radio con el Cuartel General de las Fuerzas Revolucionarias en Loc Ninh. Una enfermera muy joven, con un brazalete de la Cruz Roja, se hizo cargo de nosotros. Cada uno tuvo que tomarse un vaso de agua caliente, que nos fue servido para sustituir al té, con una tableta de quinina. Como descubrimos después, la ma­yor parte de las bajas de los norvietnamitas eran causadas por la malaria. En la sopa de arroz que nos sirvieron incluso flotaba un diminuto trozo de carne. El capitán nos dijo que nuestra detención debía durar al menos un par de días. Como no teníamos jabón, maquinillas de afeitar, toallas, cubrecabezas ni provisiones, se mostraron dispuestos a permitir que adquiriéramos lo indispen­sable. El convoy diario de los motocarros que iba a Lai Khe debía salir en tres horas. El capitán estaba dispuesto a mandar con él a nuestro intérprete Thanh. Debíamos escribirle lo que necesitábamos y darle dinero para comprarlo. Thanh podía regresar por la tarde con el convoy.

 

Usé una tarjeta de visita pero en vez de hacer en ella una lista de los ob­jetos que necesitábamos, escribí al dorso: «We are prisoners of tbe Vietcong near Road 13. Please prevent inmediatly German Embassy in Saigon, for liberation. Help!” ­Cuando le leí en voz baja el texto a Jean-Louis, éste pareció divertido, so­bre todo por el final.

 

—Has visto demasiadas películas de los Beatles —fue su opinión.

 

Hablé con Thanh y le dije, con la mayor insistencia, que debía ponerse en camino para Saigón y allí dar la alarma en las embajadas alemana y francesa. Le previne que tuviera cuidado con la policía survietnamita. Él, por su parte, no debía regresar, en ningún caso, a las líneas del Vietcong. Mi truco salió bien. Fue una pequeña satisfacción el poder burlar de ese modo a los profesio­nales conjurados del Vietcong.

 

A eso del mediodía se nos trasladó a un nuevo albergue. Acampamos en un gran campamento, en medio de la selva, donde un batallón del Ejército de Vietnam del Norte había establecido posiciones de descanso y recuperación. Cambiaban estos campamentos cada semana. La primera línea se hallaba a ape­nas cinco kilómetros de distancia, y por la noche podíamos escuchar los dis­paros de la artillería. Los soldados del Vietcong eran maestros en el arte del camuflaje. Estaba seguro de que nuestro campamento resultaba de todo punto invisible desde el aire. Las cabañas de ramaje conducían a una serie de túneles y trincheras que en caso de ataque artillero podían servir perfectamente de re­fugio subterráneo. Nuestras hamacas de nilón verde y nuestros mosquiteros los desplegamos en unas trincheras cubiertas. La comida de los soldados de la Revolución era muy pobre y monótona, nos hizo traducir el capitán, pero se nos daría lo mejor que tuvieran. El agua que se nos ofrecía había sido hervida y tratada para librarla de gérmenes.

 

—Nos conformaremos con poco —le respondí. Añadí que nos bastaría con arroz, si se nos facilitaba un poco de nuoc man, la salsa hecha a base de pescado medio podrido que los campesinos suelen añadir al arroz. El capitán se sintió apesadumbrado.

 

—Tenemos arroz —me dijo—, pero el nuoc man es un lujo del que care­cemos. Para dar sabor al arroz no disponemos más que de sal.

 

No nos estaba permitido alejarnos de las proximidades de las tres cabañas que nos habían sido asignadas, una para cada dos personas. Los centinelas no nos perdían de vista, pero se nos facilitó un radiotransistor, y un soldado joven de Tonkín le dijo a uno de nuestros conductores que é1 y sus camaradas oían con regularidad las emisiones de la BBC. Los soldados del Vietcong afir­maban que la BBC no mentía en sus noticias.

 

Nuestro estado de ánimo no puede decirse que fuera elevado. Después de la agitación de los primeros momentos se apoderó de nosotros cierta depresión. A primeras horas de la tarde se nos aproximó un oficial de aspecto severo que, con tono de reproche, nos dijo que nuestro intérprete Thanh, en vez de volver con nuestras provisiones, se había apresurado a quedarse con los «títe­res» de Saigón para avisarles de lo que nos había ocurrido. Eso no hablaba en nuestro favor según él. Nosotros nos ratificamos en nuestra inocencia, pero nuestros dos chóferes survietnamitas, que estaban mucho más asustados que nosotros, fueron apartados de nuestro lado, así que a partir de ese momento no pudimos entendernos con nuestros capturadores. A primeras horas de la noche, Josep Kaufmann logró captar la emisora de la BBC y, casi de inme­diato, le oímos lanzar un grito de júbilo. El locutor comunicaba que un equipo de la televisión alemana y un corresponsal de la AFP habían sido hechos pri­sioneros por el Vietcong. El portavoz del Frente de Liberación había declara­do que los detenidos se encontraban en buen estado de salud.

 

Con ello nos liberamos de nuestra mayor preocupación, es decir, de que en Saigón no hubieran apreciado nuestra desaparición. Bendecimos a Thanh aunque en aquellos momentos no sabíamos que el pobre muchacho había sido detenido en Lai Khe por la Policía Militar survietnamita y encerrado en una húmeda celda donde estuvo a punto de morirse del susto.

 

Por la tarde oíamos el ruido de un balón y los gritos de los soldados que jugaban al balonvolea. Por la noche los soldados norvietnamitas cantaban sus canciones revolucionarias. Durante algún tiempo repitieron un estribillo, incansablemente, que pudimos entender sin trabajo: «¡Vietnam, Ho Chi Minh! ¡Vietnam, Ho Chi Minh! » Habían dejado casi de preocuparse por nosotros. Nos llevaban comida y quinina y, sin duda, estaban esperando instrucciones del puesto de mando de Loc Nunh. Nuestras repetidas afirmaciones de que no éramos más que un grupo de periodistas neutrales e inofensivos, que no de­seábamos más que poder regresar a nuestro hotel en Saigón, no obtenían otra respuesta que el silencio y rostros inexpresivos. Nuestro tercer día de cautive­rio comenzó bajo malos auspicios.

 

La tercera mañana de nuestra detención, dos soldados nos condujeron a uno de aquellos embudos producidos por las grandes bombas norteamericanas y que estaba casi lleno del agua limpia de las últimas lluvias. Nos quitamos nuestras ropas sudadas y nos bañamos, mientras nuestros guardianes mante­nían sus armas listas para ser usadas. Durante la pesadez de la hora de la siesta se produjo el gran cambio. En la selva se oyó el ruido de un motor, algo total­mente insólito. Frente a nuestras cabañas se detuvo una Honda cubierta de barro. El conductor debía de tener unos cincuenta años y, pese a su uniforme verde, tenía todo el aspecto de ser un paisano. Se dirigió directamente hacia nosotros y nos dio la bienvenida, en «nombre del Frente de Liberación de Viet­nam del Sur», a los «territorios liberados>. Hablaba un francés casi elegante, pero con un fuerte acento vietnamita.

 

—Perdonen mi retraso —nos dijo el comisario Huyn Ba Tang tras pre­sentarse correctamente—, pero las pistas entre Loc Ninh y este campamento son casi intransitables en la estación de la lluvia. Les traigo buenas noticias. Nuestros enlaces en Saigón los han identificado a ustedes como verdaderos periodistas. Han dejado de ser nuestros prisioneros y pueden considerarse nuestros invitados. Si desean volver a Saigón nos ocuparemos de que puedan hacerlo lo antes posible. Pero si desean filmar en la zona liberada e informar sobre nosotros, están en libertad de hacerlo.

 

Nos señaló un grupo de soldados que salían de la selva y que nos devol­vieron todo nuestro equipo técnico envuelto cuidadosamente en tela de nilón. Incluso las baterías seguían cargadas y a punto de ser usadas. El cambio de nuestra situación lindaba con lo milagroso. Nuestros desconfiados guardianes de antes se transformaron en acompañantes sonrientes que nos sirvieron té en unos casquillos de proyectiles vacíos.

 

—Tendrán que renunciar a algunas cosas —nos informó Huyn Ba Tang con una tímida sonrisa—, pero haremos todo lo que esté en nuestras manos para que se encuentren a gusto entre nosotros.

 

Desde el principio sentimos aprecio por aquel hombre de pequeña estatura y aire tranquilo que, posteriormente, nos contó que llevaba más de veinte años en la clandestinidad, luchando primero contra los franceses, después contra el dictador Diem y, finalmente, contra los norteamericanos y el presi­dente Thieu. Había visto su vida en peligro muchas veces. En una ocasión se encontró en medio de uno de los terribles bombardeos a campo abierto de la Aviación norteamericana y escapó con vida con la destreza de un gato. El co­misario Huyn Ba Tang era un outsider, un tipo aparte, entre sus compañeros revolucionarios. Procedía de una familia saigonesa de la pequeña burguesía. Su padre trabajó como funcionario en la anterior Administración francesa. En­tre los guerrilleros Huyn Ba Tang no había conseguido grandes honores ni una elevada posición. Pronto nos dimos cuenta de que en aquel Ejército que surgía de la jungla, los que tenían la última palabra eran los duros «profesio­nales» del Norte, los funcionarios del Partido y los técnicos de la guerra. En comparación con ellos Huyn Ba Tang era un idealista devoto, un soñador; una buena persona, en resumen. Dieter Hofrath encontró el apodo con el que de­signamos a ese comisario político tan especial durante todo el tiempo que es­tuvo con nosotros: pater Albert. Había en él algo monacal, clerical, y me hacía pensar en el obispo alsaciano de Kontum, Seitz, que era considerado «un san­to» incluso entre sus adversarios del Vietcong.

 

A partir de ese momento se nos dejó utilizar nuestras cámaras y nuestros micrófonos y pasear libremente por el campamento. Los soldados, fuertes jó­venes campesinos entre los 18 y los 28 años, nos sonreían amistosamente. Nos mostraron su cocina de campaña cuyo humo era conducido por un túnel de cien metros de largo antes de salir a cielo abierto, para engañar a la avia­ción de reconocimiento. El hospital de campaña desaparecía bajo la frondosa vegetación y unas grandes redes verdes. Todo estaba instalado de manera que en dos horas podía ser. trasladado a otro lugar. La iluminación de la sala de operaciones se conseguía por medio de una bicicleta. La fuerza muscular susti­tuía al motor de explosión. En cierto modo ese campamento de la jungla, más que un campo militar, parecía un campamento de exploradores. Se procuraba que los soldados siempre tuvieran algo que hacer. Llevaban una pobre existen­cia en sus cabañas de ramas y en los refugios subterráneos cavados bajo ellas. Pero en comparación con el infierno que vivían en el frente, en las madrigueras y agujeros en los que, cuando están en primera línea, se protegen contra el napalm y las bombas, aquello debía de ser para ellos el paraíso. ¡Qué poco im­portaba que al llegar la noche, de vez en cuando, explotara por allí cerca una granada artillera!

 

Jean-Louis logró establecer cordialísimas relaciones con los guerrilleros. No cabía duda de que aún persistía cierta magia en las relaciones entre aque­llos típicos representantes de la antigua potencia colonial y los descendientes de los campesinos de Tonkín. Casi todos aquellos guerrilleros de la Revo­lución procedían del Norte y no hacían lo más mínimo por mantenerlo en se­creto. La mayor parte de ellos venía del superpoblado delta del río Rojo, y cuando les dije que durante la primera guerra de Indochina yo había conocido Hanoi, Haiphong, Dam Ninh y Tanh Hoa personalmente, sus ojos se ilumi­naron.

 

Aquél era el Ejército del general Vo Nguyen Giap. Apenas a dos horas en automóvil de Saigón, seguían poniendo sus relojes con la hora local de Ha­noi, es decir, con sesenta minutos de diferencia. El único retrato que desple­gaban en sus alojamientos era el de Ho Chi Minh. Ciertamente que en el asta ondeaba oficialmente la bandera azul y roja del Vietcong, pero su verdadero emblema era el rojo sangriento de Ho Chi Minh, con la estrella amarilla del alzamiento de los pueblos de Asia. Nadie mencionaba allí, en absoluto, al pre­sidente del Frente de Liberación Nacional de Vietnam del Sur, Nguyen Huu Tho, aquel abogado cochinchino educado a la francesa que, en el paralelo 17, en el Cuartel General de Cam Lo, recibía a los diplomáticos y las delegaciones del bloque oriental. La ficción de los dos Vietnam, el del Norte y el del Sur, hacía tiempo ya que había sido desterrada por los militares de Hanoi. La reuni­ficación de Vietnam estaba comenzando a producirse ya, a apenas unos setenta kilómetros de Saigón.

 

Los guerrilleros de la jungla estaban siempre en pie de guerra. La prensa internacional comenzaba a llamarlos bo-doi. Día y noche partían de aquel cam­pamento de reserva patrullas de reconocimiento. Iban tan perfectamente camu­flados con hojas y ramas, que Jean-Louis los comparaba con el Papageno de La flauta mágica. Para distraerse jugaban al balonvolea o, bajo la dirección de sus oficiales de formación política, escribían ejercicios de redacción sobre la guerra revolucionaria. Debían describir, lógicamente con un estilo altamente patriótico, los acontecimientos bélicos. En una de las cabañas de bambú se da­ban clases de dibujo. Los bo-doi traspasaban al papel, en el uniforme y sencillo estilo del realismo socialista, las escenas de una lucha heroica contra el im­perialismo y el colonialismo.

 

Fuimos invitados a asistir a los cursos de enseñanza ideológica que ocupa­ban como mínimo dos horas al día. En ellos se practicaba la autocrítica y se hacían buenos propósitos. Se recitaban los diez mandamientos de los soldados de la Revolución y se meditaba sobre ellos. En aquella selva cochinchina volví a encontrarme, de repente, con el ambiente espiritual de un seminario reli­gioso. El ardor ideológico causaba un efecto religioso. Era algo más que, una simple clase de catecismo político, allí se profundizaba en la doctrina marxista-leninista con la metódica sistematización de unos ejercicios espirituales. Era como si hubieran aceptado el patronazgo de san Ignacio de Loyola, pero me guardé mucho de hacer ver esa analogía a nuestro piadoso comisario pater Albert.

 

Acabamos por conocer al pie de la letra los diez mandamientos de los bo­doi. En primer lugar del decálogo figura la exigencia de una reunificación to­tal de Vietnam. Después se exigía obediencia a los superiores, participación en la lucha de la clase trabajadora, intervención en la producción y en la propa­ganda. Los secretos militares no debían ser revelados ni siquiera bajo tortura. El soldado revolucionario debía amar a su clase y a sus camaradas como a sí mismo. Estaba obligado a cuidar su arma, ayudar al pueblo y nunca robarle ni engañarle. Las críticas a las faltas de sus camaradas y, sobre todo, la autocrí­tica eran cosa lógica y comprensible.

 

Cuando llegaba la oscuridad de la noche, nos reuníamos con los soldados. Tropezábamos en los huertos de lechuga y verduras que los mismos soldados habían plantado y buscábamos entre el humo del fuego del campamento pro­tección contra los mosquitos. Nos costaba trabajo entendernos con los solda­dos, pues la mayor parte de las veces pater Albert nos dejaba solos y nuestros chóferes seguían en sus alojamientos, separados de nosotros. Los norvietnami­tas formaban una comunidad muy casta. En parte había quienes llevaban ya siete años en campaña y habían visto caer en combate a sus mejores amigos. En el frente no se usaban los distintivos de mando, aunque en Hanoi los jefes y oficiales parodiaban las grandes hombreras doradas de los soviéticos. Mu­chos de los miembros de aquella unidad especial estaban condecorados con cru­ces al valor y se sentían orgullosos de ello. El correo con sus familiares en Tonkin, nos explicaron, era muy escaso. Era una suerte recibir o enviar una tarjeta cada seis meses. Hacía años que no veían a sus novias y amigas. En los bolsillos de sus guerreras guardaban fotografías amarillentas de muchachas campesinas de aspecto agradable, que salvaron del fango y del napalm. Les preguntamos qué oficios pensaban practicar cuando fueran licenciados del ser­vicio militar y su respuesta estereotipada fue:

 

—Haremos aquello que el Partido nos ordene.

 

Naturalmente, tenían sus deseos personales, sus gustos e inclinaciones. A al­gunos les gustaría llegar a ser maestros o ingenieros. A uno le atraía la mine­ría, otros pensaban volver a su pueblo y dedicarse de nuevo a trabajar los campos. La conversación volvía siempre a las chicas que habían dejado en casa. ¿Cuánto tiempo, todavía, tendrían que seguir vistiendo el verde uniforme de la Revolución? La contestación era única: «Hasta que se haya reunificado todo Vietnam y cumplido totalmente el testamento de Ho Chi Minh.» Pero esa respuesta, pese a su unanimidad, sonaba vibrante, entusiástica y espontánea. Para nosotros fueron unas horas agobiantes y, al mismo tiempo, conmovedoras.

 

Hasta las primeras horas de la mañana cantaban a coro sus patrióticas can­ciones de campaña. Los textos hablaban de valor, entusiasmo y amor a la patria.

 

«No pienses en tu vida cuando luches contra el imperialista» y el estribillo repetía: «Nuestra patria dividida se extiende desde el Mekong a las montañas del Norte y es una sola y única nación.»

 

De vez en cuando pater Albert hacía acto de presencia. Le pidió a un joven bo-doi que, acompañado con su guitarra, nos cantara una melodía que llevaba el título: Carta a un amigo de Washington. Se trataba de una canción que con­tenía una declaración de amistad y solidaridad dirigida a los norteamericanos que se oponían a la guerra y terminaba con estas palabras: «La justicia nos une y un día, juntos, podremos cantar en Hanoi y Washington nuestras can­ciones . »

 

Después de contemplar esas muestras de infantil pureza de corazón regre­sábamos con cierta tristeza a nuestros refugios cavados en la tierra. Los sur-vietnamitas, a unos ocho kilómetros de distancia, habían comenzado de nuevo a abrir fuego esporádico de artillería. Hacía un calor pegajoso. Pater Albert, con atención realmente franciscana, insistía en que nuestras hamacas y nuestros mosquiteros estuvieran bien cerrados. Muchas veces incluso venía mientras dormíamos para cerciorarse de que estaban bien cerrados, que no los hubiése­mos desplazado mientras dormíamos y nos halláramos expuestos a las pica­duras de los insectos.

 

A la mañana siguiente nos presentó a nueatros dos nuevos acompañantes. El de más edad era el comandante Tac, un oficial norvietnamita de primera lí­nea, con aspecto paternal, que las autoridades revolucionarias de Loc Ninh nos habían destinado. El otro, el teniente Trung, tenía un aspecto menos simpático y, presumiblemente, pertenecía al servicio secreto de Vietnam del Norte. Había sido enviado a Cuba, vía Unión Soviética, y en la isla del Caribe fue entrenado en el oscuro asunto del espionaje y el contraespionaje. En las escuelas de espías de Fidel Castro se departía un curso intensivo de inglés norteamericano. Yo sentía la desagradable sospecha de que el teniente Trung tenía abundante ex­periencia en el interrogatorio de los prisioneros norteamericanos y no me hu­biera gustado en absoluto tenerlo como mi carcelero. Sea como fuere, hablaba un inglés norteamericano nasal y caricaturesco y no terminaba una frase sin emplear el inevitable O.K. Con nosotros se comportaba como uno de esos in­soportables guías turísticos de la American Express. Cuando se ponía dema­siado pesado le llamábamos al orden y acababa excusándose a regañadientes. Le aconsejamos que diera a su inglés un acento más civilizado.

 

Se nos invitó a visitar un sector de la «zona liberada». Antes de nuestra partida se presentó un sastre del Ejército que nos tomó medidas. Pese a nues­tros baños, nuestra ropa estaba rígida a causa del sudor y del barro. Para nuestro transporte se nos ofreció una camioneta rusa del tipo ZIL y un jeep chino. Recorrimos treinta kilómetros en dirección Noroeste, hacia An Loc. Los vehículos se deslizaban dificultosamente por un terreno desierto, solitario, devastado por las bombas, pero sobre el que la naturaleza tropical, mise­ricordiosa, empezaba de nuevo a extender un manto de vegetación. El destino de nuestro viaje era la aldea Minh Hoa, donde anteriormente un plantador francés había alojado a los culis que trabajaban en sus árboles del caucho. Nues­tros guías deseaban que, después de nuestras impresiones con los militares del Ejército de Liberación, también conociéramos el sector civil de la Revolución. Nos dirigíamos hacia la frontera camboyana, en aquella extraña zona donde ya se había instalado una seminormal administración comunista. Allí, el ataque de la Pascua de Resurrección cayó tan de sorpresa que la población civil no tuvo tiempo de huir. En los días de nuestra detención, los comunistas contro­laban ya territorios muy extensos en Vietnam del Sur, pero sólo un cinco por ciento de la población —algo así como un millón de seres— residía en la peri­férica y poco cultivable «zona liberada». La infraestructura militar fue recons­truida a toda prisa, después de que tras el Acuerdo de Armisticio de París quedó legalizada, al menos de facto, la presencia de un mínimo de 150 000 miembros del Ejército regular de Hanoi al sur del paralelo 17. La auténtica main  force del Vietcong survietnamita, después de los muchos años de des­gaste bélico, había quedado reducida a una heterogénea formación de unos 50 000 hombres. Según nos dijeron los agregados militares occidentales, a nuestro regreso a Saigón, debíamos encontrarnos en el territorio de la Séptima o la Novena División norvietnamita.

 

Durante el viaje nos encontramos con los primeros civiles. Estaban mucho más marcados por las privaciones de la guerra que los propios soldados. Los puentes habían sido bombardeados y sustituidos por pasos provisionales o vados cementados. No vimos ni un solo automóvil. Por el contrario sí nos encontramos frecuentemente con campesinos o soldados que arrastraban a su lado bicicletas cargadas hasta los topes. Durante la batalla de Dien Bien Phu, los partisanos terroristas habían logrado transportar en sus bicicletas cargas de hasta media tonelada. En el bajo y amenazador cielo monzónico cruzaron algu­nos relámpagos.

 

Para los ochocientos habitantes que tenía aproximadamente la aldea de Minh Hoa, nuestro arribo constituyó una auténtica sensación. Desde la llegada de las tropas revolucionarias no habían tenido ocasión de ver a ningún blanco. Los antiguos trabajadores de la plantación de caucho causaban una penosa im­presión de pobreza y miseria. Los que daban el tono en la aldea eran los ver­des militares del Norte. Por los altavoces resonaban en las calles vacías las canciones y consignas revolucionarias y heroicas. Bajo un sombraje de bambú, que levantaron especialmente para nosotros, fuimos saludados por los cuadros de mando del Partido y el Ejército. Respondimos a sus sonrisas con sonrisas. El comandante Quoc era el responsable de Propaganda; el comandante Hoang, el jefe del batallón estacionado en Minh Hoa. A él le costó mucho sonreír cuando supo que éramos alemanes occidentales. El capitán Thien era el reportero del periódico del Ejército. Entre el cámara teniente Diet y nues­tro equipo de cámaras se estableció de inmediato una simpatía propia de colegas. Nuestro guía, el en Cuba entrenado Trung, nos presentó también a los miembros civiles de la Administración revolucionaria. Entre ellos nos llamó especialmente la atención la señora Nam, una enérgica camarada que radiaba inexorable autoridad.

 

—Deseamos recibirlos como amigos del extranjero, de Europa —terminó su corta alocución el comandante Quoc, y todos aplaudimos. Yo pronuncié, también, unas pocas palabras en inglés que fueron recogidas en magnetofón y, como después supe, radiadas aquella misma noche por la emisora del Frente de Liberación. Hablé de la admiración que incluso en Occidente causaba el va­lor de los guerrilleros y revolucionarios vietnamitas y deseé a su país, devas­tado por la guerra, paz y reconstrucción. Para las exigencias vietnamitas de re­unificación nosotros, los alemanes, como pertenecientes también a una nación dividida en dos, teníamos una especial comprensión. De nuevo aplaudimos to­dos e intercambiamos sonrisas. Naturalmente, mi frase sobre la reunificación fue cortada en la emisión radiofónica, como prueba de consideración a sus amigos y protectores de la República Democrática Alemana.

 

Por la tarde, el sastre nos trajo nuestros nuevos trajes. El paño militar, azul y verde, recordaba el uniforme de verano de los policías búlgaros. Cuando nos pusimos los pantalones y las chaquetas no pudimos contener la risa. O bien la cintura era tan estrecha que no podíamos abrochárnosla o se extendía como si fuera un globo. No era posible meter los brazos en las mangas sin que se abrieran las costuras de la espalda. El corte de las perneras nos impedía andar. Pese a todo, nos sentimos tan complacidos y emocionados por tanto detalle amable que decidimos ponernos aquella cómica vestimenta como pijamas antes de tumbarnos en nuestras hamacas aquella noche.

 

A la mañana siguiente asistimos a tina reunión política. Cada familia había enviado a uno de sus miembros, como mínimo. El jefe de la Administración revolucionaria era un veterano combatiente de la resistencia, con un rostro enér­gico de toro. Pidió el aumento de la producción agrícola y la reconstrucción «con las propias fuerzas», lo que nuestro intérprete tradujo por self reliance. Se habló también de los preparativos para la próxima Fiesta Nacional, que de­bía tener lugar cl 2 de septiembre, aniversario de la proclamación de la inde­pendencia de Vietnam por Ho Chi Minh. El ambiente en aquella reunión era opresivo y tenso. Con rostros serios se dieron los vítores obligados. Un hom­bre de cabellos blancos comunicó, con el aire de un robot, la unánime dispo­sición de toda la aldea de participar en la construcción del socialismo. Sin embargo, no había en él la menor huella del entusiasmo revolucionario.

 

Las primeras risas abiertas las olmos en los limites de la plantación de caucho. Mujeres y muchachas jóvenes vigilaban la recolección de los árboles de caucho, observando los recipientes de madera en los que, poco a poco, se iba acumulando el jugo lácteo. El plantador francés había sabido trasladarse a tiempo a Saigón. Las autoridades del Frente de Liberación casi no sabían qué hacer con la pobre cosecha de caucho. No había la menor posibilidad de ex­portación. Las más jóvenes de las mujeres de la plantación, nacidas en el Sur, observaban con risitas entre dientes y comentarios irónicos cómo los soldados de la Revolución se esforzaban en sembrar verduras y boniatos en aquel estéril suelo de laterita. Las burlas de las campesinas parecían intranquilizar a los bo-doi.

 

En una cabaña más amplia, que servía de escuela, los chiquillos de Minh Hoa esperaban nuestra visita y nuestras filmaciones. Se trataba de una clase despierta y divertida. Los niños se habían sabido incorporar más rápidamente al ritmo socialista de los nuevos tiempos. Nos hicimos traducir el texto de una de sus canciones: «Anoche, en sueños, vimos al buen Tío Ho Chi Minh —cantaban—, el amable tío con la barba larga y el cabello blanco. Nos sonrió y nos dio ánimos para que seamos buenos y aplicados. Queremos al Tío Ho, estudiaremos con aplicación y, por fin, el Tío Ho nos entregará el pañuelo rojo de los jóvenes pioneros.»

 

Junto a los niños, los comunistas consideran a las mujeres jóvenes de los «territorios liberados», como potenciales portadoras de la Revolución. En una escuela para adultos se enseñaba a las muchachas a leer y escribir. Junto a cur­sos rápidos de marxismo, la temática dominante era la glorificación del pensa­miento nacional de Vietnam. Las muchachas tenían que escribir al dictado en sus cuadernos la legendaria historia del nacimiento del pueblo vietnamita, la saga del rey Hung y de la reina Au-Cho que, en tiempos prehistóricos, de cien huevos —una leyenda semejante a la de la semilla del dragón de los kadmos— hicieron nacer cincuenta hijos y cincuenta hijas, los primeros vietnamitas.

 

Por la tarde los soldados jugaban al fútbol en presencia de los aldeanos. En nuestro honor se puso en escena un reducido ejercicio militar con los inevi­tables fusiles AK-47 y las respetables bazookas del tipo B-40. Pese a toda nuestra curiosidad no pudimos ver ninguna arma pesada. Sólo en una ocasión, en los límites de un bosque espeso, descubrimos las huellas de las cadenas de dos tanques. Los ejercicios de ataque a la bayoneta los practicaban los norviet­namitas con un monigote relleno de paja y cubierto con un casco norteame­ricano.

 

A últimas horas de la tarde pareció apoderarse de nuestros acompañantes un ligero nerviosismo. Se estaba preparando algo especialmente solemne. Lle­vábamos ya una semana en la zona del Vietcong y nuestra forzada excursión estaba llegando a su término. I4abíamos consumido ya nuestros últimos metros de película. Las baterías, que de manera maravillosa habían resistido al calor y la humedad, estaban a punto de agotarse. El capitán Taç y el teniente Trung nos trajeron una cena especialmente abundante: sopa de pollo con trocitos de carne, arroz, sardinas marroquíes en aceite y un pan seco en el que había algu­nos gusanos. Con la mayor sorpresa vimos que el teniente Trung había logrado conseguir dos botellas de vodka. Una vodka procedente de Hanoi, destilada del arroz y que, junto a la marca vietnamita, llevaba también unas, inscripcio­nes en alfabeto cirílico, usado en Rusia. Nosotros nos habíamos puesto ya nuestros pijamas. Los dos oficiales tenían prisa. Quitaron la mesa y limpiaron los restos de comida. Siempre nos sentíamos sorprendidos al ver que los man­dos del Ejército de Liberación no rehusaban los trabajos humillantes e inclu­so, en ocasiones, se ofrecían gustosos a ayudarnos a transportar nuestro mate­rial de filmación.

 

La falta de costumbre de todos esos días hizo que el alcohol nos animara rápidamente. Durante toda la semana anterior lo único que habíamos bebido fue agua caliente o un té amargo, en el mejor de los casos, que nos quitaba el sueño. Tac no dejaba de mirar lleno de tensión hacia la oscuridad de la jungla. Las luciérnagas brillaban en la noche. En la lejanía se oía el tronar de los cañones. De repeine se oyó el traquetear de un motor. Un jeep surgió de la oscuridad. Dos oficiales del Ejército de Liberación, de alguna edad, bajaron -del vehículo y se dirigieron hacia nosotros.

 

Su graduación no hemos llegado a saberla. Lo más posible es que fueran coroneles y uno de ellos, con toda seguridad, era un cadre supérieur, un comi­sario político de posición elevada. Parecían muy seguros de sí mismos y se nos presentaron como Tung y Hung. Seguramente se trataba de seudónimos de guerra, pues en el maquis survietnamita la verdadera identidad se guarda se­veramente en secreto. Tung tenía un sorprendente parecido con el general en jefe del Ejército norvietnamita, Giap, mientras que Hung, con cierta dosis de fantasía, podría corresponderse al tipo ascético del jefe de Gobierno de Hanoi, Pham Van Dog.

 

Habíamos confiado mantener con aquellos dos personajes una conversa­ción político-informativa a alto nivel, pero sufrimos un gran desencanto. El secreto y la reserva son el más severo mandamiento, incluso para los que ocu­pan un lugar elevado entre los bo-doi. Ni siquiera quisieron expresar sus planes sobre las estructuras administrativas del Gobierno provisional revolucionario en los «territorios ocupados», y tenían buenas razones para ello, como más tarde descubrimos. Sin embargo mostraron mayor disposición a hablarnos de sus vidas y sus experiencias personales. Uno de ellos tenía 47 años y llevaba 27 en la clandestinidad; el otro, más joven, hacía ya veinte años que se había unido a la resistencia. Por lo que podía verse, aquellos tiempos terribles no habían logrado minar su entereza. Hablaban en voz baja y la sonrisa no se apartaba de sus labios. Ya había pasado lo peor, afirmaron, desde que los gue­rrilleros ya no tenían que pasarse el día y la noche viviendo en madrigueras subterráneas, como ratas. La guerra había sido, desde luego, una durísima prueba para ellos. Llevaban años separados de sus familias, que procedían de las ciudades survietnamitas de Camau y Can Tho. Hung no tenía idea de lo que había sido de sus dos hijas. Tung perdió en la guerra a uno de sus hijos y otro había resultado gravemente herido: «It is a dignity and a glory» («es un hecho digno y glorioso»), tradujo el intérprete Trung. De pronto los dos coroneles desaparecieron, tan de improviso como habían llegado. Volvían de nuevo a en­contrarse en el que fue su verdadero elemento vital durante veinte años: la jun­gla y la oscuridad de la noche.

 

Poco tiempo después nos encontrábamos de nuevo en el lugar donde co­menzó nuestra aventura, en el puesto cerca de la carretera número 13, y nos preparábamos para cruzar de regreso la línea de demarcación. Pater Albert, con su sonrisa amistosa y tímida, estaba de nuevo con nosotros. Nos sentía­mos preocupados por nuestro material filmado, que estábamos convencidos de que nos sería confiscado por las autoridades de Saigón tan pronto llegáramos allí. ¿No había posibilidad de que las películas fueran transportadas desde Loc Ninl-i a Europa occidental vía Hanoi, Pekín y Moscú?, preguntamos.

 

Nuestra pregunta despertó entusiasmo entre los partisanos.

 

—Encontraremos un medio de hacerles llegar a ustedes sus películas sin el menor daño —opinó pater Albert con toda firmeza—. Pero después, en Sai­gón, deberán ustedes conseguir que el material salga de Vietnam del Sur sin ser controlado. Les enviaremos un mensajero tan pronto sepamos que se encuen­tran ustedes sanos y salvos en Saigón.

 

Era todavía de noche cuando emprendimos la marcha para cubrir los siete últimos kilómetros, los que nos separaban desde el primer campamento a la línea de demarcación. Nos acompañaba un pelotón de soldados norviet­namitas armados hasta los dientes, pero ahora no eran nuestros guardianes sino que venían para protegernos.

 

Llegaba la mañana, fría y gris. Estábamos de nuevo junto al ominoso arco de la carretera 13 y nos escondimos entre los matorrales. Con misteriosa pun­tualidad nuestros automóviles se hallaban en su puesto, con sus chóferes a los que no habíamos vuelto a ver en los últimos siete días. Los coches estaban todavía medio cubiertos con las ramas de camuflaje. Los chóferes tenían aspec­to de estar bien alimentados y de haber sido bien tratados. En las primeras lu­ces del alba volaron sobre nosotros helicópteros survietnamitas que se dirigían hacia el Norte, para suministrar la cercada guarnición de An Loc. El capitán Tac saltó sobre el asfalto de la carretera y con el cañón de su fusil me mostró el convoy de motocarros que, también esa mañana y procedente de la ciudad de Chon Tanh, se dirigía hacia donde estábamos nosotros. Pater Albert, con mirada un tanto nerviosa, se apresuró a correr a nuestro lado.

 

—Esos tipos con las Honda serán su mejor protección cuando vayan a cru­zar la línea en dirección a las tropas de Saigón —nos dijo en voz baja—. Si fueran solos con sus dos coches, estarían en peligro de que se abriera fuego contra ustedes desde ambos lados. Métanse con los coches entre los motocarros y sus acompañantes.

 

Nos abrazamos como buenos amigos. También el capitán Tac nos tendió los brazos. Fue un momento de auténtica emoción. Sin embargo al joven in­térprete, entrenado en Cuba, me limité a estrecharle la mano. Estoy seguro de que le hubiera resultado muy penoso abrazar a un enemigo de clase.

 

Tac abrió las puertas de los coches y se dirigió a nuestros chóferes dándo­les instrucciones de cómo tenían que conducir los coches para evitar los campos de minas al otro lado del arco. Así lo hicieron y tras describir una curva nos dirigimos hacia los puestos de control avanzados de los survietnamitas. A izquierda y derecha de nosotros zumbaban las Honda, cuyos conductores nos miraban con expresión hosca. No habíamos hecho ni un kilómetro desde el portal que marcaba la entrada en la zona del Vietcong, cuando fuimos dete­nidos por una patrulla de soldados survietnamitas que gritaban como locos. Llevaban cascos de acero norteamericanos y chalecos antibalas. Tenían los fu­siles montados y dispararon al aire al ver que nuestros chóferes no se detenían de inmediato. Tres soldados se colocaron junto a nosotros en los asientos tra­seros. Estaban muy excitados y nos apuntaban con sus armas. Sin embargo, poco a poco, el ambiente fue calmándose. -Continuamos el camino, escoltados por jeeps de la policía militar, y nos hicieron girar hasta llegar al puesto de mando regimental, sobre el que ondeaba la bandera de Vietnam del Sur. Nos esperaba un comandante de paracaidistas survietnamita, muy elegante en su uniforme ceñido y delgado como una avispa. Llevaba un pañuelo de seda azul al cuello, bajo su guerrera de camuflaje.

 

—Sean bien venidos de nuevo a pesar de todo —nos saludó—. Segura­mente habrán sido alimentados durante todo este tiempo con carne de rata, pues los comunistas no tienen nada mejor.

 

Nos extendió a cada uno de nosotros una botella de Coca-Cola helada. Durante toda una semana cada uno de nosotros soñó más de una vez con una Coca-Cola fría —mientras teníamos que bebernos la quinina con agua calien­te—, pese a que normalmente esa bebida norteamericana no nos decía gran cosa; pero se había convertido en el símbolo forzoso de una situación añorada. Tomamos las botellas que nos tendió el comandante y bebimos con ansia, pero aquel liquido oscuro no nos supo a nada.

 

 

Jean-Louis ofreció un cóctel para celebrar nuestro regreso a Saigón. Su piso de alquiler en la rue Tu Do estaba exactamente en la misma casa, un piso más arriba, del apartamento donde en 1951 volví a encontrarme con el Pachá Ponchardier. Dos hermanas, dos mujeres vietnamitas del pueblo, más bien ya mayores, que sabían cocinar perfectamente y que se comportaban como dos auténticas señoras, cuidaban de Jean-Louis y su casa. Cada vez que visitaba a mi colega francés y aún no había regresado de su oficina, una de las dos hermanas se sentaba conmigo para darme conversación mientras espera­ba. Solamente después de la toma de Saigón por los norvietnamitas se entero Jean-Louís que el marido de una de las dos hermanas vivía en Hanoi e in­cluso disfrutaba de un elevado puesto dentro de la jerarquía del Partido Co­munista.

 

A la fiesta fueron invitados periodistas, oficiales norteamericanos de los servicios de relaciones públicas, diplomáticos y miembros de la Comisión de Control Internacional. También estuvieron presentes los obligados fósiles su­pervivientes de la colonización francesa. Jean-Louis había pasado con nosotros unos días realmente preocupantes. Tras nuestra aventura en la «zona liberada», fuimos arrestados por la policía survietnamita que nos retuvo en la Jefatura de Policía, donde se nos interrogó durante cuatro horas y se nos dio a entender que, en cierto modo, se sospechaba que fuéramos cómplices del Vietcong. Pero los servicios del contraespionaje survietnamita no podían tener nada con­tra nosotros y cuando los dos funcionarios del servicio de seguridad, como si fueran los personajes de una novela de Simenon, nos ofrecieron vino tinto y bocadillos, nos dimos cuenta de que habíamos ganado la batalla. Las embaja­das francesa y alemana se habían puesto en acción en nuestra ayuda y aun cuando un grupo de desconfiados colegas de la prensa siguieron creyendo que eso de nuestra captura y permanencia involuntaria en el territorio del Vietcong no había sido más que un truco por nuestra parte, lo cierto es que nadie podía probar algo semejante.

 

Lo que sí nos causaba honda preocupación era la suerte de nuestros dos chóferes y nuestro intérprete que enviamos a Lai Khe el primer día de nuestra detención. Todos ellos hábían desaparecido de la faz de la tierra y debían de es­tar Dios sabe en qué celda de la prisión de la capital. Debieron de pasar toda­vía algunos días antes de que un buen número de encuestas y esfuerzos cerca de las autoridades survietnamitas, tras la intervención de la Embajada así como de la CIA, dieran resultado. De repente fueron puestos en libertad y volvieron a presentarse en su trabajo como si nada les hubiera ocurrido.

 

Llovía sobre Saigón. Las muchachas de vida ligera eran dejadas por sus hermanos o sus chulos en las puertas de los bares de la rue Tu Do, pues se aproximaba la hora del pecado. Se habían subido las minifaldas hasta encima del ombligo y trataban de proteger sus rostros excesivamente maquillados y sus pestañas postizas contra la lluvia y la humedad, cubriéndose el rostro con bolsas de plástico. Fascinado, contemplaba la animación de los negocios y de los centros de diversión de Saigón. Por mi parte, continuaba sintiéndome como un visitante recién llegado de otra galaxia. Simplemente, me resultaba casi im­posible comprender que apenas a setenta kilómetros de distancia de esta me­trópoli, frívola, corrupta y aparentemente despreocupada, un ejército ascético vigilaba en la jungla en espera de que le llegara la hora de poner un fin defini­tivo a este falso brillo y a la pecaminosidad propios de una sociedad de consumo.

 

Una voz con acento oriental, que resultaba bastante familiar, me sacó de mis pensamientos.

 

—Confiaba en encontrarte aquí —me dijo Laszlo y ambos nos alegramos de volver a encontrarnos.

 

Había conocido al húngaro en París y nos alegramos mucho de volvernos a ver. En París, en muchas ocasiones, nos había ofrecido películas documentales de los territorios de Laos ocupados por los comunistas. Como era lógico, los periodistas del bloque oriental se podían mover con mayor facilidad en el ban­do comunista.

 

—¿Has venido como periodista de la televisión húngara? —le pregunté, pero él, con un gesto de superioridad, rechazó mi cuestión.

 

—Soy miembro de la Comisión Internacional de Control del Armisticio y tengo todos los privilegios diplomáticos —se echó a reír—. Ya sabes que Po­lonia y Hungría son las representantes en ese organismo del grupo de Esta­dos socialistas. Me gustaría hablar contigo unas palabras, sin testigos —con­tinuó.

 

Nos aproximamos a la ventana. En la acera, bajo nosotros, se paseaban dos ejemplares extraordinarios de la vida nocturna de Saigón.

 

—¿Cuál es la postura de los representantes oficiales de los países socialis­tas en Saigón, con respecto a la moralidad? —le pregunté al húngaro.

 

Laszlo, desde luego, no era un puritano.

 

—Aquí nuestro jefe es un tipo bastante paternal. Poco después de nuestra llegada a Vietnam del Sur nos convocó a todos y nos dijo: «Camaradas, ya sé que aquí cuesta mucho trabajo resistir las tentaciones y, desde luego, no espero que ustedes lo hagan. Cuando se vayan a dormir con una de estas guapas chi­cas vietnamitas, no dejen de pensar que con su trabajo está contribuyendo a la alimentación de su familia y que, fundamentalmente, no deja de ser una per­sona respetable.»

 

Los «gulasch-comunistas» de Budapest, parecían dispuestos a destacarse también en el terreno de la moral socialista por su original humanismo.

 

—Estás esperando un paquete, ¿verdad? —me preguntó Laszlo cuando comprobó que nos encontrábamos solos. Estaba enterado de mi acuerdo con el Vietcong y de lo impaciente que me sentía en espera de nuestras filmacio­nes—. Nosotros nos ocuparemos de que recibas el material.

 

Desde que se firmó el Acuerdo de Armisticio en París, el Frente Nacional de Liberación disponía en el aeropuerto de Saigón, Tan Son Nhut, de un encla­ve, que, con sentido irónico, había sido bautizado con el nombre de «Camp David», donde sus enlaces oficiales gozaban de inmunidad y extraterritoriali­dad frente al Gobierno survietnamita. Allí, los representantes del Vietcong ce­lebraban con regularidad conferencias de prensa para los corresponsales occi­dentales.

 

—En la próxima reunión que celebre el. Frente de Liberación en «Camp David» no dejes de estar presente —me aconsejó Laszlo—. Su jefe de prensa, el coronel Phuong Nam, te espera, pero él no te entregará nada. Se trata de embaucar al servicio secreto de Vietnam del Sur. Los films te los entregaré yo, personalmente, tan pronto como lleguen en avión, procedentes de Loc Ninh.

 

Ante su barraca en el aeropuerto, el comandante Phuong Nam  me saludó con especial cordialidad. La prensa occidental había llegado en un autobús del régimen de Saigón pintado de gris. Phuong Nam no me dijo ni una sola pala­bra sobre nuestro asunto. Nuestro colaborador Tin, que había luchado incan­sablemente hasta conseguir la libertad de su sobrino Thanh, había venido con nosotros al «Camp David». Después de dar lectura a su comunicado, le pregun­tó al oficial de prensa del Frente de Liberación, qué le ocurriría a él, que había sido un notorio colaborador del régimen de Thieu, cuando los comunistas se hicieran con el poder en Saigón.

 

—Le ofreceremos buenos libros para que los lea y confiamos en que cam­bie su manera de pensar —le respondió el comandante del Vietcong con tono festivo.

 

Tres días después, en el restaurante Atabea, Laszlo me hizo llegar la con­signa acordada.

 

—El paquete ha llegado —me dijo—. Mañana a las once iré a la Embajada de la República Federal en la rue Vo Tanh. Procura estar allí dos horas antes para que la atención de los que te vigilan se haya enfriado cuando llegue yo. Todo lo demás ya es cosa tuya.

 

El entonces embajador alemán en Saigón era un caballero de la vieja escue­la y tenía fama de ser ultraconservador. Con motivo de un discurso de Año Nuevo llegó a expresarle al presidente del régimen de Saigón, Thieu, con el mayor entusiasmo, su confianza en la victoria final de Vietnam del Sur. Sin embargo, cuando le pedí que hiciera llegar a Bonn por valija diplomática las películas que acababa de recibir de la zona del Vietcong no vaciló ni un segun­do y lo autorizó sin reservas. A las once en punto, un coche oficial negro, en cuyas portezuelas campeaba el emblema azul de la Comisión de Control, se detuvo en el patio de entrada a la Embajada alemana. Yo ya le había dado ins­trucciones al portero, un ex miembro de la Legión Extranjera francesa llamado Arno Knöchel, de que tan pronto se detuviera el automóvil abriera la cancela y lo dejara pasar sin demora. Laszlo descendió del coche y fue conducido al despacho del embajador, donde yo estaba tomando el té con él. El húngaro lle­vaba consigo una gran cartera negra que colocó, como sin darle importancia, en un rincón de la habitación. El embajador alemán abrió la conversación con unos lugares comunes y se refirió a sus relaciones familiares con el país de los magiares.

 

Laszlo también tenía práctica en ese tipo de conversación diplomática que no decía nada. El intercambio de cortesías duró un cuarto de hora, transcu­rrido el cual se dio por terminada la audiencia. Laszlo se despidió y fue acom­pañado hasta la puerta por uno de los secretarios. El coche se puso en marcha y salió de la Embajada. La cartera negra había quedado en un rincón del des­pacho del embajador. Estaba llena hasta los topes con las películas y las graba­ciones de sonido que tomamos en los «territorios liberados». El primer correo diplomático que salió para Alemania la hizo llegar a Bonn sin el menor pro­blema.

 

 

LOS ÜLTIMOS DÍAS DE SAIGON

Saigón, abril de 1975

 

Saigón nunca me pareció tan asiática como en aquellos días que precedieron a su caída. Tan pronto como uno se alejaba de la me Tu Do y del Mercado de las Flores, muy pronto era el único blanco en medio de una masa com­pacta de amarillos. Frente a los extranjeros, los vietnamitas se habían puesto una máscara de indiferencia. Solamente cuando se creían solos y no observa­dos, sus ojos expresaban la preocupación con que esperaban la próxima catás­trofe. Mi chófer Canh, al que conocía desde hacía años, nunca había conducido de manera tan descuidada y falta de atención en medio del gran tráfico del centro de la ciudad. Cuando le llamé la atención vi que el miedo brillaba en sus ojos.

 

—Como usted sabe, señor, en 1954 salí huyendo de Hanoi ante la llegada de los comunistas. Ahora me han alcanzado de nuevo.

 

La jefa de la oficina de Telégrafos, una reflexiva annamita, con el cabello severamente recogido en moño, me llevó a un lado.

 

—¿Es cierto, señor, que los norvietnamitas van a matar a todos los fun­cionarios del Gobierno de Saigón?

 

En la recién conquistada Da Nang los comunistas reunieron en cada ba­rrio a cien personas, elegidas al azar, y las fusilaron públicamente para dar un escarmiento, le habían contado. Parecía muchas veces como si se tratara de fomentar el caos por medio de todo tipo de bulos.

 

Los habitantes de Saigón querían estar solos con sus preocupaciones e in­certidumbres. Para Vietnam habían llegado a su fin los doscientos años de apertura a Occidente con un terrible desengaño debido al último compañero, al norteamericano. La alegre y animada ciudad de Saigón, la «Perle de l’Ex­tréme-Onient», se preparaba para renunciar al lujo, la corrupción, la animación y su alegría vital. Muy pronto se convertiría en una ciudad puritana y aburri­da como Hanoi. Un estado de ánimo semejante debió de reinar en Shanghai, cuando los soldados de Mao Tse-tung, en el año 1949, procedentes de Suts­chau, penetraron en aquella Babel del Wang Pu, como hombres procedentes de otro planeta.

 

Las fotografías aparecidas en las revistas, en las cuales se ve una expresión de horror en los ojos de los saigoneses, no deben llamar a engaño, pues este país se enfrenté a su destino con una dignidad sin igual. Tanto los refugiados, cuya aparente resignación estaba cargada con férrea energía y voluntad de supervivencia, como los soldados gubernamentales, que sabían tan bien como los periodistas occidentales que la guerra estaba perdida y que pronto debe­rían responder de su conducta ante los tribunales populares, mostraban una incomprensible indiferencia que se reflejaba de modo fabulosamente asiático en sus rostros. Aquél era un país que se disponía a su reunificación bajo el régimen de la proletaria Esparta del Norte, donde reinaba un orden rígido e inconmovible y una disciplina monacal. ¿Cómo podrían los norteamericanos entendérselas con un pueblo así, empeñados de siempre, en sus desvirtuadas conferencias informativas, en dividir a los vietnamitas en good guys y bad guys?

 

Frente a la Embajada norteamericana formaban cola a diario los suplican­tes, todos aquellos que deseaban salir de allí con los últimos aviones. Se trataba de los peces pequeños de la colaboración, ciudadanos de Saigón asustados, no­vias de los soldados norteamericanos, funcionarios y empleados de poca cate­goría de los innumerables departamentos norteamericanos. Los peces grandes, los verdaderos vividores que se habían aprovechado de los diez años de pre­sencia norteamericana para acumular grandes fortunas, hacía ya mucho tiempo que se habían asegurado su fuga, como los que controlaban, desde arriba, el mercado negro, la trata de blancas y el tráfico de la heroína. Incluso hablan encontrado cómplices en el bando norteamericano, gracias a los cuales pu­dieron enviar las «tripulaciones» de sus burdeles a Manila, Bangkok o, como se descubrió posteriormente, incluso a Florida y Nuevo México, en los propios Estados Unidos. Sin documentos, sin una verdadera identidad, las muchachas de vida alegre evacuadas estaban sometidas a todo tipo de chantaje. Los altos oficiales y funcionarios del Gobierno de Saigón que seguían siendo honrados —y qué eran muchos más de los que la prensa occidental informaba—, que no se sometían en condiciones humillantes e indignas a suplicar un salvocon­ducto para su fuga, se quedaron en Saigón.

 

Al lado mismo de la US-Embassy, se hallaba la Embajada francesa. Del palacio del Eliseo se habían recibido instrucciones de mantenerse en su puesto. Además se incorporaría al personal diplomático un grupo de agentes de segu­ridad que llegó poco después por avión. Aproximadamente unos diez mil ciu­dadanos franceses vivían en la región de Saigón y al menos el ochenta por ciento de ellos era de origen vietnamita. Se había previsto la formación de campos de repatriación para ellos. En el despacho del embajador Ménillon, reinaba un consolador estado de ánimo, al estilo Fort-Chabrol, cual si se qui­siera demostrar a los vecinos norteamericanos cómo debe comportarse en los malos tiempos una nación con pasado y experiencia histórica. Contrariamente a Francia, los Estados Unidos nunca antes perdieron una guerra. Tal vez eso era algo que debían aprender. Un corresponsal de prensa de Washington ex­presó esa idea de manera pragmática: «Los franceses fueron aniquilados aquí en 1954, pero fueron honrosamente derrotados en Dien Bien Phu. Nuestra despedida de Vietnam se llama Watergate.»

 

El pequeño y nervudo Mérillon, que ya durante los acontecimientos del «Septiembre Negro» en Jordania supo demostrar su valor y entereza, me hizo un guiño y declamé con orgullo gálico: «Me quedaré aquí cumpliendo las órdenes de mi Gobierno, me envolveré en los pliegues de la bandera tricolor y veré cómo ocurre lo inevitable.»

 

A fuer de sinceros cabe decir que en esos mismos días el ambiente en la embajada alemana era mucho menos absoluto. Allí sólo se había quedado el portero y conserje principal, Arno Knöhel, un hombre con muchas relaciones familiares vietnamitas y que, además, había servido en la Legión Extranjera francesa. Tras la evacuación del personal diplomático, sin instrucciones ni ór­denes, izó sobre la puerta de la Embajada de la representación de Bonn la bandera negra-rojo-oro. De acuerdo con la antigua tradición, en las horas difí­ciles mostraba su bandera.

 

 

Con la inesperada rapidez de un tifón había caído la derrota sobre el régi­men del presidente Nguyen Van Thieu. A mediados de marzo, los norvietna­mitas atacaron con tanques y artillería la localidad de Ban Me Thuot en la alti­planicie annamita. Los soldados de Vietnam del Sur sólo se defendieron du­rante cuatro horas y sin poner demasiado entusiasmo. Después de esa operación los soldados de Giap se hicieron dueños de la situación y no quedaba ninguna posibilidad de detenerlos. Las plazas fortificadas de Kontum y Pleiku, que de­bían defender a Vietnam del Sur en la porosa frontera occidental con Laos, se rindieron sin lucha. El mando superior de Saigón se decidió, demasiado tar­de, a una drástica reducción del frente. Dado que la totalidad de la Primera Región militar, con Quang Tri, Hué y Da Nang, desde la penetración norviet­namita en la meseta, se hallaba en cierto modo en el aire, la franja costera del Norte debía ser evacuada por las tropas de élite que aún la defendían. En, las proximidades de Nhatrang, los estrategas de Saigón pensaban mantener un nuevo frente, tras el cual podría conservarse la metrópoli, Saigón, con su im­prescindible hinterland, hasta Tay Ninh, así como el fértil delta del Mekong.

 

Ocurre, sin embargo, que una retirada ordenada es, sin duda, la operación militar más difícil de realizar y exige preparativos logísticos perfectos, así como una alta moral y espíritu de lucha en la tropa. Los survietnamitas no contaban con lo uno ni con lo otro. En Rué y Da Nang estalló el pánico. La guarnición de la antigua ciudad imperial escapé a la desesperada hacia el puerto de Da Nang, comportándose como salvajes. Los que peor se portaron fueron los ma­rines survietnamitas, veteranos de cien combates, que se abrieron paso entre las columnas de refugiados civiles, a los que arrojaban a las cunetas, para lle­gar al puerto donde esperaban los buques destinados a llevar a cabo la evacua­ción. Se produjeron vergonzosas escenas de saqueo y brutalidad. A bordo de los transportes y las barcazas de carga, abarrotadas hasta la borda, que zarpa­ban de Da Nang, los marines les arrebataron a los paisanos el dinero y las jo­yas. Violaron a mujeres jóvenes y menos jóvenes. Quien no tenía nada que ofrecerles, era arrojado por la borda.

 

Mientras tanto las columnas blindadas del nuevo general jefe de Estado Mayor norvietnamita, Van Tien Dung —que había relevado al anciano co­mandante supremo Vo Nguyen Giap en el mando activo en primera línea—, llevaban a cabo su guerra relámpago. La infantería tenía dificultades en seguir el ritmo de progreso de las avanzadillas motorizadas que casi no encontraban resistencia. Las ciudades costeras de Annam, las enormes bases que los nor­teamericanos habían abandonado —abarrotadas de material—, izaban bandera blanca sin disparar un solo tiro. Ni siquiera se llevaba a cabo una rendición or­denada. El ARVN (Army of the Republic of Vietnam, Ejército de la República de Vietnam) se desmembraba, se disolvía en silencio y sin resistencia. Por su parte los norvietnamitas que durante treinta años habían tenido que soportar las insuperables dificultades, las amarguras y sufrimientos de una guerra de guerrillas, descubrieron de repente la alegría de la guerra abierta, a cam­po descubierto, la embriaguez de la victoria, de los avances incontenibles y los asaltos triunfales. Los rusos y los chinos no se mostraron parcos en sus suministros de material tras el engañoso armisticio. Un ejército, fuerte­mente mecanizado, avanzaba hacia el Sur. Aquel ejército de partisanos descal­zos se había convertido en una férrea apisonadora, una potente máquina bé­lica arrolladora, según el modelo ruso. Incluso las etapas de la marcha se deter­minaban de acuerdo con el reglamento soviético. Pese a toda la rapidez del avance, Hanoi buscaba la seguridad en el número. Sólo se daba la orden de avanzar cuando se contaba con una superioridad numérica de tres a uno. Había bastado un mes para hacer que el frente norte avanzara desde la devastada capital de provincia Quang Tni, en el paralelo 17, hasta las proximidades de Saigón. A apenas ochenta kilómetros de la capital dos regimientos de paracai­distas católicos se habían concentrado para intentar una última resistencia de­sesperada. Se hicieron fuertes en la pequeña ciudad de Xuan Loc, en la carrete­ra número 1. Tras la derrota de Ban Me Thuot, fueron ellos los primeros en entrar en combate en el curso de aquella fantasmagórica acción que permitió a los norvietnamitas avanzar más de mil kilómetros a lo largo de la «Carretera sin Alegría». Xuan Loc fue cercada. Con facilidad el general Dung podría haber lanzado sus tropas de asalto a la conquista de Saigón. Pero no estaba dispuestoa dejar nada al azar y prefirió concentrar nuevas tropas antes de dar el golpe mortal.

 

Las informaciones que se ofrecen sobre la situación bélica son muy monó­tonas en los últimos días. Los únicos combates tienen lugar en torno a la ca­rretera número 1, que en dirección Este conduce a Xuan Loc. Sesenta kilóme­tros de viaje, en un coche alquilado, dejando atrás la abandonada y devastada base norteamericana de Long Binh y la posición de apoyo aéreo de Bien Hoa, y ya se encuentra uno en las cercanías del frente. En las proximidades de Bien Hoa, después del Armisticio de Viena firmado en 1954, se habían establecido unos 300 000 católicos que escaparon del Norte, que a fuerza de trabajo y constancia habían conseguido un modesto bienestar a la sombra de sus igle­sias de cemento desprovistas de ornato, de sus imágenes de María y sus re­producciones de la Gruta de Lourdes. Ahora esos hombres, que durante quince años constituyeron la médula de la lucha defensiva vietnamita contra el comu­nismo, estaban de nuevo en fuga ante las victoriosas divisiones de Hanoi que siguen avanzando. Como en el año 1954, los curas y las monjas han tomado el mando de las columnas de fugitivos, pero la diferencia estriba en que ahora no pueden contar con un asilo seguro en el Sur y sólo les esperan días de mar­cha hasta los arrabales superpoblados de una metrópoli ya marcada por la derrota.

 

El Ejército survietnamita había agrupado un par de baterías artilleras y hacía fuego contra un enemigo invisible. No se había logrado establecer una auténtica línea defensiva. Continuamos nuestro viaje por la carretera número 1 hasta que ésta quedó desierta, una señal inconfundible de peligro y de la inme­diata proximidad del enemigo. Pese a lo desesperado de la situación, los sol­dados gubernamentales están alegres y bromean entre sí e incluso con nosotros. Hemos colocado en nuestro coche unas placas con la bandera alemana con la inscripción «Bao Chi Duc - Deutsche Presse», que nos identifica como periodis­tas alemanes. En las rutas de la huida de primera línea es mejor no ser con­fundido con un norteamericano.

 

Los soldados nos aconsejaron que fuéramos con cuidado. Tras las colinas más próximas —nos dijeron— se hallaban ya los norvietnamitas. Hice que el coche diera la vuelta y me dirigí a pie, con el equipo de filmación y sonido hasta el más avanzado de los puestos de observación. No se veía el menor mo­vimiento en los campos desiertos. Pero a unos trescientos metros de distancia un muro de tierra cerraba la carretera. Tras él, los norvietnamitas han plan­tado sus minas. No tuve más remedio que pensar en aquella mañana del verano de 1973 cuando fuimos hechos prisioneros por el Vietcong junto al arco de la carretera número 13, tras el cual estaba la «zona liberada» y donde había una valla semejante a aquélla bloqueando el paso.

 

Los ejércitos extranjeros han abandonado ya Saigón. Incluso aquellos con­sejeros militares, camuflados de paisanos, obedeciendo las órdenes en clave emitidas por las emisoras norteamericanas, se han dirigido casi como proscri­tos a Tan Son Nhut, desde donde salieron en avión. Sólo queda una última tropa blanca mercenaria: la cohorte de periodistas. Los heraldos de la catás­trofe y la proximidad de la ola depuradora ideológico-puritana, que, procedente del Norte, está a punto de caer sobre Saigón, despierta también, incluso entre los más bravos informadores de prensa, instintos serviles profundamente es­condidos. Los miembros de la Embajada alemana, al marcharse, dejaron tras st una buena cantidad de bebidas alcohólicas. El toque de queda está establecido a las ocho de la tarde. Por esa razón hay que dirigirse rápidamente desde la cabina de télex o radio hasta uno de los restaurantes franceses del Mercado de las Flores, para hacerse servir un filete a la pimienta, que debido a la escasez no resulta tan selecto como antes, y protestar —así lo requiere el propio pres­tigio— porque en la lista de postres no figuran fresas de Dalat, pese a que se sabe perfectamente que Dalat hace ya tiempo que está ocupada por los comu­nistas. Una de las últimas disposiciones del régimen de Thieu prohíbe la venta de bebidas alcohólicas en los locales públicos, de modo que el vino se nos sirve en tazas, disfrazado de café.

 

A eso de las ocho, todos nos reunimos en las habitaciones del hotel Conti­nental. Allí se conserva un ambiente demodé, colonial, en pleno corazón de Saigón. Los camareros y los botones siguen siendo los mismos que hace treinta años. El joven Franchini, último propietario del Continental y heredero euro-asiático de un apellido muy conocido en Saigón, estaba considerado como un amante del arte asiático y un interlocutor experto en temas artísticos. En unión de su esposa china escapó a tiempo de Saigón, en dirección a Hong Kong, tras ceder el hotel en usufructo a su antiguo personal, ancianos arruga­dos, pequeños, que a causa de su sordera muchas veces ni siquiera son capaces de servir lo que se les pide; que durante el día dormitan en sus puestos en el pasillo y que sólo muestran su simpatía a los clientes fijos cuando éstos les muestran un par de billetes de cien piastras. Con paso cansado, sirven cada no­che hielo y soda a los periodistas ruidosos que se aprovechan de las bebidas al­cohólicas que quedaron en la Embajada. Se bebe hasta bien entrada la noche y se repiten siempre las mismas historias, episodios de la ofensiva del Tet de 1968, de la ofensiva de primavera de 1972, anécdotas del presidente Diem, del presidente Thieu, de los bonzos, de los generales y de los granujas que siempre medran. Las conversaciones, al final, se hacen eróticas y escurridizas, de tono subido.

 

«La forma del amor y de la muerte», se dice en «El Corneta»; pero en esta guerra colonial chapucera se habla de sangre y de esperma.

 

Junto a nosotros se sientan las jóvenes vietnamitas como flores exóticas más bellas con cada nueva copa que se sirven los europeos. Ellas casi no beben. En la pared cuelga un cartel procedente de los tiempos en que Vietnam aún trataba de atraerse el turismo internacional y que representa a una bella y atrac­tiva asiática con el traje nacional, el ao dai, que allí tiene un aspecto realmente seductor entre las flores pintadas con tonos al pastel. Bajo ella puede leerse:

 

«Follow me to Saigon!», « ¡Sígame a Saigón! ».

 

De ese modo los periodistas nos hemos convertido en los últimos clientes de las alegres chicas de Saigón, y al mismo tiempo somos algo así como sus pa­dres confesores en las difíciles horas de prueba que se avecinan. Una de ellas se muestra fatalista:

 

—Tendré que plantar arroz para el Vietcong, al fin y al cabo yo vengo del campo.

 

Otra opina que jamás podrá renunciar a los vestidos bonitos y a la vida ale­gre, que no podrá resistir el oprobio que la espera y que las aguas del río Sai­gón son lo suficientemente profundas para poder albergarla en su seno. Una tercera trata de ofrecer algo de consuelo:

 

—Cuando a mi pueblo las cosas le fueron bien, desde un punto de vista material, y aquí, en Saigón, podía disponer de todos los bienes, quise participar en ello; ahora si mi pueblo tiene que trabajar duramente y ser pobre, yo tam­bién quiero ser pobre.

 

Por lo general todas se muestran deprimidas al pensar en sus grandes familias, con las que siguen sintiéndose unidas y a cuya supervivencia tuvieron que colaborar frecuentemente mediante el empleo de sus encantos físicos y su juventud.

 

También esas frívolas mariposas de la me Tu Do son hijas de aquellas dos legendarias hermanas Hai Ba Trung, que según la tradición, en antiquísimos tiempos consolaron a los conquistadores chinos y cuando se produjo la derrota buscaron una muerte voluntaria. El elemento básico de esta raza es la fortaleza y la fragilidad. Contrariamente a las siamesas, alegres pero indiferentes, la vietnamita es casi tan cerebral como la china. Cuando se prostituye lo hace por cálculo o desesperación, pero casi nunca por ligereza o frivolidad. Aquella no­che en el Continental, mientras observaba a la joven Minh sentada a mi lado, correcta aun cuando no honesta, con ojos de gata muy maquillados, inmóvil como una muñeca, me vino a la mente una cita de El americano impasible de Graham Greene: «Ella ya no es una niña. Quizá ya es capaz de resistir, como usted llegará a serlo. ¿Conoce esos tipos de parquet que no se rayan nunca? Así es Phuong.»

 

En torno a la terraza del hotel Continental seguían acudiendo a montones los mendigos, los lisiados, los limpiabotas, las prostitutas —y también los ho­mosexuales prostituidos—, así como los vendedores de souvenirs. A medida que se iba debilitando, poco a poco, la autoridad de la policía, estos tipos se iban haciendo cada vez más desvergonzados. Una gloriosa excepción, aquel vendedor de libros que supo siempre mantener su compostura. Ofrecía una ex­tensa colección de publicaciones sobre Indochina. Encima de todo estaba The . Quiet American, la novela de Graham Greene. Un colega alemán comen­zó a hojearla y le aconsejé que la comprara. No me cabe duda de que es el me­jor libro que se ha escrito sobre Vietnam. El escenario principal de la acción de la novela, que se desarrolla en 1951-52, es, naturalmente, el hotel Conti­nental. El tema central es el «triángulo» amoroso entre el maduro periodista inglés Fowler, el joven agente secreto norteamericano Pyle y la muchacha viet­namita Phuong. Fowler lleva viviendo dos años con Phuong, hasta que aparece Pyle, el «americano impasible», le hace la corte a la chica y le ofrece un pronto matrimonio y seguridad. El inglés, abandonado, indica a los guerrilleros co­munistas cómo éstos pueden atraer a una emboscada a su rival y acabar con él. Cuando leí ese libro por primera vez, hace ya muchos años, aquella historia me pareció profundamente simbólica. Greene adivinó en su interior el desarrollo de los futuros acontecimientos en Indochina. Pliuong simboliza a Vietnam; el inglés, francófilo y maduro, a la potencia colonial francesa; y el joven inocente, inexperto, Pyle, un tanto irresponsable, aparece como el anuncio desilusionado de la invasión norteamericana.

 

Se ha escrito mucho sobre la supuesta maliciosa satisfacción francesa ante la derrota norteamericana en Indochina. No cabe duda de que los franceses siempre estuvieron mejor informados, más íntimamente integrados con el país y, consecuentemente, se dieron cuenta muy pronto de que esta guerra no podía ser ganada por los Estados Unidos. A eso hay que añadir la tensión inevitable, celosa, como la que se produce entre el amante maduro, experimentado y cur­tido y el rico, bien intencionado, brutal y joven, pero impotente cortejador del Nuevo Mundo. El Ejército francés, que fue vencido en Dien Bien Phu, adquirió allí la enfermedad de Indochina y sigue enfermo, sufriendo del mal jaune, como más tarde lo llamaría, acertadamente, el escritor Jean Larteguy, un ex ofi­cial paracaidista.

 

Por la mañana temprano volvimos a hacer acto de presencia en la carretera numero 1, en dirección a Xuan Loc. Los norvietnamitas pululaban a ambos la­dos de la ruta asfaltada. En la cercana población de Tu Duc, sus avanzadillas propagandísticas ya se atrevían a presentarse en público y le decían a la pobla­ción que se había establecido un plazo, hasta el 1 de mayo, antes de termi­nar el cual el general Thieu debería presentar su dimisión. De no hacerlo así comenzaría la batalla de Saigón y entonces cada uno debía saber a qué ate­nerse. También en Saigón todos esperaban la dimisión del presidente Nguyen Van Thieu. Con motivo de la celebración de la Fiesta Confucianista de los An­tepasados Vietnamitas, en la que se rinde culto al padre mítico Huong Vuong, debía pronunciar un discurso, pero lo anuló en el último minuto. En vez de ello compareció a las ocho de la noche en la televisión, precisamente a la hora en que daba comienzo el toque de queda. Nguyen Van Thieu, ese hombre de aspecto poco llamativo, con su inalterable rostro de jugador de póker, que sin razón había sido tan frecuentemente descrito en la prensa occidental como una especie de demonio, en aquellas horas de su despedida del Gobierno parecía contemplar el futuro por encima de sí mismo.

 

—Los Estados Unidos no han mantenido sus promesas —dijo ante las cá­maras con rabia contenida—, han jugado sucio y son inhumanos. No se puede creer en ellos. Son unos irresponsables. Nunca hubiera creído de un hombre como Henry Kissinger que fuera capaz de abandonar a nuestro pueblo entregado a un destino tan espantoso.

 

Con su acusación al protector norteamericano, que lo habla engañado, de­mostraba que él no había sido completamente el presidente de un Gobierno títere. Thieu se hizo cargo de la trágica herencia del dictador Ngo Dinh Diem. Para el supersticioso pueblo de Saigón, la calda de Thieu estaba ya fijada desde el comienzo de la última fiesta de Año Nuevo vietnamita, el tet del gato.

 

Le debo a la pequeña Minh mis conocimientos astrológicos. El jefe de Es­tado se encontraba dentro del signo astrológico del ratón; consecuentemente el año del gato, que habla comenzado con tan dramáticos pronósticos, debía ser el de su perdición. ¿No era también del signo del ratón Ngo Dinb Diem, que fue derrocado y asesinado en otro año del gato, precisamente en 1963? Si en esta ocasión Thieu lograba escapar con vida, tal vez tendría que agradecérselo a su esposa, que había nacido bajo el signo del caballo.

 

Pese a la existencia del toque de queda hemos cruzado la ciudad desierta a medianoche, en un coche del Cuerpo Diplomático. Las patrullas de la poli­cía establecen barricadas y caballetes de alambre espinoso en los cruces de ca­lles. En el aeropuerto de Tan Son Nhut, bajo dirección norteamericana, con­tinúa sin pausa la evacuación cada vez más intensa, y en medio de un clima de gran tensión. Junto a la policía y la gendarmería militar vietnamita han aparecido últimamente unos tipos sospechosos con los pijamas negros de la milicia voluntaria. Constituyen la última reserva del régimen. Estos elementos inseguros han comenzado ya con su pillaje y abusos. Mientras más pronto y con menos oposición se hagan los norvietnamitas con el control de la ciudad, mejor será para Saigón.

 

Finalmente hemos acabado por reunirnos en el Viking-Bar del hotel Palace. Junto a un par de norteamericanos trasnochadores, somos los únicos clientes. Los periodistas se han pasado todo el día como perros de presa en espera de conocer la noticia de la dimisión de Thieu. En esos momentos, las risas, las bromas y las coqueterías de las camareras me causan una impresión dolorosa.

 

El Politburó de Hanoi se ha encontrado en sus manos con la victoria total antes de lo que esperaba. Originalmente, el objetivo de la ofensiva de la alti­planicie no era en absoluto la conquista de Saigón. El general Dung se hubiera dado por satisfecho con algunos espectaculares éxitos en la región de Hué. Pero el colapso del Sur desaté dramáticas y precipitadas consecuencias. Mien­tras los norvietnamitas, a toda prisa, situaron todas sus reservas estratégicas, en forma de cuñas de choque, en torno a Saigón, desplazaron, simultáneamente, el mayor peso de su capacidad defensiva antiaérea desde Tonkín hacia el Sur. En Hanoi no se descartaba en absoluto la posibilidad de una intervención de las US-Air Force en el último minuto, para facilitar a sus aliados survietna­mitas una nueva pausa antes de su ejecución final. Pero el presidente Gerald Ford, que había sustituido a Richard Nixon como consecuencia del escándalo Watergate, tenía otras cosas de las que preocuparse.

 

La penetración demasiado rápida del Ejército del Norte frustré todos los proyectos de compromiso y traspaso de poderes, que habían venido forjándose en torno a la Embajada francesa de Saigón. El acomodaticio Mérillon habla animado al Quai d’Orsay para que, una vez más, volviera a jugar la carta de mediador entre los dos bandos de la guerra civil. Se trataba antes que nada de hacer que la sucesión del presidente Thieu recayera en manos de un hombre que también resultara aceptable para Hanoi como interlocutor válido. ¿No se habla previsto ya en el Acuerdo de Armisticio de 1973 la creación de un «Consejo de Reconciliación Nacional» como solución interina? La propuesta era inteligente, brillante y en apariencia razonable, como tantas otras de las resoluciones de la diplomacia francesa. Pero el realismo no coincidía con la furiosa resolución de los comunistas.

 

Durante dos días todos los ojos estuvieron fijos, llenos de esperanza, en el general Duong Va Minh. Pero Big Minh habla perdido ya la fe en su misión. El apoyo, la bendición de París no valían en aquellos días ni una sola piastra. Sabía que su intento neutralista de última hora fracasaría en esta ocasión, como lo hicieron sus ambiciones políticas doce años antes, cuando, lleno de de­cisión, contribuyó a la caída del dictador Ngo Dinh Diem. El flemático y ho­nesto general Minh invitó a la prensa a una conferencia en su villa. La casa estaba situada no lejos de la catedral, en una avenida sombreada que antaño llevó el nombre de «Charles de Gaulle».

 

—Sé que pronto se me llamará para colocarme a la cabeza del Estado... o de lo que quede de él —dijo Big Minh—. Esa idea es como una pesadilla. Era fácil de ver en aquel hombre desmañado que lamentaba que las exi­gencias de la política le obligaran a abandonar su relativamente modesta exis­tencia actual al margen del poder. Tal vez, en algún momento, jugó con la idea de representar el papel de un mariscal Pétain vietnamita, pero Hanoi lo dejó reducido a desempeñar tan sólo la lamentable función de un almirante Donitz. No se permitía otra cosa que la capitulación incondicional. Pocos días después, el 30 de abril —pero en aquella tarde nadie lo suponía aún—, los tanques T-54 de los norvietnamitas pasaban frente a la desierta Embajada de los Estados Unidos en dirección al palacio Doc Lap, derribaron sus verjas y ejecutaron la disolución de la República de Vietnam del Sur. Antes de que los comunistas de Hanoi se llevaran a aquel presidente por un día, Duong Van Minh pudo pronunciar unas pocas palabras frente al micrófono de un perio­dista extranjero:

 

—Han vencido aquellos que se merecieron la victoria.

 

Los diez últimos días antes de la calda de Saigón transcurrieron en medio de una gran tensión. Los norteamericanos le comunicaron a los restantes ex­tranjeros occidentales que aún seguían allí que la evacuación estaba prevista para el día X. Por la emisora norteamericana de Saigén se comunicarla, en clave, cuándo había llegado el momento. El mensaje decía así: «La tempe­ratura ha alcanzado los 105 grados Fahrenheit», y a continuación del mensaje se tocaría una canción de Bing Crosby: I’m dreaming of a white Christmas. Cuando se emitiera esta llamada todos deberían dirigirse al punto de partida de los helicópteros norteamericanos, lo más rápidamente posible, para ser conducidos a los navíos de la VII Flota. Yo estaba firmemente decidido a no participar en esa desesperada carrera. No quería salir como un expulsado y bajo la protección de los marines norteamericanos de aquel país que descubriera treinta años antes con el entusiasmo de un conquistador.

 

Con un grupo de colegas extranjeros hablamos decidido quedarnos en Saigón y dejarnos sorprender por los norvietnamitas. Los riesgos eran calcula­bles. Pero un cable de la redacción central me comunicó que mi emisión espe­cial sobre Vietnam debía ser puesta en antena el día 2 de mayo. Faltaba por realizar todavía el montaje y concluir los últimos detalles y apenas quedaba tiempo para ello. Consecuentemente, el día 26 de abril emprendimos el vuelo de regreso.

 

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