Comodoro Matthew Perry 

 

Cuando desembarcamos en Japón, 1854

 

Nota: La expedición a Japón, que concluyó en un tratado de paz entre ese país y los Estados Unidos, fue organizada y comandada por el Comodoro Perry. La siguiente selección fue compilada por Francis L. Hawks a partir de las notas y diarios del Comodoro Perry.

 

Mientras el paisaje se aclaraba y las costas comenzaban a distinguirse, se revelaba de manera espectacular el diligente trabajo efectuado por los japoneses a lo largo de la noche en la costa de Uraga. Pantallas ornamentales de tela habían sido dispuestas para dar un aspecto más imponente y a la vez de mayor tamaño a los bastiones y fuertes; y dos tiendas de campaña estaban dispuestas entre los árboles. Las pantallas estaban extendidas, tensas, en la forma usual sobre postes de madera, y cada intervalo entre las huestes estaba así señalado claramente, teniendo, a la distancia, la apariencia de paneles. Sobre estos aparentes paneles estaban los blasones de las armas imperiales, alternando con el emblema de una flor escarlata de grandes hojas con forma de corazón. Banderas y gallardetes, con diversos dibujos de alegres colores, colgaban de los ángulos de las pantallas, detrás de las cuales multitudes de soldados, ataviados de una manera anteriormente no observada, y que se suponía era propia sólo de importantes ocasiones. La mayor parte de las vestimentas eran una especie de hábito oscuro, con faldas cortas, la cintura ceñida por una faja, y sin mangas, dejando al desnudo los brazos.

Todos a bordo de las naves estaban alerta desde temprana hora, efectuando los preparativos necesarios. Las máquinas estaban en funcionamiento y las anclas estaban levantadas para que las embarcaciones pudieran ser movidas a una posición donde sus cañones pudieran controlar el lugar de recepción. Las naves a vela, sin embargo, a causa de la calma del viento, eran incapaces de colocarse en posición. Fueron seleccionados los oficiales, la tripulación y los marines que debían acompañar al Comodoro. Todos, por supuesto, ansiaban participar en las ceremonias de ese día, pero no podían ir todos, pues un cierto número debía permanecer abordo para desarrollar las tareas necesarias. Muchos oficiales y marines fueron seleccionados por sorteo, y cuando todos estuvieron designados, en una cantidad cercana a los trescientos, cada uno se preparó lo mejor posible para la ocasión. Los oficiales, tal como se había ordenado, estaban ataviados con atuendo de ceremonia, mientras que la tripulación y los marines vestían sus uniformes navales y militares de color azul y blanco.

Antes de que las ocho campanadas matutinas hubieran sonado, el Susquehanna y el Mississippi se dirigieron lentamente hacia la bahía. Simultáneamente con este movimiento de las cuatro naves, seis botes japoneses tomaban la misma dirección, pero más cerca de tierra. La bandera gubernamental con bandas distinguía a dos de ellos, mostrando la presencia a bordo de algunos altos oficiales, en tanto que el resto portaba banderas rojas, suponiéndose que también iba a bordo una comitiva o guardia de soldados. Doblando el promontorio que separaba el lugar donde habíamos estado anclados de la bahía, se observaban los preparativos de los japoneses en la costa. La zona que bordeaba el extremo de la bahía tenía un aspecto alegre con una larga extensión de pantallas de tela pintadas, sobre las mismas se veían  engalanadas (dibujadas de manera llamativa) las armas del Emperador. Nueve altos estandartes se alzaban en medio de una gran cantidad de banderas de diversos y vívidos colores, dispuestas en ambos lados, de forma tal que el conjunto formaba un crescendo de variadas y coloridas enseñas, que ondeaban brillantemente bajo los rayos del sol matutino. De los altos estandartes pendían anchos pendones escarlatas que barrían el suelo con sus ondulantes movimientos. Sobre la playa frente a este despliegue se desplegaban regimientos de soldados, rígidos en su formación, evidentemente así dispuestos para dar una apariencia de fuerza marcial, de manera tal que los americanos se vieran impresionados ante poder militar de los japoneses.

Cuando el observador enfrentaba la bahía, veía a la izquierda de la población de Gori-Hama un desordenado grupo de casas con techos puntiagudos, construidos entre la playa y la base del terreno alto que corría detrás a lo largo de verdes pendientes, ascendiendo hacia las distantes montañas. Un valle exuberante o cañón, encajonado entre colinas boscosas, se abría a las puertas de la bahía, rompiendo la uniformidad de la curva de la costa brindaba una hermosa variedad al paisaje. Sobre la derecha varios centenares, o más,  de botes japoneses se desplegaban en líneas paralelas a lo largo de la costa, con una bandera roja en la popa de cada uno. El efecto total, aunque no asombroso, era novedoso y alegre, y todo combinado daba un placentero aspecto al cuadro. Era un día brillante, con una clara luz solar que parecía otorgar vitalidad, de la misma manera que las verdes colinas, y las alegres banderas, y la brillante formación de soldados. Detrás de la playa, frente al centro de la curvada costa de la bahía,  se erigía un edificio con tres techos colocados de manera piramidal, recién construido para la recepción, destacándose sobre las casas circundantes. Su frente estaba cubierto por una tela rayada, que se extendía a la manera de una pantalla sobre ambos lados. Tenía un aspecto nuevo, indicativo de su reciente construcción, y con sus techos  puntiagudos se asemejaba, en la distancia, a un grupo de grandes almiares de trigo.

Dos botes se aproximaban mientras los vapores entraban en la bahía, y cuando se echaron las anclas se ubicaron junto al Susquehanna. Kayama Yezaiman, con sus dos intérpretes, subió a bordo, seguido por Nagazima Saboroske y un oficial asistente, que había llegado en el segundo bote. Fueron debidamente recibidos en la escalerilla y conducidos al castillo de la nave para que tomaran asiento. Estaban vestidos con atuendo oficial, algo diferente a su vestimenta ordinaria. Sus vestimentas, aunque de tipo usual, estaban mucho más adornadas. El material era de brocado de seda de colores vivos, con dobladillos de terciopelo amarillo, bordado con encaje de oro de diversas figuras. Sobre esta vestimenta se desplegaban, en la espalda, mangas y pecho, las armas de su portador.

Una señal fue izada desde el Susquehanna dirigida a los botes de los otros barcos, y en el curso de media hora todos ellos se dispusieron en formación con sus oficiales y tripulación, preparados para las ceremonias del día. Las lanchas y guardacostas ascendían a no menos de quince, presentando una imponente formación; y con todo el personal sobre ellos, con el uniforme adecuado, no se buscaba un efecto pintoresco. El Capitán Buchanan, habiendo tomado su lugar en su barcaza, lideró la marcha, flanqueado en ambos lados por los dos botes japoneses que llevaban al gobernador y vice-gobernador de Uraga con sus respectivas comitivas. Estos dignatarios actuaban como maestros de  ceremonia y señalaban el curso a la flotilla americana. El resto de los botes seguían el cortejo, con los guardacostas transportando las dos bandas de los vapores, que animaban la ocasión con su música alegre.

Los botes surcaban rápidamente las plácidas aguas; tal era la destreza y rapidez de los remeros japoneses que nuestros vigorosos remeros fueron picados en su amor propio para mantener el ritmo de sus guías. Cuando los botes estaban a mitad de camino de la costa, los trece cañones del Susquehanna comenzaron a disparar y el eco se propagó entre las colinas. Esto anunció la partida del Comodoro, quien, tras subir a su lancha, fue conducido hacia tierra.

Los guías japoneses dirigieron los botes hacia un lugar de desembarco ubicado en el centro de la costa curvada, donde se había construido un muelle provisorio mediante bolsas de arena y paja. El bote de avanzada pronto tocó el lugar, y el Capitán Buchanan, que comandaba el grupo, saltó hacia la costa, siendo el primero de los americanos que desembarcó en el Reino de Japón. Fue seguido inmediatamente por el Mayor Zeilin, del cuerpo de Marines. El resto de los botes fueron llegando y desembarcaron sus respectivas cargas. Los marines (un centenar) marcharon hacia el muelle y formaron en línea, enfrentando al mar; luego llegaron los cien marineros, que también formaron fila mientras avanzaban, a la par que las dos bandas iban en la retaguardia. El número total de americanos, incluyendo marineros, marines, músicos, y oficiales, ascendía a unos trescientos; una formación para nada formidable, pero suficiente para una ocasión pacífica, y compuesta de hombres vigorosos, robustos, que contrastaban fuertemente con los pequeños y delicados japoneses. Estos últimos se habían reunido en gran cantidad, unos cinco mil de acuerdo a lo establecido por el Gobernador de Uraga, aunque parecían ser más. Su formación se extendía a lo largo del circuito completo de la playa, desde la extremidad más lejana de la población hasta la abrupta pendiente de la colina que limitaba la bahía en el lado norte; mientras una inmensa cantidad de soldados se apiñaba delante, detrás y debajo de las pantallas de tela que se extendían a través de la retaguardia. El orden suelto de este ejército japonés no presagiaba un grado muy alto de disciplina. Los soldados estaban tolerablemente bien armados y equipados. Sus uniformes eran parecidos a la vestimenta japonesa ordinaria. Sus armas eran espadas, lanzas y mosquetes. Los que estaban delante eran infantes, arqueros y lanceros; pero gran cantidad de cuerpos de caballería se veían detrás, a la distancia, como si estuvieran en reserva. Los caballos de éstos parecían de buena raza, fuertes, de buenas grupas y enérgicos. Estos soldados de caballería, con sus ricas gualdrapas, presentaban al menos una vistosa cabalgata. Junto a la base del terreno elevado que se hallaba detrás del poblado, en la retaguardia de los soldados, había una gran cantidad de lugareños, entre los cuales se destacaba un conjunto de mujeres, que miraban con intensa curiosidad, a través de los claros de las formaciones militares, a los extraños visitantes del otro hemisferio.

A la llegada del Comodoro, su séquito de oficiales formó en doble fila junto al lugar de desembarco, y tras pasar entre ellos, siguieron detrás de él en formación. La procesión se dirigió hacia la casa de recepción, siendo indicado el camino por Kayama Yezaiman y su intérprete, que precedían al grupo. Los marines iban delante, siguiéndoles los marineros. El Comodoro fue debidamente escoltado hasta la playa. La bandera de los Estados Unidos y el ancho pendón eran llevados por dos atléticos marinos, seleccionados entre los miembros de la tripulación en base a su robusta constitución. Dos jóvenes, vestidos para la ceremonia, precedían al Comodoro, llevando en un envoltorio de paño escarlata las cajas que contenían su credencial y la carta del Presidente. Estos documentos, en forma de libro, estaban bellamente escritos sobre vitela, unidos por terciopelo de seda azul. Cada precinto, sujetado por cordones entretejidos de oro y seda con borlas de oro, estaba encerrado en una caja circular de seis pulgadas de diámetro y tres de profundidad, confeccionada en oro puro. Cada uno de los documentos, junto con su precinto, estaba colocado en una caja de palo de rosa de un pie de largo, con cerradura, goznes, y montajes, todo de oro. A cada lado del Comodoro marchaba un alto y bien proporcionado negro, que, armado hasta los dientes, actuaba como su guardia personal. Estos negros, seleccionados para la ocasión, eran los de mejor aspecto entre los de su color que la escuadra podía ofrecer. Todo esto, por supuesto, tenía una intención efectista.

La procesión fue obligada a efectuar un movimiento circular para alcanzar el ingreso a la casa de recepción. Esto dio una buena oportunidad para el despliegue de la escolta. El edificio, situado a poca distancia del lugar de desembarco, fue alcanzado rápidamente. Frente a la entrada había dos pequeños cañones de manufactura antigua y aparentemente europea; una compañía de guardianes japoneses más bien desordenada esta dispuesta a ambos lados, cuya vestimenta era diferente de la de los otros soldados. Los de la derecha vestían túnicas, ceñidas en la cintura con anchas fajas, y pantalones de color gris, cuya gran anchura disminuía en las rodillas, mientras sus cabezas estaban cubiertas con una tela blanca a la manera de un turbante. Estaban armados de mosquetes con bayonetas y se veían fusiles a chispa. Los guardianes del lado izquierdo estaban vestidos con un uniforme más bien oscuro, de color marrón mezclado con amarillo, y portaban anticuados mosquetes.

El Comodoro, habiendo sido escoltado hasta la puerta de la casa de recepción, ingresó con su séquito. El edificio mostraba señales de  la apresurada construcción, los maderos y tablones de pino estaban numerados, como si hubiesen sido armados previamente y luego transportados al lugar ya listos para ser ensamblados. La primera parte de la estructura era una especie de tienda, construida principalmente con lonas coloreadas, sobre las cuales estaban pintadas en varios lugares las armas imperiales. Su área incluía un espacio de casi cuarenta pies cuadrados. Tras este hall de ingreso había un departamento interior al cual conducía un sendero alfombrado. El piso de la habitación exterior estaba cubierto mayormente por tela blanca, pero a través de su centro pasaba una alfombra roja, que mostraba el camino hacia el interior de la cámara. Esta última estaba completamente  alfombrada con tela roja, y fue el sitio donde tuvo lugar la recepción. El nivel del piso estaba algo elevado, como un estrado, y la sala estaba bellamente adornada para la ocasión. Tapices de seda y fino algodón de color violeta, con las armas imperiales bordadas en blanco, colgaban de las paredes que encerraban la sala interior, sobre tres lados, mientras que el frente estaba abierto hacia la antecámara o sala exterior.

Cuando el Comodoro y su comitiva subieron a la sala de recepción, los dos dignatarios que estaban sentados a la izquierda se levantaron e inclinaron, y el Comodoro y su gente fueron conducidos a los sillones que habían sido dispuestos para ellos en el lado derecho. Los intérpretes anunciaron los nombres y títulos de los altos dignatarios japoneses como Toda-Idzu-no-kami, Toda, Príncipe de Idzu, y Ido-Owami-no-kami, Ido, Príncipe de Iwami. Eran hombres de avanzada edad, el primero aparentemente en torno a los cincuenta, y el último unos diez o quince años mayor. El Príncipe Toda era el mejor parecido de los dos, la expresión intelectual de su ancha frente y el aspecto agradable de sus rasgos regulares contrastaba muy favorablemente con el rostro más arrugado, sumido y menos inteligente de su par, el Príncipe de Iwami. Ambos estaban lujosamente vestidos, sus atuendos eran brocados de seda  con elaboradas figuras de oro y plata.

Desde el principio los dos príncipes habían asumido un aire de estatuaria formalidad, que preservaron durante toda la entrevista, pues no pronunciaron una palabra, y se levantaron de sus asientos sólo al ingresar y salir el Comodoro, cuando efectuaron una grave y formal inclinación. Yezaiman y sus intérpretes actuaron como maestros de ceremonia. Al ingresar, se situaron en el extremo superior de la sala, arrodillándose junto a una ancha caja lacrada de color escarlata, sostenida por patas, amarillas o bronceadas.

Después de que el Comodoro y su comitiva hubieran tomado asiento hubo  una pausa de algunos minutos, no pronunciándose ni una palabra por parte de ambos lados. Tatznoske, el intérprete principal, fue el primero en romper el silencio, preguntando al Sr. Portman, el intérprete holandés, si las cartas estaban listas para ser entregadas, afirmando que el Príncipe Toda estaba preparado para recibirlas y que la caja escarlata en el extremo superior de la sala estaba dispuesta para ser el receptáculo de las mismas. El comodoro, hizo señas a los jóvenes que permanecían en la sala inferior para que avanzaran. Estos obedecieron inmediatamente, trayendo las hermosas cajas que contenían la carta del Presidente y otros documentos. Los dos negros marchaban detrás. Una vez junto al receptáculo escarlata recibieron las cajas de las manos de los portadores, las abrieron, tomaron las cartas, y, tras desplegar el escrito y los sellos los depositaron sobre la tapa de la caja japonesa, todo en perfecto silencio.

[Esta carta del Presidente, Millard Fillmore, expresaba el sentimiento amistoso de los Estados Unidos hacia Japón y el deseo de que existieran lazos de amistad y comerciales entre ambos países. Los documentos estaban depositados en una caja escarlata y un recibo formal fue entregado al ser recibidos.]

Yezaiman y Tatznoske se inclinaron, e, incorporándose quitaron el cierre de la caja escarlata, e informando al intérprete del Comodoro que no había nada más por hacer, salió del lugar, inclinándose hacia ambos lados al hacerlo. El Comodoro se levantó para partir, y, cuando salía, los dos príncipes, manteniendo aún absoluto silencio, también se incorporaron y  permanecieron allí hasta que los extranjeros se ausentaron.

El Comodoro y su comitiva se detuvieron durante un breve lapso en la entrada del edificio aguardando su lancha. Yezaiman y sus intérpretes retornaron y preguntaron qué estaban esperando; recibiendo la réplica “El bote del Comodoro”. Nada más se dijo. La entrevista no había durado más de veinte o treinta minutos, y se había conducido con la mayor formalidad y con la más perfecta cortesía.

La procesión volvió a formarse como antes, el Comodoro fue escoltado hasta su lancha, embarcó y fue transportado hasta su nave, seguido por los otros americanos y los dos botes japoneses que llevaban al Gobernador de Uraga y sus acompañantes, mientras las bandas interpretaban nuestros aires nacionales.

Fuente: Eva March Tappan, ed., The World's Story: A History of the World in Story, Song and Art, (Boston: Houghton Mifflin, 1914), Vol. I: China, Japan, and the Islands of the Pacific, pp. 427-437. Traducción Ricardo Accurso

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