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Evelyn Barig, Lord Cromer

 

Inglaterra y el Islam

 

The Spectator, 23 de Agosto de 1913. Traducción de Luis César Bou

 

 

Entre las muy importantes observaciones señaladas por Sir Edward Grey en su reciente discurso parlamentario acerca de los asuntos en la Península Balcánica, ninguna merece mayor atención que aquella que tiene que ver con los deberes y responsabilidades de Inglaterra hacia los musulmanes en general. De hecho, hace mucho tiempo que debía hacerse alguna declaración de principios clara y autorizada sobre esta importante materia por parte de un Ministro de la Corona. Constantemente estamos siendo recordados de que el rey Jorge V es el mayor gobernante de musulmanes en el mundo, que unos setenta millones de sus súbditos en la India son musulmanes, y que los habitantes de Egipto también son, en su mayoría, seguidores del Profeta de Arabia. No infrecuentemente se sostiene que es un deber incumbente a Gran Bretaña el defender los intereses y asegurar el bienestar de los musulmanes del mundo entero a causa de que un gran número de sus correligionarios son súbditos británicos y residen en territorio británico. No es de ninguna manera sorprendente que se haya hecho este alegato, pero es una cuestión manifiesta que no puede ser admitido sin muy grandes e importantes aclaraciones. Además, desde un punto de vista europeo, represente un orden de ideas de algún modo retrasado. Es cierto que la comunidad de religión constituye el principal lazo de unión entre Rusia y la población de la Península Balcánica, pero además del hecho de que no existe tal comunidad de pensamientos religiosos entre la Inglaterra cristiana y la India musulmana o hindú, es de señalarse que, hablando generalmente, el lazo de un credo común, que jugó una parte tan importante en la diplomacia y política europea durante los siglos dieciséis y diecisiete, ahora ha sido en gran medida debilitado, si no desaparecido totalmente. Ha sido suplantado casi en todas partes por el lazo de la nacionalidad. Ningún político práctico argüiría ahora que, si los protestantes de Holanda o Suecia tienen cualquier causa especial para protestar, recae una directa responsabilidad sobre sus correligionarias en Alemania o Inglaterra en el sentido de que esos problemas sean superados. Ninguna nación católica romana haría el reclamo hoy de intervenir en los asuntos de Irlanda sobre la base de que la mayoría de la población de tal país está integrada por católicos romanos.

 

Esta transformación del pensamiento y la acción políticos no ha tenido lugar todavía en oriente. Puede ser, como algunos observadores competentes están dispuestos a pensar, que el principio de nacionalidad esté ganando terreno en los países orientales, pero ciertamente no ha echado todavía raíces firmes. El lazo que mantiene unidas a las sociedades musulmanas todavía es más religioso que patriótico. Su fuerza compulsoria ha sido en gran medida potenciada por dos circunstancias. Una es que La Meca es para los musulmanes mucho más que lo que Jerusalén es para los cristianos o judíos. Desde Delhi hasta Zanzíbar, desde Constantinopla hasta Java, cada devoto musulmán se vuelve cuando reza hacia lo que el Sr. Stanley Lane-Poole apropiadamente denomina la “cuna de su credo.” La otra circunstancia es que, aún si, como el Sr. Hughes ha dicho, “no hemos visto un solo trabajo autorizado, ni encontrado un solo hombre de conocimiento que haya nunca intentado probar que los sultanes de Turquía son califas por derecho”, al mismo tiempo la autoridad espiritual usurpada por Selim I es reconocida en general a través del Islam, con el resultado de que no solamente tal unidad de pensamiento ha sido engendrada entre los musulmanes, sino que también esa religión ha sido en gran medida incorporada dentro de la política, e identificada con el mantenimiento de una forma especial de gobierno en una parte del mundo musulmán.

 

El crecimiento del principio de nacionalidad en esos países orientales que están bajo dominio occidental puede alcanzar dimensiones de una magnitud considerable, pero en las discusiones que han tenido lugar de tiempo en tiempo sobre esta materia ha quizá sido de una manera injustificada dejados de lado la inconveniencia e incluso el peligro causado por la universalidad de un lazo no-nacional basado en la comunidad de religión. Estas inconveniencias, sin embargo, siempre existieron. Es universalmente reconocido que la política que condujo a la Guerra de Crimea y en general la tensión prolongada que existió entre Inglaterra y Rusia eran debidas a la conexión británica con la India. Sería difícil diferenciar las causas de esa tensión, y decir cuánto fue, por una parte, debida a consideraciones puramente estratégicas, o, por la otra, a un deseo de realizar los deseos y satisfacer las aspiraciones de los muchos millones de musulmanes que son súbditos británicos. Sin embargo, desde que las relaciones diplomáticas generales entre Inglaterra y Rusia han, afortunadamente para ambos países, sido ubicadas sobre una base de mayor confianza y amistad que la que ha existido por largo tiempo, las consideraciones estratégicas han disminuido grandemente en su importancia. El resultado natural ha sido que ha adquirido mayor prominencia el pedido alternativo de considerar los asuntos del Cercano Oriente desde un punto de vista de los intereses indios. Aquellos que han estado estrechamente en contacto con los asuntos del Cercano Oriente, y han observado la decadencia gradual de Turquía, han anticipado que se estaba acercando inevitablemente el momento en que los estadistas y la nación británicos serían forzados por las necesidades de la situación a dar una respuesta definitiva a la cuestión de hasta dónde su acción diplomática en Europa habría de estar gobernada por la supuesta obligación de conciliar a la opinión musulmana de la India. Esa pregunta recibió, en una medida limitada, una respuesta práctica cuando Bulgaria declaró la guerra a Turquía y cuando ninguna voz se alzó en este país para recomendar que fuera rehabilitada la política de dictó la Guerra de Crimea.

 

La respuesta, sin embargo, no es todavía completa. Aparentemente. Inglaterra es ahora presionada por muchos musulmanes en el sentido de que se separe del concierto de Europa y posiblemente ponga en peligro la paz del mundo, en orden de que los turcos puedan continuar la ocupación de Adrianópolis. El secretario de la Liga Musulmana del Punjab nos ha informado por medio de la prensa de que a menos que esto se haga los esfuerzos de los nacionalistas indios extremistas para asegurarse las simpatías de los musulmanes “se encontrarán con un creciente éxito.”

 

Fue en realidad a este desafío que Sir Edward Grey replicó. Su respuesta fue decisiva, y no dejó ninguna duda acerca de la política que el Gobierno Británico intenta proseguir. Encontrará casi ciertamente una aprobación universal en este país. Después de explicar que los sentimientos raciales y religiosos de los súbditos musulmanes de la Corona serían respetados y tendrían libertad absoluta, que la política británica nunca sería de intolerancia o agresión gratuita e injustificada contra una potencia musulmana, y que el Gobierno Británico nunca se uniría a ningún ultraje a los sentimientos y creencias musulmanas en ninguna parte del mundo, Sir Edward Grey agregó, “No podemos hacernos cargo de la responsabilidad de proteger a las potencias musulmanas que se encuentran fuera de los dominios británicos de las consecuencias de sus propias acciones... Suponer que podemos hacernos cargo de la protección y que estamos obligados a regular nuestra política europea de forma de alinearnos con una potencia musulmana cuando esa potencia musulmana rechaza el consejo dado a ella, esa no es una demanda que podamos admitir.”

 

Estas son palabras sabias, y es de esperar que no solamente los musulmanes de Turquía, sino también aquellos que habitan otros países las leerán, señalarán, aprenderán y digerirán en su interior. Particularmente, los musulmanes de la India deben reconocer que, con el colapso del poder turco en Europa, ha tenido lugar un nuevo orden de cosas, que el cambio que ha tenido la actitud de Inglaterra en relación a Turquía es la consecuencia necesaria de ese colapso, y que ni en el menor grado implica una enemistad hacia el Islam. De hecho, ellos deben ahora maniobrar para separar el Islam de la política. Con la sola excepción de la ocupación de Chipre, que, como ha dicho muy correctamente Lord Goschen en el momento, “previno a los embajadores británicos de mostrar ‘manos limpias’ al sultán en prueba del desinterés de la acción británica”, la política de Inglaterra en el Cercano Oriente ha sido impulsada, siempre desde el fin de las guerras napoleónicas, por un deseo sincero y totalmente desinteresado de salvar a los estadistas turcos de las consecuencias de su propia tontería. En esta causa no se ha ahorrado ningún esfuerzo, incluso hasta llegar a derramar la mejor sangre de Inglaterra. Todo ha sido en vano. La historia no relata una instancia más sorprendente de la verdad del viejo proverbio latino que señala que el autoengaño es el primer paso en el camino hacia la ruina. Han sido persistentemente rechazados los consejos emitidos en el mejor interés del Imperio Otomano. Los turcos, que han sido siempre extranjeros en Europa, han mostrado una ineptitud conspicua para cumplir con los requerimientos elementales de la civilización europea, y finalmente han fracasado en mantener la eficiencia militar que ha sido, desde los días en que cruzaron el Bósforo, la única base de su poder y posición. El que los musulmanes del mundo deseen o deban continuar considerando al sultán de Turquía como su cabeza espiritual es una cuestión sobre la cual sería presuntuoso para un cristiano ofrecer opinión alguna, pero como quiera que esto sea, los musulmanes indios harían bien en reconocer el hecho de que las circunstancias, y no la hostilidad de Gran Bretaña o de cualquier otra potencia extranjera, han alterado materialmente la posición del sultán en lo que concierne al mundo de la política y la diplomacia. Ya sea el estadista en cuyas manos están ahora los destinos de Turquía decida abandonar inmediatamente Adrianópolis, o que continúe permaneciendo allí por algún tiempo con la certeza de que eso sería sembrar las simientes de ulteriores derramamientos de sangre en un futuro próximo, una cosa es segura. Que los días de Turquía como una potencia europea están contados. En el futuro Asia debe ser su esfera de acción.

 

Es natural que estas verdades sean amargas para los musulmanes indios; tampoco es posible negar alguna simpatía hacia ellos en el disgusto que deben sentir ahora ante el quiebre parcial del estado musulmán más importante que ha visto hasta hoy el mundo. Pero los hechos, aunque desagradables, deben ser enfrentados, y sería verdaderamente deplorable si el no reconocimiento de estos hechos condujera a nuestros súbditos musulmanes de la India a resentirse de la acción del Gobierno Británico y a adoptar una línea de conducta de la cual no tienen nada que ganar y todo para perder. Pero cualquiera sea esa línea de conducta, el deber de la nación y el Gobierno Británico está claro. Su política europea, aunque prestando la debida atención a los intereses y sentimientos de la India, debe estar guiada principalmente por consideraciones generales basadas en las necesidades del progreso civilizado a través del mundo, y sobre los intereses y el bienestar del Imperio Británico en su conjunto. La idea de que esa política sea desviada de su curso en orden a servir la causa de una potencia musulmana que ha rechazado el consejo británico es, como muy correctamente remarcó Sir Edward Grey, totalmente inadmisible.

 

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