William Du Bois

Las almas de la gente negra

I  De nuestros esfuerzos espirituales

 

Oh agua, voz de mi corazón, llorando en la arena,

Llorando toda la noche con un llanto triste,

Cuando me acuesto y escucho, y no puedo entender

La voz de mi corazón en mi pecho o la voz del mar,

Oh agua, llorando por descanso, ¿es eso, es eso?

Durante toda la noche el agua está llorándome.

 

Agua inquieta, nunca habrá descanso

Hasta que la última luna se oculte y la última marea baje,

Y el fuego del fin comience a quemar en occidente;

Y el corazón esté cansado y maravillado y comience a llorar como el mar,

Toda la vida llorando sin provecho,

Como el agua toda la noche está llorándome.

 

ARTHUR SYMONS.

 

Entre yo y el otro mundo hay siempre una pregunta sin respuesta: sin respuesta por algunos debido a sentimientos de cortesía; por otros debido a la dificultad en construir una respuesta correcta. Todos, sin embargo, dan rodeos en torno a la respuesta. Se acercan a mí de una manera algo dubitativa, me miran curiosa o compasivamente, y luego, en lugar de decirlo directamente, ¿Como sintiendo un problema? dicen: Conozco en mi pueblo a un excelente hombre de color; o: luché en Mechanicsville; o: ¿No le hacen hervir la sangre estos ultrajes del Sur? Ante esto yo sonrío, o estoy interesado, o reduzco el hervor a unas burbujas, como la ocasión lo requiere. Para la verdadera pregunta: ¿Como se siente siendo un problema? Yo nunca respondo una palabra.

Y sin embargo, ser un problema es una experiencia extraña, peculiar aún para alguien que nunca ha sido otra cosa, salvo quizá en la niñez en Europa. Es en los tempranos días de traviesa juventud cuando primero se enciende la revelación sobre uno, en un solo día, así es. Recuerdo bien cuando me cruzó la sombra violenta. Yo era pequeño, en las colinas de Nueva Inglaterra, donde los oscuros vientos van hacia el mar. En una pequeña escuela de madera, algo puso en la cabeza de los muchachos y chicas el comprar primorosas tarjetas de visita --a diez centavos el paquete-- e intercambiarlas. El intercambio era alegre, hasta que una chica, alta y recién llegada, rechazó mi tarjeta, --la rechazó perentoriamente, con una mirada. Entonces cayó sobre mí con cierta brusquedad el hecho de que yo era distinto de los otros; o igual, puede ser, de corazón y vida y deseo, pero separado de su mundo por un gran velo. No tuve después de eso ningún deseo de romper ese velo, para pasar a través de él; consideré a todo lo que estaba más allá de él con desprecio, y viví por encima de él en una región de cielo azur y grandes sombras errantes. Ese cielo era más azul cuando podía superar a mis compañeros en los exámenes, o superarlos en una carrera pedestre, o incluso golpear sus duras cabezas. ¡Vaya! con los años todo este fino desprecio comenzó a decaer; porque las palabras que yo utilizaba, y todas sus deslumbrantes oportunidades, eran suyas, no mías. Pero ellos no mantendrán esos precios, yo decía; algunos, todos, me apartaré de ellos. Sólo que nunca pude decidir cómo lo haría: estudiando leyes, curando a los enfermos, contando los maravillosos cuentos que nadaban en mi cabeza, --de algún modo. Con otros muchachos negros la antipatía no era tan ferozmente brillante: su juventud se reducía a una adulación sin gusto, o a un odio silencioso del mundo pálido hacia ellos y un disgusto juguetón de todo lo blanco; o se desgastaban en un amargo llanto: ¿Por qué Dios me hizo un descastado y un extraño en mi propia casa? Las sobras de la prisión se cerraban en torno a todos nosotros; paredes estrechas e inflexibles para los más blancos, pero inexorablemente estrechas, altas, e inescalables para los hijos de la noche que debían perseverar oscuramente en la resignación, o golpear inútilmente las palmas contra la piedra, o progresivamente, casi sin esperanza, observar la línea azul en lo alto.

Detrás del egipcio y el indio, del griego y el romano, del teutón y el mongol, el negro es una suerte de séptimo hijo, nacido con un velo, y dotado con una segunda vista en este mundo americano, --un mundo que no le atribuye una verdaadera auto conciencia, sino sólo le deja verse a través de la revelación del otro mundo. Es una sensación peculiar, esta conciencia doble, este sentido de siempre verse a uno mismo a través de los ojos de otro, de medir la propia alma con el metro de un mundo que le mira con jocoso desprecio y lástima. Uno siempre siente su duplicidad, --un americano, un negro, dos almeas, dos pensamientos, dos esfuerzos irreconciliables; dos ideas en combate en un cuerpo oscuro, cuya fuerza inflexible sólo se mantiene estando violentamente separadas.

La historia del negro americano es la historia de esta contienda, -este deseo de obtener la autoconciencia humana, unir este doble ser en un ser mejor y verdadero. En esta unión él no desea que ninguno de los viejos seres se pierdan. Él no africanizaría América, porque América tiene demasiado para enseñar al mundo y a África. Él no teñiría su alma negra en un torrente de americanismo blanco, porque sabe que la sangre negra tiene un mensaje para el mundo. Él simplemente desea hacer posible para un hombre ser tanto negro como americano, sin ser maldecido y expulsado por sus compañeros, sin tener las puertas de la oportunidad cerradas reciamente en su cara.

Este, entonces, es el objetivo de su lucha; ser un co-trabajador en el reino de la cultura, para escapar tanto de la muerte como del aislamiento, para administrar y usar sus mejores poderes y su genio latente. Estos poderes de cuerpo y mente han sido en el pasado extrañamente desperdiciados, dispersados, u olvidados. La sombra de un poderoso pasado negro vuela a través de la historia de Etiopía la Oscura y Egipto el Misterioso. A través de la historia, los poderes de algún hombre negro se encienden aquí y allá como estrellas fugaces, y mueren a veces antes de que el mundo haya estimado su brillantez. Aquí en América, en los pocos días pasados desde la emancipación, el giro continuo de los hombres negros de aquí para allá en incierto y dudoso esfuerzo frecuentemente ha hecho que su misma fuerza perdiera efectividad, para verse como ausencia de poder, como debilidad. Y sin embargo no es debilidad, --es la contradicción de objetivos dobles. La lucha de doble objetivo del artesano negro --por una parte escapar desprecio blanco por una nación de meros hacheros de leña y acarreadores de agua, y por la otra labrar y clavar y cavar para una clientela en la más extrema pobreza-- sólo resultará en hacer de él un pobre artesano, porque él tiene apenas la mitad de su corazón en cada causa. Por la pobreza e ignorancia de su pueblo, el sacerdote o médico negro están tentados hacia la charlatanería y demagogia; y por la censura del otro mundo, hacia ideales que los hacen avergonzarse de sus modestas tareas. Los sabios negros latentes eran confrontados por la paradoja de que el conocimiento que su pueblo necesitaba era aritméticamente el doble que el de sus vecinos blancos, mientras que el conocimiento que podía proporcionar el mundo blanco era como la lengua griega para ellos. El amor innato a la armonía y belleza que lleva a las rudas almas de su pueblo a cantar y bailar no provocaba sino duda y confusión en el alma del artista negro; porque la belleza revelada a él era la belleza de una raza a la que su principal audiencia detestaba, y él no podía articular el mensaje de otro pueblo. Este desgaste de objetivos dobles, este buscar satisfacer dos ideales irreconciliables, ha traído tristeza mezclada con el coraje y fe y hazañas de miles de personas, --los ha llevado frecuentemente a adoraar a falsos dioses e invocar falsos medios de salvación, y a veces incluso ha parecido hacerlos avergonzarse de sí mismos.

Allá lejos en los días de esclavitud ellos pensaban ver en un evento divino el fin de todas las dudas y desilusiones; pocos hombres adoraron tanto la libertad con tan incuestionable fe como el negro americano durante dos siglos. Para él, hasta donde podía pensar y soñar, la esclavitud era la suma de todas las bajezas, la causa de todas las penas, la raíz de todos los prejuicios; la emancipación era la llave de una tierra prometida de mayor dulzura y belleza que la que antes buscaron los fatigados israelitas. En canciones y exhortaciones se repetía una palabra: libertad; en sus lágrimas y maldiciones el Dios al que imploraban tenía la libertad en su mano derecha. Finalmente vino, --repentinamente, tímidamente, como un sueño. Con un carnaval salvaje de sangre y pasión vino el mensaje en sus propias cadencias melancólicas:

“¡Gritad, Oh niños!

¡Gritad, sois libres!

¡Porque Dios os ha traído la libertad!”

 

Los años han pasado desde entonces, --diez, veinte, cuarenta; cuarenta añoss de vida nacional, cuarenta años de regeneración y desarrollo, y sin embargo el oscuro espectro se sienta en su lugar acostumbrado en la fiesta de la Nación. En vano gritamos a ésta sobre nuestro problema social cada vez más vasto:

 

“¡No tomes otro modelo que éste, y mis firmes nervios

Nunca temblarán!

 

La nación aún no ha encontrado paz debido a sus pecados; el hombre libre no se ha encontrado todavía en libertad en su tierra prometida. A pesar lo bueno que haya llegado en estos años de cambio, la sombra de una profunda desilusión cae sobre el pueblo negro, --una desilusión más amarga a causa de que el ideal no logrado fue dejado escapar por la simple ignorancia de un pueblo sumiso.

La primera década fue meramente una prolongación de la búsqueda vana por la libertad, la bendición que siempre pareció simplemente eludir su posesión, --como un  tormento, enloqueciendo y descarriando a un ejército sin mando. El holocausto de la guerra, los terrores del Ku Klux Klan, las mentiras de los “carpet-baggers” (Nota: se trata de oportunistas llegados desde el norte, luego de la Guerra de Secesión), la desorganización de la industria, el consejo contradictorio de amigos y enemigos, dejaron al confundido siervo sin ninguna nueva consigna más allá del viejo grito por libertad. A medida que corría el tiempo, sin embargo, él comenzó a aferrarse a una nueva idea. El ideal de libertad demandaba para su logro de medios poderosos, y éstos le fueron dados por la Decimoquinta Enmienda. El voto, al cual él antes había considerado como un signo visible de libertad, ahora era considerado por él como el medio principal de ganar y perfeccionar la libertad con la cual la guerra lo había habilitado parcialmente. ¿Y por qué no? ¿Los votos no han hecho la guerra y emancipado a millones? ¿Los votos no han puesto en libertad a los liberados? Un millón de hombres negros comenzaron con celo renovado a votarse a sí mismos. Así la década pasó, vino la revolución de 1876, y dejó a los parcialmente libres exhaustos, sorprendidos, pero todavía inspirados. Lenta pero progresivamente, en los años siguientes, una nueva visión comenzó gradualmente a reemplazar el sueño del poder político, --un poderoso movimiento, el ascenso de otro ideal para guiar a los descarriados, otra columna de fuego en la noche luego de un día nublado. Fue el ideal de “aprender de los libros”; la curiosidad, nacida de la ignorancia compulsiva, por conocer y probar el poder de las letras cabalísticas del hombre blanco, el deseo de saber. Aquí finalmente pareció haber sido descubierto el sendero montañoso hacia Canaán; más largo que el camino hacia la Emancipación y la ley, arduo y empinado, pero directo, conducente a cumbres de altura suficiente como para vislumbrar la vida.

Arriba por el nuevo sendero el guardia avanzado trabajó, despaciosamente, duramente, tenazmente; sólo aquellos que han observado y guiado los pies vacilantes, las mentes nubladas, los entendimientos embotados, de los oscuros alumnos de estas escuelas saben cuán fielmente, cuán piadosamente, esta gente se esforzó por aprender. Era un trabajo abrumador. El frío estadístico marcó las pulgadas de progreso aquí y allá, anotó también dónde aquí y allá un pié se hubo resbalado o alguno hubo caído. Para los cansados andinistas, el horizonte era siempre oscuro, la niebla frecuentemente fría, Canaán estaba siempre fuera de la vista y muy lejos. Sin embargo, si la panorámica no descubría todavía el objetivo deseado, ni lugar de descanso, poco que no fuera adulación y crítica, la jornada daba al menos la oportunidad para la reflexión y el autoexámen; convirtió al niño de la Emancipación en el joven con naciente autoconciencia, autorealización, autorespeto. En estoa sombríos bosques de su esfuerzo su propia alma se alzó ante él, y él se vio a sí mismo, --oscuramente como a través de un velo;; y además él vio en sí mismo alguna débil revelación de su poder, de su misión. Él comenzó a tener un oscuro sentimiento de que, para lograr su lugar en el mundo, debía ser él mismo, y no otro. Por primera vez buscó de analizar la carga que llevaba sobre sus espaldas, ese peso muerto de degradación social parcialmente enmascarado bajo el nombre de Problema Negro. Él sintió su pobreza; sin un céntimo, sin un hogar, sin tierra, herramientas, o ahorros, él había entrado en competencia con vecinos ricos, poseedores de tierra, educados. Ser un hombre pobre es duro, pero ser una raza pobre en una tierra de dólares es el verdadero fondo de las penalidades. Él sintió el peso de su ignorancia, --no solamente de las letras, sino también de la vida, de los negocios, de las humanidades; la pereza y la dejadez y la ruindad acumulada por décadas y siglos encadenaba sus manos y pies. No era su carga sólo la pobreza y la ignorancia. La mácula roja del bastardo, que dos siglos de violación legal sistemática de las mujeres negras había estampado sobre su raza, no sólo significaba la pérdida de la antigua castidad africana, sino también el peso hereditario de una masa de corrupción por parte de los blancos adúlteros, amenazando casi con la aniquilación del hogar negro.

Un pueblo con semejante carga no debe ser llamado a competir con el mundo, sino más bien se le debe permitir dedicar todo su tiempo e intención a sus propios problemas sociales. ¡Pero vaya! mientras los sociólogos alegremente contabilizan sus bastardos y prostitutas, la verdadera alma del hombre negro trabajando, transpirando, está oscurecida por la sombra de una vasta desesperanza. Los hombres llaman a la sombra prejuicio, y didácticamente la explican como la defensa natural de la cultura contra la barbarie, el conocimiento contra la ignorancia, la inocencia contra el crimen, las razas “superiores” contra las “inferiores. A lo cual el negro dice ¡Amen! y jura que en tanto mucho de este extraño prejuicio está fundado en un justo homenaje a la civilización, cultura, corrección, y progreso, él lo venera humildemente y mansamente lo obedece. Pero ante este prejuicio sin nombre que subyace tras todo esto él permanece sin esperanza, desalentado, y casi sin palabras; ante esta burla y esta falta de respeto, esta ridícula y sistemática humillación, la distorsión de los hechos y el libertinaje caprichoso y pícaro, la cínica ignorancia de lo mejor y la vocinglera bienvenida a lo peor, el deseo omnipresente de inculcar desdén por todo lo negro, desde Toussaint hasta el diablo, --ante esto se levanta una desesperación que desarmaría y desalentaría a cualquier nación salvo a esa hueste negra para la cual “desaliento” es una palabra inexistente.

Pero el enfrentar tan vasto prejuicio no traería sino el inevitable autocuestionamiento, infravaloración, y caída de los ideales que siempre acompañan a la represión y a la educación en una atmósfera de odio y desdén. Cuchicheos y malos agüeros vinieron desde los cuatro vientos: ¡Oh! estamos enfermos y moribundos, se quejaban las oscuras huestes; no podemos escribir, nuestros votos son vanos; ¿qué necesidad hay de educación, si siempre podremos cocinar y servir? Y la Nación se hizo eco y reforzó este auto-criticismo, diciendo: Estén contentos de ser sirvientes, y nada más; ¿qué necesidad de una cultura más alta para un medio-hombre? Fuera el sufragio de los negros, por fuerza o fraude, --y ¡he aquí el suicidio de una raza! Sin embargo, de lo malo vino algo bueno, --el ajuste más cuidadoso de la educación para la vida real, la percepción más clara de las responsabilidades sociales de los negros, y la sobria comprensión del significado del progreso.

Así llegó el tiempo de “Sturm und Drang”: tormenta y tensión hoy mueven a nuestro pequeño bote en las locas aguas del mar mundial; hay dentro y fuera sonidos de conflicto, la inflamación del cuerpo y el desgarro del alma; la inspiración se debate con la duda, y la fe con vanos cuestionamientos. Los luminosos ideales del pasado, libertad física, poder político, capacitación de cerebros y manos, --todos estos a su turno se han expandido y desvanecido, hasta que todos se debilitaron y borraron. ¿Eran todos equivocados, --todos falsos? No, no es así, pero cada uno por sí solo era incompleto y demasiado simple, --los sueños de la infancia crédula de una raza, o las imágenes de fondo del otro mundo que no conoce y no quiere conocer nuestro poder. Para ser realmente verídicos, todos estos ideales deben ser mezclados y fundidos en uno solo. Necesitamos hoy más que nunca la capacitación de las escuelas, el entrenamiento de hábiles manos, ojos y oídos prontos, y sobre todo la cultura más amplia, profunda, alta, de mentes talentosas y corazones puros. El poder del sufragio lo necesitamos como pura autodefensa, --¿que otra cosa nos salvará de una seggunda esclavitud? La libertad, también, tanto tiempo anhelada, todavía la buscamos, --la libertad de vida y movimientos, la libertad para trabajar y pensar, la libertad para amar y anhelar. Trabajo, cultura, libertad, --todo esto necesitamos, no separadamente sino todo junto, no sucesivamente, sino todo junto, cada uno creciendo y ayudándose mutuamente, y todo apuntando hacia ese ideal más grande que flota ante el pueblo negro, el ideal de la hermandad humana, ganada a través del ideal unificador de la raza; el ideal de dar alas y desarrollar los rasgos y talentos del negro, no en oposición a o contra las otras razas, sino más bien en conformidad con los ideales mayores de la República Americana, en orden de que algún día en suelo americano dos razas mundiales puedan darse una a otra aquellas características de las que ambas lamentablemente carecen. Nosotros los más oscuros aún ahora no estamos enteramente con las manos vacías: no hay hoy en día exponentes más verdaderos del puro espíritu humano de la Declaración de Independencia que los negros americanos; no hay verdadera música americana excepto las dulces melodías salvajes del esclavo negro; las leyendas y folclore americanos son indios y africanos; y, lo principal, los hombres negros parecemos el único oasis de fe y veneración simples en un desierto polvoriento de dólares y picardía. ¿Será América más pobre si reemplaza sus desatinos dispépticos con la humildad alegre pero determinada del negro? ¿o su ingenio grosero y cruel con el buen humor jovial y cariñoso? ¿o su música vulgar con el alma de las canciones tristes del negro?

El problema negro es solamente una prueba concreta de los principios subyacentes de la gran república, y el esfuerzo espiritual de los hijos de los negros liberados es el trabajo de almas cuya carga está casi más allá de la medida de sus fuerzas, pero que la soportan en nombre de una raza histórica, en nombre de esta tierra de los padres de sus padres, y en nombre de la oportunidad humana.

Y ahora lo que brevemente he bosquejado a grandes rasgos déjenme repetirlo de distintas maneras en las páginas siguientes, con énfasis amoroso y detalles más profundos, de forma que los hombres puedan oír lo que se está agitando en las almas de la gente negra.

Traducción: Luis César Bou

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