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EVELYN BARING, LORD CROMER (1841-1917)

 

Perteneciente a la famosa familia de banqueros, es mucho más conocido por su título nobiliario que por su apellido. Desde muy joven Cromer se dedicó a la administración colonial y, como era de esperarse, hizo su aprendizaje en la India. Pero fue su actuación en Egipto la que le valió múltiples reconocimientos y condecoraciones. Allí llegó, en 1879, como delegado británico en una comisión para administrar la deuda externa egipcia. Dados sus antecedentes familiares, esto era como poner al zorro a cuidar el gallinero. Luego de la total ruina económica y política, Egipto fue puesto bajo protectorado británico, y Cromer se convirtió en el Consul General Británico, cargo en el que permaneció hasta 1907. Desde ese sitio, Cromer fue el artífice de la política inglesa en la región y en uno de los pilares del Imperio.

 

El fragmento que sigue pertenece a un artículo publicado por Cromer poco después de su regreso a Inglaterra. Como no era un artículo firmado, puede verse que allí se cita a sí mismo.

 

El Gobierno de las Razas Sometidas

 

"The Edinburgh Review", Enero de 1908. Traducción: Luis César Bou

 

El “cortesano claudiano”, como denomina Mr. Hodgkin en su instructivo y admirable trabajo al poeta de la decadencia romana, concluye con algunas líneas que han sido frecuentemente citadas como aplicables al Imperio Británico, con la aserción dogmática de que no sería asignable un límite a la duración del poder romano. “Nec terminus unquam Romanae ditionis erit”. En el momento en que fue realizada esta azarosa profecía, el vasto y sobre expandido Imperio Romano estaba vacilando hacia su caída. ¿Le espera una suerte similar al Imperio Británico? ¿Estamos tan auto engañados, y somos tan incapaces de atisbar el futuro como para no poder ver que muchos de los pasos que ahora parecen calculados para enaltecer y afianzar la dominación anglosajona, no son sino los precursores de un período de decadencia y senilidad nacional?

 

Un pormenorizado examen de esta cuestión vital implicaría necesariamente el tratamiento de una gran variedad de materias. El corazón del Imperio Británico se encuentra en Gran Bretaña. No nos proponemos en este lugar tratar del trabajo de las instituciones políticas británicas, o de los variados e importantes problemas sociales y económicos que presenta la actual condición de Inglaterra, sino solamente de las extremidades del cuerpo político, y más especialmente de aquellas en que los habitantes de los países bajo dominio británico no son de origen anglosajón.

 

¿Cuál debe ser la profesión de fe de un imperialista entero y razonable? No estará poseído por ningún deseo secreto de ver la totalidad de África o de Asia pintada de rojo en los mapas. Concebirá no solamente un disgusto moral, sino también una desconfianza política a esa excesiva hambre de tierras, que ve con ojos celosos la extensión de otras naciones europeas vecinas. No temerá la competencia. Creerá que, en el tratamiento de las razas sometidas, los métodos de gobierno practicado por Inglaterra, aunque a veces abiertos a la crítica legítima, son superiores, moral y económicamente, a aquellos de cualquier otra nación extranjera; y que, fuertes en la posesión y mantenimiento de esos métodos, seremos capaces sostenernos contra todos los competidores.

 

Por otra parte, él no tendrá simpatía hacia aquellos que, como ha dicho Lord Cromer en un reciente discurso, “son tan temerosos de la grandeza imperial que no desean que cumplamos nuestro destino manifiesto, y que así nos hundirán en la insignificancia política rehusando el principal título que nos hace grandes.”

 

Una política imperial debe, por supuesto, ser llevada adelante con prudencia razonable, y los principios de gobierno que guíen nuestras relaciones con cualesquiera razas puestas bajo nuestro control deben ser política y económicamente sanos y moralmente defendibles. Esta es, de hecho, la piedra angular del arco imperial. La principal justificación del imperialismo debe encontrarse en el uso que se hace del poder imperial. Si hacemos un buen uso de nuestro poder, podremos enfrentar el futuro sin miedo a que seamos sorprendidos por el Némesis que estuvo presente en el desgobierno romano. Si se da el caso inverso, el Imperio Británico merecerá caer, y seguramente finalmente caerá. Hay verdad en el dicho, que quizá últimamente hemos oído demasiado, de que el mantenimiento del Imperio depende de la espada; pero depende tan poco de la espada sola que si alguna vez tenemos que desenvainar la espada, no meramente para suprimir alguna efervescencia local, sino para vencer un levantamiento general de las razas sometidas puesto en acción por la opresión deliberada, lo que es altamente improbable, o por el desgobierno no intencionado, lo que es mucho menos concebible, la espada seguramente no tendrá el poder para defendernos mucho, y los días de nuestro dominio imperial estarán contados.

 

Para aquellos que creen que cuando descansen de las labores terrenales sus obras los seguirán, y que deberán dar cuenta ante un Alto Tribunal por el uso o desuso de cualesquiera poderes hayan tenido confiados en este mundo, no se requiere mejor defensa que el alegato de que el imperialismo descansaba sobre una base moral. Aquellos que no tienen tal creencia pueden quizá ser convencidos por el argumento de que, desde un punto de vista nacional, una política basada sobre principios de sana moralidad es más sabia, así como es igualmente más exitosa, que una que excluye todas las consideraciones excepto las del cínico interés personal. Hay verdad en el lugar común que se dice fue hecho por un súbdito de la antigua Roma, él mismo un esclavo y presumiblemente de origen oriental, de que el mal gobierno lleva a la ruina al más alto de los imperios.

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