Lord Cromer (Evelyn Baring)
Por qué Gran Bretaña
adquirió Egipto en 1882.
En este
relato, escrito en 1908, Lord Cromer da sus razones para la conquista inglesa
de Egipto y su transformación en protectorado. Cromer residió veinte años en
Egipto como Cónsul General inglés, y virtual virrey.
Puede
decirse que ahora Egipto casi forma parte de Europa. Está en la principal ruta
hacia el lejano Oriente. Nunca dejó de ser un objeto de interés para todas las
potencias de Europa, y especialmente para Inglaterra. Un numeroso e inteligente
grupo de europeos y de orientales no-egipcios han hecho de Egipto su hogar. Ha
sido invertido capital europeo en una gran cantidad en el país. Los derechos y
privilegios de los europeos son guardados celosamente, y, sin embargo, han dado
lugar a cuestiones complejas, que requieren para su resolución un monto nada
pequeño de ingenio y conocimiento técnico. Las instituciones extranjeras han
arraigado y hecho raíces en el país. Las capitulaciones amparan esos derechos
de soberanía interna que son gozados por los gobernantes o legislaturas de la
mayoría de los estados. La población es heterogénea y cosmopolita en un grado
casi desconocido en parte alguna. A pesar de que la fe predominante es el
Islam, en ningún país del mundo hay una variedad más grande de credos religiosos
que los que se encuentran en importantes sectores de la comunidad.
En
adición a estas peculiaridades, que son de un carácter normal, tiene que
tenerse en mente que en 1882 el
ejército egipcio estaba en estado de motín; la tesorería estaba en bancarrota;
cada rama de la administración había sido dislocada; el antiguo y arbitrario
método, bajo el cual el país había sido administrado por siglos, había recibido
un severo golpe, mientras, al mismo tiempo, no había sido instrumentado ningún
orden ni ley nuevo que tomara su lugar. ¿Es probable que un gobierno compuesto
por los rústicos elementos descritos más arriba, y liderado por hombres de tan
pobre capacidad como Arabi y sus adjuntos, hubiera sido capaz de controlar una
máquina compleja de esta índole? ¿Habrían triunfado los sheiks de la mezquita
de Al Azhar donde Tewfik Pashá y sus ministros, que eran hombres de relativa
educación e ilustración, actuando bajo la guía e inspiración de una potencia
europea de primera clase, sólo habían alcanzado un mediocre éxito luego de años
de paciente labor? Sólo puede haber una respuesta a estas preguntas. Ni está en
la naturaleza de las cosas que cualquier movimiento similar pudiera, bajo las
condiciones presentes de la sociedad egipcia, encontrarse con ningún éxito mejor.
La completa e inmediata ejecución de una política de “Egipto para los
egipcios”, tal como fue concebida por los seguidores de Arabi en 1882, era, y
todavía es, imposible.
La
historia, de hecho, registra algunos cambios radicales en las formas de gobierno
a las que un estado ha sido sujeto sin que sus intereses naufragaran absoluta y
permanentemente. Pero sería dudoso que pudiera citarse una instancia de una
súbita transferencia de poder en cualquier comunidad civilizada o
semi-civilizada hacia una clase tan ignorante como los egipcios puros, tal como
eran en el año de 1882. Estos últimos han sido, por siglos, una raza sometida.
Han dominado sucesivamente Egipto los persas, griegos, romanos, árabes de
Arabia y Bagdad, circasianos, y finalmente turcos otomanos, pero tenemos que
retroceder hacia los dudosos y oscuros precedentes de los tiempos faraónicos
para encontrar una época en que, posiblemente, Egipto fue gobernado por
egipcios. Tampoco, en el presente, parecen poseer la cualidades que harían
deseable, en su propio interés o en el de el mundo civilizado en general, elevarlos
a la categoría de gobernantes autónomos con todos los derechos de soberanía
interna.
Si, en
consecuencia, era inevitable o casi inevitable una ocupación extranjera, debe
ser considerado hasta qué punto era preferible una ocupación británica a
cualquier otra. Desde el punto de vista puramente egipcio, la respuesta a esta
pregunta no puede ser dudosa. La intervención de cualquier potencia europea era
preferible a la de Turquía. La intervención de una potencia europea era
preferible a la intervención internacional. La especial aptitud mostrada por
los ingleses en el gobierno de las razas orientales señalaba a Inglaterra como
el instrumento más efectivo y benéfico para la introducción gradual de la
civilización europea en Egipto. Una ocupación anglo-francesa o una
anglo-italiana, de las que escapamos estrecha y también accidentalmente, habría
sido en detrimento de los intereses egipcios y habría finalmente causado
fricción, sino seria disensión, entre Inglaterra por una parte y Francia o
Italia por la otra. La única cosa que puede decirse a favor de una intervención
turca es que habría relevado a Inglaterra de la responsabilidad de intervenir.
Mediante
el proceso de agotar todos los otros expedientes, arribamos a la conclusión de
que la intervención armada británica era, bajo las especiales circunstancias
del caso, la única solución posible de las dificultades que existían en 1882.
Probablemente también era la mejor solución. Los argumentos en contra de la
intervención británica, de hecho, eran bastante obvios. Era fácil prever que,
con una guarnición británica en Egipto, sería dificultoso que las relaciones de
Inglaterra tanto con Francia como con Turquía fueran cordiales. Con Francia, especialmente,
existía el peligro de que nuestras relaciones se volvieran muy tirantes.
Además, perdíamos las ventajas de nuestra posición insular. La ocupación de
Egipto empujó a Inglaterra hasta cierto punto dentro de la arena de la política
continental. En caso de guerra, la presencia de una guarnición británica en
Egipto sería posiblemente una fuente de debilidad más que de fuerza. Nuestra
posición en Egipto nos ubicaba en una posición diplomática desventajosa. Cualquier
potencia con la que tuviéramos una diferencia de opinión acerca de alguna
cuestión no-egipcia, era ahora capaz de venganza mediante la oposición a
nuestra política egipcia. Los complicados derechos y privilegios poseídos por
las variadas potencias de Europa en Egipto facilitaban acciones de esta
naturaleza.
No puede
haber duda de la fuerza de estos argumentos. La respuesta a ellos es que era
imposible para Gran Bretaña permitir a las tropas de cualquier otra potencia
ocupar Egipto. Cuando se volvió claro que alguna ocupación extranjera era
necesaria, que el Sultán no actuaría a no ser bajo condiciones que eran
imposibles de aceptar, y que ni la cooperación de Francia ni la de Italia
serían aseguradas, el gobierno británico actuó con prontitud y vigor. Una gran
nación no puede dejar de lado las responsabilidades que su historia y su lugar
en el mundo han impuesto sobre ella. La historia inglesa muestra otros ejemplos
del pueblo y gobierno inglés llevados por accidente a hacer lo que no solamente
era correcto, sino que era también más acorde a los intereses británicos.
Fuente: The Earl of Cromer, Modern Egypt,
2 Vols., (New York: Macmillan, 1908).
Traducción: Luis César Bou
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