Al-Andalus |
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Los elementos musulmanes presentes en la cultura, el idioma, el arte o incluso en muchas de las costumbres españolas, sobre todo en las andaluzas, son un claro exponente del peso tan significativo que tuvo la permanencia islámica en la península Ibérica. Esa presencia se prolongó durante ocho siglos a lo largo de los cuales se desarrolló una sociedad que, sobre todo en sus momentos de máximo esplendor, fue uno los núcleos más activos, cultos y creativos de la civilización musulmana a lo largo de la historia. La
realidad social de al Andalus es un hecho de importancia trascendental
para la historia de España y
Portugal. Formado a partir de los años 711 a 756, coexistió con los
reinos cristianos, al principio como vencedor y señor, después como
vencido y subordinado, durante el largo período llamado de la
Reconquista (siglos VIII al XV), pese a lo cual el intercambio
cultural entre ambos bandos fue extraordinario. Su
defunción política fue firmada en las capitulaciones
entre el último monarca musulmán, Boabdil (Muhammad XI), y los Reyes
Católicos en el Real de Santa Fe (Granada), el 25 de noviembre de 1491,
y proclamado públicamente desde la torre de la Vela de La Alhambra de
Granada los días 1 y 2 de enero de 1492, aunque su agonía se
prolongase hasta la expulsión de los moriscos entre 1609 y 1615.
Expansión
militar y ocupación de la península Iberica El
nombre al Andalus fue utilizado por los geógrafos e
historiadores árabes para designar
a la península Ibérica. Dicho término es de origen oriental y acaso
hiciese referencia a la idea de un lejano «País de los Atlantes». El
árabe clásico lo pronuncia como esdrújulo, pero cabe sospechar que su
acentuación fuese aguda, lo que explicaría el término castellano andaluz. La
llegada del islam a la península Ibérica se explica por la dinámica
de la expansión musulmana
hacia Occidente iniciada en tiempo del segundo de los califas -o
lugartenientes del profeta Mahoma-, Umar I (r. 634-644). En el 639 los
musulmanes ocuparon Egipto, en el 647 llegaron a Libia, en el 660 a Túnez,
en el 680 a Argelia y hacia el 700 a Marruecos. Desde allí el salto del
estrecho hoy llamado de Gibraltar (Yabal Tariq, en árabe) era factible.
Además, los aguerridos beréberes se habían islamizado y no convenía
que permanecieran ociosos, al tiempo que, en el lado cristiano, las
luchas entre los partidarios de Witiza y el rey don Rodrigo facilitaban
el empeño. Así,
al parecer, el emir norteafricano Musa ibn Nusayr autorizó al oficial
beréber Tarif ibn Malluk para que hiciese una razzia o expedición
exploratoria (710). AI año siguiente ordenó al general
Tariq ibn Ziyad que desembarcara en la bahía de Algeciras y reforzó
sus fuerzas con las que combatió al ejército del rey hispano-visigodo
don Rodrigo, que fue derrotado el 19 de julio del 711. La brillantez y
rapidez con que se estableció la cabeza de puente y la subsiguiente
explotación del éxito militar por Tariq, que ocupó Toledo, la antigua
capital hispano-visigoda, hicieron que Musa ibn Nusayr se trasladase
también a la Península y que entre ambos ocupasen casi su totalidad
(711-716). El resto del avance por tierras ibéricas y la penetración
en Francia fue obra de sus continuadores (717-732). Efectos
del éxito islámico Las
consecuencias del éxito islámico fueron verdaderamente espectaculares.
Pero tuvieron su cara y su cruz. La
primera fue el hundimiento del reino hispano-visigodo,
la ocupación de las grandes ciudades y de los valles y vegas
más feraces, la alianza con el establecimiento hispano-visigodo civil y
eclesiástico, la tolerancia religiosa y social con los
cristianos y judíos sometidos, y la formación de unas
bases que más tarde facilitarían el desarrollo cultural y social. La
cruz fue el establecimiento de una frontera
sesgada de norte a noroeste y despoblada «administrativamente» en el
valle del Duero, la tolerancia fáctica con los grupos cristianos «resistentes»
y la instauración de un gobierno reducido de hecho a una precaria, y a
veces sangrienta, situación de equilibrio entre los diferentes grupos
sociales y tribales de los árabes o entre éstos y los beréberes. En
45 años hubo tres proemires, sin nombramiento califal, y diecinueve
emires, de ellos tres interinos. Los
omeyas andalusíes La
verdadera conquista fue la realizada por el primer emir independiente
Abd al Rahman I (r. 756-788), príncipe omeya escapado de la matanza de
toda su familia en Aba Butras (Siria)
perpetrada por los abasíes (750). Abd
al Rahman pisó por primera vez suelo andaluz en Almuñécar, en el año
755. Consiguió reunir un grupo de seguidores y se enfrentó a las
puertas de Córdoba con el resto del grupo qaysí en mayo del año
siguiente. El príncipe omeya resultó victorioso, entró en Córdoba y
se proclamó emir de al Andalus en la mayor mezquita de la ciudad. La
dinastía omeya (756-1031), pese a los peligros de la frontera y de los
conflictos civiles, fue capaz de contener a Carlomagno ante los muros de
Zaragoza (778) y de vencer a los normandos (844). Los sucesores
de Abd al Rahman I, Hisam I (r.
787-796) y al Hakam I (r. 796-822), continuaron dicha labor
fundacional. Abd al Rahman II (r. 822-852) organizó la administración
según el modelo abasí y al Andalus se abrió a la cultura oriental,
puso fin momentáneamente a la crisis interna y reemprendió las luchas
contra los cristianos de las fronteras. Su hijo y sucesor, Muhammad I
(r. 852-886), convirtió la España musulmana en un estado próspero, y
sabiamente administrado. Pero tras su reinado, la siempre latente guerra
civil estalló al final del gobierno de Mundir (r. 886-888) y ensombreció
el reinado y la vida del emir Abd Allah (r. 888-912). El
califato de Córdoba Tras
restablecer el orden, Abd al Rahman lII (r. 912-961), a fin de dar mayor
seguridad al poder político y al estatuto social, proclamó el califato
el año 929, convirtiéndose en el más poderoso de los monarcas de su
tiempo y haciendo de Córdoba
la más importante capital de Occidente. Con él, el reino omeya andalusí,
que ya tenía plazas fuertes en el norte de África (entre ellas Ceuta y
Melilla), alcanzó un desarrollo cultural, económico y social sin
precedentes en Occidente y sin igual durante toda la Alta Edad Media, y
que la Europa cristiana no igualaría hasta el siglo XIV. La
situación de esplendor continuó con su sucesor, al Hakam II (r.
961-976), que heredó, casi a los 50 años, el trono de un estado pacífico,
próspero y rico. Su ejército terminó con los intentos de los reinos
de León, Castilla y Navarra de afirmar su independencia. A la muerte de
al Hakam II, le sucedió en el trono su joven hijo Hisam II (r.
976-1013). La incapacidad de éste para gobernar propició que el hayib
(mayordomo de palacio) Abu Amir Muhammad (Almanzor), político de
gran talento, enérgico y ambicioso, se hiciera con las riendas del
poder. El
hundimiento de la monarquía omeya y sus consecuencias Tanto
esplendor y fortuna se vinieron abajo durante la gran guerra civil de
los años 1009 a 1031. Dos circunstancias rodearon dicha crisis. La
primera fue la sustitución fáctica del poder
califal por la autocracia personal del famoso hayib Almanzor y
sus dos hijos (979-1009). Es cierto que Almanzor derrotó repetida y
concienzudamente a los reyes cristianos, impuso su presencia en las
calles de Barcelona, León, Pamplona y Zamora e incluso llegó a
Santiago de Compostela, donde incendió la iglesia consagrada al apóstol
Santiago (997), uno de los máximos símbolos de la cristiandad. Pero
todo ello fue a costa de incrementar el ya antes numeroso ejército
profesional beréber, sin acabar con los reinos cristianos, y de
humillar también a las familias aristocráticas árabes, incluidos los
mismos omeyas. Si el primero de sus hijos y sucesores, Abd al Malik al
Muzaffar (r. 1002-1008), al menos tuvo las virtudes militares y
administrativas de su padre, el segundo, Abd al Rahman Sanchuelo (r.
1008-1009), fue un dechado de vicios y defectos. Con él se inició para
el califato de Córdoba un período de conflictos que convertirían al
Andalus en un caos. La
segunda circunstancia fue el poco menos
que irresoluble conflicto interno de la oligarquía andalusí y la
incapacidad guerrera de la mayoría de la población. Sin embargo,
dichas circunstancias no deben ocultar la importancia que en la crisis
tuvieron las causas sociales subyacentes, como la ruptura del compromiso
tácito de los distintos grupos, las bases materiales de la estructura
social andalusí, el peso del excesivo crecimiento y centralización de
la capital cordobesa, la desigual distribución de las provincias y el
carácter semiindependiente de las regiones de la frontera. Los
reinos de taifas y la llamada a los almorávides La
caída de los omeyas y la consiguiente desintegración
del califato de Córdoba (1031) dio lugar a la creación de una
multitud de estados pequeños, llamados reinos de taifas. Los
reinos de taifas resultantes fueron 24, que podrían elevarse a 28 si se
contasen como tales las subtaifas de Calatayud, Huesca, Lérida y
Tudela. De todos ellos sólo diez llegaron hasta
el período de los almorávides. La España musulmana quedó bajo el
gobierno de numerosos reyezuelos, los Muluk al Tawaif, de origen arábigo-andaluz,
eslabón o beréber. Los reinos de taifas no fueron políticamente
brillantes y su creciente debilidad, agravada por sus continuos
enfrentamientos mutuos, aumentó las pretensiones de los reyes
cristianos del norte de España. La
conquista de Toledo por Alfonso VI (1085) y las posteriores exigencias
de este monarca, que reclamó
casi la totalidad de las fortalezas islámicas existentes entre Toledo y
Sevilla, fueron la causa que movió a los islámicos a pedir la ayuda de
los almorávides norteafricanos, que trasladaron su ejército a la Península
y derrotaron a los cristianos en las batallas de Zalaca (1086),
Consuegra (1097) y Uclés (1108). Los
reyes taifas supusieron que, rechazados
los cristianos, el sultán almorávide, Yusuf ibn Tasfin, se limitaría
a ser el califa protector y ellos sus hayibes o delegados, que
gobernarían realmente. Pero aquel acabó con sus reinos y sus personas,
como en el caso de al Mutawakkil de Badajoz, o los condenó al
destierro, como a Abd Allah de Granada, o a la prisión perpetua, como a
al Mutamid, el rey-poeta de Sevilla. Los
almohades A
pesar de sus éxitos militares, los almorávides no lograron establecer
un gobierno sólido en al Andalus, tuvieron que soportar las algaras, o
incursiones guerreras, cristianas, una de las cuales llegó hasta la
Vega de Granada, y debieron
sofocar la rebelión de los mozárabes. La situación se volvió tan
complicada que Averroes el abuelo (1058-1126) hubo de recomendarles que
destituyeran al gobernador de al Andalus, pese a ser hermano del sultán,
desterraran a los mozárabes, en lugar de ejecutarlos, y fortificaran
las ciudades. Sin
embargo, esto último no se conseguiría hasta la llegada de los
enemigos y sucesores de los almóravides, los almohades, quienes, tras
derrotarlos en el norte de África, pasaron a la Península el año 1148
y acabaron con unos «segundos»
y efímeros reinos de taifas. Así, conquistaron todo al Andalus,
excepto las Islas Baleares, sometieron a judíos y cristianos, acabaron
con sus sinagogas e iglesias, y derrotaron a los castellanos en Alarcos
(1195). Pese
a todo ello, la fuerza guerrera y la cohesión
social de los reinos cristianos eran ya irresistibles, y los musulmanes
se veían incapaces de contener sus algaras, a pesar de la construcción
de impresionantes fortalezas. Vencidos en la batalla de las Navas de
Tolosa el 16 de julio de 1212, los andalusíes volvieron a sus
tendencias individualistas y surgieron unos «terceros» reinos de
taifas, de los que sólo dos lograron pervivir: el de Ibn Hud en Murcia
hasta 1238 y el de los Banu Ahmar o Banu Nasr, primero en Arjona y luego
en Granada, hasta la pérdida definitiva del poder político del islam
andalusí. El
reino nazarí de Granada Al
tiempo que finalizaba la autoridad de la dinastía
almohade, se constituía el que iba a ser el último reino musulmán
español. Muhammad ibn Yusuf ibn Nasr, quien se consideraba descendiente
de un compañero del Profeta, fue proclamado sultán, tras la revuelta
que se produjo en 1232 en la ciudad de Arjona. Posteriormente, y apoyado
por un grupo de seguidores, extendió su autoridad a otras localidades
de Jaén. Tras
la conquista de Córdoba (1236) por el rey Fernando III, con su ayuda,
Muhammad firmó una tregua con
su rival Ibn Hud. A pesar de este hecho, y aprovechando el desprestigio
de Ibn Hud entre la población, en el año 1237 entró en Granada y la
convirtió en capital del nuevo emirato nazarí. Al año siguiente,
Muhammad I tomó Almería y, poco después, Málaga. Si
la monarquía omeya duró 275 años, la nazarí de Granada alcanzaría
los 254 de gobierno. Tan larga
pervivencia y en tan reducido territorio (las provincias de Almería,
Granada y Málaga, y algunas localidades de las de Cádiz, Córdoba y Jaén),
se explica por un cúmulo de circunstancias favorables: La situación y
estructura geográfica de su territorio, que lo hacía fácilmente
defendible; la densidad, la arabidad y la arraigada fidelidad islámica
de la población, pues en ella se habían refugiado importantes grupos
andalusíes de los reinos de Jaén, Murcia, Sevilla y Valencia tras la
conquista cristiana; y la lenta asimilación económica y social por
parte de los reinos cristianos de los territorios conquistados durante
los siglos XII y XIII, casi un tercio de la superficie de la Península
además de las Islas Baleares. La
última rendición La
vida del reino nazarí de Granada estuvo condicionada
casi siempre por la presión del reino de Castilla y el temor a ser
absorbido por el reino mariní de Marruecos. La derrota mariní en la
batalla del Salado (1340) dejó a los granadinos al arbitrio de los
castellanos, que sólo en 1410 (conquista de Antequera por don Fernando
de Trastámara) inquietaron gravemente a los nazazíes. La construcción
de la ciudad palatina de la Alhambra (entre 1239 y 1390, aproximadamente),
con el desarrollo y refuerzo de su imponente alcazaba (entre 1237 y 1354)
y su hermoso palacio (erigido entre 1334 y 1390 en su parte
principal conservada), fue tanto señal de permanencia de la tradición
cultural andalusí como signo de la voluntad de independencia frente a
castellanos y norteafricanos. Tras
la muerte de Yusuf III (1419), se rompió
la cohesión social por una larga y prolongada guerra civil palatina
(1419-1482), sólo interrumpida entre 1460 y 1480 y que provocó una
grave crisis en el seno del reino de Granaa. Los conflictos internos
que se sucedieron a partir de entonces favorecieron la actuación de los
Reyes Católicos en sus labores de reconquista. A la muerte del sultán
Abul Hasan Ali (Muley Hacén), su hijo, conocido por Boabdil, pese a la
resistencia heroica de muchas ciudades en los años 1482 a 1489, hubo de
firmar los tres documentos que encerraban las capitulaciones de Santa
Fe, el 25 de abril de 1491. Granada debía ser entregada a los
castellanos en marzo de 1492, pero el temor a la población granadina
hizo que Boabdil anticipase la rendición al 1 de enero de 1492. El 6 de
enero de ese mismo año Isabel y Fernando entraron en Granada,
imponiendo su gobierno, aunque respetando ciertas costumbres y usos de
la comunidad musulmana. Estructura
social La
estructura social de al Andalus estuvo condicionada
por el origen histórico de sus grupos y clases sociales. Aunque el
islam sólo reconoce un tipo de sociedad plenamente legítima y
satisfactoria, la umma o comunidad de creyentes teóricamente
pariguales, de hecho este principio no pasó de ser la utopía
necesaria. Los juristas islámicos fundaron el estatuto social sobre la
condición de libres y esclavos, y toleraron e incluso
justificaron el gobierno monárquico basado en la oligarquía tribalista. Desde
el punto de vista del ejercicio del poder,
las clases sociales formaron dos grupos, cada uno de ellos con su
complejo entramado interno: la clase dominante formada por los árabes,
beréberes y muladíes musulmanes, y la clase dominada constituida por
los cristianos y judíos «pactantes». La estructuración interna de
cada grupo responde al esquema nobleza (jassa), notables (ayan)
y masa (amma). La médula social que explica la pervivencia
de la sociedad andalusí durante más de siete siglos estuvo constituida
por la clase de los notables y letrados. El
entramado íntimo: la familia La
familia andalusí presentaba una fuerte cohesión
social. Estaba regida por el derecho de rito malikí; pero conviene
recordar que éste estaba influido desde sus orígenes por normas
procedentes del derecho romano. La poligamia estaba arraigada entre la
realeza y la clase noble, pero los notables y la masa eran
mayoritariamente monógamos. La prole solía ser abundante, aunque
resultaba diezmada por las dolencias y epidemias durante la infancia. Los
niños eran bien cuidados, y los reyes, la nobleza y algunos notables
utilizaban nodrizas. La boda se celebraba con cuanto rumbo podían los
contrayentes, y no faltaban los convites, danzas,
música y desfiles callejeros. La
situación de la mujer era mejor que en los reinos del norte de África,
aunque Averroes criticase duramente y con agudeza la condición social
de la mujer musulmana andaluza. Muchas
mujeres destacaron en la vida religiosa y mística, otras en la
literatura y es curioso el número relativamente alto de mujeres libres
que escribieron poesía, en ocasiones con una libertad poética
inimaginable al tratar temas eróticos. También intervinieron en los
asuntos políticos, como en el caso de Aurora (Subh), esposa de al Hakam
II y probable amante de Almanzor; la conversa doña Isabel de Solís (Zoraya),
esposa de Muley Hacen, o de Fátima, madre de Boabdil. La
vida cotidiana La
realeza y la nobleza vivían en sus alcázares o palacetes y en sus
fincas de recreo. Los notables
y la masa habitaban en casas de tipo mediterráneo, más o menos
grandes, generalmente muy reducidas. Casi todas constaban de un pequeño
zaguán de acceso al patio central, en el que solía haber un diminuto
jardín interior o, cuando el espacio era muy reducido, una higuera o
una parra. La sala principal, situada en el piso alto, servía para
estar y recibir; podía tener, además, un estaribel (tipo de
asiento o escaño) con cojines; y a sus extremos se abrían dos alcobas
pequeñas en las cuales se colocaba una tarima con cojines sobre la cual
se dormía. En ninguna casa faltaba una necesaria (retrete), un
depósito para agua o al menos una cantarera, y alacena, taquilla
y arcón para guardar el escaso ajuar. De
las paredes colgaban tapices de lana y seda, en las casas ricas; los
pobres las mantenían bien
enjalbegadas. Sobre el suelo colocaban alfombras de lana o esteras,
mesas bajas, orzas y lebrillos de cerámica vidriada y un
anafre para cocinar, tarea que entre los pobres se hacía en el mismo
lugar donde se comía. Cuando apretaba el frío, los pudientes tenían
sistemas complicados de calefacción, los pobres se limitaban al
brasero. Cuando atacaba el calor, se paliaba con el riego o se hacía
uso del abanico. La
base de la alimentación andalusí estaba formada por la harina: pan,
fideos y guisos de harinas, como la harisa y el cuscús. También
se empleaba el arroz, incluido el cocido con leche, y las
legumbres, hortalizas y verduras. Como grasa se utilizaba casi
exclusivamente el aceite de oliva. De las carnes, las preferidas era la
del carnero y el cabrito, a veces el pollo y otras aves.
Entre los pescados la alanda, la japuta (palometa), el mújol, el sábalo
y la sardina. Utilizaban todo
tipo de condimentos y solían ser generosos en su uso. Las frutas se
servían como primer plato y como postre, papel este último reservado
también para la abundante dulcería que ha llegado hasta hoy, como los
alfeñiques, buñuelos, jaleas, pestiños, torrijas, etc. Para beber,
agua, aunque tampoco le hacían ascos al vino. En verano gustaban del
agua de cebada, que en algunos lugares aún se consume. En
lo tocante a la indumentaria personal, los andalusíes utilizaban
tejidos de lana, lino y seda. Se tejían brocados, sarga, tafetanes y
terciopelos. De entre las
ropas, batas, camisas largas, sayas y zaragüelles; sobre ellos
chalecos de piel y zamarras. La cabeza se cubría con casquetes
de fieltro y gorros de lana; las mujeres con pañuelos de raso o pañolones
que llegaban hasta la cintura. Los nobles y notables al principio
utilizaron gorros altos de origen iraquí; el turbante se reservó para
los letrados, hasta que los beréberes generalizaron su uso a partir del
siglo XI. También
se distinguieron los andalusíes por su limpieza, hasta el punto de que
sacrificaban antes la comida
que el jabón. Aparte del uso de los numerosos baños públicos, en las
casas nunca faltaba la jofaina o zafa. Los varones empezaron por
peinarse con pelo largo, pero en el siglo IX se impuso la moda del pelo
corto. Las mujeres se pintaban los ojos con tintes de kohl y las uñas
con alheña; y se adornaban con ajorcas, collares y pulseras de
oro y plata. Aspectos
económicos La
estructura económica de al Andalus puede sintetizarse en tres aspectos
esenciales: una base fundamental formada por el sector agrario
con la pesca y una reducida minería, una estructura derivada
constituida por el artesanado y el comercio, y la
superestructura económico-financiera resultante. Los
bienes raíces se organizaban en cinco grupos: patrimonio del rey y su
familia, bienes raíces o rentas de las mezquitas y fundaciones
religiosas, bienes de las familias nobles mozárabes
y de los judíos, bienes raíces de los islamizados, bienes adquiridos
por el uso extensivo o abusivo de la hospitalitas, autoaplicado
por los árabes baladíes y los beréberes y concedido a
los sirios, y pequeñas propiedades de mozárabes y muladíes. Los
regadíos, de origen hispanorromano, fueron ampliados y mejorados por
los andalusíes, que efectuaron
importantes obras hidráulicas como aceñas, acequias, azudes, norias y
hasta viajes de agua para abastecimientos, como en el caso de
Madrid, que se mantuvieron en uso hasta bien mediado el siglo XIX. En
la silvicultura debe destacarse la plantación de moreras, asociada al
desarrollo de la artesanía textil. Y está documentada la existencia de
explotaciones mineras. Respecto
a lo que hoy se conoce como industria,
en al Andalus había la industria menor y el artesanado. Predominaba la
metalurgia para armas, la artesanía metálica de la vida cotidiana y la
fabricación de monedas. La primera ceca fue fundada por Abd al Rahman
Il. También destacó la artesanía de madera, con importantes obras de
carpintería fina y taracea; la artesanía textil de tejidos de lana,
lino y seda; el curtido y la talabartería. En la artesanía alimentaria
destacaron las almazaras para el aceite, los molinos de azúcar de caña
y los molinos-tahonas de harina. La
construcción pública fue muy importante: mezquitas, palacios,
almunias, baños, alcazabas, castillos y recintos amurallados. La
privada, aunque más reducida, fue mayor que la cristiana debido al carácter
urbano de la mayoría de las
poblaciones; y destacó la cerámica fina y el vidrio. Azulejos y
vidriado han llegado hasta nuestros días. Aunque
el sector servicios fuera desconocido
durante la Edad Media, en al Andalus existieron hospitales, maristanes
(manicomios) y escuelas, aparte del correo regio. Fue muy importante
la mejora de las vías romanas, especialmente en el llamado Arrecife,
que iba de Algeciras a Zaragoza pasando por Córdoba, Calatrava,
Toledo, Guadalajara, Medinaceli y Calatayud. El
comercio Aunque
el comercio interior fuese el más importante,
a partir del siglo IX el exterior adquirió un relieve especial.
Mercaderes orientales y bizantinos iniciaron ese comercio; pero a mediados
del siglo X llegaron los mercaderes italianos, inicialmente de Amalfi.
Las principales exportaciones fueron de productos minerales, agrarios,
textiles (seda) y peletería. Entre las importaciones destacaron las de
cereales en los años de mala cosecha, y las de antimonio, cochinilla,
cueros, especias, madera fina, oro, perfumes y tintes. El
comercio interior estuvo centrado en los zocos, pequeñas ciudades en
miniatura donde había de todo: tenderos, artesanos-vendedores,
múltiples oficios y entretenedores del ocio. Un mundo tan rico y
complejo sólo podía existir gracias a las ordenanzas del zoco y a la
vigilancia del todopoderoso «señor del zoco», llamado almotacén o
zabazoque. Por
otra parte, el sistema monetario andalusí
se organizó con tres tipos de acuñaciones: de oro (dinar), de
plata (dirhem) y de cobre (fals). El patrón plata fue
establecido por Abd al Rahman I y gozó de estabilidad hasta el siglo
XI. En el período de taifas se produjo una relativa devaluación, pero
los almorávides fortalecieron la moneda con los famosos morabitinos
(maravedíes) que se
mantuvo estable hasta el siglo XIV. Al final del período nazarí la
inflación fue importante. Singularidad
cultural de al Andalus Al Andalus fue uno de los momentos culminantes del arte y la cultura islámica. Como es sabido, ninguna mezquita medieval iguala la armonía, belleza y grandiosidad de la de Córdoba; ningún palacio islámico anterior al siglo XV admite la comparación con La Alhambra. El saber islámico culminó en al Andalus: ningún astrónomo medieval es superior a Azarquiel, ningún oftalmólogo a Ibn Gafiqi, ningún místico a Ibn Arabi, ningún filósofo a Averroes o Maimónides... De ahí el extraordinario valor que encierra al Andalus. Y la infinita nostalgia que, tanto años después, aún despierta su «pérdida».
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© Manuel Cuadros Revelles - 2002 |