Magisterio de la Iglesia

Ad catholici sacerdotii

PÍO XI
Sobre el sacerdocio
20 de diciembre de 1935

   INTRODUCCIÓN

   El tema preferido; objeto e importancia del sacerdote

1. Las pruebas de afecto a los sacerdotes y seminaristas

   Desde que, por ocultos designios de la divina Providencia, Nos vimos elevados a este supremo grado del sacerdocio católico, nunca hemos dejado de dirigir Nuestros más solícitos y afectuosos cuidados, entre los innumerables hijos que Nos ha dado Dios, a aquellos que, condecorados con el carácter sacerdotal, tienen la misión de ser la sal de la tierra y la luz del mundo (1), y de un modo todavía más especial, hacia aquellos queridísimos jóvenes que, a la sombra del santuario, se educan y se preparan para aquella misión tan nobilísima.

   Ya en los primeros meses de Nuestro pontificado, antes aún de dirigir solemnemente Nuestra palabra a todo el orbe católico(2), Nos apresuramos con las letras apostólicas Officiorum omnium, del 1 de agosto de 1922, dirigidas a Nuestro amado Hijo el Cardenal Prefecto de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades de Estudios(3) a trazar las normas directivas en las cuales debe inspirarse la formación sacerdotal de los jóvenes levitas. Y siempre que la solicitud pastoral Nos mueve a considerar más en particular los intereses y las necesidades de la Iglesia, Nuestra atención se fija, antes que en ninguna otra cosa, en los sacerdotes y en los clérigos, que constituyen siempre el objeto principal de Nuestros cuidados.

2. La ayuda económica para los seminarios

   Prueba elocuente de este Nuestro especial interés por el sacerdocio son los muchos Seminarios que, o hemos erigido donde todavía no los había, o proveído, no sin grande dispendio, de nuevos locales amplios o decorosos, o puesto en mejores condiciones de personal y medios con que puedan más dignamente alcanzar su elevado intento.   

3. Su jubileo sacerdotal y la reforma de estudios eclesiásticos

   También, si con ocasión de Nuestro jubileo sacerdotal accedimos a que fuese festejado aquel fausto aniversario, y con paterna complacencia secundamos las manifestaciones de filial afecto que Nos venían de todas las partes del mundo, fue porque, más que un obsequio a Nuestra persona, considerábamos aquella celebración como una merecida exaltación de la dignidad y carácter sacerdotal. Igualmente, la reforma de los estudios en las Facultades eclesiásticas, por Nos decretada en la Constitución apostólica Deus scientiarum Dominus del 24 de mayo de 1931, la emprendimos con el principal intento de acrecentar y levantar cada vez más la cultura y saber de los sacerdotes (4).   

4. Importancia y objeto de la Encíclica: su oportunidad al final del Año Santo

   Pero este argumento es de tanta y tan universal importancia, que Nos parece oportuno tratar de él más de propósito en esta Nuestra Carta encíclica, a fin de que no solamente los que ya poseen el don inestimable de la fe, sino también cuantos con recta y pura intención van en busca de la verdad, reconozcan la sublimidad del sacerdocio católico y su misión providencial en el mundo, y sobre todo la reconozcan y aprecien los que son llamados a ella: argumento particularmente oportuno al fin de este año, que en Lourdes, a los cándidos destellos de la Inmaculada y entre los fervores del no interrumpido triduo eucarístico, ha visto al sacerdocio católico de toda lengua y de todo rito rodeado de luz divina en el espléndido ocaso del Jubileo de la Redención, extendido de Roma a todo el orbe católico, de aquella Redención de la cual Nuestros amados y venerados sacerdotes son los ministros, nunca tan activos en hacer el bien como en este Año Santo extraordinario, en el cual, como dijimos en la Constitución apostólica Quod nuper del 6 de enero de 1933(5), se ha celebrado también el XIX centenario de la institución del sacerdocio.   

5. Su ubicación entre las demás Encíclicas; su coronamiento

   Con esto, al mismo tiempo que esta Nuestra Encíclica se enlaza armónicamente con las precedentes, por medio de las cuales tratamos de proyectar la luz de la doctrina católica sobre los más graves problemas de que se ve agitada la vida moderna, es Nuestra intención dar a aquellas solemnes enseñanzas Nuestras un complemento oportuno. 

   El sacerdote es, en efecto, por vocación y mandato divino, el principal apóstol e infatigable promovedor de la educación cristiana de la juventud(6); el sacerdote bendice en nombre de Dios el matrimonio cristiano y defiende su santidad e indisolubilidad contra los atentados y extravíos que sugieren la codicia y la sensualidad (7); el sacerdote contribuye del modo más eficaz a la solución, o, por lo menos, a la mitigación de los conflictos sociales(8), predicando la fraternidad cristiana, recordando a todos los mutuos deberes de justicia y caridad evangélica, pacificando los ánimos exasperados por el malestar moral y económico, señalando a los ricos y a los pobres los únicos bienes verdaderos a que todos pueden y deben aspirar; el sacerdote es, finalmente, el más eficaz pregonero de aquella cruzada de expiación y de penitencia a la cual invitamos a todos los buenos para reparar las blasfemias, deshonestidades y crímenes que deshonran a la humanidad en la época presente(9), tan necesitada de la misericordia y perdón de Dios como pocas en la historia.

Aun los enemigos de la Iglesia conocen bien la importancia vital del sacerdocio; y por esto, contra él precisamente, como lamentamos ya refiriéndonos a Nuestro amado Méjico(10), asestan ante todo sus golpes para quitarle de en medio y llegar así, desembarazado el camino, a la destrucción siempre anhelada y nunca conseguida de la Iglesia misma.

I. MISIÓN Y PODERES DEL SACERDOTE

1. El sacerdote en las religiones paganas y en la religión revelada  

6. El anhelo general humano de poseer un mediador

   El género humano ha sentido siempre la necesidad de tener sacerdotes, esto es, hombres que por la misión a ellos legítimamente confiada fuesen reconciliadores entre Dios y los hombres, cuya misión durante toda la vida abarcase las cosas relacionadas con la divinidad; fuesen los que ofreciesen a Dios las plegarias, las expiaciones, los sacrificios en nombre de la sociedad, la cual, en cuanto tal, tiene la obligación de rendir culto público y social a Dios; reconocer en él al Supremo Señor y primer principio; darle gracias inmortales, hacerlo propicio, y proponérselo como fin último. En verdad, entre todos los pueblos de cuyas costumbres se tiene noticia, para no ser constreñidos por la violencia y recusar y abjurar las leyes más sagradas de la naturaleza humana, siempre ha habido sacerdotes, aun cuando en muchas ocasiones estuviesen al servicio de falsas divinidades; y de la misma manera, dondequiera que los hombres profesan una religión, dondequiera que erigen altares, ha habido allí un sacerdote, circundado de especiales muestras de honor y beneración.   

7. El sacerdocio en la Revelación Divina, excelsa y universal

   Pero a la espléndida luz de la revelación divina el sacerdote aparece revestido de una dignidad mayor sin comparación, de la cual es lejano presagio la misteriosa y venerable figura de Melquisedec(11), sacerdote y rey, que San Pablo evoca refiriéndola a la persona y al sacerdocio del mismo Jesucristo(12).  

   El sacerdote, según la magnífica definición que de él da el mismo Pablo, es, sí, un hombre tomado de entre los hombres, pero constituido en bien de los hombres cerca de las cosas de Dios(13), su misión no tiene por objeto las cosas humanas y transitorias, por altas e importantes que parezcan, sino las cosas divinas y eternas; cosas que por ignorancia pueden ser objeto de desprecio y de burla, y hasta pueden a veces ser combatidas con malicia y furor diabólico, como una triste experiencia lo ha demostrado muchas veces y lo sigue demostrando, pero que ocupan siempre el primer lugar en las aspiraciones individuales y sociales de la humanidad, de esta humanidad que irresistiblemente siente en sí cómo ha sido creada para Dios y que no puede descansar sino en El.   

8 La grandeza del sacerdocio en el Antiguo Testamento, figura del verdadero

   En las sagradas escrituras del Antiguo Testamento, al sacerdocio, instituido por disposición divino-positiva promulgada por Moisés bajo la inspiración de Dios, le fueron minuciosamente señalados los deberes, las ocupaciones, los ritos particulares. Parece como si Dios, en su solicitud, quisiera imprimir en la mente, primitiva aún, del pueblo hebreo una gran idea central que en la historia del pueblo escogido irradiase su luz sobre todos los acontecimientos, leyes, dignidades, oficios; la idea del sacrificio y el sacerdocio, para que por la fe en el Mesías venidero(14), fueran fuente de esperanza, de gloria, de fuerza, de liberación espiritual. El templo de Salomón, admirable por su riqueza y esplendor, y todavía más admirable en sus ordenanzas y en sus ritos, levantado al único Dios verdadero, como tabernáculo de la Majestad divina en la tierra, era a la vez un poema sublime cantado en honor de aquel sacrificio y de aquel sacerdocio que, aun no siendo sino sombra y símbolo, encerraban tan gran misterio que obligó al vencedor Alejandro Magno a inclinarse reverente ante la hierática figura del Sumo Sacerdote(15), y Dios mismo hizo sentir su ira al impío rey Baltasar por haber profanado en sus banquetes los vasos sagrados del templo(16).  

   Y, sin embargo, la majestad y gloria de aquel sacerdocio antiguo no procedía sino de ser una prefiguración del sacerdocio cristiano, del sacerdocio del Testamento Nuevo y eterno, confirmado con la sangre del Redentor del mundo, de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. 

9. La dignidad del sacerdocio cristiano en el Nuevo Testamento

   El Apóstol de las Gentes comprendía en frase lapidaria cuanto se puede decir de la grandeza, dignidad y oficios del sacerdocio cristiano, por estas palabras: «Así nos considere el hombre cual ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios»(17).  

   El sacerdote es ministro de Jesucristo; por lo tanto, instrumento en las manos del Redentor divino para continuar su obra redentora en toda su universalidad mundial y eficacia divina para la construcción de esa obra admirable que transformó el mundo; más aún, el sacerdote, como suele decirse con mucha razón, es verdaderamente otro Cristo, porque continúa en cierto modo al mismo Jesucristo: «Así como el Padre me envió a Mí, así os envío Yo a vosotros»(18), prosiguiendo también como El en dar, conforme al canto angélico, «gloria a Dios en lo más alto de los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad»(19).  

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