Magisterio de la Iglesia

Sapientiae Christianae
Encíclica

 

14. El deber d la profesión y propagación de la doctrina católica

   Lo primero que ese deber nos impone es profesar abierta y constantemente la doctrina católica y propagarla, cada uno según sus fuerzas. Porque, como repetidas veces se ha dicho, y con muchísima verdad, nada daña tanto a la doctrina cristiana como el no ser conocida; pues, siendo bien entendida, basta ella sola para rechazar todos los errores, y si se propone a un entendimiento sincero y libre de falsos prejuicios, la razón dicta el deber de adherirse a ella. Ahora bien: la virtud de la fe es un gran don de la gracia y bondad divina; pero las cosas a que se ha de dar fe no se conocen de otro modo que oyéndolas. ¿Cómo creerán en Él, si de Él nada han oído hablar? ¿Y cómo oirán hablar de Él si no se les predica?... Así que la fe proviene de oír, y el oír depende de la predicación de la palabra de Cristo (12). Siendo, pues, la fe necesaria para la salvación, síguese que es enteramente indispensable que se predique la palabra de Cristo. 

Deber de la jerarquía y de los laicos

   El cargo de predicar, esto es, de enseñar, por derecho divino compete a los maestros, a los que el Espíritu Santo ha instituido Obispos para gobernar la Iglesia de Dios(13), y principalmente al Pontífice Romano, Vicario de Jesucristo, puesto al frente de la Iglesia universal con potestad suma como maestro de lo que se ha de creer y obrar. Sin embargo, nadie crea que se prohíbe a los particulares poner en uso algo de su parte, sobre todo a los que Dios concedió una buena inteligencia y el deseo de hacer bien; los cuales, cuando el caso lo exija, pueden fácilmente, no ya arrogarse el cargo de doctor, pero sí comunicar a los demás lo que ellos han recibido, siendo así como el eco de la voz de los maestros. Más aún, a los Padres del Concilio Vaticano les pareció tan oportuna y fructuosa la colaboración de los particulares, que hasta juzgaron exigírsela: A todos los fieles, en especial a los que mandan o tienen cargo de enseñar, suplicamos encarecidamente por las entrañas de Jesucristo, y aun les mandamos con la autoridad del mismo Dios y Salvador nuestro, que trabajen con empeño y cuidado en alejar y desterrar de la Santa Iglesia estos errores, y manifestar la luz purísima de la fe (14).

   Por lo demás, acuérdese cada uno de que puede y debe sembrar la fe católica con la autoridad del ejemplo, y predicarla profesándola con tesón. Por consiguiente, entre los deberes que nos juntan con Dios y con la Iglesia se ha de contar, entre los principales, el que cada uno, por todos los medios procure defender las verdades cristianas y refutar los errores.

15. La unión del clero y de los laicos

   Pero no llenarán este deber como conviene, colmadamente y con provecho, si bajan a la arena separados unos de otros. Ya anunció Jesucristo que el odio y la envidia de los hombres de que Él, antes que nadie, fue blanco, se extendería del mismo modo a la obra por Él fundada, de tal suerte, que a muchos de hecho se les impediría conseguir la salvación, que Él por singular beneficio nos ha procurado. Por lo cual quiso no solamente formar alumnos de su escuela, sino además juntarlos en sociedad y unirlos convenientemente en un cuerpo, que es la Iglesia (15), cuya cabeza es Él mismo. Así que la vida de Jesucristo penetra y recorre la trabazón de este cuerpo, nutre y sustenta cada uno de los miembros y los tiene unidos entre sí y encaminados al mismo fin, por más que no es una misma la acción de cada uno de ellos(16). Por estas causas, no sólo es la Iglesia sociedad perfecta y mucho más excelente que cualquier otra sociedad, sino que además le ha impuesto su Fundador la obligación de trabajar por la salvación del linaje humano como un ejército formado en batalla(17). Esta composición y conformación de la sociedad cristiana de ningún modo se puede mudar, y tampoco es permitido a cada uno vivir a su antojo o escoger el modo de pelear que más le agrade, porque desparrama y no recoge el que no recoge con la Iglesia y con Jesucristo; y en realidad, pelean contra Dios todos los que no pelean juntos con Él y con la Iglesia(18).

16. La concordia en el pensar

   Mas para esta unión de los ánimos y semejanza en el modo de obrar, no sin causa, formidable a los enemigos del nombre católico, lo primero de todo es necesaria la concordia de pareceres, a la cual vemos que el apóstol San Pablo exhortaba a los Corintios con todo encarecimiento y con palabras de mucho peso: Mas os ruego encarecidamente, hermanos míos, por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que todos tengáis un mismo lenguaje y que no haya entre vosotros cisma; antes bien, viváis perfectamente unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir (19). Fácilmente se entiende la sabiduría de este precepto: porque el entendimiento es el principio del obrar, y, por consiguiente, ni pueden unirse las voluntades, ni ser las acciones semejantes, si los entendimientos tienen diverso sentir.

La razón sola inclina a la desunión

   Los que por única guía tienen a la razón, muy difícil, si no imposible, es que puedan tener unidad de doctrina, porque el arte de conocer las cosas es por demás difícil, y nuestro entendimiento, débil por naturaleza, es atraído en sentidos distintos por las diversas opiniones y a menudo engañado por la impresión de la presentación externa de las cosas; a lo cual se agregan los deseos desordenados, que muchas veces o quitan o por lo menos disminuyen la facultad de ver la verdad. Por esto, en el gobierno de los pueblos se recurre muchas veces a mantener unidos por la fuerza aquellos cuyos ánimos están discordantes.

Unión en la fe

   Muy al contrario los cristianos, los cuales saben qué han de creer por la Iglesia, con cuya autoridad y guía están ciertos que conseguirán la verdad. Por lo cual, como es una la Iglesia, porque uno es Cristo, así una es y debe ser la doctrina de todos los cristianos del mundo entero. Uno el Señor, una la fe (20). Pero teniendo todos un mismo espíritu de fe (21), alcanzan el principio saludable que les ha de salvar, del que naturalmente se engendra en todos la misma voluntad y el mismo modo de obrar.

17. La unión por la verdad revelada, por la Iglesia y el Romano Pontífice

   Pero, como manda el apóstol San Pablo, conviene que esta unanimidad sea perfecta.

   No apoyándose la fe cristiana en la autoridad de la razón humana, sino de la divina, porque las cosas que hemos recibido de Dios creemos que son verdaderas, no porque con la luz natural de la razón veamos la verdad intrínseca de las cosas, sino por la autoridad del mismo Dios que las revela, el cual no puede engañarse ni engañar(22), se sigue la absoluta necesidad de abrazar con igual y semejante asentimiento todas y cada una de las verdades de que nos conste haberlas Dios revelado y que negar el asentimiento a una sola viene casi a ser lo mismo que rechazarlas todas. Destruyen, por consiguiente, el fundamento mismo de la fe los que, o niegan que Dios ha hablado a los hombres, o dudan de su infinita veracidad y sabiduría.

   Determinar cuáles son las verdades divinamente reveladas, es propio de la Iglesia docente a quien Dios ha encomendado la guarda e interpretación de sus enseñanzas; y el Maestro supremo en la Iglesia es el Romano Pontífice. De donde se sigue que la concordia de los ánimos, así como requiere un perfecto consentimiento en una misma fe, así también pide que las voluntades obedezcan y estén enteramente sumisas a la Iglesia y al Romano Pontífice, lo mismo que a Dios.

Obediencia perfecta

   Obediencia que ha de ser perfecta, porque lo manda la misma fe, y tiene esto de común con ella que ha de ser indivisible, hasta tal punto que no siendo absoluta y enteramente perfecta, tendrá las apariencias de obediencia, pero la realidad no.

   Y tan importante se reputa en el cristianismo la perfección de la obediencia, que siempre se ha tenido y tiene como nota característica y distintiva de los católicos.

   Admirablemente explica esto Santo Tomás de Aquino con estas palabras: El formal... objeto de la fe es la primera verdad, en cuanto se revela en las Sagradas Escrituras y en la doctrina de la Iglesia, que procede de la primera verdad. Luego todo el que no se adhiere como a regla infalible y divina a la doctrina de la Iglesia, que procede de la primera verdad manifestada en la Sagrada Escritura, no tiene el hábito de la fe, sino que lo que pertenece a la fe lo abraza de otro modo que no es por la fe... Y es claro que aquel que se adhiere a las enseñanzas de la Iglesia como a regla infalible, da asentimiento a todo lo que enseña la Iglesia, porque de otro modo, si en lo que la Iglesia enseña abraza lo que quiere y lo que no quiere no lo abraza, ya no se adhiere a la doctrina de la Iglesia como a regla infalible, sino a su propia voluntad(23). Debe ser una la fe de la Iglesia, según aquello (1Cor. 1, 10): "Tened todos un mismo lenguaje, y no haya entre vosotros cismas"; lo cual no se podría guardar a no ser que, en surgiendo alguna cuestión en materia de fe, sea resuelta por el que preside a toda la Iglesia, para que su decisión sea abrazada firmemente por toda la Iglesia. Y por esto sólo a la autoridad del Sumo Pontífice pertenece el aprobar una nueva edición del símbolo, como todo lo demás que se refiera a toda la Iglesia(24).

18. La extensión de la obediencia

   Tratándose de determinar los límites de la obediencia, nadie crea que se ha de obedecer a la autoridad de los Prelados y principalmente del Romano Pontífice solamente en lo que toca a los dogmas, cuando no se pueden rechazar con pertinacia sin cometer crimen de herejía. Ni tampoco basta admitir con sincera firmeza las enseñanzas que la Iglesia, aunque no estén definidas con solemne declaración, propone con su ordinario y universal magisterio como reveladas por Dios, las cuales manda el Concilio Vaticano que se crean con fe católica y divina, sino además uno de los deberes de los cristianos es dejarse regir y gobernar por la autoridad y dirección de los Obispos y, ante todo, por la Sede Apostólica. Muy fácil es, por lo tanto, el ver cuán conveniente sea esto. Porque lo que se contiene en la divina revelación, parte se refiere a Dios y parte al mismo hombre y a las cosas necesarias a la salvación del hombre. Ahora bien: acerca de ambas cosas, a saber, qué se debe creer y qué se ha de obrar, como dijimos, prescribe la Iglesia por derecho divino, y, en la Iglesia, el Sumo Pontífice. Por lo cual el Pontífice, por virtud de su autoridad, debe poder juzgar qué es lo que se contiene en las enseñanzas divinas, qué doctrina concuerda con ellas y cuál se aparta de ellas, y del mismo modo señalarnos las cosas buenas y las malas: qué es necesario hacer o evitar para conseguir la salvación; pues de otro modo no sería para los hombres intérprete fiel de las enseñanzas de Dios ni guía seguro en el camino de la vida.

19. La potestad e íntima naturaleza de la Iglesia

   Penetremos más íntimamente en la naturaleza de la Iglesia, la cual no es un conjunto y reunión casual de los cristianos, sino una sociedad constituida con admirable providencia de Dios, y que tiende directa e inmediatamente a procurar la paz y la santificación de las almas; y como, por divina disposición, sólo ella posee lo necesario para esto, tiene leyes ciertas y deberes ciertos, y en la dirección del pueblo cristiano sigue un modo y camino conveniente a su naturaleza.

Armonía con el poder civil

   Pero tal gobierno es difícil, y es frecuente que tropiece con dificultades. Porque la Iglesia gobierna a gentes diseminadas por todas las partes del mundo, de diverso origen y costumbres, las cuales viviendo cada una en su estado y nación, con leyes propias, tienen el deber de estar a un mismo tiempo sujetas a la potestad civil y a la religiosa. Y este doble deber, aunque unido en la misma persona, no es el uno opuesto al otro, según hemos dicho, ni se confunden entre sí, por cuanto el uno se ordena a la prosperidad de la sociedad civil, y el otro al bien común de la Iglesia, y ambos a conseguir la perfección del hombre.

Independencia de la Iglesia

   Determinados de este modo los derechos y deberes, claramente se ve que las autoridades civiles quedan libres para el desempeño de sus asuntos, y esto no sólo sin oposición, sino aun con la declarada cooperación de la Iglesia, la cual, por lo mismo que manda particularmente que se ejercite la piedad, que es la justicia para con Dios, ordena también la justicia para con los príncipes. Pero con fin mucho más noble, tiende la autoridad eclesiástica a dirigir los hombres, buscando el reino de Dios y su justicia (25), y a esto lo endereza todo; y no se puede dudar, sin perder la fe, que este gobierno de las almas compete únicamente a la Iglesia, de tal modo que nada tiene que ver en esto el poder civil, pues Jesucristo no entregó las llaves del reino de los cielos al César, sino a San Pedro.

La Iglesia por encima de la política

   Con esta doctrina sobre las cosas políticas y religiosas tienen íntima relación otras de no poca monta, que no queremos pasar aquí en silencio.

   Es muy distinta la sociedad cristiana de todas las sociedades políticas; porque si bien tiene semejanza y estructura de reino, pero en su origen, causa y naturaleza es muy desemejante de los otros reinos mortales.

   Es, pues, justo que viva la Iglesia y se gobierne con leyes e instituciones conforme a su naturaleza. Y como no sólo es sociedad perfecta, sino también superior a cualquier sociedad humana, por derecho y deber propio rehuye en gran manera ser esclava de ningún partido y doblegarse servilmente a las mudables exigencias de la política. Por la misma razón, guardando sus derechos y respetando los ajenos, piensa que no debe ocuparse en declarar qué forma de gobierno le agrade más; con qué leyes se ha de gobernar la parte civil de los pueblos cristianos, siendo indiferente a las varias formas de gobierno, mientras queden a salvo la religión y la moral.

20. Cuestión de opiniones en política

   A este ejemplo se han de conformar los pensamientos y conducta de cada uno de los cristianos. No cabe la menor duda que hay una contienda honesta hasta en materia de política; y es cuando, quedando incólumes la verdad y la justicia, se lucha para que prevalezcan las opiniones que se juzgan ser las más conducentes para conseguir el bien común. Mas arrastrar la Iglesia a algún partido o querer tenerla como auxiliar para vencer a los adversarios, propio es de hombres que abusan inmoderadamente de la religión. Por lo contrario, la religión ha de ser para todos santa e inviolable, y aun en el mismo gobierno de los pueblos, que no se puede separar de las leyes morales y deberes religiosos, se ha de tener siempre y ante todo presente qué es lo que más conviene al nombre cristiano; y si en alguna parte se ve que éste peligra por las maquinaciones de los adversarios, deben cesar todas las diferencias; y, unidos los ánimos y proyectos, peleen en defensa de la religión, que es el bien común por excelencia, al cual todos los demás se han de referir.

21. La Iglesia y la sociedad

   Creemos necesario exponer esto con algún mayor detenimiento.

   Ciertamente, la Iglesia y la sociedad civil tienen su respectiva autoridad, por lo cual, en el arreglo de sus asuntos propios, ninguna obedece a la otra; se entiende dentro de los límites señalados por la naturaleza propia de cada una. De lo cual no se sigue de manera alguna que deban estar desunidas, y mucho menos en lucha.

   Efectivamente, la naturaleza nos ha dado no sólo el ser físico, sino también el ser moral. Por lo cual, en la tranquilidad del orden público, fin inmediato que se propone la sociedad civil, busca el hombre el bienestar, y mucho más tener en ella medios bastantes para perfeccionar sus costumbres; perfección que en ninguna otra cosa consiste sino en el conocimiento y práctica de la virtud. Juntamente quiere, como es justo, hallar en la Iglesia los medios convenientes para su perfección religiosa, la cual consiste en el conocimiento y práctica de la verdadera religión, que es la principal de las virtudes, porque llevándonos a Dios las llena y cumple todas.

La Iglesia y las leyes civiles

   De aquí se sigue que al sancionar las instituciones y leyes se ha de atender a la índole moral y religiosa del hombre, y se ha de procurar su perfección, pero ordenada y rectamente; y nada se ha de mandar o prohibir sino teniendo en cuenta cuál es el fin de la sociedad política y cuál es el de la religiosa. Por esta misma razón no puede ser indiferente para la Iglesia qué leyes rigen en los Estados; no en cuanto pertenecen a la sociedad civil, sino porque algunas veces, pasando los límites prescritos, invaden los derechos de la Iglesia. Más aún: la Iglesia ha recibido de Dios el encargo de oponerse cuando las leyes civiles se oponen a la religión, y de procurar diligentemente que el espíritu de la legislación evangélica vivifique las leyes e instituciones de los pueblos. Y puesto que de la condición de los que están al frente de los pueblos depende principalmente la buena o mala suerte de los Estados, por eso la Iglesia no puede patrocinar y favorecer a aquellos que la hostilizan, desconocen abiertamente sus derechos y se empeñan en separar dos cosas por su naturaleza inseparables, que son la Iglesia y el Estado. Por lo contrario, es, como debe serlo, protectora de aquellos que, sintiendo rectamente de la Iglesia y del Estado, trabajan para que ambos a una procuren el bien común.

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