Magisterio de la Iglesia

Rerum novarum

16. Inculcando a los ricos sus deberes de justicia y caridad

   Adviértase, por lo tanto, a los que tienen riquezas, que no libran ellas de dolor, ni en nada aprovechan para la eterna bienaventuranza, sino que antes dañan(12); que deben a los ricos infundir terror las extraordinarias amenazas que les hace Jesucristo (13), y que ha de llegar un día en que darán en el tribunal de Dios severísima cuenta del uso que hicieron de sus riquezas.

   Acerca del uso que se debe hacer de las riquezas, hay una doctrina excelente e importantísima, que la filosofía vislumbró, pero que la Iglesia perfeccionó y enseña y trabaja para que sea no sólo conocida, sino observada o aplicada, a las costumbres. El principio fundamental de esta doctrina es el siguiente: que se debe distinguir entre la justa posesión del dinero y el uso justo del mismo. Poseer algunos bienes en particular, es, como poco antes hemos visto, derecho natural del hombre; y usar de ese derecho, mayormente cuando se vive en sociedad no sólo es lícito, sino absolutamente necesario. Lícito es que el hombre posea algo como propio. Es, además, para la vida humana, necesario(14). Mas si se pregunta, qué uso se debe hacer de esos bienes, la Iglesia, sin titubear, responde: En cuanto a esto, no debe tener el hombre las cosas externas como propias sino como comunes; es decir, de tal suerte que fácilmente las comunique a otros, cuando éstos la necesiten. Por lo cual dice el Apóstol: Manda a los ricos de este siglo... que den y que repartan francamente(15).

   Verdad es que a nadie se manda socorrer a otros con lo que para sí o para los suyos necesita, ni siquiera dar a otros lo que para el debido decoro de su propia persona ha menester, pues nadie está obligado a vivir de un modo que a su estado no convenga(16). Pero, satisfecha la necesidad y el decoro, deber nuestro es, de lo que sobra, socorrer a los indigentes. Lo que sobre, dadlo de limosna(17). No son éstos, salvo casos de extrema necesidad, deberes de justicia, sino de caridad cristiana, a lo cual no tienen derecho de contradecir las leyes. Porque anterior a las leyes y juicios de los hombres es la ley y juicio de Jesucristo, que de muchas maneras aconseja que nos acostumbremos a dar limosna: Mejor es dar que recibir,(18) y que tendrá por hecha o negada a sí propio la caridad que hiciéremos o negáremos a los pobres; cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis(19). En suma, los que mayor abundancia de bienes han recibido de Dios, ya sean estos bienes corporales y externos, ya sean del espíritu e internos, para esto lo han recibido, para que con ellos atiendan como ministros de la Divina Providencia al provecho de los demás. Así, pues, el que tuviere talento, cuide de no callar; el que tuviere abundancia de bienes, vele, no se entorpezca en él la largueza de la misericordia; el que supiere un oficio con qué manejarse, ponga gran empeño en hacer al prójimo participante de su utilidad y provecho(20).

17. Consolando a los pobres

   A los que carecen de bienes de fortuna enséñales la Iglesia a no tener a deshonra, como no la tiene Dios, la pobreza, y a no avergonzarse de tener que ganar el sustento trabajando. Todo lo cual lo confirmó con sus obras y hechos Cristo Nuestro Señor, que para salvar a los hombres se hizo pobre, siendo rico(21), y aunque era Dios e Hijo de Dios, quiso, sin embargo, mostrarse y ser tenido por hijo de un artesano; y aun no rehusó emplear una gran parte de su vida trabajando como artesano: ¿No es acaso éste el artesano, hijo de María?(22) Quien tuviere ante los ojos este divino ejemplo entenderá más fácilmente lo que sigue, a saber: que la verdadera dignidad y excelencia del hombre consiste en las costumbres, es decir, en la virtud; que la virtud es el patrimonio común a todos los mortales, y que igualmente lo pueden alcanzar los altos y los bajos, los ricos y los proletarios; y que sólo a las virtudes y al mérito, en quienquiera que se hallen, se ha de dar el premio de la eterna bienaventuranza. Y no sólo esto, sino que a los afligidos por alguna calamidad, se ve más inclinada la voluntad del mismo Dios, pues bienaventurados llama Jesucristo a los pobres(23); amantísimamente llama a sí, para consolar a los que están en algún trabajo o aflicción(24); y a los más abatidos y a los que injustamente son oprimidos abraza con especial amor. Cuando estas verdades se conocen, fácilmente se reprime la hinchazón de ánimo de los ricos y se levanta el abatimiento de los pobres, y se doblegan los unos a ser benignos y los otros a ser humildes. Y de esta suerte, la distancia que entre unos y otros quisiera poner la soberbia, se acorta, y no habrá dificultad en conseguir que se unan con estrecho vínculo de amistad la una y la otra clase.

18. Engendrando la verdadera fraternidad

   Estas dos clases, si a los preceptos de Cristo obedecieren, no sólo en amistad, sino en verdadero amor de hermanos, se unirían. Porque sentirán y entenderán que todos los hombres sin distinción alguna, han sido creados por Dios, Padre común de todos; que todos tienden al mismo bien, como fin, que es Dios mismo, único que puede dar bienaventuranza perfecta a los hombres y a los ángeles; que todos y cada uno han sido por favor de Jesucristo igualmente redimidos y levantados a la dignidad de hijos de Dios, de tal manera que, no sólo entre sí, sino aun con Cristo Señor Nuestro, primogénito entre muchos hermanos, los enlaza un parentesco verdaderamente de hermanos. Y asimismo, que los bienes de naturaleza y los dones de la gracia divina pertenecen en común y sin diferencia alguna a todo linaje humano, y que nadie, como no se haga indigno, será desheredado de los bienes celestiales. Si hijos, también herederos, verdaderamente herederos de Dios y coherederos con Cristo(25).

   Tal es la naturaleza de los deberes y los derechos que la filosofía cristiana enseña. ¿No es verdad que en brevísimo tiempo parece que se acabaría toda contienda, donde en la sociedad civil prevaleciese esta doctrina?

II - POR LA VIRTUD DIVINA DE SU ACCIÓN

19. Una reforma moral íntima

Finalmente, no se contenta la Iglesia con mostrar los medios con que este mal se ha de curar; ella, con sus propias manos, aplica las medicinas. Porque todo su afán es educar y formar a los hombres conforme a sus enseñanzas y doctrina; y con el auxilio de los obispos y del clero, procura extender cuanto más puede, los saludabílisimos raudales de su doctrina. Esfuérzase, además, en penetrar hasta lo íntimo del alma y doblegar las voluntades para que se dejen regir y gobernar en conformidad con los divinos preceptos. Esta parte es la principal y la más importante, por depender de ella la suma total de los provechos y la solución completa de la cuestión y en ella, sólo la Iglesia tiene el verdadero poder. Porque los instrumentos de que, para mover los ánimos se sirve para ese fin precisamente se los puso en las manos Jesucristo, y del mismo Dios reciben su eficacia. Semejantes instrumentos son los únicos que pueden convenientemente llegar hasta los senos recónditos del corazón y hacer al hombre obediente y pronto a cumplir con su deber, y a gobernar los movimientos de su apetito, a amar a Dios y al prójimo con singular y suma caridad, y a abrirse animosamente camino a través de cuanto le estorbe en la carrera de la virtud.

20. Acción social

   Basta en esta materia renovar brevemente la memoria de los ejemplos de nuestros mayores. Las cosas y los hechos que recordamos son tales, que no dejan lugar a duda alguna, a saber: que con las máximas cristianas se renovó de alto a bajo la humana sociedad civil, que por virtud de esta renovación se mejoró el género humano, o más bien resucitó de muerte a vida, y adquirió tan grande perfección que ni hubo antes, ni habrá en las venideras edades otro mayor. Y, por fin, que de todos estos beneficios es Jesucristo el principio y el término, porque nacidos de Él, a Él todos se deben referir. Efectivamente, cuando recibió el mundo la ley evangélica, cuando aprendió el grande misterio de la Encarnación del Verbo y Redentor del género humano, la vida de Jesucristo, Dios y hombre, penetró en las entrañas de la sociedad civil y la impregnó toda de su fe, de sus preceptos y de sus leyes. Por esto, si remedio ha de tener el mal que ahora padece la sociedad humana, este remedio no puede ser otro que la restauración de la vida e instituciones cristianas. Cuando las sociedades se desmoronan, exige la rectitud, que, si se quieren restaurar, vuelvan a los principios que les dieron ser. Porque en esto consiste la perfección de todas las asociaciones, en trabajar para conseguir el fin para el que fueron establecidas; de manera que los movimientos y actos de la sociedad no los produzca otra causa que la que produjo la misma sociedad. Por lo cual, desviarse de su fin es enfermar, volver a él, es sanar. Y lo que decimos de todo el cuerpo de la sociedad civil, del mismo modo y con perfecta verdad lo decimos de aquella clase de ciudadanos, la más numerosa, que sustenta su vida con su trabajo.

21. Moralizando a los hombres

   Y no se vaya a creer que la Iglesia de tal manera tiene empleada toda su solicitud en cultivar las almas, que descuide lo que pertenece a la vida mortal, y terrena. Quiere que los proletarios salgan de su tristísimo estado y alcancen suerte mejor y lo procura con todas sus fuerzas. Y a esto no poco ayuda ella atrayendo a los hombres y formándolos en la virtud. Porque las costumbres cristianas, cuando se guardan en toda su integridad, dan espontáneamente alguna prosperidad a las cosas exteriores, porque hacen benévolo a Dios, principio y fin de todos los bienes; reprimen esas dos pestilencias de la vida, que con harta frecuencia hacen al hombre desgraciado aun en la abundancia: el apetito desordenado de riqueza y la sed de placeres(26); y hacen que los hombres, contentos con un trato y sustento frugal, suplan la escasez de las rentas con la economía, lejos de los vicios destructores, no sólo de pequeñas fortunas, sino de grandísimos caudales, y dilapidadores de inmensos patrimonios.

Instituyendo las obras de caridad

   Pero fuera de esto provee la Iglesia lo que ve convenir al bienestar de los proletarios, instituyendo y fomentando cuantas cosas entiende que puedan contribuir a aliviar su pobreza. Y sobresalió siempre tanto en este género de beneficios, que la colman de elogios hasta sus mismos enemigos. Tanta era entre los cristianos de la antigüedad más remota, la fuerza de la caridad, que muchas veces se despojaban de sus bienes los ricos para socorrer a los pobres, y así no había ningún necesitado entre ellos(27). A los diáconos, orden instituida precisamente para esto, dieron los apóstoles el encargo de ejercitar cada día los oficios de la caridad; y el Apóstol San Pablo, aunque oprimido bajo el peso del cuidado de todas las Iglesias, no vaciló en emprender trabajosos viajes para llevar en persona una limosna a los cristianos más pobres.

   Las limosnas que los cristianos, cuantas veces se reunían, voluntariamente daban, las llama Tertuliano, depósitos de la piedad, porque se empleaban en alimentar en vida y enterrar en muerte a los necesitados, a los niños y niñas pobres y huérfanos, a los ancianos que tenían en sus casas y también a los náufragos(28). De aquí poco a poco se fue formando aquel patrimonio que, con religioso esmero, guardó la Iglesia como propiedad de familia de los pobres. Y no sólo esto, sino que halló el modo de socorrer multitud de desgraciados, quitándoles el empacho de mendigar. Porque como Madre común de ricos y pobres, promoviendo en todas partes la caridad hasta un grado sublime, estableció comunidades de religiosos e hizo otras muchísimas útiles fundaciones para que, distribuyéndose por ellas los socorros, apenas hubiese género alguno de males que careciese de consuelo.

   Hoy, en verdad, hállanse muchos que, como los gentiles de otros tiempos, hacen capítulo de acusación contra la Iglesia de esta misma excelentísima caridad, y en su lugar les parece que pueden poner la beneficencia establecida y regulada por leyes del Estado. Pero la caridad cristiana, de la cual es propio darse toda al bien del prójimo, no hay ni habrá artificio humano que la supla. Sólo de la Iglesia es esta virtud, porque si no se va a buscar en el Sacratísimo Corazón de Jesucristo, no se halla en parte alguna y muy lejos de Cristo van los que de la Iglesia se apartan.  

CONTÁCTENOS:

Contenido del sitio


NOTAS