Magisterio de la Iglesia

Arcanum Divinae Sapientiae 

LEÓN XIII
Sobre matrimonio cristiano
10 de febrero de 1880 

Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica

INTRODUCCIÓN:

1. Restauración de todas las cosas en Cristo

   El arcano designio de la sabiduría divina que Jesucristo, Salvador de los hombres, había de llevar a cabo en la tierra tuvo por finalidad restaurar El mismo divinamente por sí y en sí al mundo, que parecía estar envejeciendo. Lo que expresó en frase espléndida y profunda el apóstol San Pablo, cuando escribía a los efesios: «El sacramento de su voluntad..., restaurarlo todo en Cristo, lo que hay en el cielo y en la tierra»(1). Y, realmente, cuando Cristo Nuestro Señor decidió cumplir el mandato que recibiera del Padre, lo primero que hizo fue, despojándolas de su vejez, dar a todas las cosas una forma y una fisonomía nuevas. El mismo curó, en efecto, las heridas que había causado a la naturaleza humana el pecado del primer padre; restituyó a todos los hombres, por naturaleza hijos de ira, a la amistad con Dios; trajo a la luz de la verdad a los fatigados por una larga vida de errores; renovó en toda virtud a los que se hallaban plagados de toda impureza, y dio a los recobrados para la herencia de la felicidad eterna la esperanza segura de que su propio cuerpo, mortal y caduco, había de participar algún día de la inmortalidad y de la gloria celestial. Y para que unos tan singulares beneficios permanecieran sobre la tierra mientras hubiera hombres, constituyó a la Iglesia en vicaria de su misión y le mandó, mirando al futuro, que, si algo padeciera perturbación en la sociedad humana, lo ordenara; que, si algo estuviere caído, que lo levantara.

2. Influencia de la religión en el orden temporal

   Mas, aunque esta divina restauración de que hemos hablado toca de una manera principal y directa a los hombres constituidos en el orden sobrenatural de la gracia, sus preciosos y saludables frutos han trascendido, de todos modos, al orden natural ampliamente; por lo cual han recibido perfeccionamiento notable en todos los aspectos tanto los individuos en particular cuanto la universal sociedad humana. Pues ocurrió, tan pronto como quedó establecido el orden cristiano de las cosas, que los individuos humanos aprendieran y se acostumbraran a confiar en la paternal providencia de Dios y a alimentar una esperanza, que no defrauda, de los auxilios celestiales; con lo que se consiguen la fortaleza, la moderación, la constancia, la tranquilidad del espíritu en paz y, finalmente, otras muchas preclaras virtudes e insignes hechos. Por lo que toca a la sociedad doméstica y civil, es admirable cuánto haya ganado en dignidad, en firmeza y honestidad. Se ha hecho más equitativa y respetable la autoridad de los príncipes, más pronta y más fácil la obediencia de los pueblos, más estrecha la unión entre los ciudadanos, más seguro el derecho de propiedad. La religión cristiana ha favorecido y fomentado en absoluto todas aquellas cosas que en la sociedad civil son consideradas como útiles, y hasta tal punto que, como dice San Agustín, aun cuando hubiera nacido exclusivamente para administrar y aumentar los bienes y comodidades de la vida terrena, no parece que hubiera podido ella misma aportar más en orden a una vida buena y feliz.

   Pero no es nuestro propósito tratar ahora por completo de cada una de estas cosas; vamos a hablar sobre la sociedad doméstica, que tiene su princípio y fundamento en el matrimonio.

II. EL MATRIMONIO CRISTIANO

3. Origen y propiedades

   Para todos consta, venerables hermanos, cuál es el verdadero origen del matrimonio. Pues, a pesar de que los detractores de la fe cristiana traten de desconocer la doctrina constante de la Iglesia acerca de este punto y se esfuerzan ya desde tiempo por borrar la memoria de todos los siglos, no han logrado, sin embargo, ni extinguir ni siquiera debilitar la fuerza y la luz de la verdad. Recordamos cosas conocidas de todos y de que nadie duda: después que en el sexto día de la creación formó Dios al hombre del limo de la tierra e infundió en su rostro el aliento de vida, quiso darle una compañera, sacada admirablemente del costado de él mismo mientras dormía. Con lo cual quiso el providentísimo Dios que aquella pareja de cónyuges fuera el natural principio de todos los hombres, o sea, de donde se propagara el género humano y mediante ininterrumpidas procreaciones se conservara por todos los tiempos. Y aquella unión del hombre y de la mujer, para responder de la mejor manera a los sapientísimos designios de Dios, manifestó desde ese mismo momento dos principalísimas propiedades, nobilísimas sobre todo y como impresas y grabadas ante sí: la unidad y la perpetuidad. Y esto lo vemos declarado y abiertamente confirmado en el Evangelio por la autoridad divina de Jesucristo, que atestiguó a los judíos y a los apóstoles que el matrimonio, por su misma institución, sólo puede verificarse entre dos, esto es, entre un hombre y una mujer; que de estos dos viene a resultar como una sola carne, y que el vínculo nupcial está tan íntima y tan fuertemente atado por la voluntad de Dios, que por nadie de los hombres puede ser desatado o roto. Se unirá (el hombre) a su esposa y serán dos en una carne. Y así no son dos, sino una carne. Por consiguiente, lo que Dios unió, el hombre no lo separe(2).

4. Corrupción del matrimonio antiguo

   Pero esta forma del matrimonio, tan excelente y superior, comenzó poco a poco a corromperse y desaparecer entre los pueblos gentiles; incluso entre los mismos hebreos pareció nublarse y oscurecerse. Entre éstos, en efecto, había prevalecido la costumbre de que fuera lícito al varón tener más de una mujer; y luego, cuando, por la dureza de corazón de los mismos(3), Moisés les permitió indulgentemente la facultad de repudio, se abrió la puerta a los divorcios. Por lo que toca a la sociedad pagana, apenas cabe creerse cuánto degeneró y qué cambios experimentó el matrimonio, expuesto como se hallaba al oleaje de los errores y de las más torpes pasiones de cada pueblo.

   Todas las naciones parecieron olvidar, más o menos, la noción y el verdadero origen del matrimonio, dándose por doquiera leyes emanadas, desde luego, de la autoridad pública, pero no las que la naturaleza dicta. Ritos solemnes, instituidos al capricho de los legisladores, conferían a las mujeres el título honesto de esposas o el torpe de concubinas; se llegó incluso a que determinara la autoridad de los gobernantes a quiénes les estaba permitido contraer matrimonio y a quiénes no, leyes que conculcaban gravemente la equidad y el honor. La poligamia, la poliandria, el divorcio, fueron otras tantas causas, además, de que se relajara enormemente el vínculo conyugal. Gran desorden hubo también en lo que atañe a los mutuos derechos y deberes de los cónyuges, ya que el marido adquiría el dominio de la mujer y muchas veces la despedía sin motivo alguno justo; en cambio, a él, entregado a una sensualidad desenfrenada e indomable, le estaba permitido discurrir impunemente entre lupanares y esclavas, como si la culpa dependiera de la dignidad y no de la voluntad(4). Imperando la licencia marital, nada era más miserable que la esposa, relegada a un grado de abyección tal, que se la consideraba como un mero instrumento para satisfacción del vicio o para engendrar hijos. Impúdicamente se compraba y vendía a las que iban a casarse, cual si se tratara de cosas materiales(5), concediéndose a veces al padre y al marido incluso la potestad de castigar a la esposa con el último suplicio. La familia nacida de tales matrimonios necesariamente tenía que contarse entre los bienes del Estado o se hallaba bajo el dominio del padre, a quien las leyes facultaban, además, para proponer y concertar a su arbitrio los matrimonios de sus hijos y hasta para ejercer sobre los mismos la monstruosa potestad de vida y muerte.

5. Su ennoblecimiento por Cristo

   Tan numerosos vicios, tan enormes ignominias como mancillaban el matrimonio, tuvieron, finalmente, alivio y remedio, sin embargo, pues Jesucristo, restaurador de la dignidad humana y perfeccionador de las leyes mosaicas, dedicó al matrimonio un no pequeño ni el menor de sus cuidados. Ennobleció, en efecto, con su presencia las bodas de Caná de Galilea, inmortalizándolas con el primero de sus milagros(6), motivo por el que, ya desde aquel momento, el matrimonio parece haber sido perfeccionado con principios de nueva santidad. Restituyó luego el matrimonio a la nobleza de su primer origen, ya reprobando las costumbres de los hebreos, que abusaban de la pluralidad de mujeres y de la facultad de repudio, ya sobre todo mandando que nadie desatara lo que el mismo Dios había atado con un vínculo de unión perpetua. Por todo ello, después de refutar las objeciones fundadas en la ley mosaica, revistiéndose de la dignidad de legislador supremo, estableció sobre el matrimonio esto: "Os digo, pues, que todo el que abandona a su mujer, a no ser por causa de fornicación, y toma otra, adultera; y el que toma a la abandonada, comete adulterio"(7).

6. Transmisión de su doctrina por los apóstoles

   Cuanto por voluntad de Dios ha sido decretado y establecido sobre los matrimonios, sin embargo, nos lo han transmitido por escrito y más claramente los apóstoles, mensajeros de las leyes divinas. Y dentro del magisterio apostólico, debe considerarse lo que los Santos Padres, los concilios y la tradición de la Iglesia universal han enseñado siempre(8), esto es, que Cristo Nuestro Señor elevó el matrimonio a la dignidad de sacramento, haciendo al mismo tiempo que los cónyuges, protegidos y auxiliados por la gracia celestial conseguida por los méritos de El, alcanzasen en el matrimonio mismo la santidad, y no sólo perfeccionando en éste, admirablemente concebido a semejanza de la mística unión de Cristo con la Iglesia, el amor que brota de la naturaleza(9), sino también robusteciendo la unión, ya de suyo irrompible, entre marido y mujer con un más fuerte vínculo de caridad. "Maridos dice el apóstol San Pablo, amad a vuestras mujeres igual que Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla... Los maridos deben amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos.., ya que nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la nutre y la abriga, como Cristo también a la Iglesia; porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán dos en una carne. Sacramento grande es éste; pero os lo digo: en Cristo y en la Iglesia"(10). Por magisterio de los apóstoles sabemos igualmente que Cristo mandó que la unidad y la perpetua estabilidad, propias del matrimonio desde su mismo origen, fueran sagradas y por siempre inviolables. "A los casados dice el mismo San Pablo les mando, no yo, sino el Señor, que la mujer no se aparte de su marido; y si se apartare, que permanezca sin casarse o que se reconcilie con su marido"(11). Y de nuevo: "La mujer está ligada a su ley mientras viviere su marido; y si su marido muere, queda libre"(12). Es por estas causas que el matrimonio es "sacramento grande y entre todos honorable"(13), piadoso, casto, venerable, por ser imagen y representación de cosas altísimas.

7. La finalidad del matrimonio en el cristianismo

   Y no se limita sólo a lo que acabamos de recordar su excelencia y perfección cristiana. Pues, en primer lugar, se asignó a la sociedad conyugal una finalidad más noble y más excelsa que antes, porque se determinó que era misión suya no sólo la propagación del género humano, sino también la de engendrar la prole de la Iglesia, conciudadanos de los santos y domésticos de Dios(14), esto es, la procreación y educación del pueblo para el culto y religión del verdadero Dios y de Cristo nuestro Salvador(15). En segundo lugar, quedaron definidos íntegramente los deberes de ambos cónyuges, establecidos perfectamente sus derechos. Es decir, que es necesario que se hallen siempre dispuestos de tal modo que entiendan que mutuamente se deben el más grande amor, una constante fidelidad y una solícita y continua ayuda. El marido es el jefe de la familia y cabeza de la mujer, la cual, sin embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, debe someterse y obedecer al marido, no a modo de esclava, sino de compañera; esto es, que a la obediencia prestada no le falten ni la honestidad ni la dignidad. Tanto en el que manda como en la que obedece, dado que ambos son imagen, el uno de Cristo y el otro de la Iglesia, sea la caridad reguladora constante del deber. Puesto que el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia... Y así como la Iglesia está sometida a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo(16). Por lo que toca a los hijos, deben éstos someterse y obedecer a sus padres y honrarlos por motivos de conciencia; y los padres, a su vez, es necesario que consagren todos sus cuidados y pensamientos a la protección de sus hijos, y principalísimamente a educarlos en la virtud: Padres..., educad (a vuestros hijos) en la disciplina y en el respeto del Señor(17). De lo que se infiere que los deberes de los cónyuges no son ni pocos ni leves; mas para los esposos buenos, a causa de la virtud que se percibe del sacramento, les serán no sólo tolerables, sino incluso gratos.

8. La potestad de la Iglesia

   Cristo, por consiguiente, habiendo renovado el matrimonio con tal y tan grande excelencia, confió y encomendó toda la disciplina del mismo a la Iglesia. La cual ejerció en todo tiempo y lugar su potestad sobre los matrimonios de los cristianos, y la ejerció de tal manera que dicha potestad apareciera como propia suya, y no obtenida por concesión de los hombres, sino recibida de Dios por voluntad de su fundador. Es de sobra conocido por todos, para que se haga necesario demostrarlo, cuántos y qué vigilantes cuidados haya puesto para conservar la santidad del matrimonio a fin de que éste se mantuviera incólume. Sabemos, en efecto, con toda certeza, que los amores disolutos y libres fueron condenados por sentencia del concilio de Jerusalén(18); que un ciudadano incestuoso de Corinto fue condenado por autoridad de San Pablo(19); que siempre fueron rechazados y combatidos con igual vigor los intentos de muchos que atacaban el matrimonio cristiano: los gnósticos, los maniqueos y los montanistas en los orígenes del cristianismo; y, en nuestros tiempos, los mormones, los sansimonianos, los falansterianos y los comunistas. Quedó igualmente establecido un mismo y único derecho imparcial del matrimonio para todos, suprimida la antigua diferencia entre esclavos y libres(20); igualados los derechos del marido y de la mujer, pues, como decía San Jerónimo, entre nosotros, lo que no es lícito a las mujeres, justamente tampoco es lícito a los maridos, y una misma obligación es de igual condición para los dos (21); consolidados de una manera estable esos mismos derechos por la correspondencia en el amor y por la reciprocidad de los deberes; asegurada y reivindicada la dignidad de la mujer; prohibido al marido castigar a la adúltera con la muerte(22) y violar libidinosa o impúdicamente la fidelidad jurada. Y es grande también que la Iglesia limitara, en cuanto fue conveniente, la potestad de los padres de familia, a fin de que no restaran nada de la justa libertad a los hijos o hijas que desearan casarse(23); prohibiera los matrimonios entre parientes y afines de determinados grados(24), con objeto de que el amor sobrenatural de los cónyuges se extendiera por un más ancho campo; cuidara de que se prohibieran en los matrimonios, hasta donde fuera posible, el error, la violencia y el fraude(25), y ordenara que se protegieran la santa honestidad del tálamo, la seguridad de las personas(26), el decoro de los matrimonios(27) y la integridad de la religión(28). En fin, defendió con tal vigor, con tan previsoras leyes esta divina institución, que ningún observador imparcial de la realidad podrá menos que reconocer que, también por lo que se refiere al matrimonio, el mejor custodio y defensor del género humano es la Iglesia, cuya sabiduría ha triunfado del tiempo, de las injurias de los hombres y de las vicisitudes innumerables de las cosas.

III. ATAQUES DE QUE ES OBJETO

9. Negación de la potestad de la Iglesia

   No faltan, sin embargo, quienes, ayudados por el enemigo del género humano, igual que con incalificable ingratitud rechazan los demás beneficios de la redención, desprecian también o tratan de desconocer en absoluto la restauración y elevación del matrimonio. Fue falta de no pocos entre los antiguos haber sido enemigos en algo del matrimonio; pero es mucho más grave en nuestros tiempos el pecado de aquellos que tratan de destruir totalmente su naturaleza, perfecta y completa en todas sus partes. La causa de ello reside principalmente en que, imbuidos en las opiniones de una filosofía falsa y por la corrupción de las costumbres, muchos nada toleran menos que someterse y obedecer, trabajando denodadamente, además, para que no sólo los individuos, sino también las familias y hasta la sociedad humana entera desoiga soberbiamente el mandato de Dios. Ahora bien: hallándose la fuente y el origen de la sociedad humana en el matrimonio, les resulta insufrible que el mismo esté bajo la jurisdicción de la Iglesia y tratan, por el contrario, de despojarlo de toda santidad y de reducirlo al círculo verdaderamente muy estrecho de las cosas de institución humana y que se rigen y administran por el derecho civil de las naciones. De donde necesariamente había de seguirse que atribuyeran todo derecho sobre el matrimonio a los poderes estatales, negándoselo en absoluto a la Iglesia, la cual, si en un tiempo ejerció tal potestad, esto se debió a indulgencia de los príncipes o fue contra derecho. Y ya es tiempo, dicen, que los gobernantes del Estado reivindiquen enérgicamente sus derechos y reglamenten a su arbitrio cuanto se refiere al matrimonio. De aquí han nacido los llamados matrimonios civiles, de aquí esas conocidas leyes sobre las causas que impiden los matrimonios; de aquí esas sentencias judiciales acerca de si los contratos conyugales fueron celebrados válidamente o no. Finalmente, vemos que le ha sido arrebatada con tanta saña a la Iglesia católica toda potestad de instituir y dictar leyes sobre este asunto, que ya no se tiene en cuenta para nada ni su poder divino ni sus previsoras leyes, con las cuales vivieron durante tanto tiempo unos pueblos, a los cuales llegó la luz de la civilización juntamente con la sabiduría cristiana.

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