Magisterio de la Iglesia

San Francisco de Sales

CARTA ABIERTA A LOS PROTESTANTES
PRIMERA PARTE
DEFENSA DE LA AUTORIDAD DE LA IGLESIA
CAPÍTULO II
Errores de los ministros sobre la naturaleza de la Iglesia

§3 — La Iglesia no puede perecer

   Dicen algunos, para no someterse al yugo de la santa obediencia que debemos a la Iglesia, que esta había perecido hace más de ochenta años, quedando muerta y enterrada, y que se había extinguido la verdadera luz de la santa fe. Todo eso es pura blasfemia contra la Pasión de Nuestro Señor, contra Su providencia, contra Su bondad y contra Su verdad.

   ¿No recordáis las palabras de Nuestro Señor: Y cuando Yo seré levantado en la tierra, todo lo atraeré a Mí110? ¿No fue, por ventura, ya levantado en la cruz? ¿No sufrió? Y entonces, ¿cómo habría soltado a la Iglesia, que atrajo a Sí? ¿Cómo abandonaría a esta presa que tan cara Le costó? El diablo, príncipe de este mundo, ¿había sido echado con el santo bastón de la cruz111 por un período de sólo 300 o 400 años, para volver a dominar el mundo por espacio de mil años? ¿De esta manera queréis vaciar la cruz de Su fuerza? ¿Sois árbitros de tan buena fe que queréis repartir inicuamente a Nuestro Señor, alternando con Su divina bondad la malicia diabólica? ¡No, No! Cuando un hombre valiente y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros; pero si otro más valiente que él asaltándolo lo vence, lo desarmará de todos sus arneses en que confiaba, y repartirá sus despojos112. ¿Ignoráis que Nuestro Señor ha ganado Su Iglesia con Su propia Sangre113? ¿Quién podrá arrebatársela? ¿Lo creéis más débil que Su adversario? Os pido que hablemos honradamente de este capitán: ¿habrá alguien que pueda arrebatarle la Iglesia de Sus manos? Si acaso respondéis que puede conservarla pero no lo ha querido, entonces estáis atacando Su providencia, Su bondad, y Su verdad.

   La bondad de Dios, subiendo a las alturas, dio dones a los hombres; a unos ha constituido apóstoles, a otros profetas, y a otros evangelistas, y a otros pastores y doctores, para la perfección de los santos en las funciones del ministerio, en la edificación del cuerpo de Cristo114. ¿Estaba ya hecha la consumación de los santos hace mil cien o mil doscientos años? ¿Estaba ya terminada la edificación del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia? O dejáis de llamaros constructores o decís que no; pero, si no estaba terminada, tal como no lo está ahora, ¿por qué ofendéis la bondad de Dios diciendo que quitó a los hombres lo que previamente les había dado? Una de las cualidades de la bondad de Dios, como dice San Pablo, es que Sus dones y Sus gracias son sin arrepentimiento115, esto es, Él no da para quitar. Su divina providencia, desde que creó el hombre, el cielo, la tierra y todo cuanto contienen el cielo y la tierra, todo lo conservó y conserva perpetuamente, de tal manera que no se extingue ni siquiera la generación del menor de los pajarillos. ¿Qué diremos entonces de la Iglesia? Todo cuanto fue creado en este mundo no Le costó más que una simple palabra: Porque Él habló, y quedaron hechas las cosas116. Todo lo conserva con una perpetua e infalible providencia. ¿Cómo, os ruego, habría abandonado a Su Iglesia, que Le costó tantas penas y trabajos, y Su misma Sangre? Él sacó a Israel de Egipto, de los desiertos, del Mar Rojo, de tantos cautiverios y calamidades, ¿y vamos a creer que haya dejado el Cristianismo mismo sumirse en la incredulidad? Habiendo tenido tanto cuidado con Agar, ¿despreciará ahora a Sara? Habiendo favorecido tanto a la esclava expulsada de su casa117, ¿no tendrá ahora cuidado con Su legítima Esposa? ¿Habrá honrado tanto la sombra para abandonar el cuerpo? ¡Qué inútiles habrían sido entonces las promesas hechas sobre la perpetuidad de Su Iglesia!

   El salmista dice de la Iglesia que Dios la fundó para siempre118. Su trono (ya que habla de la Iglesia, trono del Mesías, Hijo de David, en la Persona del Padre Eterno) permanecerá como el sol y la luna de generación en generación119; Su linaje durará eternamente, y Su trono resplandecerá para siempre en mi presencia120; Daniel la llama reino que no se extinguirá eternamente121; el ángel dijo a María: Su Reino no tendrá fin122, y habla de la Iglesia del modo como probábamos en otro lugar; Isaías lo predijo de esta manera, refiriéndose a Cristo: Si se da a Sí mismo en expiación, verá descendencia y alargará Sus días123, de generación en generación124; y en otra parte: Haré con ellos una alianza eterna125 ... y todos los que los vean (y habla de la Iglesia visible) reconocerán que son el linaje bendito del Señor126. Pero decidme, por favor, ¿quién pudo encargar a Lutero y Calvino revocar tantas y tan santas solemnes promesas de perpetuidad que Nuestro Señor hizo a Su Iglesia? ¿Acaso no es Nuestro Señor quien, hablando de la Iglesia, dijo que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella127? ¿Y cómo podría realizarse esta promesa si la Iglesia hubiese estado abolida durante más de mil años? Y el dulce adiós que Nuestro Señor dirigió a Sus Apóstoles: Ecce ego vobiscum sum usque ad consummationem sæculi128, ¿cómo podríamos entenderlo si decimos que la Iglesia puede perecer?

   ¿Deberíamos romper la hermosa regla de Gamaliel que, hablando de la Iglesia naciente, dijo: Si este designio es obra de hombres, ella misma se desvanecerá; pero si es cosa de Dios, no podréis destruirla129? ¿La Iglesia no es obra de Dios? ¿Cómo podemos entonces decir que se disipó? Si este hermoso árbol eclesiástico hubiese sido plantado por manos humanas, fácilmente admitiría yo mismo que podría ser arrancado; pero, habiéndolo sido por tan buena mano como la de Nuestro Señor, mi único consejo para los que gritan a toda hora que la Iglesia había perecido es lo que dice Nuestro Señor: Toda planta que mi Padre Celestial no ha plantado, arrancada será de raíz. Dejadlos: ellos son unos ciegos que guían a otros ciegos130; pero el árbol que Dios plantó no será arrancado nunca.

   San Pablo dice que todos resucitarán en Cristo, pero cada cual a su turno; Cristo como el primero, después los que son de Cristo, y después será el fin131. Entre Cristo y los Suyos, a saber, la Iglesia, no hay nada intermedio, ya que, habiendo subido al cielo, los dejó en la tierra. Asimismo, no hay nada entre la Iglesia y el fin, visto que ella debe durar hasta el fin de los tiempos. ¿No era preciso, por ventura, que Nuestro Señor reinase en medio de Sus enemigos hasta que todo lo haya sometido debajo de Sus pies, dominando a Sus enemigos?132 ¿Y cómo se cumplirían estas palabras si la Iglesia, Reino de Nuestro Señor, se hubiese perdido y destruido? ¿Cómo podría reinar sin reino, como reinaría entre Sus enemigos, si carecía de reino en este mundo?

   Notad bien: si esta Esposa murió después de haber tomado vida del Costado de Su Esposo, dormido en la cruz, —repito, si murió, ¿quién la habría resucitado? ¿No sabéis que la resurrección de los muertos es un milagro no menor que la creación, y mucho mayor que la continuación y conservación? ¿No sabéis que la reformación del hombre es un misterio mucho más profundo que su formación, y que en ésta Dios dijo, y fue hecho133? Él inspiró el alma viva134, y, ni bien lo hizo, el hombre comenzó a respirar. Pero en su reformación Dios empleó treinta y tres años, sudó Sangre y Agua, y hasta murió por esta renovación. Aquel que entonces tuviere el atrevimiento de decir que la Iglesia está muerta, acusa la bondad, diligencia y sabiduría de este gran Reformador o Resucitador; y si alguien cree ser su reformador y resucitador, se atribuye el honor debido a uno solo, Jesucristo, y se hace más que el Apóstol. Los Apóstoles resucitaron a la Iglesia, sino que la conservaron por su ministerio, después de haberla establecido Nuestro Señor; así, ¿no merece sentarse en el trono de la temeridad el que diga de sí mismo que, habiéndola encontrado muerta, la resucitó? Nuestro Señor puso en la tierra el fuego de Su Caridad135; los Apóstoles, con el aliento de su predicación, lo hicieron crecer y extenderse por todo el mundo. Dicen que había sido extinto por las aguas de la ignorancia y de la iniquidad, ¿y quién podrá reavivarlo? Si soplarlo no sirve de nada, ¿entonces qué? ¿Haría falta de nuevo entrechocar los clavos y la lanza contra Jesucristo, Piedra Viva, para hacer brotar un nuevo fuego, o bastaría que Calvino y Lutero estuviesen en este mundo para encenderlo? Verdaderamente serían terceros Elías, porque ni Elías ni San Juan Bautista consiguieron tanto; irían más lejos que todos los Apóstoles que llevaron este fuego por el mundo sin haberlo encendido. «Oh voz impudente —dice San Agustín a los Donatistas— la Iglesia ya no existirá porque tu no estás en ella»? No, dice San Bernardo: «Cayeron las lluvias, y los ríos salieron de su madre, y soplaron los vientos y dieron con ímpetu contra la tal casa; mas no fue destruida, porque estaba fundada sobre piedra,136 y la piedra es el propio Cristo»137.

   ¿Y que significa decir que la Iglesia pereció, sino que todos nuestros antepasados están condenados? Así sería efectivamente, ya que fuera de la verdadera Iglesia no hay salvación, y fuera de esta arca santa todo el mundo se condena. ¡Qué retribución para nuestros buenos padres, que tanto sufrieron para preservarnos la herencia del Evangelio, y ahora sus hijos arrogantes se ríen de ellos y los tienen por locos e insensatos!

   Quiero concluir estos argumentos con San Agustín y decir a vuestros ministros: «¿Qué nueva nos traéis? ¿Será necesario, acaso, sembrar la buena simiente otra vez, aunque la sembrada haya de crecer hasta la siega?138. Si decís que se perdió en todo lugar la sembrada por los Apóstoles, os responderemos: leed esto en las Sagradas Escrituras —lo que nunca podréis ciertamente leer, ya que antes deberíais mostrarnos que es falso lo que está escrito— que la simiente que se sembró al principio crecerá hasta el tiempo de la siega». La buena simiente son los hijos del Reino, la cizaña son los malos, la siega será el fin de los tiempos139. No digáis entonces que la buena simiente fue abolida o sofocada, dado que crece hasta la consumación de los siglos.   

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NOTAS

110 Jn 12, 32

111 Jn 12, 31

112 Lc 11, 21-22

113 Hech 20, 28

114 Ef 4, 8. 11-12

115 cf. Rm 11, 29

116 Sl 148, 5

117 Gn 21, 10-12

118 Sl 47, 9

119 Sl 71, 5

120 Sl 88, 37-38

121 Da 2, 44

122 Lc 1, 33

123 Is 53, 10

124 Is 51, 8

125 Is 61, 8

126 Is 61, 9

127 Mt 16, 18

128 Mt 28, 20

129 Hech 5, 38-39

130 Mt 15, 13-14

131 1 Cor 15, 23-24

132 Sl 109, 1-3; 1 Cor 15, 25

133 Sl 148, 5

134 Gn 2, 7

135 cf. Lc 12, 49

136 Mt 7, 25

137 1 Cor 10, 4

138 Mt 13, 30

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