"El Suicidio
del Rey del Rap."
Lo primero
que vi cuando abrí la puerta, dominando toda la escena,
fue un cuerpo descomunal tirado de bruces sobre el piso con las
piernas desparramadas en actitud denigrante, sobre una fina carpeta
de arabescos púrpuras. Sin proponérmelo, me dirigí
hacia él como si una gran fuerza magnética invisible
me atrajera. Recuerdo los destellos de los neónes de las
cámaras de los reporteros que acudían en un tropel
frenético, atraídos por el percance, y estimulados
sin duda por el suceso, que para todos ellos hacia parte de la
lucha cotidiana por la primicia noticiosa que se cocinaba cada
mañana en las páginas de las crónicas rojas
de los diarios amarillistas. Llegaban impacientes con sus cámaras
en ristre, apareciendo por todas partes como saliendo de la nada,
para después de unos cortos rodeos subrepticios alrededor
del cuerpo tumbado iban entrando en el mutismo colectivo que
invadía todo el ambiente, permaneciendo los más
cerca posible al lado del muerto, como en aguardo de alguna posibilidad
de que ocurriera un milagro inesperado que acrecentara la noticia.
Así, tirado como una basura sobre el tapete púrpura
y en medio del gran salón, lo vi por primera y última
vez. Nunca nadie se atrevió a preguntarme si mi presencia
se atribuía a alguna relación oculta con las aficiones
pederastas del occiso o si por el contrario nos unía algún
vínculo fraternal o de noble amistad, más profundo,
que me permitiera el privilegio de estar tan cerca del interfecto.
Y pensar que solo estaba allí por el sutil designio de
la casualidad. No fue por mi propio gusto que elegí contaminarme
de aquel bullicio mudo que efervecía lúgubre alrededor
del cadáver. Entiendo que aquella sala había sido
el lugar preferido del supuesto rey para la sagrada lectura de
sus interminables comics, el refugio donde se retraía
a escuchar los baladros de sus guasas melodías, donde
pretendía elevarse a redactar sus canciones subterráneas
y estercoleras, el oasis donde intentaba abrevar en las fuentes
de sus aberradas aventuras de amores comprados. Era su sitio
predilecto hasta para discutir con cualquiera que se le pusiera
de frente en esas horas ácidas cuando afloraban sus resentimientos,
siempre alegaba de pie para evitar la asfixia que le sobrevenía
en los momentos de furor haciéndole maullar los pulmones,
mientras apuntaba con severidad su dedo índice contra
la nariz de su contendor repetidamente con la velocidad de una
ráfaga de metralla.
Acaricié
suavemente la tela de la mortaja de lino amarillento que casi
no lo alcanzaba a cubrir, intentando encontrar el calor dislocado
de sus composiciones musicales. Torpemente me agaché y
puse mi oído en su voluminoso pecho como tratando de sentir
si algún suspiro enrevesado permanecía aun aferrado
a sus pulmones. Solo sentí la oleada sutil de su perfume
de gardenias. Me levante bruscamente, no continué arrodillado
frente a él porque me pareció un acto profano.
Qué estupidez, él ni siquiera pudo sospechar que
mis intenciones eran las de un verdadero sacrílego. Me
pregunto qué cara hubiera puesto el rapero si en vez de
encontrarlo desparramado por el piso, lo hubiera encontrado orondo
y prepotente semisentado en la esquinera de su escritorio rascándose
los huevos como era su costumbre. Tal vez hubiera contraido el
entrecejo igual que sucedió cuando analizó detenidamente
los raitings de su último programa. No podía creer
que hubiera bajado tres puntos, se puso loco, empezó a
llamar al productor, a su asistente Mónica, a su secretaria.
Recorrió apresuradamente, a largos trancos la estancia,
sin atinar que decir, dando vueltas alrededor del recinto sin
saber a ciencia cierta que camino tomar.
Nadie hubiera
podido imaginar que solo unas cuantas horas más tarde
estaría yerto sobre el tapete, con los labios amoratados
por el frió indecible de la muerte.
Fue entonces cuando empezó a llegar la gente, por todas
las puertas entraban y salían como por arte de magia,
mientras los teléfonos repicaban sin parar.
Nadie sospechó
nunca que ese gordo de mierda fuera capaz de tanto dinamismo
mientras estuvo con vida, ¿Qué era lo que movía
los gruesos resortes de su abultada anatomía? Creo que
solo eran los empujones bestiales que le proporcionaban las tachas
que diariamente consumía dizque para controlar su sobrepeso.
Mientras pensaba en esto, el cadáver, de pronto, empezó
a exhalar un hedor intenso que disipó de inmediato la
multitud tirándola sin compasión contra los últimos
rincones del salón, obligándola a taponarse las
narices para distraer la nausea. Solo el forense aclimatado a
estos menesteres asquerosos permaneció sentado al frente
de sus instrumentos y continuó pacientemente tomando miles
de pruebas y examinaciones que supuse provocaron la pestilencia.
Tomó en doctor una copa de agua entre sus enguantados
dedos, siempre con la pasmosa seguridad de la avezada experiencia,
y literalmente, subió las cejas en actitud de sorpresa
mientras musitaba con voz muy voz baja, como para si mismo, algo
que todos intentamos escuchar sin lograrlo.
De pronto, una estrepitosa convulsión sobrecogió
la cruda molicie del difunto. Todos quedamos paralizados de golpe,
menos los teléfonos que seguían y seguían
sonando sin compasión
indagando por los últimos
detalles del inesperado acontecimiento.
El cuerpo reflexivo del mofletudo artista se debatía a
golpetazos contra el suelo, nadie expresaba una sola palabra,
solo el forense murmuraba en silencio sus mortecinos argumentos.
La concurrencia expectante se revolvía desesperada sobre
sus posaderas, conmovida por el desconcertante espectáculo,
a ojos vistas inaudito, pensando tal vez, en que en algún
infortunado momento en interfecto se levantaría de pronto
para dar comienzo a otro de sus desgarradores conciertos. Siempre
con sus gestos ampulosos y grotescos, con su masa informe y descomunal,
con esos argumentos irrebatibles y baladíes de sus mezquinas
composiciones, que le permitieron considerarse uno de los únicos
seres más inteligentes e inspirados, tal vez el mejor
dotado de cerebro del planeta, sumido como estuvo siempre en
los aplausos de sus mentecatos seguidores.
Pero nunca fue así, solo él lo creía, debido
quizás a la gran publicidad que siempre se mantuvo a su
alrededor y que lo utilizó para los fines políticos
de la manipulación de las masas, para mantener entretenido
el lumpen que fue siempre su prosélito, y rondarlos encerrados
como en un gran establo multicolor para poder preservar libre
a la "High Society" de sus bajos instintos y desmanes.
Toda aquella
alharaca fue disipándose entre su propio ruido. Las brutales
estadísticas del raiting de los últimos días,
la caída expansiva de su inesperada fama fugaz, que un
dia lo cubrió de una gloria volátil que nunca
pudo controlar. Se regodeó de su propia gloria que consideró
siempre de su eterna exclusividad, mientras hacia caso omiso
de los viejos preceptos de familia, olvidando los olores sagrados
su infancia sacrificada y maltrecha. Nunca volvió a acordarse
de sus limitaciones, de sus viejos amigos que en los tiempos
de pésimo de estudiante le hicieron motivo de sus escarnios
motivados por la extrema redondez de su circunferencia, los únicos
que permanecieron incondicionales para siempre fueron los Burgos,
dos hermanos gigantescos y enteleridos que parecían tener
la epidermis adherida a los huesos, en contravía con aquella
inmensa mole de grasa turbia a la que servían mas por
inercia que por cualquier sentimiento vivido, la hipocresía
era el nombre de su juego, buscando labrarse alguna fama pegados
a esa masa plastiforme, su único interés era un
amor excesivo exagerado el dinero que no les sufragar sus mas
elementales necesidades, no comían, ni se divertían,
no hacían nada que no fuera siempre motivados por esa
actitud mendicante de pordioseros, estirando orgullosos y prepotentes
la mano esperando las limosnas sin demostrarlo, intentaban mantener
una imagen autosuficiente de potentados escuálidos y desgarbados.
Por eso nunca se retiraron del lado de su famoso amigo aunque
en el fondo le odiaban, los mataba la envidia de ver al gordo
coronado de gloria sentado como cualquier maharashi sobre su
almohadón floreado de loma militar, porque no habia poltrona,
sillete o asiento de tamaño regular que lo pudiera sostener.
Siempre se le vio apoyando su mano en el bastón metálico
que heredó de su abuela. Abandonado en el vestir por la
incapacidad que le proporcionaba su obesidad, siempre impulsado
por la inminente necesidad de salir raudo a la calle regurgitando
el último gesto de su desesperada compulsión por
la consumación de cuanto pitanza que se lo ponía
por el frente, con que clausuraba cada minuto de sus pensamientos,
creo que nunca pensó en otra cosa como no fuera masticar
eternamente.
Cuando le llego
la fama temprano, sin esperarla, tirándole de bruces sobre
su realidad de artista que aun desconocía. Entonces se
olvidó de todo, echó al saco viejo del abandono
todas esas viejas complicaciones de antaño que tanto lo
mortificaban.
Nunca dejo de sorber el café que le servia su madre en
un pocillo esmaltado del tamaño de una bacinilla, siempre
extrañó los mares de melcocha, que era lo único
que le servia, cuando iba de visita a la casa de su tía
Emetina a sufrir las soterradas burlas de sus primos.
Aquél cuerpo inerte que reposaba tirado en medio del recinto
de aquel lujoso estudio, se iba poniendo yerto y azulado cada
segundo que trascurría. Al fin había encontrado
la paz, de la misma forma inesperada con que le asaltó
la fama. Ahora esta allí tirado sobre el piso, plácido
y sereno por primera vez. Hasta se le notaba un rictus de elegancia
así volcado en medio de la estancia, iluminado el rostro
por la luz impasible de la muerte. Estaba tranquilo como no lo
habia estado nunca. Mantenía imperturbable ese delicioso
olor mustio de gardenias, aun en medio de la fetidez que se había
apoderado del ambiente. Mientras, los invitados no se atrevían
a conversar en voz alta por tiempo largo, no por respeto al grotesco
personaje sino por el temor inherente al misterio inexorable
de la defunción...
El gordo siempre
amó los relojes de arena, le complacía coleccionarlos,
llenar los inmensos anaqueles de la biblioteca improvisada, con
tanta arena que hubiera podido construir su propio desierto.
Odiaba por el contrario los relojes de marca, el Rolex era como
una ofensa a los instintos de su ceguera imperturbable, como
una bofetada a su entelequia. Los libros para él siempre
fueron cosa de arribistas, en su vida solo era valido en el código
de la escuela de la calle, como si para ser underground se debe
permanecer en la ignorancia. Solo vivía guiado por la
intuición y sus instintos de supervivencia que no le permitieron
sobrevivir. Solo pudo aclimatarse a los monótonos sonidos
estridentes con los que conquistó la fama. Permaneció
unido a su generación sin denotarlo, sobreaguando en las
esclusas de esos instintos animales que siempre defendió
a capa y espada, siempre se resistió a todo intento de
vivir comprometido con la historia y con el tiempo, como no fuera
con las diminutas gotas sílicas de sus clepsidras...
Los sillones,
los almohadones, las alfombras, eran los únicos bienes
de sus apetencias, siempre les dio la categoría de joyas,
todo lo que fuera o pareciera frágil y quebradizo como
las porcelana, las cerámicas o el bacarat estuvo siempre
predestinado a su repudio, la torpeza inherente a su constitución
física nunca le permitió gozar de la fina delicadeza
de la cristalería, de las miniaturas, de las cosas débiles
a las que despreciaba sin razón. Todo cuanto lo rodeaba,
a pesar de su excelente condición económica, eran
puras baratijas, hasta llego a ganarse el remoquete de "el
miserable" por su debilidad suprema a la hora de pagar sus
cuentas. Las únicas que cancelaba aunque con recelo, era
las que tenían que ver con la gastronomía. Jamás
pudo participar de la vida en sociedad, con esa existencia propia
y singular, se sentía un ser imperceptible a pesar de
su voluminosidad, las gentes que pasean a su lado por las calles
sin notar su presencia sencillamente lo enfurecían. Por
eso, se refugió como un náufrago en los sonidos
alteriformes y reiterativos de sus vanas composiciones, no porque
disfrutara de ellos, sino porque aquellos sonidos altisonantes
con letras impertinentes, lograron alejarlo de sus traumas y
preocupaciones, y por la suerte del acaso fue a parar de golpe
en el pedestal de la gloria, como un dios inmenso que nos viene
a bautizar en la fuente de su propia hipocresía.
-Mónica
¿dónde están las últimas composiciones
del artista? Y usted señorita, ¿qué diablos
hace sentada en ese sillón de atrezzo? ¿no ha visto
el fólder con los últimos datos de la cadena?:
No creo que vayamos a conseguir ningún concierto permaneciendo
sentados descansando a todas horas... Todo era un desastre, nunca
supo jamás lo que era trabajar de una manera ordenada,
mucho menos saber lo que era manejar un grupo medianamente organizado
de colaboradores. Las agencias y los promotores lo utilizaron
cuando lo necesitaron y él se creía omnipotente.
Atónita, la asistente le vio reptar gesticulando alrededor
del sillón, sin atreverse jamás a censurarle por
el mal gusto de las flores artificiales que decoraban el espacio
de su privado. Siempre vestía su batota gigantesca a manera
de kimono con una cinta de cuero inmensa enrollada alrededor
de su voluminoso vientre, jamás realizó ningún
cambio en el vestuario ni siquiera a la hora de los más
esmerados conciertos. Él sólo quería saber
sobre las cifras de sus ingresos, los listados de los raitings,
no le importaban las críticas por buenas que fueran. Las
cosas demasiado importantes, no lo eran tanto para él
como para tomarlas en serio.
Cuando vi el aviso solicitando un trabajo para un Script Writer
en el periódico vespertino, dudé por unos instantes
ir tras él, solo me conmovió la necesidad imperiosa
de mis obligaciones, me bastó el logotipo para saber de
quien se trataba. Nunca le había visto personalmente,
ni habia asistido a ninguna de sus presentaciones, la única
vez que lo tope por casualidad en el programa "TV-variedades"
del canal de cable local, justo después del noticiero
de media noche, me abalancé raudo sobre el control remoto
para evitar el desencanto de aquel encuentro que sabia de antemano
seria desagradable. Por eso dudé a la hora de leer en
la prensa la oferta del empleo. Caminé largamente hacia
el lugar donde el pasquín informaba la dirección
para las entrevistas. Me sentí obligado a participar en
la selección de los aspirantes, Y sin embargo, me detuve.
Siempre fui firme en mis convicciones, - ¿cómo
fue que las necesidades pudieron cambiarme tanto, como para que
yo mismo no me reconociera? - Tal vez no cambié mucho,
sin duda estaba pasando por un mal momento, me encontraba lúcido
como para darme cuenta que eran los tiempos los que habían
cambiado. Físicamente yo era el mismo, tal vez algunas
hebras de plata en mi cabeza, pero mi mente seguía firme
a mis principios conservativos, a las buenas lecciones de moral,
a las mejores lecturas de los clásicos, a la poesía
más elaborada de la lengua cervantina, tal vez con un
par de kilos de más, pero me sentía regio y dotado
de una inteligencia aguda y perspicaz y no pude descalificarme
ya mas.
Continué
caminando pensativo hacia el lugar indicado, una lluvia de seda
refrescaba mis sentidos besándome la cara, la gente atravesaba
corriendo de un lado para otro sin darse un respiro, no quedaban
rastros de la tranquilidad a la hora en que la tarde cede el
paso a la noche y una penumbra espesa se adueña del ocaso.
Las luces de neón comenzaron a encenderse por todas partes,
cuando divisé una pareja de envejecientes que me observaba
conmovida, delineando lentamente las líneas de mi rostro
a lo lejos en sus labios. Quizás adivinaron que iba envuelto
en el huracán irreversible de mis dificultades, Y acelere
el paso para huir de sus murmuraciones. Al final de la calle,
me abalancé sobre una puerta inmensa de madera bruñida
que gruñó quejumbrosa sobre sus ejes de gruesos
barrotes de hierro dorado. Traté de ganar el aldabón,
pero la puerta se deslizó dócilmente sobre sus
bisagras abriéndose completamente sin control. Puse un
pie dentro del traspatio para no caer y me escurrí velozmente
a saltitos, como un conejillo asustado, a través del jardincillo
que conducía a la oficina de recepción. Entonces
sopesé por última vez la dura y definitiva decisión
de solicitar la entrevista. Mientras continuaba absorto en mis
indecisas cavilaciones, los pasos me llevaron al interior del
recinto sin remedio.
Entonces fue
cuando me encontré de sopetón con aquella figura
descomunal tirada de bruces sobre el tapete púrpura. Lo
observé largamente en silencio, con resignación,
hasta con lástima y sentí pasar por mi mente una
leve brizna de satisfacción, por que sabía que
mi cita estaba de antemano cancelada por motivos de fuerza mayor,
por los imponderables designios de la muerte.
Hubiera podido huir, salir corriendo de allí con la misma
clara indecisión que había llegado, atravesar de
nuevo el fosco túnel de mi anonimato y volver a caer sin
esperanza en el seno de mi eterna resignación. Pero preferí
permanecer allí plantado y contemplar de primera mano
el triste desamparo de la nada, la falsa vanidad que huye enloquecida
y muda con la muerte. Y me senté orgulloso y altanero
a los pies del sillón, hundiéndome sin proponerlo,
con el alma enredada en las pobladas pestañas que custodiaban
los impávidos ojos azules de Mónica... y sentí
como un espasmo ligero que recorría contrito mi abandono.
Fue entonces cuando la percibí de lleno, toda la extensión
de su belleza y pensé una vez más, si mi corazón
se había alejado de los sueños, y mirándola
así, bella y melancólica con la mirada perdida
en su interior, lo puse en duda otra vez mas.
Estos acontecimientos inesperados de último momento, sentado
frente a esa beldad de mármol de hielo, hierática
y silenciosa, pasmada y muda ante la fragilidad de la vida, pensando
tal vez en las nuevas circunstancias que le depararía
el destino, tuve miedo por ella.
Una ojeada tan solo me bastó. Una ráfaga de sombra
en la mirada se intuía suplicante para que retornaran
días más afectivos como los de otros tiempos.
Ahora estaba de nuevo como en esos primeros días de la
adolescencia, enamorado a primera vista, traspasado por las flechas
de cupido e implorando al arcano no perderla. Agradeciéndole
a Dios que le haya puesto como un milagro en mi camino, rogando
por que me dirigieras una mirada y decidieras preguntarme aunque
fuera la razón de mi visita, Pero lo malhadados acontecimientos
que se habían suscitado no me permitieron ni siquiera
esa ínfima satisfacción.
-¿Pero
se puede saber qué diablos está ud. haciendo ahí
sentado todavía? Ande, tome este portafolio y vaya a sentarse
en el sillón del fondo, Ah! y entrégueselo a la
asistente. -¿Cómo dice? Le mascullé al forense.
Como si no le hubiera entendido. Era la oportunidad por la que
había estado esperando y ahora como un milagro de pronto
aparecía. Perdone, pero creo... - Vamos a ver.- interrumpió
el detective distrayendo la atención del forense, como
para que no me diera tiempo de arrepentirme, sin lugar a decir
nada. - Ud esta aquí para colaborar en el esclarecimiento
de la causa de los hechos, concluyó. Y se retiró
velozmente con el dedo índice señalando el sillón
al fondo del salón.
La pesada atmósfera se respiraba con dificultad en el
ambiente, no solo por los enrarecidos olores que la hacían
insostenible, sino por la angustiosa espera por el desencadenamiento
de las razones de la muerte del rey del rap. El gentío
agazapado en el extremo del salón, contenía la
reparación al menor movimiento que presumiera un resultado,
aunque fuera el más mínimo, de los hechos. Los
fotógrafos de los periódicos locales se debatían
frente a los camarógrafos de televisión que gozaban
de mejore ubicación, para poder realizar con la mayor
eficacia su trabajo a la hora en que se dieran a conocer las
verdaderas intenciones que llevaron el occiso a tomar la vía
más cómoda para evadirse de una vez por todas de
su mal ganada fama.
Se habían
organizando 223 sillas bien contadas para todos los espectadores,
que no hacían ningún intento por desalojar la sala,
parecían como petrificados por la larga espera que asumían
con una paciencia inconmovible. Puede usted sentarse, me ordenó
la secretaria, deslizando el trasero deliciosamente sobre el
mueble para hacerme un campo, - y ¡vaya! por cierto, que
tenia un buen trasero, pensé. Mientras concentraba mi
atención en los gritos de un ayudante de luminotecnia
que me enfocaba con una luz intensa que me hizo sudar en el instante,
pensando tal vez por un momento que yo era el nefasto portador
de la noticia largamente esperada - ¡Dios mío, dónde
vamos a ir a parar, volví a pensar para mis adentros!...
Me vi a mi mismo abriendo el portafolio, sacando no se qué
papeles, disponiéndome a leer para millones de televidentes
la tan esperada y desesperada noticia, un enjambre de fotógrafos
cayendo sobre mi, ametrallándome con sus ráfagas
de flashes, los comentaristas disputándose el honor de
entrevistarme. Pensé por una vez mas que esta seria la
mas grande oportunidad que jamás se me presenté
para salir de oscuro pozo del anonimato. Sin embargo, todo era
tan igual y tan distinto. Me senté junto a Mónica
como era su nombre que tenia escrito en el recorte de periódico
que llevaba en el bolsillo. Sus cabellos dorados, con anteojos
diminutos que no alcanzaban a ocultar la inmensidad azul de sus
ojos. Siéntese, repitió con una dulzura sepulcral,
el tono algo diferente en la voz, tal vez demasiado empalagoso
para la ocasión... ¿Y si después de todo
me atreviera a encararla para decirle el motivo baladí
de mi presencia? pero no me atreví, no quise dar por terminado
el placer de sentarme junto a tanta belleza, a sentir el calor
de su piel pegado a la mía y decidí zambullirme
en las aguas mansas del silencio.
Nunca me había
sentido tan utilizado por mi mismo para fines tan cetreros ¿por
que me permitía tal humillación? definitivamente
creo que tengo alma de timorato.
De pronto el forense se ajustó las antiparras contra la
base de su nariz, se levantó de un salto girando sobre
sus talones. Imaginé por un instante que se iba a dirigir
hacia mí. Basta pensé, y lo busqué con la
mirada como aseverando mis sospechas esperando por él.
Avanzó con parsimonia, ceremoniosamente, sabiéndose
propietario del misterioso y codiciado secreto, y pasó
de largo frente a mí. Atravesó el salón
sumergido en las aguas de la eternidad del suspenso y se adentró
en el único cuarto de baño que tenia la habitación.
Los fotógrafos se lanzaron tras él de inmediato,
en tropel, como un enjambre de abejas asesinas sobre su presa,
y se apostaron esperanzados en la puerta del retrete. Fue entonces
cuando después de algunos minutos de larga espera, surgió
ipso facto, como una exhalación el investigador, que se
interpuso definitivo y amenazante en medio de la nube de fotógrafos
abriéndose paso a codazos. Se dirigió en especial
a uno de los camarógrafos que trataba de ganar la primera
línea entre la apretada muchedumbre y lo increpó
con denuedo, frente a la mirada atónita de la concurrencia.
Mientras yo, aprovechando la distracción repentina de
los presentes, tomé por sorpresa a la asistente, la así
fuertemente por los hombros y la besé largamente. Solo
encontré su lengua entre mi boca por respuesta. Entonces
hice añicos la timidez que me había acompañado
desde mi niñez y le pedí, como un ruego, que saliéramos
del recinto para ponerle en claro mi osado atrevimiento. Ella
bajo mansamente los ojos y dos gruesas lágrimas se deslizaron
por sus cárdenas mejillas para ir a morir entre los senos
erectos cubiertos por el impoluto lienzo de su blusa.
Tanto tiempo
esperando deshacer las ataduras que me han mantenido durante
toda la vida ligado a la mediocridad. Nunca antes había
realizado acto parecido que anunciara mi desdoblamiento hacia
la libertad. Y la volví a mirar, impávida y abochornada
como se encontraba, y creí entrever en su ojos reflejada
la muda alegría de la aceptación. Por un instante
cruzó por mi mente, como una ráfaga, el vago sentimiento
que iba a lapidarme con su indiferencia, pero no fue así.
Sentí una vez más, el mismo sentimiento de inseguridad
que no me permitió nunca mantener con firmeza los pies
sobre la tierra. Su expresión era otra, algo perturbada
por el inesperado ímpetu de mi arresto, pero serena y
dura como una roca. Sin dejar de mirarme, se levantó del
sillón, acribillada por las miradas suspicaces de la fortuita
concurrencia, que había vuelto su interés hacia
nosotros, y me objetó conmovida - ¿Cómo
te has atrevido delante de tanta gente? - Fue entonces cuando
volvió de un tajo a la realidad. Abrió los ojos
desorbitados como si hubiera visto un fantasma y objetó
con mansa dureza, - ¿Que tal si te comportas como lo hacen
las personas normales? - Lo refrendó por segunda con
una suave dulzura que me conmovió. No sonaron sus palabras
como una recriminación, sino más bien como un acto
supremo de justificación. Yo estupefacto, parecía
no recuperarme de mi propia sorpresa y me sentí ahogado
en una culpabilidad profunda. Me lancé al suelo sin meditarlo,
arrodillándome frente a ella y comenzamos juntos a llorar
al unísono. El rollizo rey yaciente como testigo de nuestra
consternación, Parecíamos como esas plañideras
que contratan para representar el dolor en los funerales. Pasaron
breves instantes que me parecieron eternos, me tomó la
bella asistente delicadamente del brazo y me invitó a
levantarme de aquel estado de sumisa genuflexión. Acarició
mi barbilla con un instinto maternal, con un amor extraño
que no me atrevía a comprender y se puso de puntillas
tomando tiernamente mi cabeza entre sus manos, para depositar
un beso maternal en mi mejilla. Perdóneme, dijo después
de un minuto prolongado, - no quise ofenderlo, me cuesta creer
todo lo que está pasando -. Sentía las miradas
hirvientes acuciosas de toda la gente sobre nosotros, soasándonos
acusadoras en la brutal complicidad del absoluto silencio, y
me sentí avergonzado.
En realidad
no estaba seguro de la veracidad de mi fracaso. Fue un impulso
instintivo el que me condujo hasta aquella situación insostenible.
Y mis pensamientos se evadieron en el tiempo trayendo a mi mente
una plática que tuve en mis años de adolescencia
con mi padre, quien me preguntó: ¿hijo que es un
mujerón? Inmediatamente me solté hablando del tamaño
de los senos, de la medida de la cintura, de la turgencia de
su trasero, del volumen de los labios, de las piernas, del color
de los ojos, la tersura de su piel y de todo lo demás...,
le dije que un mujerón debía ser una rubia o morena
despampanante de 1.80 mts., aparentemente siliconizada y de dientes
espeluznantemente níveos enmarcando su sonrisa. Mujerones,
dentro de ese concepto, no existen muchas me replicó,
Y añadió - escucha bien y que no se te olvide,
fíjate bien y descubrirás que puede haber un mujerón
en cada esquina:
Mujerón es aquella que toma un autobús cada mañana
para ir a su trabajo y uno mas para regresar al anochecer y cuando
llega a casa, encuentra el cesto lleno de ropa para lavar, la
tarea de los niños para revisar y una familia hambrienta
para alimentar. Mujerón es aquella mujer suave y femenina
que se depila, se pone cremas, se maquilla, hace dieta, se ejercita,
usa tacones, se arregla el cabello y se perfuma para su esposo,
sin tener ninguna invitación para ser portada de ninguna
revista. Mujerón es quien lleva los hijos a la escuela,
y en la noche a la hora de dormir, les cuenta historias, reza
con ellos, les da un beso y apaga la luz mientras vela su sueño.
Mujerón es aquella madre que no duerme mientras su hijo
no llega sano y salvo a casa y que bien temprano en la mañana
se levanta, para llevarle un café blanqueado después
de colmarlo de besos. Mujerón es quien sabe donde está
cada cosa, lo que cada hijo siente y sabe cual es el mejor remedio
para sus desilusiones de adolescente. Un mujerón, es una
madre que mata un león todos los días.
Todo volvió
a la aparente normalidad, todo menos yo, que me debatía
internamente en un mar de pesadumbre. El tiempo seguía
pasando, hasta que llegó el momento preciso en el que
la puerta del retrete se abrió y el legista apareció
con una sonrisa de placidez en los labios, dejando atrás
una estela de aguas turbias que corrían gorgoreando por
entre la tubería del escusado. La muchedumbre nos retiró
de inmediato la atención, y volví a sentirme sosegado.
Hay cosas que concibes como indiscutibles cuando eres joven,
pero van cambiando sin notarlo con el paso del tiempo a medida
que ganas experiencias. Pero, ya no era ningún adolescente,
esos impulsos incontrolados no eran propios de un hombre de mi
edad, coronado con los laureles y las canas que nos proporciona
la edad de la aparente madurez.
Y volvimos a sentarnos sin decirnos nada. Nuestra atención
se dirigió como la de todos al forense que retornaba a
desenmarañar los fragmentos velados sobre las últimas
consecuencias que desencadenaron el deceso del cadáver,
que seguía allí tirado y endureciendo ante la mirada
de todos.
Hay tantas personas como caminos para elegir y yo elegí
una, en una situación que supongo la más fácil.
Y volví sentir de nuevo la ansiedad de mi desafortunado
atrevimiento. Reviví para mis adentros los detalles de
mi osadía y sentí mi corazón rebosante de
alegría.
Rey del Rap
murió de amor. Fue todo lo que nos esclareció el
forense, tomándonos por sorpresa a todos, que por largas
horas nos mantuvimos en vilo a la espera de las galenas conclusiones.
Como siempre el destino azaroso se anticipo a la realidad y las
palabras se fueron escapando por entre los labios del legista
como para no involucrarse con la respuesta. La sala seguía
invadida de un silencio que se podía cortar con un cuchillo.
Mónica y yo nos tómanos tiernamente de la mano,
ya no importaba lo que la multitud pudiera suponer, era ahora
o nunca. Solo me asaltaba la ansiedad de preguntarle si sentía
igual que yo tanto miedo y a la vez tanta felicidad, pero me
anticipé mentalmente a su respuesta, y sentí pena
imaginar que quizás no pudiera volver a verla nunca más.
"Murió de Amor el Obeso Rey del Rap" creí
ver en esta frase los encabezados de todos los diarios de la
mañana siguiente. - Pero no hay huellas de sangre, ¿será
que lo estrangularon? - se adelantó a preguntarme un
joven pecoso que venia armado con una cámara gigantesca.
- No sé. - le dije. La pregunta lo tomó por sorpresa.
Me enfurecía que la multitud permaneciera en silencio,
Tenía deseos de pasar desapercibido y dedicarle todo mi
tiempo a Mónica. Eran tantas las cosas que tenía
para decirle. Pero la espontánea realidad me sacudió
hasta la médula, no aguanté más, - vamos
doctor, díganos de una vez por todas la causa del deceso
-. El doctor dirigió de soslayo una mirada a mis palabras,
se debatió por enésima vez en los argumentos de
las pruebas clínicas, de los éteres, de las probetas,
qué parecían a mi modo de ver inútiles para
alguien que había muerto por amor. Porque el amor no es,
ni un virus, ni una infección, ni una toxina, tal vez
sea una dolorosa y crónica enfermedad incurable, un estado
febril de alma.
Quizás algún estado de ansiedad o de angustia prolongado
le produjo un sincope al miocardio repentino y definitivo. Como
es posible tener la insolencia de ir a morir de amor en medio
del salón de su despacho, me pareció de mal gusto,
podría haber elegido un lugar más íntimo
como la alcoba o el cuarto de baño y además, sin
dejar una esquela explicativa de sus mortíferos sentimientos.
¿Cuáles serán los comentarios que aparecerán
con grandes titulares mañana en todos los diarios del
mundo? ¿Cuales serian las conjeturas de los reporteros
de las crónicas rojas de los diarios amarillistas? ¿A
que conclusiones llegarán los críticos del espectáculo
ante tan infausta noticia? ¿Hacia donde se dirigirán
los destinos de la farándula ante la muerte de su rey?
y todos los medios sabían de que manera sobrellevar los
acontecimientos que para ellos era el pan de cada día.
Los mayores problemas estribaban en la alfombra púrpura
que estaba más cagada que palo de gallinero por causa
de la evacuación repentina del difunto, provocada quizás
por el tremendo espanto al momento de enfrentarse con la muerte
y que quedo para la historia como prueba irrefutable de sus miedos.
En la necesidad imperiosa de repintar el baño semidestruido
por la jauría de curiosos. Se optó finalmente,
después de muchas reuniones de alta gerencia, por un tono
gris ratón que parecía disimular con mas facilidad
los máculas de la suciedad; muy sobrio quedó, en
verdad, pero esto no compensó a los deudos que se cagaron
de nuevo en el momento de cancelar las facturas. Estaba claro
de donde habia contraido su herencia de miserable el extinto.
Creo que lo que más molestó a los agnados, fue
la gran cantidad de refrescos de bebida vitaminada natural y
hamburguesas vegetarianas que consumieron los miles de curiosos
que llegaron para ver expuesto el inmenso cadáver, que
casi se salía del féretro, durante la noche del
velorio. Como un detalle sobresaliente para contravenir la costumbre
que tenia del difunto rey por los cochifritos, los que engullía
sin parar acompañados por galones interminables de malteada
de vainilla y ron con pasas que era su sabor favorito.
Salí
de aquel recinto con prisa, ante las frustradas expectativas
al conocer a ciencia cierta y de primera mano las causas del
deceso. Pensando fríamente en cumplir paso a paso el plan
que me había estado trazando durante las horas interminables
de la espera. Imaginé que un amigo me prestaría
el fierro, entraria en el bar de mala vida que era la cantina
de Pello, que había dejado de frecuentar hace muchos años,
pero que permanecía intacta, destrozando las restringidas
ilusiones de la juventud indolente y disoluta. Seguiría
directamente hasta el fondo a la izquierda donde se encontraba
el baño común. Y me descerrajaría un solo
tiro en la boca, bien cerca del espejo que quedaría totalmente
ensangrentado y con esquirlas de mis sesos. Lo más cerca
posible para poder apreciar en detalle la soberana displicencia
de mi decisión. No, no, no podía ser así.
Yo quería vivir, Nunca me gustaron los melodramas ni los
finales tristes. Yo quería vivir, vivir intensamente y
además ser feliz.
El gordo había
fabricado aquel final policiaco para la bendita miniserie de
su azarosa vida, un final desafortunado que lo dejo despatarrado
y maloliente sobre la alfombra púrpura de su oficina,
mirando el cielo raso como hipnotizado. Yo fijé fríamente
la mirada en la pantalla de la vida, observando claramente aparecer
la palabra FIN y me pregunté, una y otra vez, si ese gordo
miserable hubiera querido ese final vulgar para su historia,
enmelotado de su propia mierda.
Repito que nunca me gustaron los finales tristes, - ¿no
te acuerdas? - Ya bastante triste es la vida te decía.
Pero tu siempre tratando de inculcarme que "la gente es
masoquista, que le encanta sufrir, que no es nada raro ver individuos
que vive muriendo cada día, que sufren esperando la muerte
y que no acaban por pegarse un tiro, mucho menos por amor. Porque
ya nadie se muere de amor en estos tiempos... Tal vez solamente
los jóvenes idiotas que se matan para no llegar a saber
nunca que es el amor. Te aseguro que el suicidio del rey del
rap fue el último suicidio por amor, por amor a si mismo,
porque nunca se le conoció un amor por ningún hombre
o mujer, solo su amor desaforado por la comida. Ya ni estoy tan
seguro ni convencido de todo esto.
El poco tiempo
que nos queda, Mónica, será como una copa de vino
y una velada juntos que tenemos que apurar, tendidos sobre tu
cama inventando el amor a cada instante... esa será nuestra
eternidad, nuestro tren al paraíso, el sexo lo consumiremos
lentamente como a la copa de vino, y nos besaremos eternamente
sobre el inmaculado tendido de tu lecho, tocándonos con
los ojos el alma.
Siempre me gustó hacerme este tipo de maquinaciones desde
que leí por primera vez a los románticos. Más
tarde vino el licor, los estupefacientes y bueno sobrevivo con
todas mis facultades más lúcido que nunca.
Algunos dicen que esa maldita manía por anticiparme a
los acontecimientos y enhebrar los desenlaces, fue consecuencia
lógica del efecto colateral de la yerba, de las pepas,
del licor, de la vida desordenada. De eso fue hace ya mucho tiempo,
ahora existo sin ella. No entiendo a los que piensan que los
vicios se atenazan a uno como cualquier enredadera, nunca me
costó trabajo salir de mis vicios, salí sin la
ayuda de ningún facultativo, solo amanecí un día
hastiado de esa vida miserable que me consumía y cambié,
no se si para bien pero cambié. Sin clínicas ni
psiquiatras, sin nadie que me ayudara a descender de la cruz...
ahora sobrevivo un poco mas tranquilo sin el vino, sin las drogas,
sin esa maldita vagabundearía de los antros, ni las prostitutas,
ahora soy dueño de mi tiempo, de mi aparente lucidez,
dueño único de mis ilusiones insatisfechas que
son algo que nunca pude apartar de mi mente, que han vivido y
vivirán siempre aferradas a mi ser como la hiedra, aunque
estoy seguro que nunca se volverán realidad. He aprendido
como los eremitas a vivir en la suprema beatitud de la resignación.
Se que mis objetivos ahora son más viables, más
asequibles que antes cuando me atormentaba el odio por el desventurado
destino que me toco vivir. Nunca he sabido por qué karma
desconocido se me escapan las ilusiones como pompas de jabón,
no he podido verlas nunca volar al infinito. Solo las comienzo
a ver subir tambaleantes para estallar cerca de mis ojos, salpicándolos
con sus irisadas fantasías, sin coronar nunca la anhelada
fortuna de la recompensa por las luchas interminables contra
los azares de la existencia. De nada valieron mis renuncias.
Imagino las paredes del retrete del bar de Pello, salpicadas
con la sangre y las migas de los sesos de mi cerebro reventado;
todo un espectáculo de necrofilia, un reality show de
esos que suben los raitings azuzando el morbo de la gente.
Pienso que antes de tomar la decisión, la ultima e inmutable
decisión, el rey del rap se debió sentir igual
de deprimido como yo me siento ahora. Creo que por eso le presiento
aversión sin conocerlo. Tal vez le siento envidia porque
logró ver volar sus ilusiones como las pompas de jabón
o como las esquirlas de si cerebro, sin tener que acudir a los
renunciamientos, y aun peor, sin sacarle ningún provecho
verdadero. Creo que esa era la razon de mi odio hacia este famoso
y miserable desconocido. La escueta verdad estaba allí
tirada frente a mi, despanzurrada. Así quedaron dilapidadas
todas sus ilusiones. Si el gordo hubiera podido adivinar que
la debilidad de su esfínter le traicionaría, creo
que hubiera decidido darse muerte sentado en la taza del inodoro.
Es asqueroso saberse objeto de la repugnancia de la persona amada,
pero es más repulsivo aún sentirse aborrecido por
sigo mismo. Y el gordo no lo pudo soportar, se liquido sin compasión.
Por amor fue
lo que ultimo que expresó el facultativo y de repente
el alma del voluminoso rey del rap voló hacia la nada.
El alma digo. --¿Cual alma? - ese gordinflón de
mierda no creo que pudiera tener alma. Si hasta en esas estrofas
mal nacidas de sus composiciones vociferaba repetidamente no
creer en Dios y solo despotricaba sobre las porquerías
de la sociedad descompuesta. Por eso creo que mereció
haber abandonado su silla de rey, si de rey nunca tuvo nada.
El rey de las ratas, de los soeces, de los vergonzantes y ya
pago su precio, murió desparramado como cualquier renacuajo
en medio de su olor reglamentario.
Al funeral
asistieron muchos menos dolientes que al entierro de Mozart incluyendo
a su perro, como para hacer una comparación aberrante.
Solo los músicos de su banda desfilaron hacia la fosa
descomunal, compungidos más por el dolor de haber quedado
sin empleo que por el sentimiento vivo por el fallecimiento de
su rey. Me pareció leer un epitafio escrito de afán
sobre la placa su tumba: "Aquí yace el más
grande que todos los raperos juntos", y no era mentira,
si lo asumimos por el tamaño del difunto, a continuación
decía, Las Cruces, 29 de febrero 1980 - New York, septiembre
11 2001.
FIN
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