LOS AMARGOS ENCANTOS
DEL PODER
Eddie Ferreira. New York, 1999.
Continuación...
Capítulo VII
Fue en la finca del compadre Rafael, así creo que se
llamaba, donde transcurrieron las mejores aventuras de esta época
de emancipación.
Al norte de Ibagué, aguas arriba por el frondoso cañón
del Combeima, subiendo de Chapetón, Pastales, Laureles
y Villarrestrepo por el camino angosto de Juntas, diecisiete
horas a lomo de mula por entre veredales de escarpadas rutas,
a veces esculpidas en la roca pura, se llega entonces hasta el
pie del nevado del Tolima.
Allí estaba, como ubicada por la mano de Dios, la finca
sin límites del compadre. Del lado sur, frente a los farallones,
al final de una escabrosa pendiente de más de dos mil
metros de largo y cuarenta y cinco grados de inclinación,
serpenteaba el riachuelo.
La pendiente estaba roturada de tajos uniformes, sembrados enteramente
de papas de color violáceo y gajos de una cebolla, que
se producían de tamaño descomunal testimoniando
la fertilidad de esta tierra ilimitada.
El riachuelo, que nacía un poco más arriba en las
nievas perpetuas del nevado, al pasar por este lugar ya contaba con un
cauce considerable y servía de vía de escape a
los habitantes de la casona en caso que irrumpiera la chusma
asesina.
Fue por esta ruta misteriosa que el compadre bajó atolondrado,
aterido y maltrecho, con su recua henchida de cadáveres,
vadeando las aguas para no dejar rastro, el día que los
bandoleros descuartizaron a machetazos a casi toda su familia,
era una noche infame y tempestuosa de truenos y relámpagos.
De nada sirvió la galería subterránea que
había construido incansable, con tanto esfuerzo, y que
partía del interior de la estufa, en la cocina, en lo
más alto de la loma donde estaba ubicada la vivienda.
Haciendo para un lado el cúmulo de ceniza, sobre el piso
del horno que disimulaba la entrada, se descorría una
tapa de latón que cubría la boca del agujero, y que
debía ser de nuevo colocada por el último prófugo
en penetrar al túnel.
Se iniciaba el recorrido a través de una estrecha senda
oscura, por donde escasamente cabía el cuerpo de un hombre.
Tenía un poco más de dos kilómetros de largo
por debajo de la ladera, bajo los sembrados de papa. Se deslizaban los escapistas
arrastrándose, corriendo el riesgo de asfixiarse, hasta
alcanzar el orificio de salida en la orilla del río que permanecía camuflada
con ramas secas de esparto.
Aunque algunos campesinos lograron escapar, lo consiguieron
desgarrándose las vestiduras y las carnes. Muchos se arrancaron
las uñas de las manos y los pies por el esfuerzo que realizaron
para llegar apresuradamente a la desembocadura del túnel.
La chusma de Sangrenegra no les dio tiempo. Cayó sigilosamente
sobre ellos tomándose la casa. Los peones al notar su
presencia corrieron despavoridos sin rumbo determinado, horrorizados
ante la presencia de la muerte.
Los facinerosos asesinaron a golpes de machete a todos cuentos
se atravesaron por su camino de espanto. Mujeres, ancianos desvalidos
y hasta los niños inocentes cayeron víctimas del
odio ciego de la turba siniestra.
Los hombres eran recamados con el brutal corte de franela, que
consistía en abrir la traquea a la altura de la parte
más alta del cuello, por donde les era extraída
la lengua. A las embarazadas les despojaban el feto de su vientre,
practicándoles la más atroz cesárea con
sus filosas peinillas, lo lanzaban al aire, para ser recibido
en las puntas de sus bayonetas.
Las paredes del dormitorio que me adjudicaron para pasar los
días de mi estancia, conservaban pintadas, como un recuerdo
fatídico de estas épocas de horror de la maldita
violencia, los rastros de las manos ensangrentadas de algún
niñito desdichado que no tuvo la suerte de escapar.
Cada noche, a la hora del sueño, cuando se me ordenaba
retirarme a dormir, y tenía que atravesar el jardincito
triste, de flores congeladas y pedo'ebrujas, se me erizaba el
pelo de solo pensar en las escenas de horror acontecidas en aquel
escarapelado cuartucho. Apagaba la vela de un soplo y entraba
a tientas, para no ver las huellas de aquella sangre viva aún
sobre la desconchada pared.
La finca, por la parte alta del norte, lindaba con las nieves
perpetuas del Tolima, que hace parte del majestuoso paraje de
los tres nevados. Cada uno al lado del otro, bajo un cielo de
azul inmarcesible.
Manadas de patos salvajes y torcazas surcaban las lagunas naturales
de aguas termales y serenas, que hacían más llevadero
en frío recalcitrante de la región.
Por el lado del oriente y por el occidente, los límites
se confundían con el horizonte. De un costado, una estepa
infinita cubierta de frailejones y esparto, que albergaba en
el subsuelo legiones incontables de conejos orejicortos y salvajes
de color pardo oscuro, que saltaban arrítmicos al paso
de las cabalgaduras. Por el otro costado, una explanada de potreros
inmensos, tapizados de pastos forrajeros silvestres, donde pacía
mansamente la ganadería.
La producción de la finca era lechera por excelencia,
pero se sacaba al mercado también, una buena cantidad
de cargas de papa y de cebolla larga en las épocas de
cosecha.
La casona había sido construida con guadua y maderas
rústicas, a modo de palafito, sobre la tierra desnuda.
Estaba habitada en el basamento por una jauría de mastines
que fácilmente llegaba a los cincuenta, y eran adiestrados
sabiamente por la naturaleza para las diferentes tareas de la
hacienda.
Curiosamente, los Perros más corpulentos eran los encargados
del manejo del ganado, de llevar a las reses a beber a la quebrada,
de organizar a la vacada a la hora del ordeño y de rotar
el ganado en los corrales.
Los más enjutos, esbeltos y ágiles, eran los encargados
de traer los caballos de los potreros para ser ensillados cuando
fuera necesario, al mandato de un chiflido.
Y los más pequeñitos y juguetones acompañaban
a las mujeres rondando entre sus piernas o tirados desperezándose
despatarrados en el piso de la cocina o peleándose por
retirar de las ubres a los terneros en las horas del ordeño.
Recuerdo con especial interés a los dos líderes
indiscutibles de la pandilla, Miguel Alfonso, un perrote mezclado
de pastor alemán, de color claro como de nieve, y el otro,
Federico, endrino profundo como el azabache.
Este par de fieles mastines se disputaban el comando de la jauría.
Una de las múltiples tareas que me habían sido
encomendadas y que mayor placer me producía, era la caza
de conejos.
Algunas mañanas mientras los jornaleros partían
a los tajos, a los potreros o a los corrales a dar inicio a sus
labores habituales, con el nieto de Don Rafael, un muchachito
flaco y lengu'esebo, de poco menos edad que yo, ensillábamos
dos yeguas mansas trotonas que nos habían sido asignadas
en propiedad, descolgábamos las dos varas largas y afiladas
del entretecho de la cocina con que se ejecutaba la tarea, y
que ante su sola presencia, los perros especialistas en la cacería,
se preparaban ansiosamente para la partida con ladridos alegres
y meneos de rabo.
Salíamos bromeando a paso de trotecito lento sobre
las cabalgaduras hasta la estepa que estaba a casi media hora
de camino.
Ya en el terreno, después de elegir un lugar alto y fresco
para observar el espectáculo, desmontábamos, azuzábamos
a los perros y el resto era su trabajo. Con gran maestría
los perros oliscaban entre el rastrojo, acosaban a los conejos
en sus guaridas haciéndolos huir despavoridos.
Era una verdadera maravilla verlos correr tras de su presa, saltando
y virando velozmente sobre la carrera para asirlos finalmente
por la cabeza, y sin maltratarlos entregárnoslos vivos.
Procedíamos entonces a realizar con el machete una incisión
en la pata trasera del gazapo, cruzábamos por el agujero
la pata compañera para colgarlos vivos en los varilargueros.
Al atardecer, regresábamos a la Hacienda, sosteniendo
sobre nuestros hombros, una cabalgadura delante de la otra, las
varas repletas con nuestro cargamento de cunículos vivos
columpiándose, luchando por la supervivencia.
Depositábamos el apetitoso cargamento sobre los mesones
de la cocina en que se apretaban los quesos, y procedíamos
a continuación a cercenar las patas que más tarde
se utilizarían como llaveros y amuletos, a separar la
piel con esmero, pues debían ser curtidas y preservadas
de la mejor forma posible para su comercialización.
Tirábamos los conejos desollados a una inmensa canasta,
mientras las cocineras decapitaban de un tajo los cuerpos desnudos
de los roedores con sus filosos cuchillos cocineros.
Las cabezas y las vísceras eran el manjar favorito de
los gozques, el pago nutritivo a su esfuerzo. Los cuajos se salaban
y se ponían a resecar al sol sobre los techos de zinc,
para semanas más tarde poder cortar las leches que se
transformarían en las deliciosas cuajadas y los gustosos
quesitos campesinos.
De los calostros se fabricaban para el consumo de la hacienda
los requesones más exquisitos
El resto, lo más apetitoso de las carnes, iría
a parar a los inmensos fondos de la cocina para el alimento de
los peones.
El tiempo transcurría amablemente cazando y destajando
conejos y venados, ordeñando las vacas, ayudando a las
mujeres en la fabricación de los quesos y fumigando los
papales.
De vez en cuando me hacían partícipe de las
faenas ganaderas, debido a mi corta edad. Algunas veces, cuando
ya la res estaba dominada, fuertemente atada al botalón
y asida de las patas por los fornidos vaqueros, sólo entonces
me dejaban poner el hierro incandescente y apaciguar los bramidos del cornúpeta
con emplastos de cagajón sobre la chamusquina.
Fue la época del destete, lo he dicho con anterioridad,
la época de los paisajes abiertos, de la cacería
de patos en las aguas salubres de las lagunas, de las largas
horas de infinito silencio atisbando los venados en el arroyo,
de las batallas con pelotas de nieve en las faldas del nevado,
del ganado, de las siembras. La época del enamoramiento
con la naturaleza.
Nunca entendí cómo, en medio de este paraíso
exuberante, donde todo era abundancia, floreció esa violencia
desaforada, esa guerra maldita por unas ideas venidas de tan
lejos, de una ciudad extraña que los campesinos ni siquiera
se atrevían a adivinar.
Alguna vez, un campesino me preguntó tímidamente
por el mar de Bogotá. No tenían estas gentes cándidas,
la más remota idea del mar y mucho menos de Bogotá.
Solamente lo que sus ingenuas y cerradas mentes campechanas imaginaban,
con las noticias que llegaban volando, como por arte de magia,
a sus radios de transistores. No había otro contacto directo
con el exterior.
El rasguido de sus guitarras y los ecos de sus coplas montañeras
en las encalambradas noches del páramo, al calor del chirrinche
de papa, eran su única compañía, sus mujeres
sus amores.
Cada mes bajaba la mulada a Villarrestrepo a llevar los productos
al mercado y aprovisionarse de víveres y de malos sentimientos.
Esos días, me escondía para evitar que me regresaran
a la supuesta civilización. Partía desde muy temprano
al pie del acantilado, a la orilla del río, y me resguardaba
en la boca del túnel donde sabía que no irían
a buscarme, porque esa vía frustrada de escape era de
mal agüero para todos y preferían ignorarla.
Así transcurrieron largos meses de entera felicidad,
llenando de oxígeno mis pulmones, ganando experiencias
vitales y claro también algunos kilos.
Cuando regresé de nuevo al caserío, el abuelo había cambiado
el cuarto de la cantina por una casita cerca de la iglesia, alrededor
del único parque del caserío, sin estatuas ni banquetas
y taponado de un pastaje áspero que parecía no
haber sido rasurado nunca. Permanecía el terreno siempre
cercado con alambradas de púas.
Siempre me dio la mala idea, que no querían que los niños
lo disfrutasen, más bien cuidaban que no lo estropearan
en su abandono. Era por eso que nos veíamos obligados
a jugar a la pelota a la orilla del río o en los peladeros
que servían de calles en el corregimiento.
En la nueva residencia encontré la visita de las niñas,
Ruth Mary y Clarita que habían llegado de Bogotá
a visitarnos acompañadas de la tía Matucha. Las
recuerdo con sus vestidos floreados de popelina supercanciller,
con sus faldas amplias rodeadas de encajes, sus medias tobilleras
impolutas, dejando ver sobre la piel una capa casi imperceptible
de pelo fino y sedoso, metidas entre sus zapatos planos de charol.
Eran ya unas señoritas hechas y derechas. Hacía
tiempo no veía una niña tan bien puesta. Me había
acostumbrado a ver a las pipiolitas del pueblo, enjutas y desgarbadas,
vestidas de jirones y con los calcañales cuarteados, sin
quimbas ni alpargatas. Pero siempre alegres, curiosas y sonrientes
a pesar de su condición deplorable.
Entonces supe que ese bello sueño había terminado,
como había terminado también por esos días,
el sueño progresista de la alianza, con el magnicidio
de Dallas.
El presidente Kennedy tal vez vislumbró que nosotros
también éramos América, sus hermanos pobres
que necesitábamos el punto de apoyo que pudiera ayudarle,
aunque fuera un poquito, a mover el mundo.
Todavía lo recuerdo con esa sonrisa amplia y franca,
acompañado de su bella esposa, fotógrafa, de gusto
sin par, como que dirigió la histórica restauración
de los interiores de la Casa Blanca. Rodeados por Alberto Lleras,
el presidente del cambio, y por ese pueblo eufórico que
los ovacionaba lleno de esperanzas renovadoras, cuando en un
acto de la mayor sencillez, puso la primera piedra de lo que
es hoy una ciudad dentro de la capital, que podría ser
de las más populosas del país si actuara independiente,
y que lleva su nombre con honor, en homenaje al líder
inmolado.
Con la comitiva del presidente Kennedy llegó el representante
para Latinoamérica de la Alianza para el Progreso. En
nombre de la institución vino también a la inauguración
de "Ciudad Techo" donde fue recibido a tomatazos y
huevos pichos por un grupo de menores de edad miembros de la
juventud comunista (Juco). Los revoltosos fueron apresados y
se desató la solidaridad con esta acción calificada
como el primer operativo urbano antiimperialista.
A las pocas semanas, luego de ser liberados, fueron condecorados
por Alfonso López Michelsen quien les impuso el escudo
de las juventudes del MRL, Movimiento Revolucionario Liberal,
que con la consigna, "¡Pasajeros de la revolución
a bordo!", conformara en 1960.
El MRL adopto una línea dura a favor de la revolución
cubana, de allí salió Manuel Vásquez Castaño
que junto con sus hermanos Fabio y Antonio fundara el ELN.
El lobo con piel de oveja. El hijo de López Pumarejo,
el mismo de los escándalos de otras épocas, ahora
haciendo de niño bueno a favor de las causas populares.
Fue esta época deslumbrante de revoluciones: los hippies,
los Beatles, el Boom de las letras, del teatro, de las guerrillas,
en Guatemala el MR-13, en Nicaragua el FSLN, en Venezuela las
FALN, en el Perú el ELN y el MIR, en Brasil el ALN, en
Uruguay el MLN-T que dio origen a los Tupamaros, en México
las FARP, el FUZ (Frente Urbano Zapata), la liga 23 de septiembre,
las FALN, las ACNR y el Partido de los Pobres, en el Salvador,
las fuerzas populares de liberación Farabundo Martí
y en argentina el EGP (Ejército guerrillero del pueblo),
sólo hasta 1970 con el ajusticiamiento del general Pedro
Eugenio Aramburu, se dio a conocer el movimiento Peronista de
los Montoneros, en Chile el Movimiento de Izquierda Revolucionaria,
MIR.
El primer grupo que apareció en Colombia fue el MOEC,
Movimiento Obrero Estudiantil campesino el 7 de enero de 1960,
dirigido por Antonio Larrota, se instalaron en el Urabá
donde cayeron los hermanos Gleidys y Idolfo Pineda que quizás
fueron los primeros guerrilleros muertos en combate. Más
tarde se desmembró y de allí surgió el ELN
el 4 de julio de 1962 en un rancho campesino de Santander, la
casa del capitán Parmenio.
El 31 de marzo de 1962 se conoció la existencia del
Frente Unido de Acción Revolucionaria, FUAR grupo que
contaba con la dirección de Luis Emiro Valencia y su esposa
Gloria Gaitán, hija del caudillo asesinado.
El 20 de julio de 1964 surge el Bloque Guerrillero del Sur
con un programa eminentemente agrario, organización esta
identificada con los postulados del Partido Comunista Colombiano.
La segunda conferencia realizada en 1966 decidió su transformación
en Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia FARC. Entre 1966
y 1970 hay un período de crecimiento y la guerrilla se
volvió un objetivo para muchos jóvenes de la ciudad.
Hay particularmente un grupo de militantes de la Juco, que disintiendo
de muchas prácticas de la organización buscaron
vincularse al frente armado. Este hecho se constituye en el principal
antecedente de la posterior formación del M-19, el más
sui géneris y pintoresco grupo guerrillero del país.
En 1970, Colombia vivía un modelo de democracia excluyente
con profundas desigualdades en lo social. En lo económico
el presidente Carlos Lleras Restrepo mostró resultados
positivos, una deuda externa manejable de 1.685 millones de dólares,
una balanza de pagos favorable y a pesar de la actividad del
movimiento campesino que protagonizó toma de tierras en
casi todo el país, la reforma agraria afecto solamente
la tierra de colonización, sin modificar la estructura
agraria. Así, las élites gobernantes y los dos
partidos tradicionales se sentían respaldados por un presidente
que fue capaz de renunciar, de levantar el estado de sitio en
1968, de volverlo a instaurar un día antes de las elecciones
y de promover una reforma constitucional.
El domingo 19 de abril, día de elecciones, por primera
vez los colombianos votaron por un candidato diferente, el ganador
indiscutible era el otrora general Gustavo Roja Pinilla. El gobierno
al suspender a las 6 p.m. las informaciones sobre los resultados
electorales, bendecía un fraude que llevaría a
la presidencia al conservador Misael Pastrana Borrero padre del
actual presidente recién elegido, Andrés Pastrana
Arango, en el que fincamos todas nuestras esperanzas.
La derrota tuvo un profundo efecto a nivel popular, porque
las masas estaban dispuestas a defender el triunfo de su candidato.
En esta ocasión el general le falló al pueblo,
no se sabe que causó más desconcierto y estupor
en las masas, si el robo de las elecciones o la mansa actitud
del resignado general.
De este movimiento de masas comenzó a sentarse las
bases para el establecimiento posterior del M-19.
Se realizaron varias reuniones, se organizó un congreso
popular el 13 de junio de 1971 en Villa de Leyva, la cuna del
general, al que asistieron 100.000 personas.
Las siguientes reuniones se llevaron a cabo en Bogotá
en "Le Pettit Café" un lugar discreto y reservado
de la carrera 15 con la calle 77 al norte de la capital entre Carlos
Toledo Plata y Jaime Bateman. A mediados de 1973 se realizó
una reunión en que se consolidaron las bases del nuevo
movimiento. Fue Alvaro Fayad quien argumentando que hasta en
el nombre se tenían que diferenciar de las organizaciones
tradicionales, propuso el nombre de movimiento 19 de abril, M-19.
Capítulo VIII
Como a Mamita le costaba trabajo caminar largos tramos y subir
escaleras, me acostumbré a visitarla en su santuario.
Nos enfrascábamos en largos monólogos sobre los
personajes de la infancia, sobre sus amistades del pasado, la
comadre Bonifacia, Polita Peralta la hija de Don Pachito, la
finada Irene de Lozada, hija de su Hermana mayor que había
muerto a temprana edad dejando un buen número de hijos,
Misiá Jesusita Arellano, el negro Caicedo, sus entrañables
amigas las Hermanas Molano y la comadre Encarnación, entre
muchos.
Hablábamos de parajes enterrados como espinas en el recuerdo
y de sucesos que continuaban latentes en los recodos de su memoria.
Algunas veces, Ulises nos llevaba en compañía
de Stephanie a Long Island a almorzar en el Wendy's, en el Sizler
o en cualquier Mac'Donald, con tal de respirar el aire fresco
del verano. Visitábamos las grandes tiendas de algún
Mall que se atravesara en el camino y luego, nos regresábamos
al santuario escuchando en el pasacintas del carro la música
de nuestros años de juventud.
Stephanie, que heredó la dulzura de su tía Berthica,
se convirtió a partir de entonces en mi guía inseparable
por los recovecos de Manhattan, visitando el Metropolitan Museum
o las galerias de arte en Broodway, las tabernitas locas del
Greenwich Village, asistiendo muy informales a los conciertos
del Radio City o del Lincoln Center, corriendo en busca de algún
libro a las bibliotecas públicas o comprando souvenires
baratos en el parque de la Batería.
Recuerdo cuando estuve por primera vez, en su compañía,
en las Playas de Robert Moses. Era el primer verano de mi llegada.
Viajaba muy cómodamente bajo los efectos del aire acondicionado,
observando admirado la organización del transito de la
ciudad, la conservación impecable de sus carreteras. Observaba
atolondrado la copiosa nube de carros, casi todos modernos, que
se desplazaban raudos, acompasadamente hacia lo que parecía
su mismo destino.
Los avisos luminosos de las señalizaciones y otros
indicadores grandes de color verde oscuro nos mantenían
perfectamente informados de los más mínimos detalles,
a todo lo largo del trayecto: "Hombres trabajando en la
vía a media milla", "Ceda el paso", "Disminuya
la velocidad", "Velocidad controlada por radar".
Las salidas numeradas y espléndidamente demarcadas hacia
los diferentes destinos con millas de antelación.
La carretera se deslizaba apaciblemente sobre el paisaje monótono,
completamente horizontal, exento de las pendientes abruptas de
nuestras geografías andinas.
Cruzando el más imponente puente de hierro de cuantos
había visto hasta entonces, no había estado aún
en el Triboro, ni en el Queensboro o en el Brooklyn y mucho menos
en el majestuoso Verrazano, avistamos un gran faro solitario
y al final del paisaje, un aparcadero gigantesco atestado de
vehículos anunciándonos que habíamos llegado.
El contraste de temperaturas al salir del coche me pareció
muy fuerte, el aire se respiraba sofocante y al instante comencé
a sudar a chorros.
Mientras deshacíamos las valijas arregladas para la
tarde de playa, preparamos la silla rodante de la abuela que nos
esperaba impasible dentro del carro abanicándose con una
caja vacía de Domono's pizza.
Ayudé a la abuela a subir a la silla y comencé
a deslizarla suavemente, mientras Ulises y Alex cargaban las
silletas de playa y los parasoles.
Ruth Mary y Clarita transportaban las canastas del mecato
para la ocasión, sanduiches de pavo con queso chedar,
una frutera colmada de rebanadas de sandía y manzanas,
peras y melocotones y varias jarras de limonadas y refrescos.
Los muchachos comenzaron el jolgorio tan pronto pisaron tierra
firme.
Nos ubicamos en un lugarcito aledaño a la pasarela
de madera que divide la playa del área social, a tomar
el sol perpendicular del medio día, cubiertos con vistosos
sombreros y cachuchas multicolores.
El mar me pareció igual al de Bocas de Ceniza, un mar
aunque no tan gredoso por los efectos de la desembocadura del
Magdalena, sí de un color pardusco y de aguas muy frías.
Las playas eran de arenas blancas, tan densas que dificultaban
la locomoción.
Los adolescentes se metieron a brincoteos a las aguas pulsantes
repelenciando sin parar. Clarita se quedó conversando
con Alex al cuidado de la abuela, mientras Ulises, Ruth Mary
y yo nos dispusimos a escudriñar el lugar, caminando lenta
y acompasadamente en medio de una multitud de gentes blancas
y tranquilas.
Muy pocos negros observé en el lugar. Hablábamos
sobre los principales lugares y las costumbres de los Neoyorquinos.
Así, nos fuimos adentrando en una playita semi-solitaria
en los extramuros, que dijeron nudista. Me produjo verdadera
lástima observar que quienes practicaban el desnudismo
eran los ancianos y los homosexuales, cuando pensaba encontrar
la playa llena de las formas curvilíneas de mujeres bronceadas,
con senos protuberantes, jugueteando con pelotas multicolores
o tiradas en la arena dormitando con sus anteojos ahumados.
¡Qué va! Pura carne fofa y enrojecida, expuesta
al sol tal vez con la idea de la reencarnación.
Los exponentes del tercer sexo alardeando de sus compañías,
con pasitos cortos y amanerados, orgullosos de su destino.
Regresamos al caer de la tarde entre una procesión
interminable de tráfico congestionado. Aprovechamos la
ocasión para volver a escuchar nuestra música del
recuerdo, bambucos y cumbias y vallenatos, continuamos repitiendo
las reminiscencias de nuestros viejos tiempos, aburriéndolos
con mis supuestos poemas de recién llegado, mientras la
abuela roncaba adormecida, rodeada de sus biznietos que dormitaban
también sobre ella.
"¡Oye! La de los ojos nocturnos
Y las ojeras lúcidas.
La de los ojos de miel.
Cómo te escucho aún en el silencio
De mis noches extrañas
De recuerdos y besos.
Cómo te siento aún en la distancia,
Con este tren de Brooklyn
Ahogando mis sueños.
Cómo te siento aún,
¡Minina consentida!
Cómo te siento ya
Toda mi vida."
Llegamos a la casa extenuados de la tarde de playa.
Tan pronto las sombras cayeron a la mitad de la noche, cada familia
partió a sus destinos a reposar de la pesadez del ejercicio.
Solamente los jóvenes mantenían la algarabía
y el desparpajo con esa lozanía de cuando aún no
hemos emprendido la jornada.
Mientras dormitaba, pensaba en las consecuencias políticas
y sociales que se venían desencadenando en mi terruño,
la más obvia, fue el surgimiento de traficantes, nuevos-ricos,
a cuyas cúpulas se les denominó "carteles".
El más poderoso de ellos fue el de Medellín,
liderado por Pablo Escobar Gaviria, señalado por la revista americana
Forbes, como el hombre más adinerado de América
Latina y multimillonario de rango mundial. Provenía de
un medio social modesto y era un ejemplo para el pueblo, de eso que los colombianos denominaron clase emergente.
Mientras, las autoridades no se preocuparon por el problema,
al contrario, convivieron a gusto con él, y el crecimiento
de la industria de la droga estuvo acompañado de una extendida
corrupción y violencia soterradas. En últimas,
no se podía seguir ignorando el fenómeno.
El movimiento liberal disidente encabezado por Luis Carlos
Galán Sarmiento, se mostraba muy inconforme por el desmedido
auge de la economía del narcotráfico.
El ministro opita Rodrigo Lara Bonilla, que representaba el sector
galanista durante el gobierno del "Sí se puede"
del conservador renegado Belisario Betancourt, que no pudo, otrora
admirador de Laureano Gómez, endureció la política
oficial a comienzos de 1984.
Lara presionó la industria floreciente de la droga y logró
desmantelar el mayor laboratorio de procesamiento conocido hasta
la fecha. Poco después fue asesinado por un sicario aparentemente
contratado por el cartel de Medellín.
Nunca olvidará el pueblo colombiano el Ajusticiamiento
brutal de los Honorables Magistrados de la Corte Suprema de Justicia
y del Consejo de Estado, en el fuego cruzado del ejercito y la
guerrilla que se había tomado el Palacio de Justicia,
ordenado por Belisario después del rescate de su hermano,
haciendo caso omiso a las suplicas de su presidente, mi paisano,
el eminente jurista Alfonso Reyes Echandía implorando
el cese de fuego, que no conmovió al Presidente y que
fueron escuchadas en directo por todas las emisoras de radio
locales.
El mundo entero presenció el desenlace fatal. Betancourt
decreto la llamada "hora de reflexión", nada
distinto que un llamado a la rendición de la guerrilla que estaba fuertemente atrincherada en el edificio,
a la 1:55 p.m. un tanque cascabel subió las gradas de
la edificación, derribó la puerta principal y disparando
proyectiles de grueso calibre penetró al primer piso del
palacio, otro vehículo blindado ya se encontraba en el
sótano reforzando la entrada de las unidades de infantería.
Irónicamente en el frontis del palacio se leía:
"Colombianos: las armas os han dado la independencia, las
leyes os darán la libertad".
En ningún momento el gobierno acepto una fórmula
negociada, aunque el Ministro de Justicia Enrique Parejo sugirió
entablar un diálogo directo con Andrés Almarales,
quien estaba al comando del operativo guerrillero, que fue
secundado por las Ministras de Comunicaciones y Educación,
Noemí Sanín y Liliam Suarez.
Como si quedara lugar para el asombro, el gobierno pretendió
distorsionar el carácter político del asunto, aún
estando en juego la vida de los Honorables Magistrados.
El empleo indiscriminado de 7 tanquetas, helicópteros
Iriquois para el desembarco de personal, cañones de 57mm,
del uso de rockets, granadas y gases, la provocación de
incendios y explosiones fueron la única respuesta a las
diferentes soluciones planteadas.
Expertos internacionales en lucha antiterrorista y toma de
rehenes conceptuaron acerca de la coordinación general
de la recuperación del palacio por parte del Presidente
y su Ministro de Defensa. Señalaron como errores de tipo
militar, el uso de los tanques y la ausencia del cese al fuego
para permitir un diálogo prolongado que posibilitara una
acción militar planificada y la búsqueda del canje
de rehenes.
Hasta la naturaleza repudió la actitud de Belisario
y nos castigó con el horrible holocausto de Armero, con
la avalancha producida por la erupción del volcán
Nevado del Ruiz y sus 26.000 muertos.
En la segunda mitad del año 89, la guerra de la droga
se avivó brutalmente con el asesinato de Galán,
candidato único a la presidencia por el recién
unificado partido liberal y la gran esperanza moral del pueblo
colombiano. Para estas mismas elecciones fueron asesinados tres
candidatos más.
Ya la guerra se había envilecido convirtiéndose
en una guerra sucia que contaba con infinitos frentes armados:
el ejército, la policía, la policía secreta,
los paramilitares, las narcotraficantes, la ultraderecha, las
autodefensas campesinas, las milicias populares, los sicarios,
hasta los ejercitos de celadores o vigilancia privada, y en medio
de este maremagnum, el pueblo silente y dolorido.
Funcionarios públicos, militares, maestros, sacerdotes,
gente inocente no fueron las únicas víctimas de
este nuevo tipo de violencia inaudita que se unía a la
virulencia política milenaria que por siempre ha mutilado
a Colombia.
De la misma manera como ocurriera durante la época
de la Violencia, el comportamiento de la economía fue
notablemente superior al del sistema político, fue Colombia
el único país de Latinoamérica que no padeció
tasas negativas, al contrario, registró su tasa máxima
de crecimiento 8.8% en el producto interno bruto.
Para muchos colombianos, el evento más importante del
año 1989 no había sido el asesinato de Luis Carlos
Galán, ni la muerte de mi madre, ni la guerra que emprendió
el presidente Virgilio Barco contra el narcotráfico, sino
la clasificación de la selección Colombia para
el campeonato mundial de fútbol a realizarse en los Estados
Unidos, que concuerda exactamente con la fecha de mi llegada
a Nueva York, y que también tuvo su mártir en la
figura del caballero de la defensa Andrés Escobar, que
como buen caballero no supo defenderse del odio ciego de sus
compatriotas.
Ruth Mary era la cuba de la dinastía, la posible nueva
matriarca que remplazaría a Mamita en los amargos encantos
de la sucesión, por haberse ganado a pulso ese derecho,
creo, conociendo de cerca durante largos años el temple
necesario, que le labraba a diario la abuela sin proponérselo,
con el rastrillo de la tenacidad. Era como un obcecado síndrome
de Estocolmo.
Fue sabiéndolo todo basándose en la abnegación,
la paciencia y muchas lágrimas derramadas a escondidas.
Con las experiencias recogidas y los modernos adelantos de
la nueva época, aprendió a delinear sus propias
formas de liderazgo con la misma vitalidad y tozudez que copió
de la abuela.
Su promoción se presentía, aunque no había
brotado de sus sobacos aún, el hálito bestial de
las pomarrosas que institucionalizara María Mónica.
Su aroma natural era un revoltillo de esencias de las flores
que Ulises esculpía meticulosamente en el patio. A veces
se me ocurría pensar, si ese sería en adelante
el nuevo emblema de la estirpe.
Sólo el tiempo inexorable daría las razones
contundentes que permitirían identificar las calidades
de la nueva sucesión.
Ruth Mary había conocido a su esposo en el ambiente
refrigerado de una sala de computadoras en la Caja Agraria, donde
trabajaba como perforadora y verificadora de las tarjetas Hollerit.
El amor nació ipso facto, pero fue ganando altura hasta
coronar los casi dos metros de estatura que media el pretendiente,
un operador del monstruoso IBM 370-50, tal vez el segundo o tercero
de los que habían llegado al país. Era Ulises un
jayanazo inmenso venido de una región del norte, tierra
de toches y jediondos, del Gallineral, del cabro asado, de la
pepitoria y las hormigas culonas como las bellas mujeres que
adornan su territorio, la ciudad de los parques, Bucaramanga.
Todavía lo recuerdo cuando trataba de engatusarme con
la melosa idea de los helados y los bombones, que debía
ir yo a comprar a la tienda de Don Manuel Quintero, para poder
tener un poco de intimidad con su novia de rechupete. Entonces
me percaté que sería ésta una excelente
manera de hacerme a muchas golosinas en cada una de sus innumerables
visitas.
Los enamorados me llevaban casi a empellones a sus fiestas, vestido
de bocadillo y almidonado, para hacerle la segunda a la novia.
Era una manera indirecta y aburrida de pagar por el empalagoso mecato.
Estábamos entonces en la época de Nelson Pinedo
con la Sonora Matancera, de Pacho Galán, de Matilde Díaz
y Amparito Jiménez, del nacimiento de la Pollera Colorá,
el himno inmortal de Choperena.
Escalona se dejaba oír en las voces y guitarras de Bovea
y sus vallenatos.
Comprendí con estas noches de farra anticipada, que
el oficio de chaperón es el oficio más despreciable
del mundo.
Era entonces Bogotá una ciudad convaleciente de la
dictadura, aunque Rojas Pinilla pretendió darle en principio
una cara liberal a su gobierno.
Se comenzaban a respirar los primeros aires de la paz de alternación.
Era como el reinicio de la patria boba que serviría como
placebo para mitigar tantos dolores, mientras la familia respiraba
también mejores aires, modestos aires.
Navegábamos sobre las aguas de la transición definitiva
a la vida civilizada de la capital. Pasarán otras generaciones
hasta coronarla definitivamente.
La vida de la civilización, a mi modo de ver, es bastante
aburrida, como que le falta la alegre ingenuidad del pueblo cerrero.
Sin embargo, estábamos en el centro cultural de la
Atenas Suramericana, el Teatro Colón, la Biblioteca Nacional
y la Luis Angel Arango, la HJCK y la recién parida Televisora
Nacional, que transmitía en directo cada domingo desde
el Hipódromo de Techo. Fue cuando el padre García
Herreros empezó con su Minuto de Dios. El museo de Arte
Colonial y el Nacional, antiguo panóptico. El Conservatorio
de Música.
Fueron Fabián Hernando, Giuliano y Julianita quienes
heredaron el oido musical del abuelo. Lo recuerdo patente trinando
su requinto con la mano izquierda, entonando alegres rajaleñas
en los calabozos solitarios del cuartel de Villarrestrepo, llenándose
de todas las nostalgias de las noches eternas iluminadas de luciérnagas,
acompañado por el coro rechinante de los grillos y los
bostezos entrecortados del dragoneante.
Yo era un verdadero entusiasta de la música clásica,
no obstante mi absoluta ignorancia del arte musical, aunque había
aprendido algo de solfeo en el Seminario San Joaquín de
Ibagué con el padre Rosas.
Era esta época de cambios radicales también
en la literatura. Se estableció el premio Esso. En Barranquilla
se estaba gestando una terrible explosión que cambiaría
las letras del mundo entero.
El estilo de las artes plásticas se iría encausando
bajo el estímulo incansable de una jovencita foránea,
pero que habíamos adoptado de corazón, y que después
muriera, junto a su esposo, en un accidente terrible en el aeropuerto
de Barajas, con el choque inaudito de dos aeroplanos en la "madre patria".
Era la lucha por encontrar una identidad, por salirnos de
esos moldes europeos que antes buscábamos ansiosamente,
en adelante queríamos ser nosotros mismos. El país
y nosotros.
Aunque el culto a los invasores conquistadores fue disminuyendo,
la tradición, la evocación de los estilos españoles,
la religión y el clasicismo se mantuvieron pero bajo otro
proceso de observación.
Se impulsó la lucha por la novedad, la imposición
de nuevos valores se hizo sentir y rompió las esclusas
que nos llevarían a los umbrales de la actualidad del
mundo civilizado, a las alturas de Mutis, al Nobel de García
Márquez, las barracudas de Obregón y las regordetas
de Botero.
A las luchas extraterrestres de Llinás y a la desinteresada
obsesión de mi paisano de Ataco, por clavar en el corazón
del mundo la bandera tricolor de nuestra refundida identidad.
Nos falta la música. El maestro Puyana está
más allá del bien y del mal, necesitamos muchos
Vives, con personalidad. Shakiras deslumbrantes, poetas y cantores
que como Francisco el hombre lleven nuestro mensaje a todos los
confines de la tierra.
¿Qué pasó con los Pasillos y los Bambucos?
¿Dónde está la nueva sangre que desentierre
los tesoros, que despierte a la princesa con ósculos de
renovadas armonías, que mantenga latente el pulso de la
patria y orgulloso el corazón?
Casó la pareja el padre Barragán en la tradicional
Iglesia de Santa Bárbara, a escasas cuadras de la casa
paterna. La novia nimbada de orquídeas y azahares no adivinaba
aun los aromas de su estirpe, por eso pasó por alto sus
fragancias.
Fue una ceremonia enmarcada en la belleza del ambiente colonial
de la capilla. Al frente, un cuadro milenario con la imagen lacrimosa
de la santa patrona desgonzada cercenada de los senos.
El cortejo estaba allí, impávido, entre el crepitar
de los cirios y el vaho de cera caliente que desprendían
las espermas, entre los porrones de las azucenas. Sólo
se escuchaba el murmullo de las plegarias y la respiración
entrecortada de la núbil desposada.
Eran estas las primeras palpitaciones que sentía en medio
del pecho atragantándole el habla, cuando el cura le preguntó
con una voz potente que se escuchó en todos los rincones
de la iglesia:
"¿Acepta usted a Ulises Reyes Sáenz como
esposo, en el bien y en la adversidad, hasta que la muerte los
separe?".
Un hilito de voz débil salió a salticos con
el "sí" dando tumbos sobre el ara, que se oyó
como un eco suave desparramándose por todo el ambiente.
El novio vestía un elegante traje de "Luigi",
bien cortado, con chaqueta negra de puntas traseras que le bajaban
hasta las corvas, pantalón de rayas finas verticales,
grises y negras, con pretina reluciente de satín, zapatos
chiripiados bicolores, la camisa blanca impecable, corbatín
de seda de color encarnado y un lazo con florecitas albas diminutas
en la solapa.
La novia lucía envuelta en los encajes de su largo traje,
encantadora, en medio de una docena de párvulos forrados
en trajecitos de tul, portando entre sus brazos los cofres diminutos
con las arras y las argollas, y una nube infinita de vírgenes
adolescentes coronadas de azahares que revoloteaban ansiosas
alrededor de los novios tirando serpentinas, bajo los fogonazos
de magnesio.
Tan pronto el sacerdote bendijo a la pareja y clausuró
la ceremonia, una lluvia de arroz enterró a la pareja
hasta las pantorrillas.
Salieron como pudieron en medio de la multitud ululante que
luchaba por manosear a los recién casados. A empellones
fueron introducidos en el florecido carruaje de alquiler, que
los llevaría presurosos al salón donde estaba todo
oportunamente preparado para el acontecimiento.
Su hermana Berthica, bajo la estricta supervisión de
la abuela, tuvo a su cargo la encomiosa tarea de la preparación
de los cuarenta faisanes y los setenta pavos con que se atendería
a la concurrencia. Además de las especialidades tradicionales del Tolima
grande, no tan ancestrales ya que de la raza de los Pijaos no
se conocen sus artes culinarias, que permanecen perdidas en el
tiempo, Eran antropófagos a decir de los peninsulares.
Se servirían en el banquete platillos exquisitos con todas
las variedades de matices que se preparan en la actualidad en
las cocinas de todos los restaurantes típicos del mundo
entero.
Los invitados se chupaban los dedos después de relamerse
con los arroces atollados y los enmochilados. La rellena blanca
y la sin igual lechona tolimense, acompañadas de pasteles
de choclo, Juan Valerios, de la poteca de ahuyama y los siniguales
insulsos, originarios del Guamo de sus ancestros, preparados
con la mismita formulación que le enseñara su mamá
Clarita, y que le escribiera de su puño y letra con mano
temblorosa poco antes de su muerte. La abuela la conservaba como
un tesoro escondido.
Sacó de entre sus senos, como un relicario, un papelito
amarillento dobladito primorosamente como de origami, y comenzó
a leerle a Berthica con voz entrecortada:
"Receta para diez raciones. ¡Mija, hay que repetirla
cien veces!" Explicó apresurada.
"5 botellas de leche
2 panelas en cuadro
1 libra de azúcar refinada
3 libras de harina de maíz
2 cucharadas soperas de canela molida
2 botellas de agua.
Preparación :
Se pone al fuego el agua con la panela, el azúcar y la
canela, por veinte minutos, hasta que quede en aguapanela. La
harina se desata en la leche mezclando con la aguapanela. Se
deja cocinar a fuego lento, revolviendo constantemente con mecedor
de palo hasta que espese. Se deja reposar, se hacen las porciones
y se envuelven en las hojas de plátano, amarrándolas
bien. Se llevan al horno caliente por dos horas".
Fue todo un ritual realizar paso a paso la fórmula
de su madre. Ponía en ella todo el interés y la
atención necesarias, como si fuera la primera vez que
la preparaba.
Los demás platillos los arreglaba de memoria, en segundos
y resultaban tan suculentos como sacados de un sombrero de mago.
La cena estuvo acompañada de Vino de Palma y Mistela de
Mejorana.
Para el final del ágape desfilaron los exquisitos postres
y pasabocas, que fueron llevados a la mesa para delicia de los
asistentes, entre los que se contaban: La jalea de guayaba, el
arequipe y el desamargado de cáscaras translúcidas
de limón en almíbar de azúcar moreno que
había aprendido a hacer en el exilio del Queremal. Las
almojábanas con requesón y miel de abejas, los
bizcochitos de achira y de cuajada, los panderos celestiales
y los cascabelitos.
Una nube de invitados se apoltronó desde bien entrada
la madrugada a esperar que los novios hicieran su entrada triunfal,
entre los que se contaban las primas Astrid, Beticita y Rosa
Dilia, hijas de la abnegada Anita de González, la compañera
inseparable de la tía Matilde en las horas aciagas de
su triste senilidad solitaria a causa de su castidad eterna.
Matucha crió los infantes de toda la familia viviendo
prestada de casa en casa sin contar nunca con un lugarcito que
pudiera decirse su propio hogar. Desde que Mamita emigró
a Nueva York casi ninguna alma tuvo misericordia para con la
viejita. La abuela continuó desde lejos en las manos de
su cuba brindándole el apoyo necesario para quien tanto
dio y no tuvo nada.
La Diminuta tía Matucha iba peinada de moña
alta tocada con peinetas de carey, papalina de fieltro engalanada
de blondas nocturnas que le caían sobre los párpados
y encapotada soberbiamente con un rebozo trenzado de casimir del mismo
tono que le había comprado Ruth Mary para la ocasión.
Se le veía caminar nerviosamente, juagada como siempre
en esos lagrimones que llegaban hasta el suelo, conmovida por
la extrema felicidad del acontecimiento.
Las encopetadas primas Moreno, las hijas de Lastenia asistieron
también despampanantes, vestidas con sus imperturbables
modas fúnebres.
De Ibagué habían venido diligentes los primos
Guerrero, caballeros de la mesa redonda, hidalgos en todo el
sentido de la palabra, a carta cabal.
Carlos Arturo llegó acompañado de la locuaz Chavita. Eran ellos los
padres del simpático Carlitos y de mi querida gemela Chelito.
Julio con su pelo entrecano engominado y con una raya perfecta
al lado izquierdo de su peinado, que parecía hecha con
escuadra con una precisión de arquitecto. Venía
pomposo del brazo de la apacible y risueña Isaura, siempre
tan sedosa en sus modales.
Sólo faltó el finado Aristóbulo que había
fallecido hacía poco tiempo en el interior de su cacharrería,
apuñalado por atracadores comunes del parque de las Cruces.
Isabel Pineda, Chavita, era la hija de Don Epaminondas, un
viejote inmemorial dueño de una voz potentísima.
Siempre mereció todos mis afectos desde mis épocas
del Seminario.
Era el viejo un enfermero recio que peleó con las huestes
liberales en la guerra de los mil días durante la Batalla
de Palonegro.
Me narraba así el anciano vehementemente sus epopeyas:
"Fue una lucha a muerte de veinticinco mil hombres que se
encontraron cerca de la desde entonces histórica casa
de Palonegro, propiedad de la familia del General Benjamín
Herrera. Aquello no fue una batalla, ¡Qué va!, Era
una serie de sangrientas batallas libradas sin interrupción
durante quince días, no fueron unas contiendas de estilo
clásico, ordenadas de antemano, sino el choque arrollador
de miles de aldeanos que se despedazaban cuerpo a cuerpo a machetazos,
¡No joda!, Unos por carecer de municiones y otros por desconocer
el uso del fusil.
Los Generales Herrera y Uribe Uribe se comportaron con valor,
al general Herrera le tocó organizar la retirada, el camino
fue penoso, ¡Buen primor!, Las enfermedades hicieron presa
de las tropas. A pesar del fracaso, la guerra se intensificó
en el Cauca, Panamá y el Tolima.
La esperanza del triunfo animó de nuevo a los revolucionarios.
Entretanto la lucha adquiría verdaderos caracteres de
barbarie en los llanos del Tolima".
El anciano luchador se deleitaba recitándome, con su
poderosa voz, hasta el delirio, fragmentos de los versos del
poeta de la revolución, Darío Samper, que dedicó
a la gloria de los guerrilleros liberales del Tolima durante
la guerra, que tuvieron como héroe al legendario Tulio
Varón.
"Aquí está Tulio Varón,
Que es el mejor capitán.
Aquí esta Vidal Acosta,
El más valiente y galán,
y Helí Villanueva lleva
la bandera liberal
Aquí están los tres: los tres,
sobre sus caballos van,
camino de Doima abajo,
camino de Madroñal,
por los campos de la Rusia
bajo un viento de huracán
que hace volar las estrellas
en los brazos del palmar.
Aquí está Vidal Acosta,
Su mula a todo correr,
Con ese paso más fino
Que el paso de una mujer.
¡Ay!, Vidal Acosta, el guapo,
mi Dios te lleve con bien,
no olvides la negra mala
que te rindió su querer.
La que te dio escapulario,
Medalla de salvación,
Y un pañuelito de seda
Que en su llano perfumó;
¡llévalo sobre el bolsillo
encima del corazón!
Compadre Tulio Varón
Más valiente y condenao
Que el tigre al salir del monte
Cuando se come el ganao.
Con los malos del Tolima,
¡Ah, feroz tigre cebao!
¡Montefrio, Montefrio!
Monte del ajusticiao,
En cada guarumo tienes,
¡Ay, Cristo sacramentao!
El cuerpo de un tipo malo
De la cabeza colgao.
¡Compadre Tulio Varón!
¡Yo también soy tu soldao,
con mi ruana blanca al hombro
y mi machete terciao,
Doima arriba, Doima abajo,
Más aprisa que un venao,
Más bravo que el toro padre
cuando se siente toriao!
¡Compadre Tulio Varón:
con este tiple templao
queda llorando en mis penas
este galerón cantao!
La luna, niña desnuda,
Los envolvió en blancas sábanas
Y por la vereda oscura,
Sobre dos andas de guaduas
Sus cuerpos fríos cubrimos
Con nuestras ruanas bordadas.
En un rancho, sobre el campo,
Con cercos de plataneras,
En donde prendió la luna
Faroles de nochebuena,
Los dejamos en la tierra
A la luz de largas velas,
y sus luces, en la sombra,
brillaban nuestras espuelas
que eran en aquella noche
como lamparitas muertas.
Los pájaros de la aurora
En la naranja del alba,
Hacían clara de cantos
La luz de la madrugada.
Cavaron bajo las ceibas
En silencio y sin campanas.
-las campanas de la aurora
las tocaron manos santas-
Los cubrimos con la tierra,
Tierra de nuestras labranzas.
¡tierra de nuestro maíz
y tierra de nuestra caña!
¡En huesos de nuestros padres
esta tierra está abonada.
Estos huesos que te damos
hagan florecer más ancha
la sementera que hincha
nuestros trojes de abundancia!"
¡Qué guama! El anciano héroe murió
de puro viejo, recluido en su cama por la amputación de
sus piernas engangrenadas. Nunca perdió la jovialidad
y el garbo que lo caracterizaron a través de toda su vida.
Fue mi maestro y compañero de muchas historias de la historia
alrededor de su lecho de enfermo.
En un extremo del salón, con un vaso de Taparroja mezclado
con naranjada en la mano, libaba solitario entre los invitados
el locato Joaquín, como lo llamaba cariñosamente
Matucha. La gigantesca Auristela, la hija de Irene, una primota
morena y sencilla de extraordinaria estatura, intentaba hacerle
compañía
No podían faltar las hermanas Castro, sus amigas del
alma, Blanca la entenada y Merly esposa del Doctor Armando Gutiérrez
Quintero que en su período como Gobernador del Tolima mandó
a elaborar un escudo para la ciudad, que nunca tuvo ninguna clase
de blasones otorgados por la corona española.
También figuraban entre la concurrencia los compañeros
de la Caja Agraria, amigos de veras y enemigos de oficio, Chepe Gil siempre
tan silencioso acompañado de su distinguida esposa Matilde,
el Doctor Solórzano, la cabeza mayor, director del departamento
de Sistematización. Don Luis Nieto jefe de las perforadoras.
Las compinches Lola Solano y Blanca de Quintero, el lagartísimo
Eduardo Cruz y el Amigo Salamanca entre muchos.
La fiesta estuvo amenizada por la primerísima orquesta
del momento, los fenomenales "Corraleros de Majagual"
que traían veintitantos de sus más destacados músicos
y arreglistas. El maestro del trabalenguas Eliseo Herrera dio
inicio al baile al compás de "La Burrita", un
ritmo alegre y guapachoso del caribe. A continuación hizo su gloriosa presentación el dos veces rey vallenato Alfredo Gutierrez, el mismo que recibiera una paliza en el hermano pais por tocar con su mágico instrumento el himno venezolano. El rey se lució como nunca tocando el acordeón con los pies.
El estropicio de la rumba duró toda la noche. Se sudó
la gota fría al calor de la música caliente y de las
interminables libaciones de la champaña rosada, comprada
para la ocasión en la Viña, tradicional importadora de licores,
para asegurar su añeja legitimidad.
Volaron los corbatines y arremangadas las camisas, arreció
la contienda hasta el amanecer, mientras las paredes sudaban
con el zangoloteo y la alegre guachafita de los invitados, al
calor de la música y los apoteósicos brindis de
la celebración.
El cielo santafereño comenzó a clarear. Los
rumores ahogados de viejas canciones de antaño volaban
por el recinto, entonados por los desafinados borrachitos que
luchaban por mantenerse despiertos. Desparramados todos por el suelo,
con las testas despeinadas, adormilados sobre los hombros y los faldones de
sus canadas parejas. Embriagados hasta el alma y descuajados por la gran celebración, cantaban a coro desencajadas
canciones del recuerdo.
Los cantos de los gallos de la vecindad y la audacia de los sirvientes
se dieron maña para despertar de su entresueño
a los últimos convidados y sacarlos casi a empellones
a la calle para poder comenzar las labores de limpieza.
Fue toda una proeza volver todo al orden, recogiendo los platos
rotos y las copas estrelladas contra las paredes. Apilando en
cestas gigantescas las sobras de los manjares, limpiando los
vómitos intactos camuflados debajo de las alfombras y
detrás de las cortinas de algunos ebrios desenfrenados.
Retirando para siempre los últimos vestigios de la momerable celebración.
De ahora y por siempre los recuerdos sólo se llevarían
detalladamente en la memoria fotográfica de la abuela,
que no se perdió un solo detalle, y en los miles de retratos, óleos y recoedarotios
que se hicieron para la ocasión.
Los novios obsequiaron a sus invitados como objeto de recordación inapreciable,
un par de manos entrelazadas de tamaño, natural esculpidas
en alabastro puro y empotradas en una base de mármol de
Carrara, con filigranas de crisocal y bañadas en oro de
veinticuatro quilates. Traía grabada con una caligrafía uncial
maravillosa, casi celestial, en que se leía además
de la fecha de la celebración y de los nombres de los
novios, una leyenda que rezaba: "Unidos para la eternidad".
Capítulo IX
Mientras los últimos invitados desalojaban el salón,
la novia ensimismada, apretada entre los brazos musculosos de
su amado gigante, observaba la bahía a través de
los ventanales de la suite metrimonial del hotel Caribe cartagenero, bajo
el cansado traqueteo de un ventilador de aspas empotrado en el
cielorraso, que expelía un vientecito graso y moribundo.
Había sido una noche de fantasía, de esas como
no hay dos en la vida de nadie. Y envuelta en una docena de larguísimos
besos fue retornando a la realidad.
Recordó con impaciencia que aún mantenía
los antojos por ese pastel descomunal que fabricara la abuela
de las tres harinas, maíz, trigo y chontaduro, amasado
con miles de huevos de codorniz y pulpas tiernas de corozo, que trituraba
en el mortero de piedra del patio hasta pulverizarlas impalpables,
para poderlas disolver completamente en un fragante elixir de
hierbabuena y jazmines para lograr el efecto etéreo de que
no se sintiera en el paladar sino como la quinta esencia de un ligero y afrodisíaco
gustillo subliminal.
Fue el rascacielos de ponqué más terso que jamás
se hizo y que al primer contacto con la lengua se deshacía
de pura sabrosura.
Entonces supo Ruth Mary que su felicidad no había sido
completa y que el recuerdo malhadado de su abstinencia pastelera
lo llevaría como una profunda cicatriz abierta hasta la
tumba.
La Bahía de Cartagena se convirtió durante los
dos primeros siglos de su descubrimiento en el principal puerto
del nuevo reino. España organizó un rígido
sistema comercial que se plasmó en dos flotas anuales
custodiadas por barcos de guerra con destino a Veracruz y Portobelo.
Este último puerto nunca pasó de ser una pobre
aldehuela que poseía por demás un clima malsano,
y fue sustituido desde el principio por Cartagena, que era exactamente
todo lo contrario.
Bien pronto se convirtió en una verdadera ciudad y
puerto obligado de las mercaderías destinadas a las colonias
de ultramar, fue lo que se llamó la ruta de los galeones.
Los barcos de la armada del mar del sur en cambio, regresaban
a España repletos de oro, metales preciosos y esmeraldas.
Por estas razones Cartagena fue la ciudad americana que más
contacto tuvo con la madre patria. En ella pasaban largas temporadas,
marineros y comerciantes peninsulares así como también
la nobleza de la armada, compuesta por generales y almirantes
sin olvidar la pléyade de piratas y bucaneros, de virreyes,
gobernantes, oidores y arzobispos.
Por esta época floreciente, el puerto de Cartagena
era la verdadera capital suramericana.
Tuvo además el nefasto privilegio de ser el primer
puerto negrero del mundo. Allí atracaban los barcos atiborrados
de su humana mercancía, indios bantú, que traerían
el vocablo de macondo, procedentes de Angola y el Congo, la trata
de negros se vio favorecida por la unión de las coronas
peninsulares de España y Portugal en las testas de los
Felipes.
Portugal poseía factorías en África,
en Hispanoamérica y Lusitania ávidas de mano de
obra esclava. Los ricos negreros portugueses llegaron a ser mayoría
en Cartagena, algunos eran descendientes de judíos y trajeron
consigo el tribunal de la inquisición. Con ella vino también
el Santo Jesuita Pedro Claver.
Era la Ciudad de Cartagena un puerto hospitalario y alegre,
modelo de sencillo señorío, de casas amplias con
grandes y floridos balcones construidas por los ricos comerciantes.
Encerrada en un impresionante sistema de murallas y castillos
que no tiene comparación en América ni Europa.
Rodeada de hermosas playas, la colina de la Popa coronando
la ciudad y en su cima el convento de nuestra señora de
la Candelaria, centinela protectora de la urbe. Desde allí
se contempla la desmesurada belleza de Cartagena.
Las acuarelas de don Eduardo Lemaitre nos recrean con hermosos
paisajes y crepúsculos: Bocagrande, la bahía de
las Animas, Bayunca, el Cabrero. Paisajes marineros detenidos
en el tiempo, con desnudos mástiles de veleros, mascarones
de proa adormecidos en la arena y nubes cargadas de lluvia que se
posan sobre la fina silueta de la añosa ciudad.
Sitios perdidos en la historia que producen fuertes emociones,
el monumento a los zapatos viejos, el romántico callejón
de los estribos, la casona del marqués de Valdehoyos,
el convento de Santo Domingo y el de la Merced, transformado
en una construcción republicana, donde funcionó
el tribunal superior y hoy alberga la facultad de biología
marina de la universidad Jorge Tadeo Lozano.
Al gobernador Don Pedro Zapata de Mendoza, nieto del primer
conde de Barajas, se debe la construcción del esplendoroso
castillo de san Felipe, que se inició a mediados del siglo
XV.
Entre sus garitas y espadañas se cuela el infinito
azul del cielo cartagenero. Al fondo un barco mercante, un yate
turístico y las siluetas de las canoas de humildes pescadores
que regresan de Barú y Bocachica deslizándose frente
al antiguo fuerte de Manzanillo.
Las viejas torres y el moderno palacio de convenciones se
asoman coquetas al cristalino espejo de la bahía.
El Corralito de Piedra con su histórica Torre del Reloj.
No hay deleite comparable al de pasearse al atardecer por las
calles y plazas de la ciudad amurallada en un coche típico
tirado por briosos percherones, que avanzan raudos sobre el asfalto
bajo los románticos balcones en un bello contraste de
luces y sombras sobre las ocres paredes de mampostería,
mientras las exuberantes morochas risueñas nos hacen guiños
a través de las claraboyas de las viejas casas coloniales
y las buganvilias, que los nativos llaman las flores del verano,
despliegan al sol su indecible gama de bellos colores.
¡Oh, qué hermosos recuerdos de juventud en la
Heróica!
Los cuerpos de las morenas espléndidas contoneándose
en la playa, mientras las vendedoras palenqueras pasean con sus
platones repletos de cocadas sobre sus testas pregonando su melosa
mercadería.
Los vendedores de coquitos de agua y de raspados multicolores
hacen lo propio. Los ritmos de las gaitas palpitan en el alma
de los lugareños. El instrumento indígena es tocado
con indudable habilidad por los descendientes de los esclavos
africanos.
Entre repique y repique los tamboreros hacen una pausa para refrescarse
con un jugoso melón de azúcar frente a la interminable
hilera de salones de las bóvedas donde está ubicado
el mercado de artesanías.
Cartagena, grato lugar para ensoñar, ciudad alegre y juguetona,
plena de historias de bucaneros y piratas. Cómplice indiscutida
de todos los amores.
Allí en un hotelito de Bocagrande, di el soplo de vida
a mi preciosa Catalina, que lleva su nombre en homenaje a la aguerrida
y escultural indígena insignia de la ciudad.
Pasaron los novios cuarenta días y cuarenta noches
revolcándose acaramelados por las principales ciudades
de la costa Atlántica, chapaleando en las azules aguas
del mar cristalino de Santa Marta.
El Rodadero apenas se mostraba incipiente más allá
de Gaira.
Recorrieron entrelazados los enamorados, empolvados caminos
en chivas y carricoches, vadeando las anchurosas ciénagas
y los ríos tachonados de babillas y garzas blancas.
El paraje que más impresionó a la joven pareja
de enamorados fue Villaconcha, un lugarcito encantador adormecido
en las albinas arenas de las playas samarias, un poco más
al norte de Taganga, el pueblito pintoresco de pescadores tirado
a los pies de una meseta.
Villaconcha es un paraje solitario del parque Tayrona, disfrutado
solamente por los nativos, con una bahía grande que casi
se toca en los extremos, con un mar espeso y transparente, muy profundo. Al entrar en él, a los primeros pasos, los cuerpos se
sumergen y el agua sube a la altura del cuello, metiéndose
por los oídos.
Tan cristalino es, que al doblar la barbilla hacia su lecho, se
observa claramente, en detalle, los dedos de los pies desplazándose
pesadamente entre cardúmenes multicolores. Millones de
pececillos se retuercen raudos jugueteando entre las piernas y
el movimiento lerdo de las langostas acomodándose torpemente
sobre el piso marino.
La playa es de una arena blanca y suave como el azúcar,
cubierta por arboletes bajos y espinosos que prodigan generosos
su sombra cálida.
"Río Manzanares déjame pasar
que mi madre enferma me mandó llamar.
Mi madre es la única estrella
que alumbra mi porvenir,
y si se llega a morir,
al cielo me voy con ella".
Cuando escucha esta canción en las emisoras de radio de
Bogotá, cómo se va uno a imaginar que sobre la misma
Santa Marta, camino de la serranía, como quien se dirige
a la Guajira, ese riachuelo casi anónimo, fuera la inspiración
de un poeta cantor, y que de aquellas aguas brotaran tan bellos versos.
El regreso a Barranquilla transcurrió de noche. Escuchó
la feliz pareja el himno inmortal de las chicharras gritándole
su amor a la indecible ciénaga de oro.
Ad portas de la arenosa, hicieron una larga fila en espera
de montar el ferry, trepados sobre el busecito rancio, dispuestod a atravesar
las aguas donde ahora se yergue despampanante el puente Pumarejo.
La ciudad les pareció un poco lúgubre mientras
se enamoraron de ella. Visitaron el zoológico queriendo
encontrar despanzurrado al hombre caimán. Estuvieron en
Malambo, visitaron los motelitos de la carretera de los locos
en Juan Minas. Se recrearon disfrutando de la brisa marina en Sabanilla,
la única playa colombiana que visitó el libertador Simón
Bolívar.
Pescaron rayas en puerto Colombia y chapalearon seducidos en
las lejanas playas de Turipaná.
Cenaron los amantes casi todas las noches ininterrumpidamente
en el inolvidable y romántico club de pesca a la luz
de la luna Barranquillera, y hasta se empujaron unas frías
con queso sexual en la Tiendecita, pintadita toda de colorines,
y forraditas sus paredes de todas las fotografias posibles de
las reinas que ha tenido Colombia y de los personajes mundiales
que han visitado el lugar.
Degustaron sus plácidas noches de amor en el Prado.
Era el tiempo de la iluminación, la de Cepeda Samudio,
Vargas, Obregón y Fuenmayor. Por aquel entonces García
Márquez ya había emigrado a nueva York como corresponsal
de la cubanísima Prensa Latina.
Adivinaron que la Puerta de Oro era la tierra del bochinche,
de los huevos de iguana y de las carimañolas.
Hicieron largas caminatas saboreando el tutifruti y los caimitos
que les ofrecían los morenos en sus carretillas por el
paseo Bolivar o el Suri Salcedo. Comieron bonitos refritos en
la plaza de Barranquillita.
De allí enrutaron por la cordialidad camino de Isabel
Martínez, pasaron de largo por Usiacurí, la tumba
del poeta de las flores negras, hasta Luruaco, capital mundial
de la Arep'ehuevo, regresando de nuevo a la heroica Cartagena.
Fueron cuarenta días con sus cuarenta noches, no supieron
si de una cuaresma de miel o de una cuarentena de amores. Eso
sí, de inolvidables impresiones tropicales.
En alguna de esas noches recalcitrantes de pasión nació
el primogénito, Ricardito, mi único ahijado que murió siendo niño, dejandonos un hondo sentimiento de pesadumbre. Años
más tarde Fabián Hernando, que llegaría
a convertirse en el miembro más americanizado de la prole,
como que perdió la costumbre de enredarse en esas banales
cuestiones sentimentales de la familia, encarnizado como estaba
con su música, se fue con ella a otra parte.
Fue entonces cuando abordaron en Crespo el Fokker 50 de Avianca
que los llevaría de regreso a la nevera, como le dicen
los costeños a la gélida Bogotá.
Capítulo X
Fue por los días próximos a su centenario cuando
la abuela comenzó a dar muestras de estar perdiendo la
memoria reciente.
Olvidaba durante las horas de los suculentos almuerzos, la
mano en que sostenía la cuchara, llevándose a la
boca la contraria. Segundos después de terminada la cena
recriminaba a Ruth Mary si la quería matar de hambre.
Fue cuando comenzó a martirizar a su hija culpándole
de robatinas menores, por el extravío momentáneo
de sus pertenencias. Comenzando así los exámenes
finales para la graduación de la cuba, como sucesora indefectible
del matriarcado.
A pesar que en la familia había señoronas
de edad mucho más avanzada que Ruth Mary, que le podían disputar ampliamente
el honor de la sucesión, los amargos encantos de ese poder,
que sin embargo, ninguna de ellas había vivido tan de
cerca, con esa dignidad y magnificencia que se contagia por la ósmosis
continua con la sublimidad.
Nadie había sufrido como ella los embates del carácter
endemoniado que emponzoñaba a la abuela por aquellos tiempos
de su centenario. Fue por estos días que comenzaron las
terapias repetidas de relajación y la inmersión en los caldos
hipnóticos de sales aromáticas, para tranquilizar el genio de la abuela y no dejarla sucumbir
en su lúcida demencia.
"Son los casos comunes de la suerte humana". Diría
Borges.
Por estas fechas ya Matucha había muerto, aunque la
abuela no fue comunicada del deceso. Ruth Mary no quiso informarla
por temor a la inesperada reacción de la abuela que Había
perdido completamente la dulzura de su temperamento para con
su hija, quien tanto se desvelaba por sus cuidados.
La llevaba con metódica periodicidad semanal a los más
eminentes médicos geriátricos, de las más
prestigiosas clínicas de los Estados Unidos, para que
le chequearan el estado de sus palpitaciones imperceptibles.
Era como si su corazón se hubiera acostumbrado a vivir
sin palpitar.
Visitaban juntas regularmente al podiatra para rescatarla
del martirio tenaz de sus encarnaciones, que aminoraban día
a día sus pasos de caracol.
Fueron muchas las noches que la presunta sucesora pasó
en vela, remordiéndose los labios de desesperación
aguda, escuchando en el silencio de su alcoba las lamentaciones
oníricas de la abuela completamente dormida, que se avalanzaban sobre la cuba como tentáculos
ígneos abrasadores.
Fueron éstas las pruebas de fuego más arduas para la
iniciada. Las pruebas fehacientes que la conducirían en
cuerpo y alma a la cúspide de la potestad.
Hubiera querido evitar los embates de la abuela y los simulados
odios ocultos de las demás contendientes. Las sonrisas
hipócritas y las misivas con los mejores deseos para quien
podría ser en el futuro la elegida, por el designio sobrenatural
de la divina providencia.
Miles de sobrinos, primos, hijos políticos, nueras,
sobrinos de paso, sin contar los incontables ahijados, compadres
y entenados esperaban impacientes la entronización de
la nueva papisa que conduciría al redil a la tierra prometida.
El cónclave no podía ser reunido, porque a pesar
de los flagrantes malestares de la abuela, seguía impasible
y oronda engullendo toda suerte de chorizos y bizcochos. El tamalito
con chocolate y los bizcochitos de manteca nunca podían
faltar a la hora del Angelus, después de rezar el santísimo
rosario como era su costumbre inmemorial.
La abuela no daba muestras de querer ceder el paso. El destino
inexorable parecía haberse complacido en designarla per
sécula seculorum.
Su autoridad nunca consistió en dar alaridos como ahora
lo hacía con su hija, sino en conocer más que nadie
los intríngulis de la vida y sus resoluciones.
La nueva aurora del nuevo milenio, se presentía tímidamente
en el alma de todos. Se mostraba ante los ojos de todos como
un largo camino, que sabemos de donde parte, sin la certeza de
adonde irá.
Será el siglo del despertar de las esperanzas adormecidas,
que renacen como una rosa nueva. El tiempo de las proposiciones
convenencieras, el de los sueños despiertos
Todos éramos consientes de su responsabilidad y la
nobleza de su linaje. Estabamos orgullosos de ella, pero la oteábamos
desde lo alto de nuestras individualidades, como una nave a la
deriva sobre un mar embravecido. Sabíamos a ciencia cierta
que el papel de la abuela estaba cumplido, que había llegado
el límite en que toda fuerza mengua, y todo estancamiento
significa retroceso.
Pero Mamita estaba ahí. Quien por tantos años
estuvo al mando del bergantín de la familia, el timonel
al que no pudo doblegar la más recia de las tempestades,
estaba ahí risueña y evadida entonando su cancioncita
sempiterna.
"La hija del penal
me llaman siempre a mí
porque mi padre es el carcelero.
Jamás sentí el amor,
yo nunca conocí
más que las penas del prisionero.
Más cierta tarde al ver
el preso, no sé que
cosa pasó por mí.
Y con los ojos le mandé un beso,
y en mis plegarias yo dije así:
Oh virgencita del Consuelo ven,
ayúdame a salvar mi bien.
cuántas penas son mis dolores
¡Oh! Preso eterno de mis amores".
Inconscientemente lúcida ante el desafío de
su descendencia, empachándose de chocolates y natillas
y riñéndole a Ruth Mary como si tuviera la certeza,
que era su responsabilidad atemperar su espíritu.
Los capitanes de las naves menores de la armada invencible
de la abuela, citaron a una reunión en la cumbre para
definir el futuro que parecía a sus ojos incierto.
Todos aspiraban a la máxima jerarquía aunque fuera
por los medios de la usurpación. A sabiendas que el pecado
de rebelión jamás puede ser perdonado o redimido
y será castigado con las tinieblas exteriores.
Los designios ineludibles del destino establecían la
sucesión natural, desde el día que el General expulsó
del paraíso a la indefensa Clarita, condenándola
a vagar por los desiertos de su existencia, con la fragancia
inconfundible de las pomarrosas del frasquito del cisne moribundo
que ella misma había derramado en el arroyo del patio, desde ese día estuvo
obligada su mamita Clarita a conducir desapaciblemente sus ovejas a abrevar en
remotos oasis insospechados. Ahora la rsponsabilidad era toda suya.
La llegada del nuevo milenio se presentía esperanzadora,
por eso todos se disputaban el honor de conquistarlo sin medir
exáctamente las consecuencias de las faltas a las normas
sagradas de la historia.
Las nuevas generaciones, ignorantes del pasado absoluto de
la parentela, no alcanzaban a apreciar el valor incalculable
de la fe y la voluntad bien dirigidas, superando los estragos
del destino en las épocas de la más categórica
pobreza material, nunca espiritual, dirigiendo el rebaño
sagrado bajo los designios de una nueva esperanza, a punta de
plegarias y resignaciones, por atajos, llanuras y despeñaderos
insondables, conduciendo a pastar mansamente en las supuestas heredades donde
corren ríos de leche y miel.
Han sido muchos los años de sudor y entrega, desnarigando
breñas, caminando sobre las aguas, para encaminar la grey
quien sabe a donde, por senderos indescifrables hacia otros mañanas.
Ningún ser sobre la tierra podía contar con
más derechos que los que marca el hilo invisible de la
predestinación, la fuerza inaudita del arcano.
Sólo de quien emanara espontáneamente el aroma
sempiterno de las pomarrosas, que nos regalara para la eternidad
María Mónica, como símbolo de una amistad
desinteresada y compartida, apretujado entre el perfumero del
cisne moribundo, llevaría marcado a perpetuidad el sello
ineludible de la sucesión.
Clarita, la única hija del General Hermógenes
Lozano y Doña Domitila Gutiérrez, como un acto
simbólico esparciendo en Altamira, sobre las aguas corrientes
del arroyo de la vida, la esencia indefectible de su espíritu,
con la cándida ingenuidad de su atrevida ignorancia, de
su desmedida fortaleza interior, establecería la cadena
invisible que perpetuaría la potestad hasta el fin de
los siglos.
"Cuando del alma pliegues
roturen nuestra frente,
Y la vida que viaja opaque sus destellos,
Rememora caminos de amores, los más bellos
Hasta que tierno tu ángel murmure ¿Acaso duermes?"
FIN
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