Todos
los dioses tenían a su disposición una casta propia
de sacerdotes que se encargaban del cuidado de sus respectivos
templos. Sin duda, uno de los grupos de sacerdotisas más
destacado sea el de las Vestales, jóvenes consagradas a
la diosa VESTA, conocida en Grecia como HESTlA.
La selección de las Vestales, cuyo número pasó
de cuatro a seis, correspondía en un principio a los reyes
pero después esa atribución se le trasladó
a los pontífices. Las Vestales debían ser niñas
de entre seis y diez años pertenecientes a una clase social
libre y no podían tener ningún defecto físico.
Cuando eran aceptadas se les cortaba el cabello y se las vestía
con una gran túnica blanca llevando en sus quehaceres diversos
tipos de velos. Las Vestales debían cuidar de que jamás
se apagase el fuego eterno del templo de VESTA
porque éste representaba el porvenir del imperio. Si alguna
vez el fuego se extinguía las Vestales recibían
severas palizas y todo el mundo entraba en profunda depresión
y pánico ante lo que pudiera suceder hasta que los sacerdotes
reavivaban de nuevo el fuego usando directamente los rayos del
sol. Las Vestales debían guardar un total celibato y tanto
las adúlteras como los hombres que abusaran de ellas eran
castigados con la pena de muerte. La muerte de las Vestales no
era, sin embargo, igual a las del resto: en medio de espantosas
ceremonias en las que se recordaba a las divinidades más
malignas, la Vestal castigada debía bajar a su propia tumba,
donde se la encerraba con una lamparilla, algo de aceite, un pan,
agua y leche. Así pues, la infortunada moría de
inanición. A pesar de todos estos horrores, las Vestales
que cumplían su deber recibían múltiples
honores. Todos los magistrados, y por supuesto, las gentes de
menor clase les cedían el paso. Su palabra era digna de
crédito por sí sola en los juicios y si se encontraba
por la calle un reo solo con afirmar que el encuentro era fortuito,
éste quedaba en libertad. Todos los secretos del estado
le eran confiados y también se les reservaba el mejor sitio
en el circo. Además, todos sus gastos eran responsabilidad
del Estado de por vida.
Después de treinta años consagradas a esta labor,
podían abandonar sus funciones y casarse, pero perdida
su juventud, la mayoría se quedaba al cuidado de las novicias
que allí ingresaban.