Cuando
el dios Apolo ofendió gravemente a Zeus, su padre, éste
le impuso como castigo servir a un mortal en la Tierra durante
nueve años. Así se convirtió en el pastor
del rey de Tesalia, Admeto, que fue un buen amo y, al terminar
sus servicios, Apolo le regaló a Admeto un favor del destino.
Éste don jamás lo había otorgado a nadie
y de verdad era un tesoro: cuando llegase su hora, Admeto podría
vivir si encontraba a alguien que lo amase tanto como para que
bajase al Hades en su lugar.
Finalmente
arribó el día en que el mensajero de la muerte apareció
en la casa de Admeto, el rey. Buscó a un voluntario que
tomase su lugar, pero ninguno de sus amigos bajaría a la
oscuridad por él. Su gente no tenía más que
darle que una verdadera pena y lamentación. Sus ancianos
padres se agarraron a los pocos años que aún podrían
vivir. Entonces sólo Alcestes, su esposa de una belleza
perfecta, madre feliz con los hijos que tenía, declaró
estar preparada para sacrificar su vida por la de su marido; y
así se hizo.
Como
una sombra negra, la muerte recorrió las habitaciones hasta
llegar a la suya, la noble reina se lavó con agua, se vistió
con un traje festivo y se adornó para vivir el último
día que vería la luz. Con el corazón roto,
se abrazó a sus apenados hijos, de sus sirvientes también
recibió despedida amable; éstas fueron sus últimas
palabras que dirigió a Admeto:
"Amo
más tu vida que la mía, muero de buena gana, sin
importarme tomar otro marido ni continuar con tus hijos huérfanos,
tan amados por ti como por mí. Una sola cosa te pido: no
les abandones a los antojos de una segunda esposa, porque una
serpiente puede ser más amable que una madrastra."
El
lloroso rey prometió que tanto en vida como en la muerte
Alcestes sería su única esposa, y con esta promesa
reconfortante murió.
Mientras
que toda la casa estaba ocupada preparando los ritos funerarios,
llegó un huésped, ¡quién sino Hercules,
en una de sus misiones!. Descubrió por los signos de pena
y dolor en sus ojos que debería marcharse; pero Admeto,
al querer ser hospitalario, disimuló su dolor, haciendo
pensar a Hercules que la mujer muerta era sólo una extranjera.
Llevado a la habitación de huéspedes, coronado con
flores y con mucho vino, el héroe descuidadamente comenzó
a cantar y beber alegremente, hasta que un viejo sirviente le
llamó la atención por el ruido que estaba produciendo
en una casa donde la señora acababa de ser llevada a enterrar.
Arrepentido y dándose cuenta de la generosidad del anfitrión,
Hercules preguntó el camino por el que se había
ido y corrió tras ella, estando decidido a llorar por su
muerte; la casa de Admeto se quedó en silencio con su dolor:
Admeto
estaba sólo al despuntar el día en su silenciosa
casa, inundada de dolor y también de vergüenza al
dejar a su valiente mujer morir. Ahora otra vez entró Heracles
llevando a su lado una mujer con velo.
"¡Oh, rey!", saludó a Admeto. "No
estuvo bien que no me dijeras que tu mujer estaba muerta e hice
lo imposible para revelarme en la casa de la oscuridad ante esa
pérdida. Aquí está la rectificación,
te traigo una mujer a la que conseguí en esa lucha. Tómala
para ti, o al menos guárdamela hasta que venga otra vez."
"¡Llévatela
para otro amigo!", gritó Admeto, señalándole
que se fuera; cuando fijó los ojos en la figura de la mujer,
pronunció: "No podría soportar una mujer cuya
figura fuese tan parecida a mi esposa, cada vez que la viese lloraría
amargamente."
"No, seca tus lágrimas", dijo le héroe
feliz, "no vuelvas a la pena, sino a la vida, todavía
hay motivos de alegría. Toma a esta mujer como esposa y
olvida a la que se ha ido."
"Nunca
amaré a otra mujer que no sea Alcestes." ,dijo el
rey; pero su voz se volvió un grito de alegría cuando
Heracles descubrió el velo de la mujer para ver su rostro.
Era Alcestes y no otra, la que el casi divino héroe arrancó
de los brazos de la muerte. Tres días permaneció
tumbada sin hablar, como aturdida por le temor de lo que vio a
través de la puerta de Hades. Luego se levantó y
habló, volviendo a la casa donde su vida se llenó
otra vez de alegría.