Según
dicen los tehuelches, hace muchísimo tiempo no había
tierra, ni mar, ni sol...
Solamente existía la densa y húmeda oscuridad de
las tinieblas. Y en medio de ella vivía, eterno Kòoch.
Nadie
sabe por que, un día Kòoch, que siempre había
estado bastado a si mismo, se sintió muy solo y se puso
a llorar. Lloro tantas lagrimas, durante tanto tiempo, que contarlos
seria imposible. Y con su llanto se formo el mar, el inmenso océano
donde la vista se pierde.
Cuando
Kòoch se dio cuenta de que el agua crecía y que
estaba a punto de cubrirlo todo, dejo de llorar y suspiro. Y ese
suspiro tan hondo fue el primer viento, que empezó a soplar
constantemente, abriendose paso entre la niebla y agitando el
mar.
Algunos dicen que fue así, por los empujones del viento,
que la niebla se disipo y apareció la luz, pero otros opinan
que fue Kòoch el inventor de la claridad. Cuentan que,
en medio del agua y envuelto en la oscuridad, deseo contemplar
el extraño mundo que la rodeaba. Se alejo un poco a través
del negro espacio y, como no podía ver con nitidez, levanto
el brazo y con su gesto hizo un enorme tajo en las tinieblas.
Dicen también que el giro de su mano origino una chispa,
y que esa chispa se convirtió en el sol.
Xàleshen,
como llamaban los tehuelches al gran astro, se levanto sobre el
mar e ilumino ese paisaje magnifico: la inmensa superficie ondulada
por el viento, cuyo soplo retorcía cada ola hasta verla
deshacerse bajo su tocado de espuma.
El sol formo las nubes, que de allí en mas se pusieron
a vagar, incansables, por el cielo matizando el agua con su sombra,
pintándola con grandes manchones oscuros. Y el viento las
empujaba a su gusto, a veces suavemente y a veces en forma tan
violenta que las hacia chocar entre si. Entonces las nubes se
quejaban con truenos retumbantes y amenazaban con el brillo castigador
de los relámpagos.
Luego
Kòoch se dedico a su obra maestra. Primero hizo surgir
del agua una isla muy grande, y luego dispuso allí los
animales, los pájaros, los insectos y los peces. Y el viento,
el sol y las nubes encontraron tan hermosa la obra de Kòoch
que se pusieron de acuerdo para hacerla perdurar: el sol iluminaba
y calentaba la tierra, las nubes dejaban caer la lluvia bienhechora,
el viento se moderaba para dejar crecer los pastos... la vida
era dulce en la pacífica isla de Kòoch. Entonces
el creador, satisfecho, se alejo cruzando el mar. A su paso hizo
surgir otra tierra cercana y se marcho rumbo al horizonte, de
donde nunca mas volvió.
Y
así hubieran seguido las cosas en la isla de no ser por
el nacimiento de los gigantes, los hijos de Tons, la Oscuridad.
Un día, uno de ellos, llamado Nòshtex, rapto a la
nube Teo y la encerró en su caverna.
Sus
hermanas buscaron a la desaparecida a lo largo y a lo ancho del
cielo, pero nadie la había visto. Entonces, furiosas, provocaron
una gran tormenta. El agua corrió sin parar, desde lo alto
de las montañas, arrastrándolas rocas, inundando
las cuevas de los animalitos, destruyendo los nidos, arrasando
la tierra en una inmensa protesta... Después de tres días
y tres noches Xàleshen quiso saber el motivo de tanto enojo
y apareció entre las nubes. Enterado de lo sucedido, esa
tarde, al retirarse detrás de la línea donde se
junta el cielo con el mar, le contó a Kòoch las
novedades, y Kòoch le contesto:
-Te
prometo que, quien quiera que haya raptado a Teo, será
castigado. Si ella espera un hijo, ese será mas poderoso
que su padre.
A
la mañana siguiente, apenas asomado el sol comunico la
profecía a las nubes agolpadas en el horizonte y estas,
enseguida, se lo contaron a Xòchem, el viento que corrió
hacia la isla y difundió la noticia aquí y allá,
anunciándola a quien quisiera oírla. Y el chingolo
se lo contó al guanaco, el guanaco al ñandú,
el ñandú a zorrino, el zorrino a la liebre, al armadillo,
al puma... Después Xòchem soplo el mensaje en las
puertas de las cavernas de los gigantes, para que no quedara nadie
sin enterarse.
Así escucho Nòshtex las palabras de Kòoch,
y tubo miedo de su pequeño enemigo, que ya vivía
en el vientre de Teo. Voy a matarlos , pensó,
voy a matarlos y a comérmelos a los dos. Golpeo
salvajemente a Teo mientras dormía, arranco al niño
de sus entrañas y, sin mirar a su hijo abandonado en el
suelo de la caverna, la despedazo.
Pero
alguien mas, adentro de la cueva, había escuchado a Xòchem.
Era Terr-Werr, una tuco-tuco que vivía en su casa subterránea
excavada en el fondo de la gruta. Dicen que fue ella la que salvo
al bebe, la que, sigilosamente, en el mismo momento en que el
monstruo levantaba a su hijo para devorarlo, le mordió
el dedo del pie con todas sus fuerzas, la que escondió
al niño debajo de la tierra antes de que el gigante pudiera
reaccionar...
Sin
embargo, el refugio era demasiado precario. Nòshtex cruzaba
la caverna haciéndola temblar con sus pasos de gigante,
recorría la isla buscando al cachorrito que apenas había
visto, a ese hijo que en cuanto creciera iba a traicionarlo.
Entonces Terr-Werr pidió ayuda al resto de los animales:
¿ Dónde esconder al bebe?, ¿ Cómo
ponerlo a salvo del gigante?
Cuentan que todos los animales hicieron una asamblea para discutir
el asunto. Que Kìuz, el chorlo, era el único conocedor
de la otra tierra que, mas allá del mar, había creado
Kòoch antes de recluirse en el horizonte, y que propuso
enviar allí al niñito. Así comenzaron los
preparativos para la fuga secreta.
Una
madrugada, cuando el hijo de Teo y el gigante estuvo listo para
partir, Terr-Werr lo llevo hasta las inmediaciones de una laguna
y lo escondió entre los juncos. Desde allí llamo
a Kìken, el chingolo, para que a su vez le transmitiera
el mensaje: Todos los animales fueron convocados para escoltar
al niño. Algunos, como el puma, se negaron. Otros, como
el ñandú y el flamenco, llegaron demasiado tarde.
El zorrino iba tan contento al encuentro de la criatura que, interceptado
por el gigante, no supo guardar el secreto. Así enterado,
Nòshtex se dirigió a grandes pasos hacia la laguna,
pero el pecho-colorado, instruido por Terr-Werr, lo distrajo con
su canto. Por eso no llego a tiempo para ver como el cisne se
acerco al niño nadando majestuosamente y lo coloco sobre
su lomo, ni como carreteó luego para levantar vuelo. Solo
alcanzo a distinguir en el cielo un pájaro blanco que,
con su largo cuello estirado y las alas desplegadas, volaba delicadamente
hacia el oeste. Así, en su colchoncito de plumas, se alejaba
el protegido de Kòoch hacia la tierra salvadora de la Patagonia.