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Hace
mucho tiempo, en Katrü-Katrü, junto al lago Nonthúe,
un muchacho cuidaba sus ovejas. Todos los días las llevaba
a pastar entre las grandes rocas partidas que tachonan el valle
y las acompañaba hasta el borde del agua.
Un día, mientras el rebaño se dispersaba, el pastor
advirtió sobre el suelo, entre las piedras, huesos, plumas,
cueros y otros restos de animales que formaban una especie de huella.
Intrigado, siguió el reguero que se adentraba un poco en
la montaña y desembocaba en una cueva rocosa y oscura. La
gruta parecía profunda, y el muchacho se interno en ella
en cuatro patas, tanteando el suelo con sus manos a cada paso. Al
tocar la superficie fría y húmeda, sentía que
se apoyaba sobre muchas piedritas sueltas. Tomo un puñado,
retrocedió y, a la luz del sol, vio con gran sorpresa que
lo había juntado eran pepitas de oro.
Durante todo el día el muchacho penso que hacer. Decidió
contarles a sus amigos el descubrimiento que había hecho
y explorar junto la cueva. Vendrían esa misma noche a llevarse
el tesoro.
El
grupo caminaba hacia la cueva guiado por el pastor. Cuando ya iban
llegando no sé que temor los hizo detenerse a poca distancia
de la entrada, iluminada por la luna llena. Entonces vieron, sentado
en un peñasco a la vera de la cueva, a un hombre negro como
un tronco chamuscado, con la cabeza erguida y el pelo prolijamente
alisado. Mirándolo mejor, advirtieron que solo era hombre
de la cintura para arriba, la otra mitad era el cuerpo grueso y
largo de una gran serpiente, enroscado debajo de su torso. El susto
fue tan grande que todos, menos el pastor, murieron allí
mismo, fulminados por la terrible visión. El muchacho se
fue corriendo a buscar ayuda, pero cuando los familiares de los
muertos llegaron al lugar a recoger los cadáveres y, lleno
de furia, quisieron abalanzarse sobre el monstruo, les paso lo mismo
que a sus hijos y hermanos: cayeron aniquilados.
Entonces
se decidió formar un ejercito para atrapar al hombre-serpiente,
que seguía sentado en su roca, imperturbable, enroscando
y desenroscando lentamente su larga cola. Provistos de grandes palos,
los hombres lo rodearon y se le acercaron, amenazándolo con
los garrotes. Así pudieron apresarlo. Lo subieron a un carro
tomándolo de los sobacos, torpemente, porque nadie quería
tocar el cuerpo escamoso y frío que le nacía de la
cintura. El Bienpeinado, como le decían todos, arrastro su
cola por el suelo, con un ágil movimiento la levanto hasta
el carro y la enrosco a un costado.
Los
hombres llevaron al monstruo hasta una gran planicie, donde lo matarian.
Lo empujaron para bajarlo del vehículo y alli quedo, sentado
en el pasto ondulante, siempre con la cabeza erguida y la mirada
dirigida al lago. Una multitud esperaba en el lugar para contemplar
el espectáculo. Muchos gritaban desde el corro, pidiendo
la muerte del hombre-serpiente, pero nadie se animaba a acercársele.
Solo una pequeña vieja mapuche se adelanto lentamente y se
sentó frente al monstruo, arrebujada en su mantón.
Entonces el Bienpeinado hablo por primera vez:
-
No me maten!!!!! les dijo Si lo hacen, sufrirán
una gran desgracia. El lago crecerá e inundara este campo,
el valle sembrado, las casas y los bosques. Arrastrara los animales
y los chicos, se quedaran sin nada. Y lo que no se haya llevado
la inundación lo destruirán los terremotos. En cambio,
si no me maltratan, les daré una buena cantidad de oro, que
podrán repartir. Pero, antes, devuélvanme a mi cueva.
Y
en medio del silencio que se produjo, a la vista de todos, el Bienpeinado
comenzó a expulsar, como si fueran excrementos, pepitas de
oro. En poco tiempo la planicie se cubrió de trocitos dorados
que la gente, enloquecida, juntaba a manos llenas.
Solamente
la vieja desprecio la cosecha. Se quedo sentada observando atentamente
al Bienpeinado, y su mirada estaba llena de compasión. Por
fin se levanto, se escupió en la mano derecha y se la tendió
al hombre-culebra, que la estrecho con la suya. Y así compartieron
sus grandes secretos. Agotado el oro, los hombres volvieron a cargar
al Bienpeinado en el carro, que dio la vuelta y se marcho camino
a la cueva, seguido por la multitud, dejando atrás solo a
la vieja mapuche sentada en medio de la planicie.
Al
llegar a las cercanías de la gruta los esperaba una sorpresa:
el paisaje había cambiado, ya nada parecía ser como
antes, y donde había estado la cueva se levantaban ahora
dos orboles separados por cierta distancia que sostenían
en el nacimiento de sus copas una estaca horizontal. de la estaca
pendía un cuero de guanaco que el viento hacia ondular, azotándolo
furiosamente.
La
gente, que supo reconocer la señal, se detuvo. En silencio
todos se volvieron hacia el prisionero, pero el carro estaba vacío,
y ya nunca nadie vería otra vez al Bienpeinado. Cuando buscaron
entre sus ropas las pepitas de oro que les había regalado,
solo encontraron excrementos...
Volvieron
entonces hasta la planicie donde había ocurrido el milagro,
pero en su lugar había un bosque, cuyo suelo estaba cubierto
de pequeñas y desconocidas flores doradas. Los mapuches llamaron
a la flor nueva Kuram-filu, que quiere decir huevo
de culebra. Y el que se fijo bien supo distinguir que sus
pétalos formaban la figura de una mujer sentada y envuelta
en su amplio Küpan, con el mentón saliente y tres pequeños
rodetes en la cabeza.
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