Ni soy, ni puedo, ni quiero ser imparcial. Si lo hiciera,
sería como apostatar de mi apellido, avergonzarme de mi condición, escapar de mi
biografía. Camino ya de los cincuenta, durante más de las tres cuartas partes de
mi vida este personaje preside muchos de mis actos, pensamientos, gustos e
inquietudes. De un modo involuntario e inevitable, pero a la vez consentido y
plenamente justificado.
Serrat forma parte de mí, y punto. Lo digo sin presunción ni rubor alguno.
Tan dentro de mí como cualquiera de mis vísceras. Una unión que ha resistido
modas y momentos. Desde siempre y
para siempre, tal como reza el título de la página web que un día lancé en
Internet como particular homenaje a su figura y que hoy –para mi suerte- se ha
convertido en obligado lugar de encuentro para muchos serratianos ínter nautas.
Siempre había considerado mi debilidad por sus canciones como un mero hecho
individual e intransferible. Un sentimiento íntimo, místico, casi secreto,
aunque ello no me impidiera ejercer de propagandista de sus éxitos para captar
adeptos a la causa. Pero nunca me vi como un fanal
uso. Nada de grititos ni fotos ni autógrafos. Pensaba que podía minimizar su
importancia como músico y poeta si lo prendiera en la solapa como uno lleva la
insignia de su equipo de fútbol favorito (que tampoco la llevo). Sería como
vulgarizarlo, manosearlo casi.
Tenía mis propias reglas. Disfrutaba de sus discos de una manera especial.
Porque no me bastaba con escuchar las canciones. Necesitaba más. Investigaba sus
versos en busca de posibles mensajes ocultos y dobles intenciones. Repasaba la
métrica, valoraba acordes, fantaseaba con el devenir de las historias que allí
se contaban. Hasta me propuse aprender catalán para no perderme en sus otras
canciones, esas de sonoridad tan extraña para los oídos de un andaluz y que sin
embargo, fueron las que lograron que el hechizo funcionara desde la primera vez
que pude escuchar sus Paraules
d'amor. Mi pretendida Piedra Roseta llegó con forma de Gramática
Catalana. Bendito manual. Ya tenía las claves para encontrarme con ese
muchacho que me sonreía desde las portadas de los singles,
armado de largas patillas y con dos enigmáticos lunares, estratégicamente
situados e imposibles de imitar.
Durante mucho tiempo, además de ser el artista que más sonaba en mi
tocadiscos, Joan Manuel aportaba soluciones a mis carencias. Allí estaba,
siempre dispuesto a aprovisionarme para aquellos casos que lo requerían:
estudiaba sus ademanes, copiaba sus peinados y camisas, robaba sus versos para
mis cartas de amor, y sobre todo, me hacía sentir la presencia del hermano mayor
que nunca tuve, y que ahora sé que tengo. El que dirigió mis gustos, alimentó
mis aficiones, participó de mis logros y alivió mis soledades. El que con sus
canciones me hizo mejor persona. Mi modelo de aprendizaje. Mi maestro.
Fueron pasando los años. Y el fenómeno seguía intacto. La magia funcionaba.
Uno va cambiando, pero en eso no. Sigue donde estaba. Hoy día cuando contemplo
la estela que todo hombre deja a popa, aún rememoro hechos vividos refiriéndome
al título del LP publicado ese año: el primer amor (Com ho fa el vent),
el curso del Preu (Serrat 4), los estudios de medicina (Miguel
Hernández), mis heridas de amor (Per al meu amic), Serrat en Ayamonte
(Piel de manzana), mi boda con Charo (Tal com raja), apruebo las
oposiciones (En tránsito), nacen mis hijas (Fa vint anys, Material
sensible), muere mi padre (Utopía), etc.
Y llegó ese día en que decido publicar la página web. Muchas veces he
comentado que mi vida cambió bruscamente a partir de esa fecha (Marzo de 1999).
El contacto con otros seguidores, el intercambio de conocimientos y la
investigación de los distintos vericuetos que alberga el universo serratiano me
hicieron descubrir las verdaderas dimensiones del artista. Vislumbrar un nuevo
sentido en su obra. Serrat dejaba de ser para mí un asunto individual para
convertirse en un fenómeno sociológicamente universal e intemporal.
Mi buzón se iría llenando de centenares de vivencias envueltas en mensajes,
sentimientos de gentes de todos los mundos que transmitían sus emociones y me
hacían partícipe de su cariño hacia el que creo que es el fenómeno artístico y
cultural más importante de la cultura popular en España y Latinoamérica de los
últimos cuarenta años.
Suprimí entonces mis iniciales barreras y abrí las puertas. Aprendí a verlo
desde las ópticas de los demás serratianos. Ello me enriquecía doblemente, pues
me permitía profundizar en su obra y a la vez, alimentarme con los sentimientos
ajenos. Porque, por encima de todo, Serrat es alguien fundamentalmente querido
por su pueblo, por todos los pueblos.
Era inevitable que eso sucediera. El público siempre ha sabido reconocer en
Joan Manuel su autenticidad, su compromiso, su entrega. El pueblo sabe separar
el grano de la paja, huye de modas, desprecia oportunistas serpientes de verano, triunfitos y
nostálgicos revividos por el más interesado de los marketing.
Hoy es un clásico en activo, un mito viviente, un lujo necesario, la leyenda
indiscutible, un referente musical y un icono de nuestra cultura. El primero de
los ecologistas, padrino de poetas olvidados, maestro de estilo de vida, feroz
defensor de los derechos humanos, martillo de corruptos y dictadores.
Sus canciones las llevamos pegadas a la piel, inherentes a nuestra condición
de humanos. No hay duda de que forman parte de la banda sonora de nuestras
vidas. Droga bendita y necesaria, pan de cada día, elixir y bálsamo cotidianos.
Y sin antídoto posible. No lo hay para aquellos que caímos en sus redes.
Pero pienso que por encima de todos los adjetivos, Serrat es un aventajado
seductor. Un mago sin chistera capaz de componer sus canciones al más puro
estilo prêt-à-porter. La gente
se viste y se calza con ellas, las estiran y recortan, las sube el dobladillo
para la ocasión, las personaliza hasta el punto de hacerlas suyas. Su primitivo
origen ya no importa, todos sufrimos a alguna Helena,
amamos a nuestra particularLucía, nos afligimos con las tietas,
Benitos y yunteros que
encontramos en el camino. Serrat nos dio todo hecho. Lo escribió y lo cantó
todo.
Y sin embargo, todavía hoy sigue sorprendiendo y cautivando. Al público
llano y al más agudo. Al sencillo y al complicado. A las derechas y a las
izquierdas. A los del Sur y a los del Norte. La irrupción de sus canciones en la
vida de cada persona es como un rayo en la noche oscura, hierro que marca a
fuego, bautismo iniciador, verdadera seña de identidad.
Para demostrar su poder de seducción nada mejor que verlo desde el patio de
butacas o desde el mismísimo gallinero en un concierto. Ese tipo del escenario
se las arregla para hipnotizar al espectador de forma que queda convencido que
se encuentra sólo en el recinto, que Serrat únicamente está cantando para él, y
que lo demás no existe. Me gusta volver la cabeza cuando voy a sus recitales.
Miro a mi espalda, a los lados, a los palcos... En todas partes veo rostros
ensimismados, en tensión o del todo relajados. Fruncen gestos, derraman
lágrimas, sueltan suspiros, arrojan piropos (de todos los tipos), se rompen las
manos para aplaudir. Magia y seducción en estado puro.
Esto no es un panegírico aunque lo parezca. Es tan sólo una constatación de
hechos, una prueba de autos, la inspección ocular, el reconocimiento del
terreno. Porque además de su faceta como artista, los que lo conocemos sabemos
de sus otras virtudes. Su extremada sencillez nos permite mirarlo cara a cara,
reconocer al amigo, al compañero. Su humanidad, su coherencia, su pensamiento,
su lucha por los desfavorecidos, su solidaridad con los débiles. La voz que
nunca calla ante la injusticia y que nos proporciona un manual de comportamiento
ciudadano.
Serrat siempre fue mucho más que todo eso. Lo sigue siendo. Amigo de sus
amigos y hermano de sus compañeros de profesión, que le tienen un gran respeto y
cariño. Centenares de artistas llevan en su equipaje su dosis de influjo
serratiano. Enseñó a cantar y a componer a muchos cantantes. A presentar sus
canciones y a comunicarse en el escenario. Dignificó el trabajo del cantautor,
les abrió caminos en otros mercados, luchó con discográficas y monopolios en
aras de una profesión en muchos casos vilipendiada por los más oscuros intereses
comerciales.
Ejemplo de bilingüismo, capaz de lograr la perfecta convivencia entre dos
idiomas complementarios e imprescindibles. Vencedor del debate gramatical e
impulsor del broche final a la nova
cançó con su disco homenaje de
1996. Y por si fuera poco, hasta ejerce de proselitista de culés–aunque
en eso no pudo conmigo-, convirtiéndose por derecho propio en el mejor embajador
de Cataluña en el mundo, como lo prueba el entusiasmo con el que reciben sus
canciones en lengua paterna al otro lado del charco o el hecho de que su antigua
casa de la calle del Poeta Cabanyes sea hoy un lugar de peregrinaje obligado
para los serratianos que visitan Barcelona.
El cocinero de nuestras emociones, comunicador de vivencias, notario de
sentimientos, poeta de lo cotidiano, buscador de la ética y de la estética,
espejo de generaciones y verdadera rosa de los vientos ante temporales.
Reivindicador de la copla, rescatador del tango, polifacético en géneros,
todoterreno de la canción, consumado prologuista, pionero e innovador, capaz de
narrar cuentos infantiles o travestirse de Radio
con Botas para repasar la
historia de nuestro país.
Tienen mucha razón nuestros amigos latinoamericanos cuando afirman que Serrat
es como Gardel, que cada día canta mejor. O aquellos otros que aseguran que
podría vender un disco en el que tan sólo recitase la guía telefónica. Son sus
armas de seducción, su embrujo de mago, su indiscutible impronta.
Su último trabajo consiste en vestir sus canciones de siempre con el brillo
que le aporta el manto de una orquesta sinfónica. Nos vale. Que cambie el
paisaje, el decorado. Tú no cambies, maestro. Sigue siendo tú. El seductor.
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