Muerte y resurrección

En la hora de la muerte

Se dice que en la hora de la muerte el pensamiento de las personas tiende a sufrir un cambio radical. Los más duros ateos se volvieron, casi en el último minuto, mansos como corderos. «La mayoría», descubrió por ejemplo Elisabeth Kübler-Ross tras sus investigaciones sobre las experiencias de la muerte próxima, «sufren un cambio radical. Todos valores cambian. Ya no son tan materiales, tan pendencieros. El individuo se vuelve mucho más espiritual.» ¿Significa esto que cuando casi está «con un pie en la tumba» el ser humano puede reconocer de pronto con claridad lo que de verdad cuenta en la vida?

En cualquier caso, esa situación límite puede ayudarle a comprender que la acumulación de cosas materiales, o de distinciones, honores e influencia no es lo último y auténtico. Puede contribuir a una revisión de los valores, pero no necesariamente, pues también se dan los embotamientos y endurecimientos del alma que no liberan la mirada. En realidad, en esas situaciones límite sólo se manifiesta y se abre paso lo que en cierto modo uno lleva dentro. En este sentido no se debería apostar tan fácilmente por la última hora, ni dejar que se agote completamente la provisión del bien para que, por recordar la parábola del Señor, siga habiendo aceite en la alcuza cuando el novio llame a la puerta.

Hay un antiguo dicho católico: «Tal como es su domingo, así será el día de su muerte».

Alude exactamente a lo mismo. Si Dios y el domingo han desaparecido totalmente de la vida, faltan las reservas para realizar esta última transformación. Aunque la gracia de Dios es inagotable, no hay que dejar extinguirse estas calladas reservas en el alma, para que cuando se las necesite no las encuentre completamente vacías, y esto debería constituir toda una advertencia.

La resurrección de cada uno

Decía usted que Dios nos dará en el Más Allá un nuevo cuerpo: ¿significa esto que nadie será como era?

La resurrección en el día del juicio final es, en cierto sentido, una nueva creación, pero preservará la identidad de la persona en cuerpo y alma. Santo Tomás dice al respecto que el alma es la fuerza moldeadora del cuerpo, la que crea el cuerpo. Por tanto, identidad significa que el alma, a la que mediante la resurrección se le regala de nuevo su capacidad moldeadora, construye también un cuerpo idéntico desde dentro. Especular con el aspecto exacto que puedan tener la corporalidad y la materialidad de los resucitados me parece, en cualquier caso, inútil.

JOSEPH RATZINGER (Benedicto XVI) Una conversación con Peter Seewald pp. pp. 410-413, Ed. Debolsillo, 2005 (Gott und die Welt, 2000)





LA MUERTE

Hacia tiempo que no visitaba a los difuntos.

En la enorme necrópolis comprobé, una vez más, el destino inevitable de los que siguen el camino de la carne. Miles de tumbas con miles de cadáveres putrefactos a los que me uniré algún dia. Entonces surge el dilema: cual es el mejor camino a seguir en la vida ante la certeza, la única que tenemos, de la muerte. Por un lado, el sendero dominante en la sociedad actual, el hedonismo desaforado sintetizado en la típica expresión tan en boga desde hace décadas del "sexo, drogas y rock'n roll".

Despues de cavilar unos minutos, la conclusión es inequívoca: este camino es en apariencia más placentero, pero tiene dos defectos. El ritmo de vida descrito, sin duda aceleraria mi conversión en otro fiambre más como los que me rodeaban, pues el cuerpo resiste el machaque, pero solo hasta un límite. Y, por otro lado, las expectativas una vez llegados a este punto tampoco parecen muy alentadoras. Mirando de cerca las tumbas, percibo escasas diferencias entre ellas, y resulta imposible discernir aquellos muertos que llevaron una vida hedonista de los otros de vida más recatada. Todo es carne, huesos y gusanos engordando. Me temo que, una vez muertos, las alegrias de la vida son tan insignificantes como efímeras.

No, me digo, ese no es el camino al que encaminar mis pasos. Prefiero dirigirme al Reino de la Luz y del Amor Perpetuos. El paraiso prometido por Dios a los hombres dignos de merecerlo. La duda? preguntarán muchos. La duda es inevitable cuando no existe la evidencia irrefutable. Y la evidencia definitiva no existe porque la libertad de elección no seria entonces posible. De todas formas, aceptemos el hecho. Quizás al final, nada de todo esto se realice como pensamos. Quizás el famoso paraíso no exista y nosotros no seamos más que un vulgar experimento fallido de alguna Entidad Creadora. Pero, al final, la racionalidad se impone: así y todo, no tenemos gran cosa que perder y una eternidad que ganar.

Merece la pena arriesgarse. CON LA MUERTE EMPIEZA LA VIDA AUTENTICA. Esto es lo que se deduce inequívocamente de las palabras de Jesús.

Este que nos rodea es un mundo inferior al que hemos venido para examinarnos. Todo lo que nos rodea es perecedero, esta realidad es finita, el hombre, sus proyectos, el cielo, el mar, el planeta Tierra, el sol, el universo entero, todo, al final, desaparecerá. Jesús lo confirmó:

EL CIELO Y LA TIERRA PASARÁN, PERO MIS PALABRAS NO PASARÁN. (Mt. 24:35)

Esta es la única realidad a la que podemos agarrarnos con total seguridad. Dios, el Eterno, nos tiende Su mano a través del sacrificio de Su Hijo, Jesús, para que nos liberemos de las cadenas que nos aprisionan al mal.

HE VENIDO A DAR MI VIDA EN RESCATE POR MUCHOS (Mt. 20:28).

Sólo una vez liberados del pecado y purificados con el sacrificio de Cristo (al que estamos unidos por medio de la Comunión Eucarística de Su Cuerpo y Su Sangre), puede el hombre alcanzar la dignidad para la que fue creado: ser hijo de Dios, y gozar con Su presencia per saecula saeculorum. AMEN




 

MI ABUELA Y VOLTAIRE



Recuerdo que hace años fui a visitar a mi abuela. Estaba en una situación poco favorable: enferma y sola, tras la muerte de su marido. Contra lo que era lo acostumbrado en ella, me recibió muy sonriente, exultante. Su cara irradiaba una alegría descomedida, realmente inaudita para una mujer con tan pocos motivos de felicidad. Por alguna razón que entonces no acertaba a comprender, se deshacía en continuas despedidas, "Yo ya me marcho", decía, repetidamente, sin que yo pudiese llegar a comprender el significado de aquellas palabras, y, aún menos, aquella enigmática felicidad que irradiaba su cara.

Al cabo de algún tiempo, efectivamente, moría plácidamente.

Sin temor a equivocarme, puedo afirmar que mi difunta abuela, que fue una auténtica santa durante toda su vida, recibió la visita de algún Enviado para prepararla para su definitivo pase a la vida auténtica.

Este es un hecho que parece repetirse con una cierta frecuencia en personas sencillas, con cierto renombre de santidad. Otro caso de un conocido mío es similar. Su madre, justo el día de su muerte, fue a visitar todas las casas del pequeño pueblo donde vivía para despedirse, siempre con la habitual sonrisa radiante de felicidad, de todos sus vecinos.

Es una historia que se repite, y la Biblia puede aportar alguna luz al respecto:

Juan 14, 21

El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él.

Como se puede comprobar en este pasaje, el Señor se manifiesta a aquellos que guardan Sus mandamientos.

Sin embargo, tenemos el reverso de la moneda en los pecadores empedernidos y no arrepentidos ni siquiera en el momento final de la muerte.

Estos pobres diablos también reciben sus visitas postreras, y la cara que les queda a continuación poco tiene que ver con la felicidad. Existen muchos casos históricos documentados, entre ellos los de Lutero y Voltaire.

Los hombres reciben su salario de aquéllos para los cuales han trabajado durante sus vidas.

He aquí el trágico final de este último relatado por un testigo directo:

Sin preparación próxima ni remota, o sea, ausencia total de preparación. Es la muerte de los grandes impíos, de los grandes incrédulos, de los grandes enemigos de la Iglesia; la muerte de los que no se han contentado con ser malos, sino, que además han sido apóstoles del mal, han sembrado semilla de pecado, han procurado arrastrar a la condenación al mayor número posible de almas. Esta es la muerte de los grandes impíos, de los grandes herejes enemigos de la Iglesia.

La muerte suele ser un reflejo de la vida, salvo rarísimas excepciones... Esta fue la muerte de VOLTAIRE, "el de las grandes carcajadas", quien afirmaba que la Iglesia debía ser aplastada por ser una institución "radicalmente infame": "Yo estoy cansado de oír que a CRISTO le bastaron doce hombres para fundar una Iglesia y conquistar el mundo. Voy a demostrar que basta uno sólo para destruir la Iglesia de CRISTO". ¡Pobre! el destruído fue él.

Ved... he aquí la declaración del médico Mr. TRONCHIN, protestante, que asistió en su última enfermedad al patriarca de los incrédulos modernos.

Va a decirnos él, personalmente, lo que vió:

"Poco tiempo antes de su muerte, Mr. Voltaire, en medio de furiosas agitaciones gritaba furibundamente: "Estoy abandonado de Dios, y de los hombres. Se mordía los dedos, y echando mano a su vaso de noche, se lo bebió, hubiera querido yo, que todos los que han sido seducidos por sus libros, hubieran sido testigos de aquella muerte. No era posible presenciar semejante espectáculo".

La Marquesa de La Villeta, en cuya casa murió Voltaire y que presenció sus últimos momentos escribe textualmente:

"Nada más verdadero que cuanto dice Mr. TRONCHIN -el médico, cuyas declaraciones acabo de leer- afirma sobre los mismos instantes de Voltaire. Lanzaba gritos desaforados, se revolvía, se le crispaban las manos, se laceraba con las uñas. Pocos minutos antes de expirar llamó al abate GUALTIER. Varias veces quiso hicieran venir un Ministro de Jesucristo. Los amigos de Voltaire, que estaban en casa, se opusieron bajo el temor de que la presencia de un SACERDOTE que recibiera los suspiros de su patriarca, derrumbara la obra de su filosofía y disminuyera sus adeptos. Al acercarse el fatal momento, una redoblada desesperación se apoderó del moribundo. Gritaba diciendo que sentía una mano invisible que le arrastraba ante el Tribunal de DIOS. Invocaba con gritos espantosos a aquel CRISTO que él había combatido durante toda su vida; maldecía a sus compañeros de impiedad; despues, profería injurias al cielo una vez y otra; finalmente, para calmar la ardiente sed que lo devoraba llevose su vaso de noche a la boca. Lanzó un último grito y expiro entre inmundicias y la sangre que le salía de la boca y de la nariz".

Esta, es la muerte sin preparación próxima y remota. Conste, no es que yo, afirme la condenación de Lutero o de Voltaire; yo no digo que están en el infierno. La Iglesia no lo ha dicho jamás. No sabemos lo que pudo haber ocurrido un segundo antes de separarse el alma del cuerpo, cuando se había producido ya el fenómeno de la muerte aparente. Pero sabemos lo que pasó en los últimos momentos de su vida, puesto que lo presenciaron los testigos que acabo de citar. Si están en el infierno o no, eso no lo podemos asegurar, puesto que la Iglesia no lo ha dicho jamás.

Pero que terrible manera de comparecer ante DIOS; sin preparación próspera ni remota...







VISITAS DE ULTRATUMBA


Poco tiempo atrás, una conocida me relataba una experiencia sorprendente. Su marido se había despertado en medio de la noche y a los pies de la cama encontró a su padre fallecido. Estaba sentado sobre las mantas, vestía un traje largo, todo blanco y miraba para él. Le preguntó por su hija y le hizo algunas predicciones para el futuro, asegurándole que años más tarde sería muy afortunado. Luego se desvaneció. El hombre despertó a su mujer, que dormía a su lado. La mujer no dio crédito a las palabras de su marido, que afirmaba una y otra vez que no había sido un sueño.

No es la primera vez que me encuentro con este tipo de sucesos. Conozco algún caso más, relatado por personas fiables. En este caso concreto, el hombre era un ateo o un indiferente sin ninguna práctica religiosa. En mi opinión la aparición fue real. El alma de su difunto padre estaba realmente allí para aportar un poco de luz sobrenatural a la mente de este hombre nada espiritual. Este tipo de luces son gracias divinas que buscan impactar las mentes adormecidas de los ateos para que vuelvan su mirada a Dios y así puedan salvar sus almas por medio de la fe.



Aúnque son sorprendentes, estos hechos están muy documentados. Las apariciones de personas recién fallecidas a sus familiares resultan tan frecuentes que los parasicólogos anglosajones incluso les han puesto un nombre que traducido sería algo así como "apariciones de despedida".



En este caso concreto me llamó la atención el hecho de la vestimenta del aparecido. En el libro del Apocalipsis, el apóstol San Juan nos señala que los santos visten largas túnicas blancas. Y esta misma era la vestimenta de la aparición, por lo que parece deducirse que este hombre ya había lavado sus culpas en la sangre del Cordero, tal como atestigua el apocalipsis que hacen los santos que pasan a la eternidad.



Pero no siempre son santos los que se aparecen. Conozco al menos un caso fiable sobre una aparición demoníaca. Por el relato de esta mujer, parecía tratarse del mismo demonio el que una noche se le apareció en su dormitorio. Se trataba de tres figuras androformes, vestidas con largas túnicas de color marrón oscuro. Llevaban las cabezas cubiertas con capuchas y sus caras eran una sombra oscura. Sin entrar en más detalles, diré simplemente que le hicieron pasar un mal rato.

Estos son casos del presente, conocidos por mi, pero en el pasado también existen casos bien documentados.



Podemos leer en la vida de san Ricardo de Santa Ana:

En su ciudad, había dos estudiantes que eran viciosos y dados a los escándalos. Una noche se encontraban en una casa de mala reputación. Después de algún tiempo, uno de ellos dijo al otro: "Vámonos. Ya he tenido bastante por hoy." Y el otro respondió: "Yo aún no he tenido bastante."

El primero se marchó y fue a su casa. Se iba a acostar y entonces se acordó de la oración diaria que acostumbraba a rezar a la Santa Virgen María. A pesar de que no sentía ninguna inclinación para este rezo, empezó este acto de devoción.

Apenas había acabado cuando oyó que llamaban a la puerta. Una segunda y una tercera vez oyó los golpes, pero no deseaba reponder.

De pronto, el compañero que había dejado poco antes en la casa de mala reputación entró en el cuarto, ¡con la puerta cerrada! Había un silencio sepulcral. Entonces, su compañero dijo: "¿No me reconoces?"

En verdad, el hombre que acababa de recitar su oración, replicó: "Ver tu cara y oír tu voz me dice que eres el compañero que he dejado hace unos momentos; pero tu repentina y sorprendente aparición aquí me hace dudar."

El misterioso visitante exhaló un largo suspiro. "No", dijo, "mientras estábamos en la casa de mala reputación, ignorando todo temor de Dios, Satán nos llevó ante el divino Tribunal y proclamó una sentencia de condenación contra nosotros dos. El Soberano Juez dictó sentencia y era ya sólo cuestión de ejecutarla, pero la Virgen, tu abogada, intercedió a tu favor en el mismo momento en que tú La invocabas. Tu juicio ha quedado diferido, pero el mío ha sido ejecutado porque cuando abandoné la casa donde cometí mis crímenes, fui estrangulado: el diablo tomó mi alma de mi cuerpo y la llevó al infierno, donde ahora arde."

Diciendo esto, descubrió su pecho y lo mostró comido por los gusanos y devorado por fuego. Luego, dejando un terrible hedor, desapareció.

El joven que había sido salvado por Nuestra Señora, permaneció en una especie de estupor hasta que de pronto oyó las campanadas de medianoche que provenían del cercano convento de los franciscanos. No pudo dormir. Al amanecer, fue al convento, lanzándose a los pies del superior de los franciscanos le contó todo lo que le había ocurrido.

El superior tuvo dificultades para creer lo que le estaban diciendo, así que fue al lugar donde el estrangulamiento había tenido lugar. Entonces él encontró el cadáver, espantoso y repulsivo, yaciendo en el suelo.

Estos sucesos fueron vívidamente testificados por san Ricardo, el franciscano que entonces tenía 19 años. Fue esta historia la que provocó que se uniese a los franciscados en el convento de Nivelles. Fue martirizado en Japón en 1622.







LA MUERTE COMO ENCUENTRO CON EL PADRE



1. Después de haber reflexionado sobre el destino común de la humanidad, tal como se realizará al final de los tiempos, hoy queremos dirigir nuestra atención a otro tema que nos atañe de cerca: el significado de la muerte. Actualmente resulta difícil hablar de la muerte porque la sociedad del bienestar tiende a apartar de sí esta realidad, cuyo solo pensamiento le produce angustia. En efecto, como afirma el Concilio, «ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen» (Gaudium et spes, 18). Pero sobre esta realidad la palabra de Dios, aunque de modo progresivo, nos brinda una luz que esclarece y consuela. En el Antiguo Testamento las primeras indicaciones nos las ofrece la experiencia común de los mortales, todavía no iluminada por la esperanza de una vida feliz después de la muerte. Por lo general se pensaba que la existencia humana concluía en el «sheol», lugar de sombras, incompatible con la vida en plenitud. A este respecto son muy significativas las palabras del libro de Job: «¿No son pocos los días de mi existencia? Apártate de mí para que pueda gozar de un poco de consuelo, antes de que me vaya, para ya no volver, a la tierra de tinieblas y de sombras, tierra de negrura y desorden, donde la claridad es como la oscuridad» (Jb 10, 20-22).

2. En esta visión dramática de la muerte se va abriendo camino lentamente la revelación de Dios, y la reflexión humana descubre un nuevo horizonte, que recibirá plena luz en el Nuevo Testamento. Se comprende, ante todo, que, si la muerte es el enemigo inexorable del hombre, que trata de dominarlo y someterlo a su poder, Dios no puede haberla creado, pues no puede recrearse en la destrucción de los hombres (cf. Sb 1, 13). El proyecto originario de Dios era diverso, pero quedó alterado a causa del pecado cometido por el hombre bajo el influjo del demonio, como explica el libro de la Sabiduría: «Dios creó al hombre para la incorruptibilidad; le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sb 2, 23-24). Esta concepción se refleja en las palabras de Jesús (cf. Jn 8, 44) y en ella se funda la enseñanza de san Pablo sobre la redención de Cristo, nuevo Adán (cf. Rm 5, 12.17; 1 Co 15, 21). Con su muerte y resurrección, Jesús venció el pecado y la muerte, que es su consecuencia.

3. A la luz de lo que Jesús realizó, se comprende la actitud de Dios Padre frente a la vida y la muerte de sus criaturas. Ya el salmista había intuido que Dios no puede abandonar a sus siervos fieles en el sepulcro, ni dejar que su santo experimente la corrupción (cf. Sal 16, 10). Isaías anuncia un futuro en el que Dios eliminará la muerte para siempre, enjugando «las lágrimas de todos los rostros» (Is 25, 8) y resucitando a los muertos para una vida nueva: «Revivirán tus muertos; tus cadáveres resurgirán. Despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo; porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra parirá sombras» (Is 26, 19). Así, en vez de la muerte como realidad que acaba con todos los seres vivos, se impone la imagen de la tierra que, como madre, se dispone al parto de un nuevo ser vivo y da a luz al justo destinado a vivir en Dios. Por esto, «aunque los justos, a juicio de los hombres, sufran castigos, su esperanza está llena de inmortalidad» (Sb 3, 4). La esperanza de la resurrección es afirmada magníficamente en el segundo libro de los Macabeos por siete hermanos y su madre en el momento de sufrir el martirio. Uno de ellos declara: «Por don del cielo poseo estos miembros; por sus leyes los desdeño y de él espero recibirlos de nuevo» (2 M 7, 11). Otro, «ya en agonía, dice: es preferible morir a manos de hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él» (2 M 7, 14). Heroicamente, su madre los anima a afrontar la muerte con esta esperanza (cf. 2 M 7, 29).

4. Ya en la perspectiva del Antiguo Testamento los profetas exhortaban a esperar «el día del Señor» con rectitud, pues de lo contrario sería «tinieblas y no luz» (cf. Am 5, 18.20). En la revelación plena del Nuevo Testamento se subraya que todos serán sometidos a juicio (cf. 1 P 4, 5; Rm 14, 10). Pero ante ese juicio los justos no deberán temer, dado que, en cuanto elegidos, están destinados a recibir la herencia prometida; serán colocados a la diestra de Cristo, que los llamará «benditos de mi Padre» (Mt 25, 34; cf. 22, 14; 24, 22. 24). La muerte que el creyente experimenta como miembro del Cuerpo místico abre el camino hacia el Padre, que nos demostró su amor en la muerte de Cristo, «víctima de propiciación por nuestros pecados» (cf. 1 Jn 4, 10; cf. Rm 5, 7). Como reafirma el Catecismo de la Iglesia católica, la muerte, «para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor, para poder participar también en su resurrección» (n. 1006). Jesús «nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1, 5-6). Ciertamente, es preciso pasar por la muerte, pero ya con la certeza de que nos encontraremos con el Padre cuando «este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad» (1 Co 15, 54). Entonces se verá claramente que «la muerte ha sido devorada en la victoria» (1 Co 15, 54) y se la podrá afrontar con una actitud de desafío, sin miedo: «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?» (1 Co 15, 55). Precisamente por esta visión cristiana de la muerte, san Francisco de Asís pudo exclamar en el Cántico de las criaturas: «Alabado seas, Señor mío, por nuestra hermana la muerte corporal» (Fuentes franciscanas, 263). Frente a esta consoladora perspectiva, se comprende la bienaventuranza anunciada en el libro del Apocalipsis, casi como coronación de las bienaventuranzas evangélicas: «Bienaventurados los que mueren en el Señor. Sí -dice el Espíritu-, descansarán de sus fatigas, porque sus obras los acompañan» (Ap 14, 13).




IOANNES PAULUS II


Miércoles 2 de junio de 1999




CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA



MUERTE Y RESURRECCIÓN

988 El Credo cristiano -profesión de nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora, salvadora y santificadora- culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna.

989 Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que El los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:

Si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).

990 El término "carne" designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad (cf. Gn 6, 3; Sal 56, 5; Is 40, 6). La "resurrección de la carne" significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros "cuerpos mortales" (Rm 8, 11) volverán a tener vida.

991 Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. "La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella" (Tertuliano, res. 1.1):

¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe... ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron (1 Co 15, 12-14. 20).

I La resurrección de Cristo y la nuestra Revelación progresiva de la Resurrección

992 La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquél que mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección. En sus pruebas, los mártires Macabeos confiesan: El Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna (2 M 7, 9). Es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él (2 M 7, 14; cf. 7, 29; Dn 12, 1-13).

993 Los fariseos (cf. Hch 23, 6) y muchos contemporáneos del Señor (cf. Jn 11, 24) esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: "Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error" (Mc 12, 24). La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que "no es un Dios de muertos sino de vivos" (Mc 12, 27).

994 Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: "Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en él. (cf. Jn 5, 24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (cf. Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11), anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, El habla como del "signo de Jonás" (Mt 12, 39), del signo del Templo (cf. Jn 2, 19-22): anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (cf. Mc 10, 34).

995 Ser testigo de Cristo es ser "testigo de su Resurrección" (Hch 1, 22; cf. 4, 33), "haber comido y bebido con El después de su Resurrección de entre los muertos" (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como El, con El, por El.

996 Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). "En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne" (San Agustín, psal. 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?

Cómo resucitan los muertos

997 ¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.

998 ¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto:"los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación" (Jn 5, 29; cf. Dn 12, 2).

999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo" (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en El "todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora" (Cc de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será "transfigurado en cuerpo de gloria" (Flp 3, 21), en "cuerpo espiritual" (1 Co 15, 44): Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano..., se siembra corrupción, resucita incorrupción; ... los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,35-37. 42. 53).

1000 Este "cómo" sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo: Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección (San Ireneo de Lyon, haer. 4, 18, 4-5).

1001 ¿Cuándo? Sin duda en el "último día" (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); "al fin del mundo" (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16).

Resucitados con Cristo

1002 Si es verdad que Cristo nos resucitará en "el último día", también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo: Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos... Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col 2, 12; 3, 1).

1003 Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece "escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3) "Con El nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2, 6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos "manifestaremos con El llenos de gloria" (Col 3, 4).

1004 Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser "en Cristo"; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre: El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?... No os pertenecéis... Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo.(1 Co 6, 13-15. 19-20).

II Morir en Cristo Jesús

1005 Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario "dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor" (2 Co 5,8). En esta "partida" (Flp 1,23) que es la muerte, el alma se separa del cuerpo. Se reunirá con su cuerpo el día de la resurrección de los muertos (cf. SPF 28).

La muerte

1006 "Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre" (GS 18). En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que realmente es "salario del pecado" (Rm 6, 23;cf. Gn 2, 17). Y para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección (cf. Rm 6, 3-9; Flp 3, 10-11).

1007 La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida. Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también par hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida: Acuérdate de tu Creador en tus días mozos, ... mientras no vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio (Qo 12, 1. 7).

1008 La muerte es consecuencia del pecado. Intérprete auténtico de las afirmaciones de la Sagrada Escritura (cf. Gn 2, 17; 3, 3; 3, 19; Sb 1, 13; Rm 5, 12; 6, 23) y de la Tradición, el Magisterio de la Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo a causa del pecado del hombre (cf. DS 1511). Aunque el hombre poseyera una naturaleza mortal, Dios lo destinaba a no morir. Por tanto, la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el mundo como consecuencia del pecado (cf. Sb 2, 23-24). "La muerte temporal de la cual el hombre se habría liberado si no hubiera pecado" (GS 18), es así "el último enemigo" del hombre que debe ser vencido (cf. 1 Co 15, 26).

1009 La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición h umana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf. Mc 14, 33-34; Hb 5, 7-8), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre.La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf. Rm 5, 19-21).

El sentido de la muerte cristiana

1010 Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. "Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia" (Flp 1, 21). "Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él" (2 Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este "morir con Cristo" y perfecciona así nuestra incorporación a El en su acto redentor: Para mí es mejor morir en (eis) Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a El, que ha muerto por nosotros; lo quiero a El, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima ...Dejadme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre (San Ignacio de Antioquía, Rom. 6, 1-2).

1011 En la muerte Dios llama al hombre hacia Sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de San Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo" (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cf. Lc 23, 46): Mi deseo terreno ha desaparecido; ... hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí "Ven al Padre" (San Ignacio de Antioquía, Rom. 7, 2). Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir (Santa Teresa de Jesús, vida 1). Yo no muero, entro en la vida (Santa Teresa del Niño Jesús, verba).

1012 La visión cristiana de la muerte (cf. 1 Ts 4, 13-14) se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia: La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo.(MR, Prefacio de difuntos).

1013 La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin "el único curso de nuestra vida terrena" (LG 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. "Está establecido que los hombres mueran una sola vez" (Hb 9, 27). No hay "reencarnación" después de la muerte.

1014 La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte ("De la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor": antiguas Letanías de los santos), a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros "en la hora de nuestra muerte" (Ave María), y a confiarnos a San José, Patrono de la buena muerte: Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana? (Imitación de Cristo 1, 23, 1). Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios! (San Francisco de Asís, cant.)

Resumen

1015 "Caro salutis est cardo" ("La carne es soporte de la salvación") (Tertuliano, res., 8, 2). Creemos en Dios que es el creador de la carne; creemos en el Verbo hecho carne para rescatar la carne; creemos en la resurrección de la carne, perfección de la creación y de la redención de la carne.

1016 Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado reuniéndolo con nuestra alma. Así como Cristo ha resucitado y vive para siempre, todos nosotros resucitaremos en el último día.

1017 "Creemos en la verdadera resurrección de esta carne que poseemos ahora" (DS 854). No obstante, se siembra en el sepulcro un cuerpo corruptible, resucita un cuerpo incorruptible (cf. 1 Co 15, 42), un "cuerpo espiritual" (1 Co 15, 44).

1018 Como consecuencia del pecado original, el hombre debe sufrir "la muerte corporal, de la que el hombre se habría liberado, si no hubiera pecado" (GS 18).

1019 Jesús, el Hijo de Dios, sufrió libremente la muerte por nosotros en una sumisión total y libre a la voluntad de Dios, su Padre. Por su muerte venció a la muerte, abriendo así a todos los hombres la posibilidad de la salvación.






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