El rechazo de Dios y los vicios nefandos.



“Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, Yo entraré a él y cenaré con él y él Conmigo.”

(Apocalipsis 3, 20).




Hoy mantuve un largo diálogo con un viejo conocido mío. Es un ateo recalcitrante, al que ninguna de mis razones lógicas, científicas y telógicas consigue convencerlo de la insensatez de sus convicciones ateas. Ante la evidencia científica de la necesidad de un Creador para explicar la existencia este gigantesco universo, que no pudo surgir de la nada, mi contertulio, -al que apodaré Señor X- se escuda en que "la ciencia ya descubrirá la causa algún día no lejano"; ante las contundentes argumentaciones bíblicas que le expuse, se escudó en que es "un libro escrito por hombres para dominar a los hombres"; y ante la necesidad vivencial de todo hombre de perdudar en la eternidad, se escudó en que "prefiere tener su paraíso en esta vida".





Efectivamente, me consta que este hombre se ha formado su paraíso en esta vida frecuentando el submundo de los burdeles, de los que es asiduo cliente, y en mi fuero interno sospecho que esta es la razón profunda y última por la que rechaza a Dios, pues la fe en el Creador llevaría implícita la consiguiente renuncia a sus vicios.





Hoy, sin embargo, surgió un elemento nuevo. Estaba su madre presente y comentó un suceso extraordinario. Esta mujer, poco antes de quedar viúda, fue testigo de varios hechos asombrosos. Por un lado, mientras su marido convalecía de una penosa enfermedad, le auguró diversos hechos de su futuro inmediato. Predijo como se sucederían los hechos durante los años próximos e incluso dio detalles imposibles sobre el futuro trabajo que desempeñaría esta mujer en una lejana ciudad. Ella, en aquel momento, lo tomó como delirios de un enfermo terminal, pero los hechos se encargarían de domostrar que aquellas predicciones se cumplieron al pie de la letra.





Sucedieron aún dos hechos extraordinarios más. Antes de morir, el padre del Señor X habló de hechos aún más concretos relativos al futuro de la familia. Hechos que nuevamente se cumplieron, con una precisión imposible, al cabo de poco tiempo. Se despidió de esta vida diciendo que veía a su madre y a uno de sus hermanos -ambos fallecidos años antes- que acudían a recibirlo desde el otro lado.





El segundo hecho extrarordinario sucedió un par de años después: la mujer vio a su difunto marido frente a ella, en la puerta de su dormitorio, vestido con un radiante traje claro y zapatos también claros. No dijo nada, sólo miraba para ella y sonreía feliz. Fue sólo un momento, pero los detalles que relataba sobre la recuperada juventud y lustrosidad de su marido fallecido no dejaban lugar a dudas sobre la veracidad de los hechos relatados.





Olvidaremos este último caso, que es más difícil de demostrar, y nos centraremos en las evidencias anteriores. Tal como se ha dicho, y tal como mi contertulio, el Señor X, reconocía, las predicciones de su padre moribundo se cumplieron al pie de la letra.





No parecía en absoluto probable la mentira en este caso. La madre del Señor X era una mujer sencilla, de firmes convicciones religiosas y nada amiga de la mentira. Mantenía la misma versión desde hacía muchos años, y los hechos se empeñaban en darle la razón a su difunto esposo. El Señor X admitía la veracidad de todos estos hechos, sin embargo difería en la interpretación.



Yo le hice notar que si no dudaba de la palabra de su madre, la explicación era más que evidente, e incluso la única posible: su padre estaba recibiendo información de Alguien mientras convalecía de su enfermedad. Pues era imposible inventarse unas predicciones como las expuestas y que finalmente éstas se cumpliesen con una precisión tan matemática.





Sin embargo, contra toda lógica, el Señor X se empeñaba en mantener posturas poco razonables: el azar, sueños, delirios terminales y otras explicaciones que no encajaban racionalmente con los hechos.



Yo insistía en que era estadísticamente imposible que su padre moribundo o cualquier otra persona, estuviese en situación de lucidez mental o de absoluta locura, pudiese anticipar con una precisión tan absoluta lo que ocurriría unos años después. El destino puede dar mil vuelcos en un solo día, y atreverse a predecir lo que pasará de aquí a varios años es simplemnte una temeridad. Por fuerza, tenía que existir una explicación que no fuese el azar de unos delirios. Le hice notar que de la misma forma que el moribundo se despidió de esta vida saludando a su madre y a su hermano -muertos ambos años atrás- era posible también que su padre recibiera información de otra Persona mientras convalecía. Una Persona que su madre, siempre a su lado durante su larga enfermedad, no pudiese ver. Esta explicación era sin duda más probable que aventurarse a hablar de un azar que matemáticamente resultaba irracional.



Sin embargo, el Señor X se negaba a aceptar esta explicación. Aceptaba el hecho de que había algo muy extraño en todo aquel asunto. Poder predecir el futuro es imposible para el hombre. Incluso saber lo que ocurrirá dentro de un minuto está fuera del alcance humano. ¡Cuántos hombres que se creían destinados a perdurar hasta la vejez vieron truncadas sus vidas de la forma más imprevista! ¡De qué manera más fulminante y definitiva segó la muerte tantas ilusiones humanas!



Sin embargo, estoy seguro de que si en lugar de algún Espíritu Celestial, le dijesen al Señor X que un extraterrestre había dicho a su padre todo lo que predijo que iba a ocurrir años después, le resultaría más creíble. Y es que si fuese un extraterrestre, si fuese el azar, o si fuese cualquier otra explicación que excluyese a Dios, podría aceptarla sin mayores consecuencias en su vida.





Ante este caso, tuve la certeza de que el Señor X se negaba a aceptar a Dios por propia voluntad. Cualquier persona libre de prejuicios deduciría fácilmente que ésta era la opción más probable, tal como he podido comprobar en otros casos de moribundos de vida santa, fallecidos en un peculiar estado de beatitud, como si en ellos no hubiese el más mínimo temor a la muerte, sino más bien todo lo contrario.





En el caso del Señor X, estoy convencido de que mi contertulio se negaba a aceptar estas evidencias tan flagrantes para no tener que renunciar a sus vicios nefandos.

Consciente o inconscientemente, rechazaba una y otra vez cualquier opción que le obligase a prescindir de lo que para él era toda su vida: las asidudas visitas a los burdeles.





No deja de sorprenderme que pueda existir gente tan obcecada como para rechazar una evidencia tan diáfana y definitiva que negarla equivalga a ponerse una venda en los ojos, pero, en este caso, era así. Este hombre RECHAZABA A DIOS. Es más, rechazaba la evidencia racional. La razón más pura no dejaba el menor resquicio de dudas acerca de la realidad. Este hombre recibió uno de esos avisos que en la Escritura se conocen como LUCES.

Las luces bíblicas son evidencias de la existencia de Dios. En algunos casos, como éste, resultan tan diáfanas que es simplemnte irracional negarlas. Evidencias tan nítidas de la existencia de la Omnisciencia Divina que ni siquiera el hombre menos inteligente del mundo podría negarlas. Prácticamente es como estar viendo a Dios. Sin embargo LO NIEGAN.





Aún ahora, que escribo estas líneas, me resulta imposible creer que pueda haber gente tan necia como para negar Lo que está justamente delante de ellos. Pero es así, la experiencia me lo confirma una y otra vez. Esto me hace pensar en que las razones de Dios para no mostrarse abiertamente al hombre son precisamente de este tipo: desea preservar nuestra libertad. De la misma forma que este irresponsable Señor X niega Lo evidente, agárrandose a un clavo ardiendo como es la falta de evidencias definitivas y concluyentes, asímismo otras muchas personas pueden también negar a Dios -a pesar de las innumerables luces recibidas en sentido contrario- precisamente basándose en que no existe una evidencia absoluta y definitiva como sería la demostración con pruebas científicas irrebatibles de la existencia del Creador. De esta forma, Dios concede al hombre la libertad de negarlo, y al mismo tiempo, la de afirmarlo -por medio de las luces que recibe a lo largo de su vida. Una decisión libre, eso es, a fin de cuentas, todo lo que Él nos pide antes del juicio definitivo.





De nada sirve advertirle a al Señor X que su obcecación en la mentira lo conducirá irremediablente al infierno. Niega la existencia del infierno, lo mismo que negaría la existencia de cualquier otra realidad que le obligase a renunciar a sus vicios. Me temo que es un caso perdido. De no modificar radicalmente su conducta, sin duda acabará en el abismo, el lugar que merece alguien que RECHAZA a Dios.

Insisto en la palabra rechazar, porque cuando alguien recibe a lo largo de su vida una serie de luces, a veces de una potencia y claridad tan cegadora como la de este caso que acabo de exponer, y finalmente niega la evidencia más palpable, realmente no merece estar en otro lugar que en el infierno.





Concretamente, en el caso que expongo, la eleccción está entre dos extremos: aceptar las evidencias más que razonables de la existencia de Dios, o aceptar que los propios vicios son más importantes. Cuando alguien tiene una evidencia tan grandiosa de la existencia de Dios y finalmente Lo rechaza para quedarse con sus vicios nefandos, realmente merece estar privado de Dios.





Y Dios, que es todo amor, respeta su decisión. El infierno es la ausencia total de Dios, o, lo que es lo mismo, la ausencia de Dios es un infierno. Pero, no lo olvidemos, es el vicioso pecador quien RECHAZA explícita o implícitamente a Dios, no al revés.





Alguien podría argumentar que existen vicios tan insertados en la naturaleza humana que resultan imposibles de erradicar para una persona normal.





Esto es posible, pero hay una cuestion que oponerle. En primer lugar, Dios Omnipotente puede erradicar cualquier vicio, incluso el más íntimamente grabado en la genética humana. "Pedid y se os dará", dijo Jesús en cierta ocasión, y sé por numerosos casos que he constatado que, ciertamente, Dios responde a aquellos que reclaman Su ayuda. Desde enfermos incurables, casos extremos de locura, ciertas tendencias que algunos tildan de "congénitas", como la homosexualidad, adicciones a todo tipo de drogas, e incluso fumadores que luchaban denodadamente por abandonar su vicio. Todo esto y muchas otras tribulaciones que están más allá de las fuerzas humanas, pueden ser resueltas con la ayuda de Dios.





Sé que muchos no me creerán, pero yo he sido testigo de numerosos casos y doy fe de que Dios ayuda a todo aquel que se aproxima a Él pidiéndole ayuda.





Sin embargo, realmente la cuestión no es que el hombre no pueda resolver sus problemas, lo que ocurre es que NO QUIERE. Me consta que mi contertulio, el Señor X, prácticamente tiene fijado el sentido de la vida en sus vicios. Renunciar a los burdeles sería como arrancarle su casi única razón de vivir. El sexo impuro es lo que ocupa su mente y su corazón la mayor parte del tiempo. Y aunque él -estoy seguro- podría abandonar fácilmente este vicio, simplemente, NO QUIERE.





Este mismo caso se reproduce infinidad de veces con distintos tipos de actores y tendencias. Es el caso del borracho empedernido que se niega a abandonar la botella; el caso del homosexual que no desea acabar con sus degradantes prácticas contra la naturaleza; el caso del drogadicto que se niega a renunciar a sus "viajes"; el caso del ladrón que se niega a trabajar honradamente; el caso del vicioso Señor X que se niega a abandonar los burdeles...



NO QUIEREN. Y porque no quieren abandonar el mal, rechazan una y otra vez las innumerables luces que Dios les envía para que rectifiquen el curso de sus viciosas vidas. Cada vez que una luz llega a su entendimiento, la rechazan con desagrado. Cada vez que una evidencia del Cielo sacude sus conciencias, la ridiculizan desdeñosos. Cada vez que Dios los llama, hacen oídos sordos. Cada vez que la Verdad aparece ante sus ojos, desvían la mirada hacia el vicio. Dios está llamando insistentemente, pero ellos no Le abren la puerta.





Y el tiempo se acaba. Igual que un examen tiene tiempo limitado, el tiempo de la redención tiene también un límite. Algunos hombres y mujeres viven muchos años alejados de Dios y sólo bajo alguna circunstancia extrema deciden acercarse a Él. Hay incluso ejemplos históricos muy impactantes. Filósofos famosos, volcados durante toda su vida en la predicación del ateísmo, que sintieron la llamada de la Verdad prácticamente cuando vieron la muerte acudiendo a sus lechos. Grandes pecadores, posteriormente santos, giraron el rumbo de sus existencias al comprobar la fragilidad de la vida humana: heridos en el campo de batalla, a un paso del abismo eterno, sintieron la imperiosa necesidad de apartarse del pecado. Otros modificaron el rumbo al comprobar el inmenso dolor que provoca el pecado. Mi estancia con el Señor X fue breve, pero quizás pudiese impactar su endurecida conciencia si pudiésemos visitar alguno de esos países africanos asolados por la pandemia de Sida. Pandemia que se extiende sin parar a causa del vicio de mi contertulio: la promiscuidad sexual. Ver el resultado del pecado, las decenas de millones de muertos, la legión de enfermos que agonizan sin esperanza, el infinito dolor, aflicción y miseria que provoca este pecado, quizás -sólo quizás- pudiese hacer reflexionar al Señor X sobre las nefastas consecuencias de la maldad.





Maldad que, finalmente, también ellos padecerán. Esta gente está haciendo equilibrios sobre el mismo borde del abismo. Debajo de ellos se abre un volcán en llamas en el que sin dudarlo se hundirán para siempre si no rectifican sus perversos derroteros y aceptan sinceramente a Dios. Es más, la Escritura nos advierte de que este fin puede llegar de forma muy inesperada:





Proverbios 29, 1 El hombre que reprendido endurece la cerviz, de repente será quebrantado, y no habrá para él medicina.





La Biblia nos avisa de las grandes posibilidades de que estos pecadores empedernidos acaben precipitadamente sus vidas. Por la experiencia diaria sabemos que el que mal anda suele acabar peor. Basta con leer un períodico cualquiera para informarnos un día tras otro de la muerte fulminante de multitud de personas que consagraron sus vidas al vicio, la degeneración y la maldad.





Podría pensarse que es el propio vicio el que acaba con las personas, y es posible que sea así en muchos casos. Pero no debemos olvidar que la decisión sobre el momento de la muerte es competencia exclusiva de Dios. Y es Dios Quién, una vez comprobado el nulo deseo de regeneración en los pecadores empedernidos, decide retirarlos del mundo antes de lo que sería esperable. De esta forma, elimina malos ejemplos para los justos y muestra Su misericordia con los pecadores. Éstos, al morir anticipadamente, pueden limitar el mal que sin duda esparcirían en el mundo durante una vida larga, y de esta forma se ahorrarán sufrimientos extras en el infierno. Pues a mayor mal causado, mayor será también el tormento en el abismo.





De nada valen los esfuerzos humanos para evitarlo. Dios decide cuando nacemos, y Él decide también cuando morimos. La muerte es la única seguridad absoluta con la que podemos contar en esta vida. Y, sabiendo ésto, que actitud tan irresponsable, irracional y suicida adoptan los hombres que, como el Señor X, consagran sus miserables existencias a la adoración de sus inconfesables vicios.





La muerte llegará, antes o después, y nada puede hacer el hombre para evitarla. He podido presenciar personalmente casos de personas fuertes y saludables que vieron truncado su futuro en cuestión de días. Nadie esperaría un final tan fulminante. Pero Dios decide cuando es el momento de morir. Y pretender oponerse a la voluntad del Omnipotente resulta absolutamente vano, ridículo y estéril.





Comentaré un caso que sucedió hace sólo unas pocas semanas. Por alguna razón que ignoro -quizás para que ahora la relate en este texto- Dios me envió a una mujer. No estaba totalmente separada de la religión, aunque tampoco demasiado apegada. Cumpliendo con mi obligación de transmitir la Buena Noticia, le entregué una extensa información sobre el nefasto destino de los pecadores.





No tuve tiempo de hacer mucho más. En las semanas que siguieron, todos los pensamientos de esta mujer se volcaron con una inesperada enfermedad de su marido. En una revisión rutinaria, los médicos le descubrieron una pequeña protuberancia en el páncreas. Todos los esfuerzos de la mujer se centraron en conseguir una rápida intervención quirúrgica para solucionar este imprevisto. Y, efectivamente, gracias a sus gestiones, consiguió adelantar considerablemente la intervención, que de otra manera se demoraría varios meses.





Sin embargo, el destino de este hombre ya estaba sellado. Los médicos extrajeron el pequeño bulto de grasa detectado en las radiografías, y determinaron que no era más que eso, una acumulación sebosa. Sin embargo, este hombre moriría quince días después por una infección de hongos hospitalarios. De esta forma tan fulminante, un hombre sano, fuerte y en plenitud de sus facultades, al que yo mismo veía hace sólo unas pocas semanas paseando por la calle de la mano de su hija pequeña, abandonó este mundo.





Todos los esfuerzos de su esposa resultaron baldios. Toda intervención médica, inútil. Toda esperanza de rectificar las decisiones de Dios, estéril.





Una y otra vez, la vida nos demuestra la imposibilidad humana de controlar nuestro destino. Vivimos gran parte de la vida luchando por labrarnos un "futuro", y cuando por fin conseguimos nuestro deseado sosiego, la muerte se encarga de segar nuestras ilusiones. La Escritura nos lo advierte diáfanamente:





Colosenses 5, 3

que cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como los dolores a la mujer encinta, y no escaparán.





Porque esta es la trágica realidad: no escaparán. Nadie escapa de la muerte. Que brutal inconsciencia y necedad es negar esta verdad. Más pronto o más tarde nos encontraremos delante de Dios-Juez. Sabemos que Dios es justo. Sabemos que Dios conoce todos nuestros pensamientos, que hasta el menor de nuestros actos queda registrado en Su libro. Sabemos que aquél que no tenga escrito su nombre en el Libro de la Vida, será arrojado al lago de fuego y ya nunca más -JAMÁS- lo abandonará.





El infierno aguarda por los pecadores. El infierno está plagado de pecadores que optaron por el vicio. El infierno está plagado de pecadores que recibieron innumerables luces en sus pecaminosas vidas, pero que prefirieron seguir viviendo en las tinieblas del vicio. El infierno está plagado de pecadores que suspiran por una enésima oportunidad de redención que ya nunca más tendrán. ¿Qué no darían los pobres pecadores que arden en el infierno eterno por un solo día de vida en la tierra, por una sola hora, incluso por un miserable minuto de vida más en el cual poder arrepentirse de sus vicios y evitar tan horrenda eternidad en el abismo.





Tú, pecador empedernido que lees estas líneas, ponte por un momento en el lugar de los condenados en el abismo eterno. Ten la absoluta seguridad de que algún día te unirás a ellos si continuas rechazando las luces que el Cielo te envía y te niegas a cambiar el rumbo de tu vida pecaminosa. Dios te avisa de muchas maneras, te advierte infinidad de veces para que gires tu vida hacia la virtud y abandones definitivamente la senda de la perdición. El mismo Dios que te ha creado libre, te permite también que libremente Lo ignores. Él respetará tu decisión, sea la que sea. Si tu voluntad se vuelca finalmente hacia el mal, tu destino eterno será hundirte en un abismo de miseria absoluta, donde no sopla ni una sóla brizna de la Bondad que tan negligentemente rechazaste en infinidad de ocasiones. Cuando las feroces llamas infernales estén abrasando cada molécula de tu alma, sólo podrás pensar que tú mismo has elegido ese destino dando la espalda a los innumerables avisos que te fueron enviados durante tu vida en la Tierra. Cuando tus tormentos alcancen el paroxismo de lo insoportable, no tendrás siquiera el consuelo de poder echarle la culpa a nadie más que a ti mismo, que, en un alarde de increíble ceguera, te negaste una y otra vez a acogerte al infinito amor que Dios te ofrecía cada día de tu vida aquí, en el mundo terreno. Una y otra vez acudirán a tu memoria todas las luces que rechazaste, todas los avisos que recibiste, incluso es posible que recuerdes este mismo texto en el que ahora lees lo que será tu destino final. Y este gusano que corroe y no muere te acompañará sin descanso por toda la eternidad, recordándote que no tienes sino aquello que libremente elegiste.





Para finalizar, te recuerdo una vez más que aún estás a tiempo de rectificar. Dios sólo espera un gesto para salvar al pobre pecador. Incluso en el último segundo de vida es posible lograr la salvación si existe un arrepentimiento sincero. Un gesto de contricción, eso es, en última instancia, todo lo que Dios nos exige para reconciliarnos con Él. Los pecadores que finalmente rechazan el arrepentimiento y adoptan el pecado como su credo personal no tienen salvación posible. Ya tienen reservada su parte en el lago de fuego. El infierno ya aguarda ahora mismo por ellos. Y los aguarda porque -repito- RECHAZAN una y otra vez a Dios.





¿Cómo escaparemos nosotros si descuidamos una Salvación tan grande? Esta Salvación, que al principio fue declarada por el Señor, nos fue confirmada por medio de los que oyeron, dando Dios testimonio juntamente con ellos con señales, maravillas, diversos hechos poderosos y dones repartidos por el Espíritu Santo según Su voluntad.

Hebreos 2, 3-4







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