¿HAY RAZONES PARA CREER?

Las razones para creer

1.-."la fe es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se revela" (CIC nº 176)

Esta adhesión de toda la persona la entiendo como que la fe sucede en lo más íntimo de la persona. No se cree sólo con el sentimiento, con la voluntad, con la razón, sino con una entrega incondicional y confiada de toda la persona a Dios.

Aunque la fe primordialmente no es creer en algo, no hemos de olvidar que la fe implica siempre un contenido. No es posible creer en Dios sin creer en lo que Dios nos revela. Por eso, el creyente va configurando su adhesión a Dios, a la luz de la revelación de Dios en Jesucristo.

2.- ¿Hay razones para creer?

Primer nivel: las razones "de la razón". Es la misma razón la que me dice que tengo que "saltar", o que tengo que trasladarme a "otro piso". Por eso llega un momento en que hay que optar y en el que no optar es una opción.

Segundo nivel: las "razones" de Jesús. Se trata de una verdadera seducción, que al poder ser formulada, es en este sentido "razonada". Para el creyente hay en Jesús de Nazaret algo de tal calidad humana que le seduce, y le provoca el deseo de ser algo como Él, y de fiarse de Él.

Tercer nivel: las razones del corazón. Cuando el creyente entra por el camino de Jesús se produce una serie de experiencias intransferibles que se convierten en su confirmación. Puede que éste sea, a la vez, el nivel más convincente, pero también el más incomunicable de la fe. Quizá no sea esto una exclusiva de la fe. Quizá todas nuestras más profundas decisiones son las que más imposible nos resulta transmitir

Como quiera que sea, esa "confirmación experiencial" es la que le produce la certeza de saber de Quien se ha fiado. Y reconozco que ese elemento el creyente no sabe cómo transmitirlo si no es invitando a otros a experimentar eso mismo.

Sobre la fe

...Lo que sigue, aun reflejando lo que pienso, lo tomo del doctor en Filosofía y Teología Juan A. Estrada.

Cristiano es el que tiene fe en Jesucristo, es decir, el que se identifica con los valores, formas de ver la vida, experiencias y actividad de Jesús. Esa fe tiene una dimensión cognoscitiva, conductual y experiencial. Es evidente que la fe tiene siempre un aspecto intelectual y cognoscitivo. Se cree en "algo" o en "alguien", o se cree a alguien que inspira "confianza". Implica ciertamente unas verdades, un programa al que uno se adhiere. La fe es por tanto distinta de la evidencia, no es equiparable a un silogismo como "dos y dos son cuatro". La fe implica un RIESGO, una opción del hombre porque es siempre libre. Presupone frecuentemente una elección entre diversas formas o instancias que compiten entre sí y que ofrecen una respuesta a una pregunta. Por eso en la fe nunca se puede alcanzar una absoluta clarividencia, porque entonces ya no sería tal sino evidencia. El hombre no puede prescindir de "fe", tiene que aceptar vivir con "convicciones" que no son sin más demostrables, que no se pueden obtener por pura deducción, que no se pueden verificar. En la sociedad estamos constantemente "creyendo", dando nuestra confianza a personas, ideas, doctrinas que nosotros no podemos comprobar. Cada persona se fía del otro y de lo que dicen otros según la garantía o "credibilidad" que ofrece. Evidentemente esta credibilidad tiene que ser "razonable", lo que no implica que se pueda demostrar racionalmente quitando todo posible margen de duda (entonces tendríamos "evidencias" y sería innecesaria la fe). A su vez, la fe cristiana debe estar fundada en un conocimiento de las verdades esenciales del cristianismo. Hay que saber en qué se cree y por qué, lo que no evitará la presencia de cuestiones confusas. La fe también es búsqueda, es algo vivo, algo no adquirido para siempre. Y siempre tendremos la libertad, que Dios respeta tanto que incluso ha aceptado el "deicidio" antes que suprimirla o limitarla.










LA GRAN DECISIÓN




La fe en sí es lógica, pero parte de premisas no demostrables utilizando el método científico. La palabra de Dios, revelada al hombre a través de las Sagradas Escrituras, constituye un conjunto de dogmas que nos permiten inteligir hasta un cierto punto la naturaleza infinita del Creador. El conjunto en sí, como demuestra la teología, es racional, pero parte de unas premisas no comprobables empíricamente. Este hecho resulta esencial para que muchos racionalistas decidan prescindir de la fe como un camino válido en sus vidas, y prefieran enfrascarse en caminos mucho más tortuosos e improductivos.

En resumen, tenemos que la fe es una estructura lógica, pero no comprobable de forma científica. Las pruebas existentes no se consideran fiables. El testimonio de Jesucristo, de Sus Apóstoles y de los Profetas de Antiguo Testamento serían una evidencia que la mayoría de los jueces actuales considerarían como más que suficiente para emitir un veredicto definitivo, sin embargo, en la época actual, este testimonio muchos lo consideran insuficiente.

Éste es un hecho curioso si consideramos que en numerosos casos el testimonio de un sólo hombre basta para confirmar como válidas innumerables referencias históricas. El testimonio de un sólo hombre puede servir para condenar o absolver a un reo.

Constantemente nos fiamos del testimonio de otros. Incluso hoy en día es preciso el testimonio de otros para cuestiones muy elementales. Por ejemplo, el lector de este texto puede preguntarse sobre cual es su fecha de nacimiento exacta. La documentación de que dispone puede estar falsificada, el testimonio de sus padres puede ser inexacto, las referencias que pueda tener en su memoria pueden estar distorsionadas por el paso del tiempo, etc... No existe una evidencia definitiva sobre el día exacto del nacimiento del lector de este texto, sin embargo, se confía en el testimonio de las personas de alrededor sin mayor problema.

Nuestra fe católica nos garantiza que todo hombre, individualmente, recibe a lo largo de su vida una cantidad suficiente de luces particulares para salvarse. Estas luces o gracias son evidencias concretas que Dios nos concede para abrirnos el entendimiento sobre Él, pruebas claras de que Él existe y que está presente en todos los actos de nuestra vida. No todo el mundo recibe las mismas gracias, pero sí todos recibimos las suficientes para salvarnos.

Sin embargo, aunque estas pruebas son claras para nosotros, no son válidas para un observador objetivo. Podemos citar un ejemplo para ilustrarnos. San Pablo, en su viaje a Damasco, tuvo una visión de Jesucristo.

Sucedió que, yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?» El respondió: «¿Quién eres, Señor?» Y él: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. (Hechos 9, 3-5)

Ésta fue una manifestación explícita de Dios que se revela a un hombre concreto en un lugar y en un tiempo determinados. Para San Pablo fue una evidencia concluyente que le hizo girar el rumbo de su vida 180 grados. Sin embargo, a esta gracia particular de San Pablo no es posible aplicarle el método racionalista actual: no pueden reproducirse las mismas condiciones y obtener un resultado idéntico. No quedan evidencias comprobables del evento en ningún lugar. No existen gravaciones de vídeo, ni marcas distintivas en el terreno, ni ningún otro indicio que pueda llevarnos a concluir la autenticidad de esta gracia concedida al Apóstol de los gentiles. Así pues, no es un dato significativo para los científicos.

Con las Sagradas Escrituras sucede algo similar. Los testimonios que tenemos son inmejorables. La santidad de Jesús es una garantía de tal calidad que cualquier duda sobre Su palabra resulta ofensiva. Sin embargo, para muchos es una garantía sin valor alguno. Y, en consecuencia, el valor que tenga la teología, -la ciencia que se encarga de desvelar los misterios que emanan de las Escrituras- es igualmente nulo.

Por otro lado, la ciencia moderna, aún con todo lo que ha avanzado, ha sido incapaz de eliminar el concepto de Dios. De hecho, cuanto más avanza la ciencia, más se desvela esa Inteligencia oculta que aparece cada vez más necesaria como Creadora y Organizadora de toda esta complejísima realidad de nuestro universo. El hecho de la existencia del cosmos es un misterio que la ciencia se ve incapaz de desvelar, y la organización de la materia y la vida resulta tan compleja que el mero azar no constituye una respuesta satisfactoria.

En conclusión, Dios sigue siendo el Elemento Imprescindible.

Y, llegados a este punto, en el que la teología no aporta pruebas empíricas de la existencia de la Divinidad, y la ciencia no aporta respuestas concluyentes que permitan prescindir de Dios, nos encontramos ante un dilema. El gran dilema de todo ser humano: creer o no creer.

Esta es la gran pregunta que todo hombre se hace alguna vez en la vida. No responderla es imposible. La simple indiferencia ya constituye una toma de partido por una de las opciones. No es posible ser neutral, o se cree, o no se cree.

Y todo depende de una decisión personal. En suma, aceptar la fe es aceptar a Dios. No aceptar a Dios excluye la fe.

Es cierto que aceptar a Dios exige seguir el camino estrecho que marcan Sus Mandamientos. La vida de un cristiano no es fácil, sobre todo en estos tiempos de corrupción moral extrema. Por eso muchos, a pesar de todas las luces y gracias recibidas, acaban abandonando la fe y optan por seguir el camino ancho que lleva a la perdición.

Esto no es nada extraño, basta con leer algunas vidas de los santos para darse cuenta de las dificultades de mantenerse en el camino correcto. El mismo San Pablo, a pesar de las gracias abrumadoras que recibió para su conversión, seguramente estuvo tentado en muchas ocasiones de tirar la toalla y rendirse ante las dificultades. Pero finalmente su fe se mantuvo firme, tal como él mismo nos afirma en la Escritura (2 Timoteo 4, 7). Su fe resistió firme hasta el martirio final.

Lamentablemente, este no parece ser el caso de la mayoría de la gente. Por mi experiencia compruebo que, efectivamente, las luces que Dios concede a las personas son realmente diáfanas, de una potencia suficiente para hacer que cualquier pecador, incluso el más empedernido, gire sobre sus talones y pase el resto de su vida andando en la virtud más impoluta. Sin embargo, la respuesta del hombre ante estas gracias divinas suele ser muy poco diligente: ante las primeras dificultades, se rechazan las luces recibidas y se vuelve al camino ancho del vicio, el pecado y la apostasía. Los hombres actuales rechazan las gracias para no tener que renunciar a las vidas confortables que llevan. Es como si San Pablo, tras su epifanía camino de Damasco, se convirtiese durante unos pocos días, pero luego, viendo las dificultades del camino estrecho, acabara rechazando las evidencias recibidas, e incluso las negara atribuyéndolas a un producto de su imaginación, a una locura momentánea provocada por el sol del desierto o a un sueño lúcido tenido sobre su cabaldadura. Cualquier cosa antes que aceptar la Verdad y verse obligado a cumplir con los Mandamientos de la Ley de Dios.

Podemos afirmar que si San Pablo hubiera hecho tal cosa, sin duda habría tenido una vida mucho más confortable y llevadera, libre de todas las persecuciones, peligros y tentaciones que acechan continuamente a los santos. Pero, a estas horas, ¿donde estaría su alma? Lo mismo te digo a ti, que lees este texto. Puedes aceptar con agradecimiento las luces que Dios te envía para que cumplas con los Mandamientos que te conducirán al Cielo; o puedes negar la Verdad que te es revelada y seguir con tu cómoda vida durante unos pocos años más, aquí, en la tierra, a la espera del inexorable Juicio que tendrás que pasar a la hora de tu muerte.

Dios, que es tan respetuoso con la libertad del hombre, respetará la decisión que tomes.

No te precipites. Tu eternidad en el paraíso o en el abismo depende de esta decisión esencial.

Todo se reduce a una elección libre.

Tú decides.







EL AGNOSTICISMO Y LA FALTA DE HONRADEZ


Muchas veces me he preguntado si usted seguiría llamándose a sí mismo agnóstico, si supiera que esa palabra no quiere decir otra cosa que «ignorante». Quizás... con una discreta alusión al sabio Sócrates, que también declaró que sabía que no sabia nada. Pero muchos de vosotros se llaman a sí mismos agnósticos sin haber oído jamás hablar de Sócrates. La fórmula básica de vuestro pensamiento viene a ser así: «No tengo suficientes pruebas ni de que existe Dios, ni de que no existe. Por tanto no puedo declararme ni creyente, ni ateo».

Esto estaría muy bien si usted no se conformara con ello. Pero eso es precisamente lo que hace la mayoría de ustedes. Y no correrían ustedes ese riesgo en ninguna otra actividad humana. Si el señor A le asegurara que a una hora de distancia de ferrocarril alguien esperaba su visita para entregarle quinientas mil pesetas y el señor B le dijera que eso no puede ser verdad, ¿se quedaría usted tan tranquilo sin hacer nada (siempre en el supuesto de que tanto el señor A como el señor B sean personas igualmente dignas de confianza)? ¿No intentaría usted por lo menos informarse? No deja uno de lado sin más quinientas mil pesetas. Pero a Dios sí se le deja de lado.

Del ateo que está honradamente convencido de que no hay Dios, no puede esperarse que continúe buscando. Pero el agnóstico no se lo puede permitir. Mientras admita que quizás sí pudiera existir Dios, tendrá que buscar. Si no lo hace, si permanece en su ignorancia con un encogimiento de hombros, no hará más que demostrar su total indiferencia por el problema. No es ni «ardiente» como el creyente, ni «frío» como el ateo: es tibio; y de los tibios dice el Espíritu Santo, en el Apocalipsis, la espantosa frase de que «Dios los vomitará de su boca».

Y la búsqueda deberá ser honrada. No sirve «convencerse» de la no existencia de Dios, dejándose servir un par de slogans más o menos plausibles. ¡Quien busca honradamente, halla!

Ser agnóstico puede aceptarse. Pero continuar siéndolo..., eso sólo puede llevar a la perdición.









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