OSCAR SIPÁN

Ocio

-ME VOY A ECHAR LA PARTIDA -dijo Martín, el jubilado que no sabía qué hacer con su ocio, en el umbral de la puerta. Y luego la cerró y enfiló sus pasos hacia la Avenida San José. Tenía sesenta y cinco años y algunos meses y ejercía su primer día como jubilado. Por la mañana había vagado como un alma en pena por la casa, sin nada que hacer, hasta que Rosa, su mujer, le había espantado de sus dominios con un contundente "largo de aquí". Treinta y cinco años en una cadena de montaje -de seis de la mañana a dos de la tarde de lunes a sábado, dos pagas extraordinarias y el mes de agosto de vacaciones- habían triturado su ocio hasta hacerlo desaparecer. Y ahora se sentía traicionado.
En la calle observó, con la firmeza de un neurocirujano, la instalación de una grúa de gran tonelaje en un solar próximo; varios ancianos le imitaron. Los obreros bromeaban entre sí y consumían cigarrillo tras cigarrillo y se subían las mangas de sus monos sucios y bebían agua del botijo de barro y lanzaban piropos gastados a las colegialas de uniforme y miraban de reojo a los jubilados. La recién estrenada inactividad dolía como una cuchillada en el vientre. Y Martín se sintió como si ya no estuviese entre los vivos.
Comió en silencio, sin apetito, la ensalada y el bistec a la plancha y miró el televisor mientras Rosa dormía la siesta en el dormitorio. El culebrón mexicano de las cuatro y el cómodo y casi diría desconocido sillón de tres piezas terminaron por activar los mecanismos del sueño. Se durmió como un niño tras un día de playa y soñó con la deliciosa rutina de una jornada en su antiguo trabajo. El despertador y la ducha tibia a las cinco y media de la mañana; la ropa limpia sobre la cómoda de roble; el café en el microondas; las rebanadas de pan junto a la tostadora; el bocadillo de calamares envuelto en papel de aluminio y una manzana; el sonido de sus pasos en las calles vacías; el ronroneo del autobús número veinticinco; los vagabundos durmiendo en las rejillas de aire caliente de la Paraninfo; el movimiento de coches y camiones en la entrada del polígono industrial; el aroma a limón del desinfectante y las risas estruendosas de los compañeros en el interior de los vestuarios. El teléfono le arrancó de su sueño. Se despertó sollozando y con lágrimas en los ojos. Contestó adormecido y tardó en reconocer la voz quebrada por el tabaco negro de su amigo Julián.
-Que para celebrar tu "libertad" nos vamos a ir El Alemán, Salgado, tú y yo a un cine porno de esos. Que no me pongas excusas, que te conozco. Que ya verás como lo pasaremos bomba.
No pudo negarse; no encontró ni las palabras ni la energía para hacerlo. Y por eso ahora caminaba con su viejo chaquetón de piel hacia el punto de encuentro: el Bar Ramos.
Un portugués curtido por la dureza de los días y las noches en la calle interceptó su trayectoria e intentó venderle "La Farola". Martín agitó la cabeza, lo apartó con un brazo y siguió caminando.
Llegó al Ramos con dos minutos de retraso y un ligero dolor en las sienes y saludó a los presentes sin alzar la voz. Pidió una ronda de vinos -sus amigos ya se habían bebido el Ebro, el Tajo y la parte visible del Guadiana- y, tras pagar, intentó adaptarse al grupo sin conseguirlo.
La Sala X era un establecimiento moderno, situado en una callejuela sórdida de putas y camellos de baja estofa, pintando de rojo pasión y decorado por una combinación de espejos y aluminio. Dos militares bebían un litro de cubata bajo el soportal del cine mientras miraban las fotos obscenas de la cartelera. El Alemán recordó haber estado allí (posiblemente en su época de soplón de la bofia) cuando aquello era la sala de billares más conflictiva de Zaragoza.
Abonaron la entrada uno tras otro y fueron engullidos por un pasillo agónico y enmoquetado en forma de ele. La sala era pequeña y ligeramente rectangular y la penumbra arropaba a una decena de varones que, cómodamente sentados, esperaban el comienzo de la proyección.
Unos minutos más tarde, la penumbra dio paso a la oscuridad total y los créditos del film se deslizaron, sin pena ni gloria, ante una veintena de ojos expectantes.
Cuando Martín, el jubilado que no sabía qué hacer con su ocio, vio la primera escena, se llevó la mano al pecho, con una mueca de crispación e incredulidad en el rostro, y se derrumbó butaca abajo, ante las exclamaciones humorísticas de sus compañeros de juerga, pereciendo a los pocos minutos de infarto.
En la pantalla, su nieta favorita -una guapa joven de diecinueve años que en las comidas familiares decía ganarse la vida en París con el teatro- lamía con lascivia la verga erecta de un africano de rostro enjuto, a la vez que cabalgaba otro cuerpo desconocido y era penetrada analmente por un tercer individuo obeso disfrazado de payaso.

V o l v e r

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