PAULA IZQUIERDO

Alguien llama

Espero sentada a que alguien abra la puerta. Hay una cucaracha en el suelo y me mira. No se mueve, ni yo tampoco, pero se va acercando a mí. Cada vez está más oscuro. Es de noche y grito. Sigo gritando, está todo negro, pero no abro la boca. Intento cogerla, matarla, y no llego. Se ha subido a mi cuerpo, en el brazo, por la oreja, meto los dedos en el oído, tarde, se ha colado, ha entrado dentro, en mi cabeza, la oigo, el ruido de sus patas por todas partes, cada vez más alto, camina, crece. Corro, sigo oyéndola, me molesta, siento asco, no consigo que se calle, dejar de oírla, enmudecer… El despertador, es la hora, ha pasado la noche, entreabro los ojos negros, el cerebro despacio capta el sonido que está en mi cabeza, las patas de la cucaracha, me saca del sueño, intenta asociarlo a algo, saber de dónde proviene, no es el timbre de la puerta, ni la alarma de una ambulancia, no espero a nadie. Sigue sonando, el timbre del teléfono, alguien llora, estoy segura, no es un sueño. Se ha despertado, es Miguel. Mi mano se desliza entre las sábanas para descolgar, el teléfono está detrás, en el cabecero, no lo alcanzo. No consigo dar con él. Quién será, debe de ser tarde o temprano, no lo sé, quizá. El timbre agudo e insistente sigue sonando inflexible, termina con mi inconsciencia. A estas horas, miro el despertador, son las dos y cuarto y todo el cuerpo se estira, es mío y me obedece, me giro, apoyo los codos y repto para que no siga sonando, hasta encontrarlo. Dígame. Nadie contesta. Dígame, vuelvo a repetir, aplastando el oído contra el auricular. Espero que alguien diga algo, que responda quien sea. Mamái, mamái. Miguel me llama, maldito teléfono, le ha despertado y llora. Enciendo la luz y compruebo otra vez la hora, no me he quedado dormida, no es por la mañana todavía, además es sábado y no trabajo. Oigo su llanto a través de la pared. Se oye hasta su respiración profunda cuando hay silencio en la calle. Son las dos de la mañana, me ha parecido que respiraba con dificultad, sí, jadeaba como si acabara de hacer un esfuerzo o lo estuviera haciendo. Mi voz se oía pesada, lenta, retumbaba al otro lado, tal vez fuera yo quien respiraba así, pienso mientras bebo.

Me acercó hasta el cuarto de Miguel y espero un poco en la puerta. Hay que tener paciencia, a veces se despierta por la noche y vuelve a encontrar el sueño solo. Mamái, mamaii, men. Men, mamai. Aguanto un poco más, pero no puedo soportar oír su llanto desvalido, hago girar el viejo picaporte que chirría. Miguel está de pie en la oscuridad, con los brazos extendidos para que le coja. Estoy aquí, no pasa nada. Le tranquilizo acariciándole la cabeza e intento acostarle, pero está asustado y no quiere que le deje solo en la cuna, se levanta de nuevo y me señala la puerta con el dedo, de donde proviene la luz. Miguel, no es de día todavía, no hay sol. Agua, mamái, agua. Bueno, te doy agua y a dormir. ¿Vale ? Vale, repite, frotándose los ojos con los puños al salir al pasillo. Si al menos hubiera dicho algo, tendría alguna pista, por qué habrá llamado. Cada día pesa más, va a ser un niño alto, como su padre.

Enciendo la luz de la cocina, recuesto su cabeza sobre mi pecho desnudo, no quiero que se espabile, una vez roto el sueño será un triunfo volverle a dormir. Pero él no se deja, quiere mirar. Las cucarachas corren a sus escondrijos, no debería obsesionarme, se han hecho inmunes a todos los venenos. En verano, la casa se llena de calor y de cucarachas y no hay forma de vencerlos. Ésta, además, se pasea como si no conociera el peligro, no se esconde, no me tiene miedo. Vaso. Miguel, qué más da. No insisto, vuelco el agua del biberón en un vaso. Solo, solo, dice. La cucaracha se acerca demasiado, me gustaría matarla, deshacerle las tripas, pero no tengo manos, desnuda me da más asco, sentirla tan cerca. Vamos, Miguel termina de beber. No sé lo que hago. Cierro la puerta de la cocina para que no salgan. El cuerpo de Miguel está ardiendo, tal vez tenga fiebre, acerco la boca a su cara, no estoy segura, le beso en la frente, también están calientes mis labios. Tenemos fiebre de calor, por la noche la fiebre sube. Hay que ir a la cuna, digo. Volverá a llamar, eso es lo que suelen hacer los pervertidos: llaman varias veces para martirizar a su víctima, para obligarla a pensar en él cuando no llama y esperar ansiosa a que vuelva a llamar, deseando que sea la última vez. Se agarra con fuerza a mi cuello, me rodea con sus pequeños brazos. Venga a dormir. Mamasan, dice y se aprieta contra mí. Yo tampoco sé si puedo dormir. Coloco a Miguel tumbado entre mis brazos y le intento acunar, no puedo con él, me pesa mucho en esta posición, además se resiste, intenta incorporarse. De un lado a otro del pasillo, noto cómo cambia la temperatura, como si estuviéramos recorriendo con mis pasos inseguros de un extremo a otro, toda la geografía, de un extremo a otro. Sólo en mi cuarto hace menos calor, sé que no es bueno que duerma conmigo. No quiere soltarme, no me deja que le acueste. Venga, Miguel, que mamá va a dormir contigo, hazme un sitio. Anda sé bueno. Tengo la impresión de que sabe más de lo que parece, está nervioso, como si adivinara mi miedo, expectante, con sus ojos parece esperar algo. Es posible que sea mi imaginación. Me pongo de pie con él en brazos. Me miro al espejo al salir del dormitorio, él también lo hace, nos miramos con la oscuridad de la noche y nuestros cuerpos reflejados como un retrato sin fondo, siendo yo la que le sujeta, yo, más morena de piel y con el pelo castaño, parece mentira que sea su madre. Sabrá que estoy desnuda, conocerá mis costumbres, mis horarios. ¿Quién es el niño más guapo del mundo? Como si algo fuera a ocurrir. El bebé, digo. Tengo que hacerle entender que es de noche, le llevo en brazos por el pasillo que conduce al salón. Si le enseño la calle oscura tal vez entienda lo que quiero explicarle, tiene que comprender, debemos descansar, necesito dormir un rato. Tal vez sea un vecino extraviado, y esté acechando detrás de la puerta. No creo que haya sido ninguno de mis antiguos novios, no sé por qué pienso en ellos, tal vez sea precisamente alguien que quiso serlo y nunca lo dijo. Subo las persianas del ventanal, siempre las dejo bajadas, las de toda la casa, es la única forma de luchar contra el calor, no permitiéndole entrar. O el último taxista que me trajo a casa y no le di propina, porque ya se la había cobrado llevándome a veinte por hora, parándose en los semáforos antes de que se pusieran rojos o escuchando ese programa de radio que te pone la cabeza hecha un bombo y produce hipertensión, repitiendo cada minuto la hora, obligándote a ser consciente del tiempo pasado y del que vendrá. Me inclino para que pueda asomarse y ver la calle vacía, los coches parados, las luces de la casa de enfrente apagadas, estamos solos. O el camarero del bar de enfrente que siempre me mira con ganas. Ahora puede ver bien, que todo el mundo duerme, los animales, y las cosas. En verano vivimos en la penumbra, las luces artificiales también dan calor. Mira, Miguel, ves, en la calle no hay nadie y está oscura, es de noche. Pero el cielo no está oscuro sino gris claro, como si desde algún rincón remoto unos focos lo estuvieran iluminando, un cielo de tormenta casi blanco, un cielo distinto sin estrellas. De pronto se oye un perro ladrar, un ladrido lejano y casi imperceptible, Miguel no parece haberlo oído pero, el perro vuelve a ladrar y aúlla, y esta vez no le pasa inadvertido, esta vez lo oímos los dos. Un guaguau, dice sonriente. Empiezo a sospechar que pasaremos la noche en vela. No sé qué hacer, sino dejar que le venza el sueño.

El teléfono vuelve a sonar, el timbre me hace dar un respingo, me estremezco, el sonido agudo es como un grito, una alarma, tapa el aullido, rasga el aire denso. Ahora estoy preparada, no como la primera vez, que me extrajo del letargo y contesté con la voz lejana de los sueños. Desprevenida, asustada también. Lo dejo sonar, a pesar de mi curiosidad. Miguel me mira, mamái, dice interrogándome con la mirada. Me acerco, sin soltar a Miguel, al teléfono más cercano. Le gusta el bamboleo de mi cuerpo cuando ando deprisa, la cojera me obliga a forzar el movimiento para no sentir dolor, y a él le gusta, le parece que estamos bailando y se ríe. Contesto con un dígame mucho más enfático, como un insulto, un dígame que restalla como si mi lengua fuera un látigo, esta vez sé que la llamada no es inocente, detrás de ese dígame, hay una corriente subterránea de odio, de malestar, de rencor, pero sobre todo de impotencia que no quiero que perciba. Oigo una voz forzada, gutural, jadea otra vez y dice: hola coñete. Cuelgo sin esperar nada más. Hola coñete, hola coñete, repetía intentando reconocer la voz, una voz cavernosa, entrecortada. Esto es absurdo, no recuerdo haber oído antes esa voz, no me resulta familiar, ni reconocible. Después de todo, es gracioso, con la variedad de maneras que hay de llamarlo, pero lo de coñete me deja totalmente desconcertada, no recuerdo haber oído esa expresión en boca de nadie. El niño sigue aferrado a mi cuello, a veces las manos se le resbalan, él sabe, me mira extrañado, hay algo raro en mi comportamiento, se da cuenta de todo, creo que nota el ritmo acelerado de mis latidos, mi inquietud, me mira con sorpresa, tiene los ojos abiertos como un ternerito, de un azul cristalino, la piel blanca y suave, el poco pelo rubio despeinado, y su cuerpo y el mío, desnudos, sudan. Su pequeña nariz suda, mi costado también. Lo tengo bien enganchado en la cadera, es la mejor manera de llevarle, como menos me pesa, a él le gusta, se siente seguro apoyando su culito en mi hueso de la cadera, él se abraza con las piernas a mi cintura, tanto que casi no haría falta que le sujetara del muslo. No comprendo cómo la gente es así. Menudo entretenimiento. Qué buscan haciendo estas llamadas. Quizá no me conozca de nada, o tal vez sea un enemigo oculto. Es posible que se trate de una mujer, pero no, era una voz de hombre, quizá sea un hombre instigado por una mujer, con las mujeres nunca se sabe, no entiendo bien por qué. En realidad no sé quién, entre la gente que conozco, puede hacer una cosa así, llamarme coñete y jadear como un perro. Aunque tampoco estoy segura de nadie. Sin darme cuenta, de una forma instintiva, cierro la puerta de servicio y la principal con cerrojo. No tiene sentido insistir en lo de la cuna, lo importante es volver a dormirse, da igual cómo. Tal vez haya sido un imbécil que ha marcado la primera vez al azar y, al contestarle una mujer, ha vuelto a marcar. Le meto en mi cama y me acuesto a su lado, esta vez no opone resistencia. Puede que sea demasiado blanda, demasiado negligente. Sé que había pensado hacer algo más, pero no lo recuerdo, lo he pensado cuando estaba en el salón y no consigo saber qué era, cierro los ojos y le cojo la mano a Miguel. Es tan fácil, una llamada anónima y sin consecuencias para el que la hace, podría ser cualquiera, hay mucha gente que sabe mi teléfono, es posible que exista alguien a quien yo le haya hecho sufrir y se quiera vengar, pero quién, si hubiera sido alguien que conozco estoy segura de que le hubiera reconocido aunque hubiera impostado la voz, es una estupidez que siga dándole vueltas. Qué más da. No es bueno que me rinda, no es aconsejable dejarle dormir conmigo porque luego se acostumbra, si estuviera su padre, pero el cansancio me puede, eso me digo. Miguel empieza a dar patadas a la sábana, levantándola, el niño tiene calor, a pesar de que mi cuarto es el más fresco de la casa, enciendo el ventilador y las aspas comienzan a girar sobre nuestras cabezas, primero suavemente, como una máquina de vapor, poco a poco, lentamente el silbido se va haciendo regular y el movimiento rápido. Hay que estarse quieto para notar el efecto y sentir cómo se va evaporando el sudor del cuerpo. Hacerse el muerto, no mover ni un sólo músculo, ni un sólo órgano, si me muero a Miguel se lo comerán las cucarachas. Quién será el hijo de puta que habrá llamado. Entre las rendijas de la persiana se cuela la luz de fuera, la calle está en silencio, el silencio del mes de agosto, el vacío de la ciudad en verano, sólo a veces se oye el ruido del motor de un coche a lo lejos, la luz mortecina de las farolas me permite ver sus ojos, me miran en la oscuridad y me toca la cara porque cree que soy un sueño, mamái, mamái, Qué. Mamasan, agua. No, digo, Miguel, ahora a dormir. Cierro los ojos y me hago la dormida, pero él sigue llamándome, mamái, mamasan, mamashu, no puedo evitar esbozar una sonrisa, cuántos nombres se puede llegar a inventar para llamarme, pero sigo con los ojos cerrados, hasta que él me los toca y me pellizca los párpados para levantarlos. Qué quieres Miguel. Agua, mamashu. No, le repito y con una voz algo enfadada le digo adiós. Pero es posible que tenga sed, con el calor la gente tiene sed y los bebés también, no sé por qué razón sus pequeños cuerpos sudan mucho. Así que le doy agua de mi vaso de la mesilla y luego me abrazo a él, me sobra cuerpo y brazos por todas partes, es tan pequeño. Adiós Miguel, tal vez así entienda. Quizá, en este caso, habría que decir adiós cabeza, pues la cabeza es la que se va, la que deja de existir durante el tiempo del sueño, aunque nuestros cuerpos sigan juntos. Aunque mi cabeza no se irá, sigue estando despierta. Cómo es posible que siga la noche, que siga pensando, también habría que decir buen día o buena noche, en vez de como lo decimos, en plural. Yo cuando digo: Buenos días, solo me refiero a ese día en que estoy viva, y si saludo a alguien no me refiero a todos sus días ni tampoco a todos los míos, que sé yo de los días que vienen, qué me importan si tal vez no llegan, cómo anticiparse al deseo. Hay tantas cosas que se deberían decir y que no se dicen. Pero por qué, no tengo la impresión de haberle hecho nada malo a nadie. A Fernando le dejé, pero eso fue hace mucho tiempo y desde entonces no he sabido nada de él. Nos comíamos a besos cuando éramos niños. Además, a mi también me han dejado y no llamo a las dos de la mañana. Puede ser alguien del trabajo, quizá Enrique, al fin y al cabo, yo ocupé su puesto y él nunca me lo ha perdonado a pesar de que ahora él ha conseguido un contrato mucho mejor. Pero es ridículo. Está intranquilo, se mueve como si tuviera que encontrar un lugar, un sitio en las profundidades de esa gran extensión mullida que es una cama de matrimonio, por fin coge la postura, se mete el dedo gordo en la boca y empieza a chupárselo, con el dedo dentro dice algo que no llego a entender del todo, creo que me ha llamado pama. Le digo que cierre los ojos. A veces me llama pama, pero no quiere decir nada, yo alguna vez le he llamado como a su padre y eso no significa que piense en él, que me acuerde de él, que desee estar con él. Sé que tengo que hacer algo pero no lo recuerdo. ¿Lo echará de menos ? Se está quedando dormido. Ha cerrado por fin sus ojos que todo lo miran. Una vez cerrados, en seguida su respiración se hace profunda y regular. Nadie tiene porqué saber que estoy sola. Al menos nadie que no esté muy cerca de mí. ¿Y quién está muy cerca? Aunque los rumores corren y tal vez alguien se haya enterado. Debería descolgar el teléfono, ahora que Miguel se ha dormido. ¿Volverá a llamar ? Eso era lo que quería hacer, era eso lo que había pensado, pero si lo descuelgo se oirá el pitido entrecortado de estar comunicando. Tendría que levantarme y quitar las clavijas del teléfono del salón, de la cocina y de aquí, así no habría línea. Me gustaría que llamara. He debido de perder el juicio o tal vez tenga fiebre, o es quizá que me gustaría saber quién piensa en mí a estas horas de la noche. Quién y dónde estará. Quizá también él esté solo. Es posible que sea un nostálgico. Quiero dejar el cerebro en blanco, vacío, no pensar en nada y hundirme en la habitación sofocante, para intentar dormir. Pero el murmullo de la memoria no me deja, repaso las caras de las gentes para ponerles esa voz, para acomodar un rostro a una voz.
Sigue siendo de noche, siempre es de noche. Oigo voces en las paredes, en las casas de al lado, pisadas en el tejado, no, es el silbido de las aspas al girar que producen un eco, no sé. El cerebro me hierve, en este agosto sofocante, es como si fuera a descargarse otra tormenta, tendría que llover, está lloviendo, oigo el estruendo de la tormenta, pero no soy capaz de adivinar si viene o se va. Cierro la ventana para amortiguar el ruido de los truenos y los relámpagos, que caen como si fuera el fin del mundo y la bóveda del cielo se fuera a romper en mil pedazos, y cayera sobre nuestras cabezas con el peso y la furia de la inmensidad de su distancia, y nos hace temblar. También se romperá sobre él. Quien quiera que sea. Seguro que se estaba masturbando. Quiso oír mi voz cuando se iba a correr, mi desesperación, la respiración entrecortada, la tensión de una llamada de madrugada, la atención del oído ante un desastre, una mala noticia, el cuerpo en tensión, los músculos desde los pies a la cabeza alerta. Eyaculó con mi dígame como un látigo. Y ahora estará duchándose bajo la tromba de agua. Llueve como si estuviéramos en el trópico, pero no huele a hierba, ni a plantas exuberantes, ni rezuman las flores, ni se cobijan las fieras en las cuevas, sólo es de noche y estamos en Madrid. Miguel y yo. Aunque las tormentas se repitan todas las noches. Dónde estará él. La ventana se ilumina con los rayos, iluminan al niño que no se mueve, sigue respirando pausadamente, ausente, iluminan mis ojos trastornados por mirar en la noche oscura, noche oscura y alargada como una sombra. Repiquetea el agua en la ventana, los truenos parece que se alejan, esta vez nos hemos salvado. Me las arreglaré como ayer, cuando llegue mañana. Me las arreglaré. Tal vez todavía piense en mí. Sí, piensa en mí. Mi voz, le gustaba mi voz, ahora muda, siento que no tengo palabras. ¿Sí, es usted? No tengo palabras, quizá fuera él, ¿es posible? Si llama se lo diré. Puede que en esta noche de tormenta tuviera que descargarse, que necesitara oír mi voz para dejarse ir. Es una pena que no sepa dónde está, que no pueda llamarle. Preguntarle, ¿has sido tú y ya no te reconozco? No sé de qué está hecha esta noche, ni todas las noches que llevas fuera. Dijiste que no querías seguir parado y avanzaste hasta la puerta. Y Miguel enganchado de mi cadera a horcajadas, pedía un coche o era un pingüino, no recuerdo. Yo tenía los ojos puestos en ti o un poco más allá, sabiendo el camino que ibas a comenzar para ver si lo alcanzabas y la puerta del ascensor se abrió y ya no te vi más. Qué ha sido de ti, es posible que no supieras qué hacer a dónde dirigirte. Daba igual con tal de no detenerte, y nos dejaste la casa de calor y de cucarachas, y a mí con la cojera y con Miguel a horcajadas.

Deja de llover, el torrente, la ola de agua, el estruendo de la tormenta cesa de repente. El silencio mitigado por las goteras que siguen repicando son la prueba de lo que ha sucedido. Abro, con cuidado de no hacer ruido, la ventana y dejo entrar el aire limpio, para respirar la noche mojada. Paro el ventilador, ahora el viento se encargará de mover las velas. Miro el teléfono que no suena. Me tapo con la sábana blanca y cierro los ojos a las ideas.

Está amaneciendo, Miguel empieza a moverse, pone las piernas encima de mi cuerpo de hoy o de mañana o de todas estas noches, se está despertando, me acerca los dedos de los pies a la boca, al apartárselos abre los ojos y se sienta en la cama. Y dice, sonriente y fresco como si no se acabara de despertar, y no fuera un bebé sino un adulto, y no fuera mi hijo, sino mi otro yo, y lo supiera todo en vez de ser una pequeña mente en blanco: ¿Qué tal, mamashu, qué tal? Y yo sin darme cuenta le respondo : Mien y le abrazo desde el sueño.

Copyright Paula Izquierdo, 1997

Texto extraído de http://www.geocities.com/SoHo/Atrium/6962/Alguien.htm

            ÍNDICE

Hosted by www.Geocities.ws

1