Paul Mattick
Espontaneidad y organización

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La cuestión de la organización y la espontaneidad fue abordada en el movimiento obrero como un problema de conciencia de clase, que implicaba las relaciones de la minoría revolucionaria con la masa del proletariado, adoctrinada de modo capitalista. Se consideró, de una manera inverosímil, que no más que una minoría aceptaría y, mediante su organización, mantendría y pondría en práctica una conciencia revolucionaria. La masa de los trabajadores sólo actuarían como revolucionarios por la fuerza de las circunstancias. Lenin aceptaba esta situación con optimismo. Otros, como Rosa Luxemburg, pensaban de modo diferente. Con el propósito de realizar una dictadura de partido, Lenin se preocupaba ante todo de las cuestiones de organización. Con el propósito de escapar del peligro de una nueva dictadura sobre los trabajadores, Rosa Luxemburg enfatizaba la espontaneidad. Ambos, sin embargo, sostenían que, justamente como bajo ciertas condiciones la burguesía determinaba las ideas y actividades de las masas trabajadoras, así, bajo condiciones diferentes, una minoría revolucionaria podría hacer lo mismo. Al mismo tiempo que Lenin veía esto como una oportunidad para introducirse en la sociedad socialista, Rosa Luxemburg temía que cualquier minoría, situada en la posición de una clase dominante, pudiese pronto pensar y actuar justamente como la burguesía antiguamente.

[ 1. Dos concepciones distintas de la espontaneidad ]

Detrás de estas actitudes, había la convicción de que el desarrollo económico del capitalismo forzaría a sus masas proletarias a actividades anticapitalistas. Aunque Lenin contaba con los movimientos espontáneos, simultáneamente los temía. Justificaba la necesidad de las interferencias conscientes en las revoluciones surgidas espontáneamente citando el atraso de las masas, y veía en la espontaneidad un importante elemento destructivo, pero no constructivo. En la visión de Lenin, cuanto más poderoso fuese el movimiento espontáneo, mayor sería la necesidad de complementarlo y dirigirlo con la actividad organizada y planificada del partido. Los trabajadores tenían que ser protegidos de sí mismos, por decirlo así, o podrían derrotar su propia causa por ignorancia, y, dispersando sus fuerzas, abrir el camino a la contrarrevolución.

Rosa Luxemburg pensaba de modo diferente, porque veía la contrarrevolución no sólo acechando en los poderes y organizaciones tradicionales, sino capaz de desarrollarse dentro del propio movimiento revolucionario. Esperaba que los movimientos espontáneos delimitasen la influencia de aquellas organizaciones que aspiraban a centralizar el poder en sus propias manos. Aunque tanto Luxemburg como Lenin vieron la acumulación de capital como un proceso que engendraba crisis, Luxemburg concebía la crisis como más catastrófica de lo que lo hizo Lenin. Cuanto más devastadora fuese la crisis, más abarcadoras serían las esperadas acciones espontáneas, menor la necesidad de dirección consciente y control centralista, y mayor la oportunidad para el proletariado de aprender a pensar y actuar de maneras apropiadas a sus propias necesidades. Las organizaciones, desde el punto de vista de Luxemburg, debían meramente ayudar a liberar las fuerzas creativas inherentes a las acciones de masas, e integrarse ellas mismas en los intentos proletarios independientes de organizar una nueva sociedad. Esta aproximación a la cuestión no presuponía una conciencia revolucionaria clara, comprehensiva, sino una clase obrera altamente desarrollada, capaz de descubrir por sus propios esfuerzos las maneras y los medios para utilizar el aparato productivo y sus propias capacidades para una sociedad socialista.

Había todavía otra aproximación a la cuestión de la organización y la espontaneidad. Georges Sorel y los sindicalistas no sólo estaban convencidos de que el proletariado podría emanciparse sin la guía de la intelligentsia, sino de que tiene que emanciparse de los elementos de clase media que controlan las organizaciones políticas. En la visión de Sorel, un gobierno de socialistas no alteraría en ningún sentido la posición social de los trabajadores. Para ser libres, los obreros mismos tendrían que recurrir a acciones y armas exclusivamente propias. El capitalismo, pensaba, ya había organizado al conjunto del proletariado en sus industrias. Todo lo que quedaba por hacer era suprimir el Estado y la propiedad. Para lograr esto, el proletariado no estaba tan necesitado de la llamada visión científica de las tendencias sociales necesarias, como de una clase de convicción intuitiva de que la revolución y el socialismo eran los resultados inevitables de sus propias luchas continuas. La huelga se veía como el aprendizaje revolucionario de los trabajadores. El número creciente de huelgas, su extensión y su duración cada vez mayor apuntaban a una posible huelga general, es decir, a la revolución social inminente. Cada huelga particular era un facsímil reducido de la huelga general y una preparación para este levantamiento final. La creciente voluntad revolucionaria no podría medirse por los éxitos de los partidos políticos, sino por la frecuencia de las huelgas y el entusiasmo desplegado en ellas. La organización era la preparación de la acción directa y ésta última, a su vez, formaba el carácter de la organización. Las huelgas producidas espontáneamente eran las formas organizativas de la revuelta y eran, también, parte de la organización social del futuro, en la que los productores mismos controlarían su producción. La revolución proseguiría de acción en acción, en una combinación continua de los aspectos espontáneo y organizativo de la lucha proletaria por la emancipación.

Al enfatizar la espontaneidad, las organizaciones obreras admitían su propia debilidad. Dado que no sabían cómo cambiar la sociedad, se complacían en la esperanza de que el futuro resolviese el problema. Esta esperanza, es cierto, estaba basada en el reconocimiento de algunas tendencias efectivas, tales como el desarrollo ulterior de la tecnología, la continuación de los procesos de concentración y centralización que acompañaban al desarrollo capitalista, el incremento de las fricciones sociales, etc.. Era, sin embargo, una mera esperanza, que compensaba la falta de poder organizativo y la incapacidad para actuar eficazmente. La espontaneidad tenía que prestar "realidad" a sus tareas manifiestamente desesperadas, que excusar una inactividad forzada y justificar su coherencia.

Las organizaciones fuertes, por otro lado, se inclinaban a desconsiderar la espontaneidad. Su optimismo estaba basado en sus propios éxitos, no en la probabilidad de movimientos espontáneos que viniesen en su ayuda en alguna fecha posterior. Defendían que la fuerza organizada debe ser derrotada por la fuerza organizada, o sostenían el punto de vista de que la escuela de actividad práctica cotidiana desarrollada por el partido y el sindicato conduciría a más y más trabajadores a reconocer la necesidad ineludible de cambiar las relaciones sociales. En el crecimiento firme de sus propias organizaciones, veían el desarrollo de la conciencia de clase proletaria y, a veces, soñaban con que estas organizaciones comprendiesen la totalidad de la clase obrera.

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