Los Animales tienen La Palabra...

Animalistas Célebres

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Ferrater Mora


Filósofo-novelista español
"Es obvio que estoy definitivamente en contra de las corridas de toros y que he hecho todo lo posible
para que mi opinión a este respecto conste claramente"...



El sentido general de 'discriminar' es «distinguir, o separar, una cosa de otra»; 'discriminación, significa la acción y efecto de discriminar. Se ha usado con frecuencia 'discriminar' para designar la acción de una persona capaz de percibir diferencias y de apreciarlas en lo que valen (o no valen); de ahí que una 'persona con discriminación' haya significado «una persona con gusto, tacto, etc.», para formular juicios, especialmente, pero no exclusivamente, juicios de carácter estético.

Hoy se usan muy a menudo 'discriminar' y 'discriminación' en sentidos que conservan aún la acepción de distinguir o separar una cosa de otra, o una cualidad de otra, pero, a diferencia de las significaciones antes aludidas, se destaca en el acto de diferenciar el hecho de abrigar prejuicios en favor de, o contra, algo. 'Discrimina? y 'discriminación' han terminado por adquirir muy a menudo un sentido peyorativo.

En este último sentido se ha deplorado el ejercicio de cualquier forma de «discriminación», en particular las de índole racial, sexual, religiosa o clasista. Y, sin embargo, muchos de los miembros de la especie llamada homo sapiens que se han manifestado en contra de la discriminación, practican sin titubeos una clase particular de discriminación: la discriminación contra los animales. Calificar de «discriminación» nuestro tratamiento de los animales parece cosa singular, pero no hay duda de que discriminamos entre nosotros, los seres humanos, y los animales, no sólo en el sentido de que establecemos diferencias entre ambos grupo, sino también en tanto que juzgamos, o presumimos, que por virtud de nuestra naturaleza, somos mejores que, o somos superiores a, los animales. Este juicio o presunción parecen obvios, porque tienen el aire de reflejar meramente una situación de hecho, pero con frecuencia se basan en un prejuicio: el de la preferencia por nuestra propia especie.

En tiempos recientes se ha examinado en detalle la noción de la pretendida superioridad de los seres humanos sobre los animales y se han planteado varias cuestiones básicas. ¿En qué sentido somos mejores que los animales? ¿Se trata de una superioridad de naturaleza o meramente una gradual? ¿Conlleva esta superioridad, real o supuesta, alguna obligación moral? Si se quiere, ¿estamos moralmente obligados a tratar a los animales de ciertos modos y, en caso afirmativo, es una obligación directa o indirecta? Todas estas preguntas se agrupan a menudo bajo la forma siguiente: «¿Tienen los animales derechos?»

Las cuestiones aludidas, que nos llevan a reexaminar algunos de los valores que estimamos más fundamentales, se relacionan con lo que se ha llamado «movimiento en favor de la liberación de los animales» —o, para abreviar, «liberación animal»—, nombres que no por casualidad nos recuerdan otros movimientos de liberación, como el de los negros o el de las mujeres. El movimiento de «liberación animal» —o lo que sus propugnadores esperan pueda convertirse en un verdadero «movimiento»— trata de llamar la atención sobre el abominable tratamiento de que los animales suelen ser objeto y aspira a poner fin al mismo.

Es fácil observar que tanto en los Estados Unidos como en Europa y en América Latina hay gran cantidad de gente que se complace en guardar ciertos animales como animales mimados. Los animales mimados más comunes son los perros, los gatos y los pájaros, pero hay muchos otros: peces, ratoncitos, inclusive serpientes y tortugas, y no digamos caballos y potros. En ciertos países, como en los Estados Unidos, el comercio en tomo a los animales mimados alcanza cifras de negocio considerables. No sólo hay tiendas especializadas al efecto, sino que en los supermercados pueden comprarse latas de alimentos para perros y gatos, collares, semillas para pájaros, etc. No hay duda de que hay una gran cantidad de personas que pueden, y están dispuestas a, gastar dinero para alimentar y cuidar de sus animales preferidos. En vista de ello, cabe preguntar por qué usé el término 'abominable' al referirme al tratamiento de los animales o de qué necesitan los animales ser liberados.

Ahora bien, aunque a mucha de la gente antes aludida, es decir, a los que guardan animales mimados, no se les ocurriría en lo más mínimo dar un mazazo a éstos, ello es justa y precisamente lo que se da a las reses en los mataderos mejor organizados, y son esas reses lo que con frecuencia forma parte de la comida de nuestros aficionados a los perros y a los gatos. La verdad es que casi todo el mundo piensa que el ser bondadoso para con los animales se confina a alimentar, y a cuidar de, sus animales mimados y preferidos, de modo que no establecen en su mente ninguna relación entre el bienestar de un ser viviente que ha llegado casi a ser parte de la familia, y el bienestar de los animales cuya carne comen o con cuyas pieles se visten. La mayoría de la gente no tiene la menor idea de que los laboratorios echan mano de millones de perros, gatos, ratones, conejos, monos, etc., no sólo para probar la eficacia o ineficacia de nuevos medicamentos, sino también para probar la eficacia o ineficacia de nuevos productos cosméticos, detergentes, etc. ¿Cuántas mujeres saben que los polvos que pasan de la polvorera a sus caras han sido antes probados en animales a los que se ha obligado a ingerirlos, a menudo por medio de tubos insertados en el estómago, con el fin de que una compañía de productos de belleza pueda asegurar a sus compradores que no corren peligro al usarlos? ¿Qué persona que usa gotas «para aclarar la vista» se para a pensar en los miles de ojos de conejos que han sido inflamados y ulcerados a fin de que los ojos de las personas luzcan «brillantes como los de una persona joven»? No es sorprendente, pues, que quienes se manifiestan en favor de la liberación de los animales, procedan a examinar los modos múltiples en que se usan (torturan, matan y mutilan) animales para nuestro propio beneficio.

Hay interesantes analogías entre los movimientos de liberación a que antes me referí —liberación de los negros, liberación de la mujer — y el movimiento en favor de la liberación de los animales. Los movimientos de referencia han afirmado que nuestro propio lenguaje lleva trazas de nuestro racismo o de nuestro «sexismo». Los negros, por ejemplo, han insistido en que son negros —no «negroides» o «gente de color»—. Similarmente, las feministas han puesto de manifiesto que muchas de las palabras que usamos tienen un sabor predominantemente masculino —es más fácil y común hablar de «un político» que de «una política» (que casi siempre quiere decir otra cosa)—. En los idiomas sajones o germánicos, además, es común emplear el término man ('hombre') como terminación de la designación de una posición o empleo: chairman, fireman, etc. Todo ello tiende a cerrar el camino a las mujeres en la ocupación de tales empleos o puestos. La palabra 'hombre' se usa, además, a menudo para designar asimismo a la mujer, pero cuando se dice, por ejemplo, que «el hombre es un animal racional», «el hombre es un animal simbólico», etc., se tiende a pensar en la parte masculina y no en la femenina -razón por la cual se buscan expresiones más, aunque no tampoco completamente, neutrales, tales como 'ser humano'.

Así, algunos escritores afirman que hablar de «hombre» (para usar el término tradicional, ya sospechoso) y de «animales» equivale a mantener una distinción que en algún sentido es falsa, porque las propias palabras empleadas nos llevan a creer no sólo que hay dos categorías de seres completamente distintos entre sí, es decir, «los hombres» y «los animales», sino también que todos los seres vivientes, desde las arañas hasta las ballenas, que son calificados indistintamente de «animales» forman un solo grupo, como si fuesen similares, cuando, de hecho, un ser humano y un chimpancé son más afines entre sí que, digamos, un perro y un cocodrilo. Estrictamente, pues, al hablar de la relación entre «hombres» y «animales», o al preguntamos cómo tratamos a «los animales» caemos ya en una trampa lingüística, porque reforzarnos la noción de que «el hombre» no es un animal, o que es una clase muy distinta o peculiar de ser viviente, y que no tiene lazos comunes con «los animales». Por eso, y con el fin de que no olvidemos que somos también animales, numerosos autores en la actualidad hablan de animales humanos y de animales no humanos. James Rachels ha propuesto inclusive modificar el lenguaje y usar para designar a los animales formas pronominales comúnmente reservadas para seres humanos. Ha citado al respecto una observación de Henry Salt: «Las palabras y los nombres que usamos ejercen algún efecto sobre nuestra conducta. Calificar a seres inteligentes con términos como bruto, bestia, etc., o emplear un pronombre neutral, como si no tuviesen sexo, es incitar prácticamente al mal uso, y es, sin duda alguna, una prueba de falta de comprensión» «Do Animals Have a Right to Liberty?» [«¿Tienen los animales derecho a la libertad?»], en Animal Rights and Human Obligations [Derechos de los animales y obligaciones humanas], ed. Peter Singer y Tom Regan. Englewood Cliffs, N. J., 1976, págs. 205-23; cita en pág. 220).

El movimiento de protesta contra el trato frecuentemente dado a los animales es un movimiento nuevo en el sentido de que sólo desde hace relativamente poco tiempo algunos filósofos, y hasta el público en general, han empezado a mostrar interés por cuestiones relativas a «los derechos de los animales», a la legitimidad o ilegitimidad moral de la vivisección, al vegetarianismo, etc. Varios artículos publicados en los últimos años han puesto sobre el tapete los citados «derechos». Sin embargo, la cuestión más general acerca de cómo debe tratarse a los animales no es en modo alguno nueva.

Algunos de los más antiguos textos de que disponemos se refieren ya al tratamiento de los animales. Consideremos el Viejo Testamento. Abundan en él las referencias a ritos consistentes en sacrificar animales a Dios. Sin embargo, la ley mosaica formulada en el Viejo Testamento contiene asimismo una serie de mandamientos concernientes a animales-. Algunos de estos mandamientos —que se parecen a los «Diez Mandamientos» en cuanto adoptan a menudo la forma de prohibiciones—, no son completamente claros, aunque son interpretados, por lo común, como favorables al buen tratamiento de los animales. El más conocido es probablemente el de la prohibición de hervir un cabrito en la leche de su madre. Se encuentra asimismo la prohibición de sacar a un pájaro de su nido y al mismo tiempo a sus volantones o sus huevos. Se prohíbe asimismo la matanza simultánea de una vaca o de un cordero y de sus pequeños. Se afirma que no debe separarse a un becerro o a un cabrito de las hembras durante los primeros siete días después del nacimiento. Además, la prohibición de trabajar el séptimo día vale tanto para los seres humanos como para los animales: el buey y el asno deben descansar durante la fiesta del sábado. Se ordenó también a los hebreos que la siembra y la cosecha de un terrero tuviesen lugar durante seis años, pero que había que dejar descansar la tierra el año séptimo. Esta tierra estaba destinada a proveer de sustento a los pobres, y lo que quedaba se ponía a disposición de los animales salvajes. Es difícil entender el significado de estos mandamientos si no se interpretan como intentos de mostrarse bondadoso para con los animales. Los primeros cuatro mandamientos citados, por ejemplo, parecen reconocer que así como hay lazos emotivos entre una madre humana y sus retoños, hay también semejantes lazos entre un animal y sus pequeños. Cabría argüir, por supuesto, que estas prohibiciones comportan la idea de una conservación de recursos más bien que el reconocimiento de un tipo de relación dictado por la benevolencia, pero la buena vivicultura no excluye necesariamente el buen trato. En rigor, sabemos hoy que la excesiva tensión en los animales tiene como consecuencia tasas de mortalidad más elevadas de lo que es normal —un hecho que los antiguos hebreos debían de haber ya observado—. No sólo el ser humano debe descansar de sus labores el séptimo día —como hizo Dios según el relato bíblico—, sino que deben descansar igualmente los animales. El haber incluido a éstos en el citado mandamiento parece resultar de haberse destacado la estrecha relación que hay entre seres humanos y animales, porque en este caso ambos tienen que «imitar» a Dios y mostrar respeto por el descanso semanal. Una vez más, cabría argüir que el dejar descansar a un animal es resultado de una regla práctica que permite conservar la vida de los animales que ejecutan trabajos en beneficio de los seres humanos. Pero aunque el mandamiento de referencia puede conllevar la idea de que es pernicioso sobrecargar a un animal de trabajo, parece ser algo más que esto, porque, de lo contrario, ¿por qué se habría prohibido que el animal trabajara justa y precisamente el «sábado»? Por otro lado, no resulta enteramente claro por qué no se puede separar al animal joven de la hembra hasta el advenimiento del séptimo día. ¿Es porque el animal depende de la madre para su sustento y protección hasta dicha fecha de modo que una separación temprana sería innecesariamente cruel? ¿O hay algo especialmente significativo en el número siete? Este número aparece asimismo en la prohibición contra la siembra, y consiguiente recolección, en el séptimo año. Dejar una tierra labrantía en barbecho por un año al cumplirse el año séptimo puede ser juzgado como ejemplo de excelente práctica agrícola, pero es interesante observar que el mandamiento al respecto incluye la regla de que todo lo que crezca espontáneamente en dicha tierra durante el séptimo año ha de destinarse a los pobres y a los animales salvajes. El reconocimiento de que inclusive los animales salvajes necesitan sustento es poco usual, especialmente por parte de un pueblo avocado a la agricultura.

Hay otra prohibición: la de que el buey y el asno aren la tierra juntamente. Esto se ha interpretado a veces como una de las «mezclas» contrarias al orden divino. Semejante interpretación es plausible, por cuanto hay otras prohibiciones similares; se prohíbe, por ejemplo, el apareamiento de dos clases distintas de bestias; el sembrar con dos clases de semillas; el usar vestiduras con dos clases de hilaza, como la lana y el lino. Sin embargo, en los comentarios rabínicos, la prohibición de arar con dos diferentes clases de animales es interpretada como una exhortación a la benevolencia. Se dice, en efecto, que el buey es un rumiante mientras que el asno no lo es. Si el asno ve que el buey rumia, pensará que se le ha dado una pitanza de la que el asno no participa. Así, es mejor en nombre de la equidad no arar con dos distintas clases de animales. Hay otra prohibición relativa al tratamiento de animales domésticos, aunque no resulta claro si ha sido instituida para el bien del animal o para fomentar la hermandad humana. Si el buey de un vecino se desploma, se conmina al hebreo a ayudar al vecino a poner en pie al animal, aun si el vecino es una persona odiada. Finalmente, hay otro mandamiento que conlleva claramente la expresión de bondad para con los animales: es el mandamiento que consiste en prohibir poner un bozal al buey mientras está ocupado en hollar el grano. No puedo pensar en ninguna interpretación práctica, y tampoco en ninguna interpretacion supersticiosa, de semejante orden.

No todos los textos del Viejo Testamento relativos a los animales se hallan en el Pentateuco. Los libros de los Proverbios contienen la declaración de que el hombre justo se preocupa de sus bestias. Hay asimismo dos pasajes concernientes a los animales en Isaías. En uno de ellos se dice que cuando la tierra «esté colmada con el conocimiento del Señor», los animales que son enemigos naturales, como el lobo y el cordero, el cervatillo y el león, la vaca y el oso, dejarán de matarse uno al otro, es decir, vivirán en paz, porque el león comerá paja, lo mismo queel ganado. En esa hipotética época no habrá ya, según parece, matanzas —o cuando menos temores de matanzas— entre los hombres y los animales, porque «el niño de pecho se divierte en el agujero de la cobra y el muchacho pone su mano en el nido de viboras» (Isaías, 11: 6-9). Isaías proporciona asimismo una lista de ritos repelentes, que incluyen el sacrificio de un buey y el degollarniento de un cordero.

Una de las referencias más curiosas a los animales en el Viejo Testamento es la historia de Balán y su asno (Números, 22: 22-35). Según la misma, el Angel del Señor hizo su aparición tres veces, siendo divisado por el asno de Balán, pero no por el propio Balán. La primera vez, el asno, viendo al Angel del Señor obstruir el camino, con la espada desenvainada, salió del camino, y Balán lo pegó para que regresara a él. La segunda vez el Angel se apostó en un camno en medio de las viñas, con muros a ambos lados; el asno, al ver al Angel, pasó rozando uno de los muros y comprimió uno de los pies de Balán, que pegó nuevamente al asno. La tercera vez el Angel se apostó en un lugar que no dejaba espacio para el paso, ni a la derecha ni a la izquierda; el asno, al ver al Angel y al no poder seguir camino, dobló las patas sobre el suelo, y Balán lo pegó fuertemente. El Señor «abrió la boca del asno», que habló a Balán para quejarse del modo como se le había tratado. Luego, el Señor «abrió los ojos de Balán», que vio al Angel del Señor. Este preguntó a Balán por qué había pegado al asno tres veces, y le informó que había aparecido tres veces, que el asno le había visto y que por eso le había esquivado. Fue gran suerte para Balán, dijo el Angel, porque si el asno no hubiera tratado de evitarlo cada una de las tres veces, habría matado a Balán, pero habría dejado con vida al animal. Aquí tenemos un curioso ejemplo donde un asno puede ver más claramente, o tener una más aguda percepción que su amo humano, y donde este hecho es reconocido por Dios. Es dudoso que este tipo de leyenda pueda ser acogido por una comunidad que considere a los animales exclusivamente como cosas meramente usables.

He traído a colación esos pasajes porque mucha gente suele citar únicamente las conocidas porciones del Génesis donde se indica que Dios otorgó al hombre el dominio sobre los animales, y suele apoyarse en ellas para justificar cualquier trato, por cruel que sea, de los animales. Dallas Pratt (Painful Experiments on Animals [Experimentos dolorosos practicados sobre animales], New York, 1976, pág. 180) pone de relieve que en una reunión del Consejo de Investigación Nacional y de la Academia Nacional de Ciencias (de los Estados Unidos), dos ponentes se refirieron al mencionado supuesto «dominio del hombre sobre los animales» para justificar experimentos dolorosos practicados sobre seres vivientes no humanos.

Hay, en rigor, dos pasajes en el Génesis donde se describe la relación entre el hombre y los animales. En el primero (1: 20-31) se describe la creación de pájaros, peces, animales terrestres y el hombre, del que se dice que fue creado a imagen y semejanza de Dios y al que se otorga el dominio «sobre los peces de la mar, los pájaros del cielo, el ganado, las bestias salvajes y las bestezuelas que se arrastran por el suelo». Dios ordena al hombre, entre otras cosas, ser fecundo, multiplicarse, llenar la tierra y «someterla» —y, una vez más, dominar sobre «los peces de la mar, los pájaros del cielo, etc.»—. Dios le dice al hombre que «le da todas las hierbas que llevan semilla y que se hallan en toda la superficie de la tierra, y todos los árboles que llevan fruto con semilla» y que esto constituirá «su alimento». Dice que «a todas las bestias salvajes, a todos los pájaros del cielo, a todo lo que se arrastra sobre el suelo y que tiene vida» les da «como alimento toda la verdura de las plantas». No se dice que Dios da al hombre los animales como alimento. Por otro lado, un poco después (9: 2-4), tras haber bendecido a Noé y a sus hijos, Dios les dice que sean «el terror de todos los animales de la tierra y de todos los pájaros del cielo, así como de todo lo que alienta en la tierra y los peces del mar», los cuales le son «entregados»: «Todo lo que se mueve y posee vida os servirá de alimento; os lo doy todo del mismo modo que la verdura de las plantas» —advirtiendo que no deben «comer la carne con su sangre, es decir, con su alma»—. Algunos comentaristas afirman que los primeros versículos se refieren a una primitiva «edad dorada» en la que tanto los hombres como los animales comían sólo plantas, y que, en todo caso, no hay duda de que Dios, en el Viejo Testamento, ha otorgado al hombre dominio sobre los animales y se los ha entregado como alimento. Aun así, sin embargo, no cabe derivar de ello que los animales son entregados simplemente como «cosas», tratables como simples objetos que no poseen sensación. Los animales siguen siendo, según el Génesis, parte de la creación divina, y son incluidos en ésta cuando Dios la declara «buena». Además, la Alianza de Dios con Noé establece que incluye «toda criatura viviente que se halle contigo, los peces, el ganado y todas las bestias de la tierra ... » (9: 10). Así, declarar —como hacen los que se apoyan en las Escrituras— que nuestra insensibilidad con respecto a los animales tiene su fundamento en un mandato divino, es una simplificación excesiva, pues aunque es cierto que en el Viejo Testamento se dice que puede comerse a los animales, o que éstos pueden ser usados como víctimas propiciatorias, se dice asimismo que tenemos ciertos deberes para con los animales.

Estos deberes parecen esfumarse en el Nuevo Testamento. La actitud benigna para con los animales que se manifiesta en algunos pasajes del Viejo Testamento no reaparece en el Nuevo. Una de las pocas menciones específicas a animales se encuentra en San Pablo, al referirse a la ya mencionada prohibición de trillar el grano con bueyes a los que se ha puesto bozal. Según San Pablo, ese pasaje tiene un sentido simbólico: «¿Es que Dios se preocupa de los bueyes? ¿No habla, evidentemente, de nosotros? Sí, el que labra, debe labrar en la esperanza ... » (I Cor. 9: 9-10). Para encontrar, de nuevo, simpatía hacia los animales en autores cristianos hay que recurrir a los escritos sobre los santos, a las hagiografías (véase W. E. Lecky, History of European Morals, 3.ª ed., rev. [New York, 1906], vol. 11, págs. 168 y sigs.).

En el mundo antiguo no fueron sólo los hebreos quienes expresaron algunos sentimientos de benevolencia para con los animales. Tanto Empédocles como Pitágoras —posiblemente a causa de su creencia en la transmigración de las almas— protestaron contra el mal trato de animales. Un fragmento de Empédocles, en particular, sugiere que se opone a sacrificar animales y a comer su carne (apud Sexto Empírico, adv. math., IX, 129). En otro fragmento Empédocles dice que, antes de ser hombre, fue un muchacho, una muchacha, un arbusto, un pájaro, un pez (apud Diógenes Laercio, VIII, 77; cf. asimismo Sexto, adv. Math., IX, 129 y Porfirio, de abstinentia, 11, 31). Según Diógenes Laercio, Pitágoras afirmó que no debería causarse nunca daño a árboles que no sean salvajes ni a animales que no causen daño a los hombres (ibid., VIII, 22-25). El mismo autor ha escrito que Pitágoras se opuso una vez a que una persona pegara a un perrillo porque afirmó que había reconocido en él al alma de un amigo suyo (VIII, 36). Porfirio y Séneca se manifestaron decididamente en favor de la abstinencia de carne.

En el otro lado de la medalla tenemos la espantosa crueldad manifestada, tanto con respecto a los hombres como a los animales, en el curso de las grandes fiestas de circo romanas. Lecky da una lista de las especies animales que se arrojaron a la arena durante el Imperio romano: «leones, tigres, elefantes, rinocerontes, hipopótamos, jirafas, toros, ciervos, inclusive cocodrilos y serpientes...» (History of European Morals, vol. 1, págs. 280-81). No tenían lugar solamente combates entre hombres y animales. A veces se ataba a un toro y a un oso; a veces se echaban a la arena criminales como pasto de toros enloquecidos por hierros candentes. El número de animales (y hombres) sacrificados de estos modos es aterrador: 400 osos matados en un solo día bajo Calígula; 300 en otra ocasión bajo Claudio; 400 tigres lucharon contra toros y elefantes bajo Nerón; en otra ocasión, también bajo Nerón, fueron muertos en un solo día 400 osos y 300 leones. Con motivo de la consagración del Coliseo, bajo Tito, se hizo una carnicería de 5.000 animales. La sed de sangre exhibida por las multitudes en el curso de estas fiestas parece haber sido inextinguible. Y, sin embargo, como una especie de incongruencia, por las mismas épocas escritores como Virgilio, Lucrecio, Plutarco, Ovidio, Juvenal, Apolonio de Tiana y Arriano manifestaron lo que Lecky ha llamado «inesperados toques de simpatía para con los animales», al describir, por ejemplo, el pesar de una vaca ante la muerte de su ternero, o la pena de una dama romana ante la muerte de un gorrión. Plutarco, en particular, se distinguió por su condenación de la crueldad exhibida en el circo y por su afirmación de que tenemos deberes para con los animales lo mismo que los tenemos para con nuestros semejantes.

San Agustín se refirió a los animales sólo ocasionalmente. Cuando lo hizo fue para compararlos con el hombre y mostrar la superioridad de éste. Cierto que en sus primeros escritos sobre el libre albedrío, San Agustín indicó que tenemos cosas en común con los animales, tales como el nutrimos, el crecer, el reproducirnos, etc.: «Tenemos asimismo en común con los animales una cierta actitud ante el mundo externo. Buscar el placer corporal y evitar el dolor constituye la empresa única de la vida animal..» Cabría esperar que después de esto San Agustín propusiera que los animales deberían ser tratados en forma que se evitara causarles sufrimiento, pero ninguna propuesta de esta índole aparece en los mencionados escritos. San Agustín puso de relieve que hay ciertas características poseídas por el hombre, pero no por los animales. Estas características —como la broma y la risa— no pertenecen, sin embargo, a la parte superior del hombre (De libero arbitrio, 1, viii, 18). En otro escrito San Agustín reconoció que, en ciertos espectos, algunos animales son superiores a los hombres, por cuanto disponen de órganos de los sentidos más aguzados, como la visión. Pero los animales no son capaces (como, por la posesión de la razón, lo es el hombre) de juzgar los sentidos mismos en vez de limitarse a percibir las cosas sensibles. «[La razón] sabe por qué el remo hundido en el agua parece quebrado cuando es, en verdad, recto, y por qué los ojos deben verlo del modo indicado. La visión de los ojos sólo puede decimos que así es, pero no puede juzgar» (De vera religione, 53). En otro pasaje San Agustín examina la cuestión de si cabe decir que un animal puede ser consciente. Afirma al efecto que un animal es consciente, pero manifiesta gran confusión respecto a si cabe decir asimismo que es consciente de sí mismo (De libero arbitrio, 11, iv, 10). El asunto queda en el aire. En las Confesiones (VI, 8), San Agustín describe cómo un joven amigo y estudiante —que luego llegó a ser obispo— fue arrastrado a ver las luchas de gladiadores en Roma y llegó a «emborracharse con la fascinación del derramamiento de sangre». La compasión de San Agustín parece ejercerse sobre el estado «enfermizo» del ánimo del amigo más bien que sobre el sufrimiento de los hombres y animales cuya sangre fue derramada.

Como San Agustín, Santo Tomás se interesó por el problema de si los animales poseen libre albedrío y si pueden razonar. Por ejemplo, en la Summa theologica, Santo Tomás planteó el problema de si los animales pueden obrar voluntariamente. Negó que pudieran ejercer ningún poder voluntario «en su perfección», aunque mantuvo que los animales irracionales pueden ejercer un poder voluntario «imperfecto». La distinción apuntada no es aclarada. Santo Tomás reconoció que se ha observado en los animales, especialmente en las abejas, las arañas y los perros, la posesión de notorias habilidades. Ejemplo de las últimas son las desplegadas por un perro cazador cuando, al llegar a una encrucijada, se detiene para olfatear y determinar que camino ha tomado un ciervo. Si en la encrucijada hay tres caminos y, tras olfatear dos de ellos, el perro no descubre rastro, toma, sin olfatear, el tercer camino, «como si procediera de acuerdo con el principio de exclusión». Dicho autor explica este tipo de conducta que considera diestra, y de algún modo «inteliaente», del siguiente modo: «Los animales obran en la forma descrita porque se ajustan naturalmente a procesos complejos.» Sin embargo, «no poseen razón y capacidad de elección, como se desprende del hecho de que los animales de la misma raza obran de modo similar» (S. theol. Ia-IIa, q. VIII, 2 obj. & ad. 3). En la Summa contra gentiles, Santo Tomás trató de refutar la tesis —sostenida por los maniqueos y luego en el siglo XIII por los albigenses— de que es pecado matar a un animal. Afirmó al efecto que, al matar a un animal, o al emplearlo de algún otro modo, el hombre no peca, ya que los animales fueron otorgados al hombre por la divina providencia. Santo Tomás se refirió a los pasajes del Viejo Testamento de que he hablado en páginas anteriores —prohibición de matar a un pájaro mientras está con los pequeños en el nido, o de poner bozal a un buey mientras está hollando el grano— y los interpretó de varios modos. Para el pasaje relativo al buey se remitió a San Pablo; para el pasaje relativo al pájaro y, en general, a la adopción de cuidados en favor de los animales, puso de relieve que podían entenderse como modos de mostrar a los hombres que no deben ser crueles para con sus semejantes, o modos de indicar que un acto que cause daño a un animal puede producir una pérdida temporal para algún ser humano. Santo Tomás parece sugerir, pues, que deben prohibirse ciertos actos contra los animales porque su comisión puede disminuir nuestra propia humanidad. Podemos, así, tener deberes para con los animales, pero son indirectos.

Durante la época moderna, y especialmente en el curso de los siglos XVII y XVIII, abundaron las obras sobre el problema de las diferencias a establecer entre el hombre y los animales. Pueden recordarse a este respecto las discusiones sobre lo que se llamó «el alma de los brutos» (cf. J. Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, 6.ª ed., Madrid, 1979, s. v. «Alma de los Brutos»). El dualismo cartesiano «cuerpo-alma» conllevó la idea del «automatismo de los brutos». Según esta idea —que fue examinada, para reafirmarla o criticarla, por numerosos autores: Malebranche, Régis, de la Forge, Cordemoy, Fontenelle, Leibniz, Locke, Cudworth, More, Shaftesbury, Bayle, etc.—, los animales son simplemente «autómatas». Una de las consecuencias de la misma fue el justificar la disección de animales vivos. Si los animales son sólo «máquinas», no hay que preocuparse de saber si sufren o no dolor. Tenemos aquí un ejemplo de la tendencia que exhibe mucha gente a seguir a ciegas una doctrina, sin tener en cuenta lo que nos dice la experiencia, pues la verdad es que los animales no se dejan disecar en vivo sin luchar —lo que no ocurriría si fueran «autómatas»—. Vivimos aún en buena parte de la herencia de ese período, especialmente en lo que toca a nuestra actitud ante los «animales de laboratorio», que en los Estados Unidos son a menudo animales domésticos —perros y gatos— enviados directamente a los laboratorios desde sus jaulas.

Podríamos alargar estas páginas con la mención de opiniones de otros autores que se han ocupado de la naturaleza de los animales, de la diferencia entre los animales y los hombres y de los modos como los animales son tratados, o deberían ser tratados. Para confinarme —entre los autores modernos ya clásicos— a Kant, recordaré que, según éste, nuestros deberes para con los animales son sólo indirectos, en tanto que nuestros deberes para con nuestros semejantes son directos. Con lo dicho hasta aquí, sin embargo, creo que resulta claro que no hay, en el curso de la historia, un progreso determinado en lo que concierne a nuestra actitud ante los animales. No se ha desarrollado, en suma, ninguna actitud de benevolencia en una forma continua. Lo que ha habido son períodos de alguna mayor sensibilidad ante el posible maltrato y sufrimiento de animales y períodos en los cuales dicha sensibilidad ha sido mínima, o nula. En todo caso, puede verse, desde el punto de vista histórico, que nuestra fascinación e interés por los animales no son cosas completamente nuevas. Lo nuevo es la creciente preocupación, del lado de filósofos interesados en cuestiones éticas y de autores que se han ocupado de problemas ecológicos, por el trato de animales en laboratorios, en granjas industrializadas e inclusive en mataderos. Se han organizado grupos que tratan de poner de manifiesto cuán anacronística es la caza de animales, cuán innecesariamente cruel es el uso de trampas, y cuán ineficaz el empleo de venenos y pesticidas.

En los últimos tiempos han aparecido numerosos artículos y libros que tienen por tema nuestro trato (y especialmente maltrato) de los animales. Muchos de estos escritos han expresado la opinión de que no sólo tenemos ciertos deberes y obligaciones para con los animales, sino de que también los animales poseen ciertos derechos. Se han armado al efecto varios argumentos.

Algunos autores han afirmado que si los seres humanos tienen ciertos derechos, los animales deben asimismo tener ciertos derechos, ya que ambos tienen el mismo fundamento. La capacidad de sentir ha sido mencionada con frecuencia como la base de los derechos de referencia. A veces se ha puesto de relieve que si un ser tiene intereses, debe tener derechos ceteris paribus Se ha distinguido entre varias clases de intereses, tales como derechos «básicos», «serios» y «periféricos». Se ha discutido mucho la naturaleza del ser poseedor de derechos —preguntándose si, por ejemplo, el que posee derechos tiene que ser capaz de reconocerlos y reclamarlos (o cederlos); o si los derechos y obligaciones son recíprocos, es decir, si el tener derechos comporta el tener obligaciones. Si se dan respuestas negativas a estas preguntas, cabe concluir que, puesto que los animales no son capaces o de, reconocer que tienen derechos o de cumplir con obligaciones, no se les pueden atribuir derechos. Se han introducido varias distinciones en la noción de «derechos»: algunos autores han hablado de derechos morales a diferencia de derechos legales; otros han examinado el concepto de «derechos naturales», y otros han distinguido entre derechos intrínsecos y derechos otorgados (distinción esta última que parece tener un paralelo en la ya mencionada entre deberes directos y deberes indirectos).

Si se considera que la racionalidad o la pertenencia a una sociedad humana constituye un requisito previo a la posesión de derechos, entonces, por supuesto —y por definición— no cabe mantener que los animales tengan derechos. Muchos autores indican que aun entre los seres humanos pueden presentarse casos debatibles o «lirnítrofes». Se ha preguntado, por ejemplo, si tienen derechos los seres humanos mentalmente muy retrasados. ¿Tiene derechos alguien que se halle en un estado de coma del que se supone no podrá recuperarse? ¿Tienen derechos los fetos humanos o los recién nacidos? ¿Los tienen los todavía no natos o las generaciones futuras? Estos casos parecen ser pertinentes si se mantiene que una de las cualificaciones necesarias para la posesión de derechos es la racionalidad, o acaso la autonomía moral, por cuanto no parece que estas cualificaciones estén presentes en los casos extremos antes mencionados. Algunos autores que han denegado derechos a los animales han opinado a la vez —consistentemente— que los individuos en los casos limítrofes de referencia carecen de derechos. Estas discusiones acerca de la noción de «derechos» han sido tan agitadas que han engendrado toda clase de opiniones. Algunos autores que se habían manifestado estado en favor de los derechos de los animales han reformulado su posición en el sentido de que, a su entender, la cuestión no es ya la de si hay o no que reconocer derechos a los animales, sino la de si hay que introducir un cambio radical en nuestra actitud hacia los últimos. Se ha suscitado, así, el problema de si la opinión según la cual los animales tienen derechos no será una cuestión meramente retórica. Quienes han negado que los animales tengan derechos han mantenido que sus oponentes no han producido argumentos pertinentes en favor de los derechos de los animales, sino que se han limitado a proponer que debe tratarse a éstos con benevolencia. Por otro lado, autores como Joel Feinberg («Can Animals Have Rights?» [«¿Pueden tener derechos los animales?»], en Animal Rights and Human Obligation, ed. Tom Regan y Peter Singer, Englewood Cliffs, N. J., 1976, págs. 190-96) han indicado que si examinamos por qué se estima que los animales no deben ser maltratados, y si nuestra opinión al respecto implica la noción de que un animal merece ser tratado con benevolencia por su propio bien y si, además, la falta de benevolencia nos parece injusta, entonces decimos, en rigor, que los animales tienen derechos.

Matar al perro de un vecino es causar daño al vecino, pero es también causar daño al perro. En este caso parece que no sólo tenemos la obligación directa de respetar la propiedad del vecino, sino también la obligación de respetar la vida del perro. ¿Tenemos una obligación similar de no dejar que un animal salvaje caiga preso en una trampa que romperá sus huesos, o sus patas, o lo inmovilizará al punto de morir de frío, o de hambre, o de sed? Un animal salvaje no es propiedad de nadie, de modo que, al usar una trampa para apresarlo, no atentamos contra la propiedad de una persona. Puede ocurrir inclusive que se haga caer en una trampa a un animal en un lugar solitario, un lugar que, salvo el cazador, nadie haya visto hasta ahora y del que no se sospeche ni siquiera la existencia. En este caso, parece efectivamente que no se perjudique a nadie, ni se prive a nadie de su propiedad. Sin embargo, no puede negarse que al entrampar a tal animal se le hace, para decirlo suavemente, un flaco servicio. Entrampar a un animal equivale a producir dolor y sufrimiento en una criatura capaz de sentirlos. ¿Puedo, desde un punto de vista moral, negar simplemente que haya semejante sufrimiento, o debería tratar de justificarlo? El deseo de vestirse con la piel de un animal, ¿es motivo suficiente para que se lo mate? ¿Se tiene derecho a matarlo porque se considera que es una plaga? ¿Por qué parece tan disparatado opinar que todo animal tiene derecho a la vida —no un derecho absoluto, pero, de todos modos, un derecho?

Muy pocas personas —o cuando menos muy pocas personas que no tengan ya «intereses creados»— estarían dispuestas a declarar en serio que los animales no son capaces de sufrir o experimentar dolor. En innumerables ocasiones se ha afirmado que podemos estar seguros sólo de nuestro propio dolor —y, en general, de nuestras propias sensaciones —. Cuando reconocemos que otra persona sufre, suponemos que siente lo mismo que nosotros en circunstancias similares. En otras palabras, entendemos su sufrimiento por analogía con el propio. El hecho de que otra persona nos diga que siente un dolor no constituye prueba de que, efectivamente, lo siente. No es posible meterse, por así decirlo, en la piel de otro, y experimentar su dolor. Por otro lado, podemos confiar en lo que alguien nos diga aun si sabemos que a veces la gente disimula —disimula lo que siente o simula algo que no siente—.

Exactamente en la misma forma cabe reconocer que los animales experimentan sufrimientos. Como Peter Singer ha escrito, los animales tienen un origen parecido al nuestro, su sistema nervioso es similar nuestro y su comportamiento al sufrir un dolor es semejante al nuestro. Es una mera argucia proclamar que los animales que ocupan un sitio muy alto en la escala zoológica (incluyendo mamíferos, pájaros, etc.) no experimentan dolor o sufrimiento. Sin embargo, lo que a menudo no se tiene en cuenta es la cualidad y el alcance de éstos.

Es posible que en algunos casos estimemos en menos de lo que es el dolor experimentado por un animal mientras que en otros casos puede ocurrir que tal dolor sea menor de lo que pensamos. Varios experimentos han mostrado que la vivencia humana del dolor está muy estrechamente relacionada con lo que se espera que ocurra: la misma dosis de presión sobre el organismo que se considera como casi indolora cuando se supone que va a durar sólo unos segundos, es juzgada como dolorosa cuando se presume que la duración va a ser mucho mayor. El sufrimiento que puede causar la excavación de una muela por un dentista es a menudo racionalizado, y, con ello, «disminuido», mediante la idea de que con esta manipulación ingrata se evitará sufrir un dolor más intenso. Este proceso de racionalización no tiene lugar en un animal. Este puede no tener modo de saber cómo distinguir entre el dolor que le inflige alguien que actúa de una manera deliberadamente cruel y el que le causa un veterinario al tratar de cauterizarle una herida o curarle de alguna enfermedad. Algunas gentes han afirmado que sus animales mimados parecen entender cuándo alguien trata de ayudarlos o cuidar de ellos —o por lo menos parecen comportarse como si lo entendieran—, pero, por supuesto, esto sería muy dificil de probar. Si ello fuese verdad, tendría interesantes consecuencias para nuestra comprensión de los procesos mentales de los animales, o de algunos de ellos.

Brigid Brophy ha expresado la opinión de que, en la misma medida en que un animal no puede razonar abstractamente, el dolor que sufre puede ser aún mayor que el experimentado por un ser humano. El animal, en efecto, no tiene «otra cosa en qué pensar» (Animals, Men and Morals: An Inquiry into the Maltreatment of Non-Humans [Los animales, los hombres y la moral. Investigación sobre el maltrato de seres no humanos, eds. Stanley y Rosalind Godlovitch y John Harris, New York, 1971, páginas 125-45; artículo titulado «In Pursuit of a Fantasy»). Algunos autores han alegado algo semejante al referirse al dolor humano; éste parece más intenso cuando no hay otra cosa que hacer u otra cosa en qué pensar (para «distraerse»). Brigid Brophy sugiere la idea de que el dolor puede inundar «la capacidad total de experiencia [de los animales] de un modo que es infrecuente entre nosotros, por cuanto nuestra inteligencia y nuestra imaginación pueden producir huecos en la inmediatez de nuestras sensaciones» (art. cit., pág. 129). Para expresar la misma de un modo algo distinto: puesto que la propia vida de un animal depende de la acuidad de sus percepciones, va sea en el intento de evitar ser presa de otro, o en el intento de capturar a otro, cabe que se halle más a tono, por así decirlo, con su propio cuerpo de lo que estamos los seres humanos. Tal vez sería más adecuado afirmar que los animales se hallan a tono con sus cuerpos de un modo distinto, y, más vital, que nosotros. Los seres humanos, cuando menos en ciertas ocasiones, son conscientes de sus propios cuerpos y del modo como aparecen ante los demás y ante sí mismos. Sartre ha dilucidado, por ejemplo, la noción de vergüenza en términos de nuestra capacidad de darnos cuenta de cómo aparecemos ante los demás. Algunos animales pueden ser capaces de «vergüenza» en el sentido de saber qué, o cuándo, han hecho algo que les hemos prohibido hacer, pero es más dudoso que puedan ser capaces de saber cómo aparecen ante otros, aunque —una vez más— algunas personas han afirmado que sus animales mimados, especialmente perros y gatos, se sienten «orgullosos» después de haber sido limpiados y peinados, o se sienten «avergonzados» de estar sucios. Konrad Lorenz refirió una vez que un perro suyo actuó de un modo que expresaba cierta «vergüenza» o «desconcierto» cuando no reconoció a su dueño y se puso a ladrar ante él. Sin embargo, dudo mucho que los animales sientan vergüenza respecto a su apariencia personal. Ello no les impide estar «a tono con» sus cuerpos en una forma distinta de la nuestra, al punto de que pueden darse mejor cuenta que nosotros de leves variaciones en su percepción. Si esto ocurre, es posible que su sensación de dolor sea más intensa que la nuestra. Pratt ha afirmado que puede haber inclusive una base fisiológica que explique por qué los animales experimentan un dolor mayor del que solemos experimentar los seres humanos.

En laboratorios donde se llevan a cabo experimentos dolorosos sobre animales, los modos como el animal trata de evitar el dolor son considerados como indicaciones de la existencia y el grado de éste. Creo, sin embargo, que los modos indicados nos proporcionan una idea sumamente vaga de la manera como, o la proporción en que, un animal —por ejemplo, un ratón— sufre al dar saltos o al lamer su zarpa cuando trata de evitar que se le coloque de pie sobre una rejilla a alta temperatura. De modo similar, los conejos en cuyos ojos se depositan jabón u otras sustancias (con el fin de determinar el grado de resistencia de ciertos cosméticos o detergentes) pueden no parecernos que están sufriendo. El conejo es confinado a un lugar del que no puede moverse, como no emite ningún sonido perceptible, el único indicador de la existencia de dolor es el ojo ulcerado. En otros términos, el tipo de conducta que normalmente asociamos con el dolor, esto es, los gritos y los movimientos de resistencia, se hallan ausentes, o son forzadamente evitados, en los casos de referencia, con lo cual puede parecernos que el conejo no sufre. Pratt sugiere que un animal que sufre suele no gritar, o aullar, o bramar, o lo qué sea, porque estos sonidos son «señales» que pueden alertar a un animal de presa y, por tanto, pueden poner en peligro la vida del animal «amenazado». Supongo que Pratt debe de referirse sobre todo, o exclusivamente, a las relaciones entre animales de presa y su presa. Pero, en todo caso, puede ser muy difícil para el observador humano determinar si un animal sufre. Desde luego, algunos animales gritan, o aúllan, o ladran, etc. Por desgracia, a algunos de estos animales, como a los perros, se les suelen extirpar las cuerdas vocales.

Se ha supuesto comúnmente que los «animales inferiores», como los invertebrados, no experimentan dolor; que, por ejemplo, el gusano de tierra no da ninguna señal externa de sufrimiento cuando se le corta en dos, o se le prende en un anzuelo. Sin embargo, se ha descubierto hace poco que los gusanos de tierra segregan «encefalinas» y «endorfinas beta», es decir, las mismas sustancias que intervienen en el cerebro humano a modo de «opio natural» para bloquear las sensaciones de dolor. Parece, pues, que hay «prueba química» de que aun el gusano de tierra experimenta algún dolor.

Digna de nota es la relación existente entre el estado fisiológico, o psicofisiológico, de «tensión» y el dolor. Sólo en los últimos años se ha reconocido la importancia que desempeña el mencionado estado. Así, se ha afirmado que en los seres humanos el estado de tensión desempeña un papel importante en la producción de úlceras, en la jaqueca e inclusive en el cáncer. Experimentos llevados a cabo sobre animales han mostrado que los ratones sometidos a alguna tensión que resultaba inevitable sufrían de tumores mayores y más numerosos que los ratones no sometidos a tensión, o a una tensión menor. Es posible que la tensión engendre una más aguda sensación de dolor o que ella misma sea causa de dolor. Si así es, la vida de animales en parques zoológicos, en circos, rodeos, áreas dedicadas a la agricultura industrializada —o «granjas industriales»—, etc., donde quedan frustrados los instintos naturales y donde hay que vivir en condiciones de apiñamiento, puede muy bien engendrar estados de tensión y, con ello, de sufrimiento. Desmond Morris ha estudiado especialmente los estados de tensión en animales encerrados en parques zoológicos. Los animales de referencia se comportan a veces de modos extraordinariamente parecidos a los que caracterizan a los seres humanos en estado neurótico. No es infrecuente observar modos de comportamiento extraño y hasta autodestructivo en animales encerrados en jaulas de parques zoológicos. Peter Singer (Animal Liberation: A New Ethics for Our Treatment of Animals [La liberación de los animales. Nueva ética para nuestro trato de los animales], New York, 1975) ha estudiado los estados de tensión en animales sometidos a los procedimientos agrícolas industrializados. Ha observado que, en el curso de varios estudios sometidos a debido control científico, el apiñamiento de gallinas ha sido causa de muertes prematuras. En tres gallinas ponedoras confinadas en una jaula que ocupaba un área de 30x 45 centímetros, el índice de mortalidad en un año fue de 9,6 por 100. En cuatro gallinas en las mismas condiciones, el índice alcanzó 16,4 por 100 y en cinco gallinas, 23 por 100 (Ibid, pág. 116). Puercos similarmente confinados mostraron sufrir asimismo de estados de tensión. Según dicho autor, este hecho es tan común que las revistas especializadas hablan ya del «síndrome de tensión porcina». Características del mismo son enfermedades de la piel, jadeos excesivos e inclusive la muerte (Ibid, pág. 120). También, según el mismo autor, lo que nos parecen a nosotros leves alteraciones del ambiente, que apenas merecen el nombre de «perturbaciones», como la aparición súbita de focos muy brillantes, o ruidos extraños, pueden producir la muerte en puercos confinados. Si la tensión de que hablo es motivo suficiente para causar la muerte sin apariencia externa de enfermedad o dolor, es obvio que tenemos entonces muy pocos criterios por medio de los cuales podemos juzgar sobre las incomodidades que sufren los animales, salvo, por supuesto, cuando parece que mueren súbitamente o prematuramente por causas que no producen el mismo fin en distintas condiciones. Cuando consideramos, además, que muchos psicólogos se interesan justamente por determinar la dosis de tensión que se produce en pruebas de laboratorio, empezamos a advertir que estas mismas pruebas, unidas a las condiciones por sí mismas productoras de tensión que resultan del propio ambiente de laboratorio, resultan aún más crueles de lo que imaginábamos al principio. Con ello pasamos por alto, además, la cuestión de la validez que puedan tener tales pruebas para determinar la tensión sobre animales ya previamente en el estado que se trataba de determinar. A menudo se observa que los animales —animales salvajes, pájaros, etc.— mueren a causa de tensiones excesivas. Basta muchas veces al efecto la tensión que le produce al animal el hecho de ser capturado.

Así, aunque es cierto que animales y seres humanos poseen sistemas nerviosos similares, creo que no es adecuado sacar conclusiones respecto a los sufrimientos de un animal a base de nuestras propias experiencias. En otros términos, es muy probable que, al suponer que la conducta de un animal tiene que ser análoga a la propia, terminemos por calcular por debajo al tratar de determinar el grado de sufrimiento que el animal experimenta. Consideremos una costumbre muy extendida en los Estados Unidos: el hacer cortar las garras y, con ello, la primera juntura en las patas de los gatos, cuando menos en las patas delanteras. Esta operación la practican los veterinarios anestesiando al gato —aunque algunos veterinarios se niegan a practicarla y algunos que se dedican a la cría de gatos se niegan a venderlos, o a cederlos, a menos que el comprador asegure que no se les van a cortar las garras—. La operación indicada es muy conveniente para el propietario, porque, al carecer de garras, un gato no puede dañar muebles o alfombras. Algunos alegan que las patas se restablecen rápidamente y que el gato no echa de menos las junturas intervenidas y las garras cortadas. Pero los que se oponen a la mencionada intervención alegan que con ella el gato queda sin defensas naturales, y aunque puede muy bien no necesitarlas en estado de domesticidad, la amputación altera el equilibrio fisiológico del gato y, con ello, su conducta; el animal se convierte en un «gato malo». Cabe preguntar, desde luego, si el gato echa o no de menos sus garras —una pregunta muy dificil de contestar a base de conjeturar lo que nos pasaría a nosotros si se nos amputaran los dedos de los pies, pues aunque ello nos causaría trastornos, no pueden ser comparados con los experimentados por un gato para el cual las garras no sólo son un instrumento de defensa natural, sino que son asimismo órganos usados para subirse a una altura o recoger cosas. Supongamos que se pregunte a una mujer qué «preferiría» que se le amputara: uno de los pechos o uno de los dedos del pie. Creo que la mayor parte de las mujeres preferirían perder el dedo de un pie, no sólo porque ello es una operación quirúrgica más sencilla, sino porque, en nuestra civilización, se presta gran atención a los pechos de la mujer en tanto que los dedos de los pies son menos «prominentes». En cambio, es posible que una gata «prefiriese» que se le amputara un pecho, porque las garras son para el animal más útiles que los pechos. Además, las gatas tienen varios pechos, de modo que a lo mejor la pérdida de uno de ellos no sería, después de todo, tan «deplorable» para el animal. Por tanto, nos es imposible tener una idea del dolor o sufrimiento que puede experimentar un animal y poder decir «cuánto» sufre, pues su mundo y el nuestro son distintos, de modo que aquí se quiebra toda analogía. No podemos simplemente sustraer en la imaginación lo que estimamos que constituye nuestra racionalidad y entonces concluir que sabemos cómo siente un animal. La similitud de los correspondientes sistemas nerviosos no da pie para afirmar que el dolor causado sea idéntico. El sufrimiento que experimenta un animal puede ser en algunos casos menor que el nuestro y en otros casos puede ser más intenso.

Estas nociones relativas a la experiencia del dolor en los animales han llevado a algunos a mantener que los animales tienen el derecho de que no se les haga sufrir. ¿Tienen también derecho a la vida? ¿Podemos sostener que es moralmente reprobable matar a un animal haciéndolo sufrir o tratarlo cruelmente, pero que es perfectamente justificado matarlo si no se le causa ningún sufrimiento. Mi respuesta a lo último es negativa. Es cierto que algunos autores que han defendido «los derechos de los animales», como Peter Singer, han expresado a la vez dudas sobre si los animales tienen o no derecho a vivir. Dicho autor sugiere que puede causarse daño a un ser viviente al eliminarlo y eliminar con ello su futuro cuando tal ser viviente tiene una concepción de su propia realidad a lo largo del tiempo, y puede, en consecuencia, forjar planes para el futuro y expresar deseos que espera ver realizados. Puesto que un animal no puede forjar tales planes o expresar semejantes deseos, mantiene Singer, destruirlo, siempre que se haga sin causarle dolor, no es hacerle ningún daño. Me parece, sin embargo, que el daño más grande que una criatura puede infligir a otra es quitarle la vida. Singer parece dar a entender que puesto que un animal puede darse cuenta de su sufrimiento, es 'injusto infligírselo, pero puesto que no tiene idea de un futuro en una forma abstracta, o acaso no puede tener una noción de lo que es vivir, matarlo no es causarle ningún daño y, por consiguiente, no es un acto inmoral. El autor de referencia admite sin ambages que esta idea lleva necesariamente a conclusiones que algunos considerarían inadmisibles. Resulta de ella, en efecto, que si no es injusto matar a un animal por las razones antes indicadas, acaso no sea injusto tampoco matar, sin causar sufrimiento, a un niño pequeño o inclusive a un adulto mentalmente muy retrasado. Ahora bien, aparte el hecho de que estas conclusiones se oponen a nuestras intuiciones morales básicas, no tenemos ninguna razón de peso para creer que somos más reales para nosotros mismos de lo que es un animal para consigo mismo. Los seres humanos podemos hablar de conceptos como los de «vida», «muerte», «conciencia de sí mismo», etc., pero esto, por sí mismo, no demuestra que seamos más reales para nosotros de lo que es un animal para sí mismo, pues el último se halla orientado hacia el futuro tanto como lo estamos nosotros. El animal no puede, que sepamos, verbalizar acerca de su propio futuro, pero todos sus procesos fisiológicos se hallan, lo mismo que los nuestros, orientados hacia el futuro. El hecho de que veamos nuestro futuro en términos de preferencias, deseos, etc., y de que el animal viva «hacia el futuro» de un modo específico suyo, dominado acaso por los instintos, no equivale a decir que su futuro cuente para él menos. En rigor, puesto que su futuro se halla, por así decirlo, «menos abierto», cabría afirmar que se halla insertado en él, fisiológicamente, de un modo aún más decidido que en nosotros. Como buen utilitario, Singer cree que si el futuro de una persona parece contener, o prometer, más placer que dolor, es injusto privarle de futuro, pues ello equivale a privarle de alguna suma de placer y, con ello, a disminuir la cantidad total de placer en el mundo. Pero puede muy bien ocurrir que una persona que considere su futuro, haciendo planes para él, pero presumiendo que van a fracasar, y sabiendo además que, en todo caso, si vive un tiempo suficiente van a iniciarse, y a intensificarse, procesos de deterioro —que semejante persona, digo, sea menos feliz que un gato que no forja semejantes planes, que no puede imaginar un momento en que, con el envejecimiento lento, van a empezar toda clase de miserias, que no es capaz ni siquiera de imaginar un mañana salvo como una repetición de un hoy. En semejante caso, la anticipación por el gato de un futuro, justamente por ser sumamente vaga y difuminada, contiene una dosis mayor de felicidad que la que le toca en suerte a muchos seres humanos, de modo que, desde un punto de vista estrictamente utilitario, sería peor matar a un gato que a un ser humano, o, en todo caso, a un ser humano muy escéptico con respecto a su propio porvenir.

Al escudriñar las nociones antedichas, Singer pone de manifiesto la idea de «repetición». A base de la misma sugiere que es moralmente permisible, por ejemplo, matar a un puerco para alimentarse de su carne —siempre que la matanza se efectúe sin dolor—, porque el puerco será sustituido por otro, de modo que nada se habrá perdido en términos de la suma total de placer o de bienes en el mundo. Esta sugerencia se basa en el supuesto de que cada puerco es sustituible por otro, es decir, que un puerco es exactamente idéntico a otro. En un cierto sentido, este supuesto es cierto, pero si así ocurre, los seres humanos caen también bajo el mismo. Siguiendo el mismo hilo cabría entonces decir que si una mujer pierde a un niño, puede decidir tener otro para reemplazar al que se ha perdido. Si un marido pierde a su mujer, puede volverse a casar, y así tendrá otra mujer. Desde luego, al hablar de seres humanos no pensamos realmente que uno pueda sustituir a otro. Un segundo hijo puede proporcionar alegrías que habíamos esperado recibir del primero, prematuramente fallecido, y una segunda esposa puede llevar a cabo algunas de las funciones de la esposa previa, pero preferimos pensar que cada ser humano tiene una personalidad única y, en este sentido, es irremplazable y no puede ser «duplicado». Creo que lo mismo pasa con un animal. Cabe afirmar que un puerco sustituye a otro sólo si presuponemos que la única finalidad del puerco es simplemente la de proporcionarnos jamón, y sólo si no podemos distinguir un pedazo de jamón de otro. Pero lo más seguro es que vivir la vida de un puerco sea, para el propio puerco, una cosa deseable. Creo que estamos tentados de decir que un puerco sustituye a otro sólo porque tenemos tan poca experiencia de la vida de los puercos, que concluimos que todos se parecen, de modo que no podemos distinguirlos entre sí. Sin embargo, ello muestra únicamente nuestra falta de familiaridad con la vida del puerco, no la falta de individualidad del último. Mucha gente se llevó las manos a la cabeza cuando el ex vicepresidente de los Estados Unidos Spiro Agnew dijo, al referirse a los barrios miserables de las ciudades que «cuando se ha visto uno, se han visto todos». Pero esto no es cierto ni de tales barrios ni de los animales. La gente que cuida de sus animales mimados habla de sus distintas personalidades, aun si pertenecen a la misma raza. Los etólogos han hablado asimismo de las distintas personalidades de los animales cuya conducta han observado. Para un etólogo que estudia la conducta de los leones, las expresiones faciales, los rugidos, el modo como están dispuestos los pelos de los bigotes, etc., de cada león son únicos. Stella Brewer (The Chimps of Mt. Asserik, New York, 1979) afirma que pudo reconocer claramente la voz de un determinado chimpancé que había estado a su cargo aun si no lo había visto desde hacía muchos meses y no esperaba volverlo a encontrar. Cada uno de los llamados «animales superiores» por lo menos, es verdaderamente un individuo y verdaderamente único. No puedo, pues, asentir a las razones aducidas por autores de tendencia utilitaria de que matar a una persona es causarle daño, pero matar a un animal no lo es. Henry Sidgwick destacó bien la importancia del individuo cuando escribió que «desde el punto de vista del Universo (si se me permite decirlo), el bien de cualquier individuo no tiene mayor importancia que el bien de cualquier otro». Ahora bien, me parece que cuando autores como Singer y Ryder proclaman que hay que terminar con el «especieísmo», es decir, con la idea de una preferencia en favor de nuestra especie simplemente porque es nuestra —lo que consideran como una forma de prejuicio, no completamente distinto del expresado en el sexismo y el racismo—, lo que quieren es mantener una concepción no antropocéntrica del universo. Si pudiéramos juzgar el valor de una cosa desde un punto de vista distinto del humano, ¿qué juicio formularíamos? Si se nos pidiera formularlo, se nos pediría lo imposible. Pero si pudiéramos formular un juicio desde el punto de vista del universo, nuestro juicio sería muy distinto. Si los animales pudiesen adoptar un punto de vista utilitario, afirmarían que la suma total de placer en el mundo aumentaría si los seres humanos desaparecieran. Y si desapareciesen los seres humanos, ¿habría otros seres vivientes que nos echarían de menos?

Al tratar de problemas morales, nociones como las de «autodefensa» e «inocencia» son sumamente importantes. Creo que el más ahincado defensor de los derechos de los animales aceptaría la idea de que es moralmente justificado matar a un animal si éste amenaza nuestra propia vida o la vida de un semejante. No hay, que sepa, pacifistas entre los defensores de los derechos de los animales, esto es, no hay nadie que afirme que estamos obligados a no ofrecer resistencia cuando un animal nos ataca para matamos. Pero una vez esto establecido, hay que reflexionar sobre esta cuestión: ¿cuántas veces, en el curso de nuestra vida, peligra nuestra existencia a causa de un animal? Las pocas ocasiones en que un animal pone en peligro la existencia de un ser humano son las ocasiones en que éste tiene poco, o ningún, conocimiento de un determinado ámbito viviente, y procede a invadirlo de tal modo que no permite a un animal que se escape. En tal circunstancia el animal puede muy bien atacar. A veces una persona se encuentra con un animal que está protegiendo a sus pequeños. También en este caso el animal puede lanzarse al ataque. Puede peligrar asimismo la vida de un ser humano que entrene a, o trabaje con, animales salvajes o la vida de alguien que actúe de una manera completamente contraria a lo que un animal espera. Por ejemplo, los osos grises en los parques nacionales de los Estados Unidos han matado a algunas personas, probablemente porque han sido alimentados por otros seres humanos tan frecuentemente, que asocian los seres humanos con el alimento. Los maullidos de tales osos grises pueden muy bien ser únicamente la expresión de su intento de descubrir el alimento que se les ha acostumbrado a esperar encontrar. La mayor parte de los animales tratan de evitar el encuentro con seres humanos. Los propios animales rabiosos no siempre atacan. Muy pocos animales, incluyendo los animales de presa, comen carne humana si hay otra clase de alimento disponible. No hay que olvidar que los propios seres humanos han consumido a veces carne humana cuando no tenían otros medios de nutrición a su alcance. No se puede decir, por tanto, que, en general, los animales realmente nos amenazan. A lo sumo, compiten con nosotros para obtener los mismos alimentos, pero aun dada esta competencia nos las hemos arreglado para aumentar la población humana con suma rapidez. Por otro lado, cabe afirmar que los seres humana manos han sido, y siguen siendo, una amenaza para los animales. Hemos causado la extinción, o la casi extinción, de varias especies vivientes, porque nos gustaban los trofeos de caza, o nos gustaba su carne, sus plumas, sus pieles, etc., o a veces simplemente porque queríamos disponer del espacio que ocupaban. Así, pues, los animales son, en un sentido auténtico de la palabra, blancos —blancos inocentes— de nuestra persecución. Son inocentes en el sentido de que no hacen nada para causamos daño, o por lo menos son muy pocos los casos en los que intentan causárnoslo. Los animales son asimismo inocentes en un sentido aún más importante —un sentido moral —, por cuanto no tienen ninguna idea del mal y del bien: siguen simplemente sus instintos naturales. Ahora bien, si tuviéramos que habérnoslas con una persona que hubiese matado a otra sin la menor intención de hacerlo, o que, por Su estado de enajenación, no supiera ni siquiera que hizo tal cosa, no la castigaríamos, ya que nuestras creencias morales se fundan en la noción de libre albedrío. Podríamos, eso sí, tratar de alejar a tal persona de la sociedad con el fin de proteger a ésta, o proteger a la propia persona. Pero en la medida en que la persona en cuestión no sabía lo que hacía, sería injusto censurarla. En este caso cabe decir que la persona es inocente aun si lo que ha hecho es, efectivamente, injusto. Pero si los animales no han cometido ni siquiera estos actos injustos, son inocentes por partida doble. A despecho de ello, recompensamos su inocencia con matanzas en masa. Causamos dolor y sufrimiento inclusive a miembros de especies por las que sentimos simpatía o admiración. Para hacernos con un animal «exótico» —por ejemplo, un mono o un loro —, matamos a sus progenitores, por no decir nada del enorme número de seres vivientes que mueren al ser trasladados de las junglas de Africa o de la América del Sur a Europa o a los Estados Unidos. Si la criatura, que nació libre en la jungla, sale viva del trance, se la confinará por el resto de su vida. Sea que nos guste por su belleza, por su carne o por lo que sea, el fin del animal es casi siempre el mismo: la muerte. Y en el caso de los animales usados en experimentos de laboratorio o criados en granjas industrializadas, la muerte puede muy bien ser un alivio para sus sufrimientos. Así recompensamos la inocencia.




José Ferrater Mora, pensador polifacético, es el filósofo español más leído entre nosotros desde Ortega. Nacido en Cataluña (1912) y profesor de filosofía en Norteamérica (desde 1949), Ferrater muestra en su obra un tinte anglosajón, que lo distancia, acaso, de muchos filósofos de su generación, preferentemente influidos por la filosofía alemana, y lo acerca, ciertamente, a los lectores de más recientes promociones, entre los que ejerce indiscutible magisterio.


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