Horacio compuso una oda sobre un cierto muchacho
de rostro tan amoroso que fácilmente habría
pasado por chica,
cabello que caía en ondas sobre el ebúrneo
cuello,
frente blanca como la nieve y ojos negros como el
alquitrán,
mejillas suavísimas y llenas de deliciosa
dulzura
cuando florecían con el brillo de un rubor
de belleza.
Su nariz era perfecta; sus labios, del rojo de la
llama; amorosos sus dientes,
un exterior hecho para armonizar con su mente.
. . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . .
Esta visión de un rostro, radiante y
pleno de belleza,
encendía con la antorcha del amor el corazón
de cualquiera que lo contemplara.
Pero a este muchacho, tan amoroso y atractivo,
tormento para todos los que lo miran,
tan cruel e inconmovible lo hizo natura,
que antes moriría que hacerse amar.
Duro e ingrato, como nacido de un tigre,
sólo reía ante las suaves palabras
de los admiradores,
reía de sus vanos esfuerzos,
reía de aquellos de quienes él mismo
era causa de su perdición.
Que es vil no cabe duda, vil y cruel,
quien por perversión del carácter
niega la belleza de su cuerpo.
Una cara hermosa debiera tener una mente sana,
paciente y no orgullosa, sino dispuesta a esto o
aquello.
La florecilla de la edad es rápida, de fugaz
brevedad;
pronto se desgasta, se envanesce, y no se la puede
revivir.
Esta carne tan hermosa, tan lechosa, tan impecable,
tan saludable, tan amable, tan brillante, tan suave,
llegará el momento en que sea fea y áspera,
en que su piel juvenil se vuelva repulsiva.
Así, pues, mientras estés en flor,
adopta una actitud más apropiada.
© 1977 [email protected]
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