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T E C N E Literatura.
La literatura del Siglo XX:
Roger Peyrefitte.


... toda una loca desmecatada...
... pero eso sí, muy diplomática:


 
Roger Peyrefitte

Roger Peyrefitte   (que en paz descanse)
(17 de agosto de 1907 - 5 de noviembre del 2000):
Las amistades particulares [ Marsella, 1943]


[III]

Esa noche, mientras estaban en el salón, Jorge pidió a su padre que le dejase admirar de más cerca la moneda de Alejandro, pues la vitrina con la colección de medallas estaba cerrada. Habló de su trabajo sobre Grecia, que contribuyó a su elección académica, y agregó que el recuerdo de esa pieza de oro le había permitido evocar mejor el pasado de ese país.

Imagen de la películaTomó respetuosamente el pesado disquito. Contempló la efigie, que el contacto de su piel entibiaba suavemente, cual la medalla que el niño llevaba al cuello. Los contornos eran desiguales: habían sido disminuidos, dijo su padre, por algún antiguo Harpagon. No obstante, el perfil del héroe mantenía intacta su frescura; había desafiado al tiempo y a los hombres, con su casco empenachado. Al dorso, estaba la figura de la Victoria, una de cuyas alas parecía sostenida por el nombre de Alejandro. Estos presagios eran tan favorables como los del Amor de Tespis.

- La pieza -dijo el señor de Sarre- llammada un estater, se ha conservado verdaderamente a flor de cuño y guarda a Alejandro en la flor de su vida por toda la la eternidad.

Estas palabras causaron a Jorge delicioso placer.

Besó a su padre graciosamente. ¿Quién podría decir si ese era un beso santo?

Decidió reunir, también, una colección cuando fuera grande, y consagrarla a este Alejandro que ilustrara el nombre de su amiguito; no tendría solamente monedas, sino también bustos, tapicerías, cuadros, estampas, todas las obras escritas sobre él.

Imagen del libroSe arruinaría en eso. Sería su monumento. El culto del Santo Nombre de Jesús no habría inspirado jamás tanto fervor a Luciano [Personaje del cual Jorge se había enamorado primero y que había sido dejado atrás ahora, para darle paso al sentimiento hacia Alejandro, compañero de escuela más chico que Jorge de Sarre- Nota mía.], como el que tendría Jorge por el Hermoso Nombre de Alejandro.

Su principal ocupación de todos los días consistía en vigilar el correo. Entre las pasadas del cartero, salía buscando distraerse; paseaba en bicicleta, o iba a su lección de esgrima, o a la piscina, o a remar al río. Ya no le gustaba quedarse en casa. La lectura, antes su ocupación favorita, nada le decía, mientras no leyera el mensaje que esperaba. Sacó de la biblioteca paterna La pecadora, de Henri de Regnier, y puso otro libro en su lugar, según su costumbre.

Esta novela retuvo tanto su atención como si hubiera sido la vida de San Juan Francisco Regis.

Una carta llegó; era simplemente de Luciano. Le decía haber escrito, esta vez, primero a Andrés, quien ya no podría hacerle reproches. Acababa de leer Thais y compartía la antigua admiración de Jorge, aunque algunas páginas lo hubieran aburrido.

¿Es posible, escribía, que durante las vacaciones pasadas haya leído 'El gentil Jesús', traducido del español?

Ya no le ofrecía los sevicios del tío astrólogo, pues Jorge había declarado que los horóscopos le interesaban tanto como las indulgencias.

Recibieron en seguida el boletín trimestral [Boleta de calificaciones]. En el artículo Observaciones, el superior había escrito: 'Muy buen alumno', aunque seguían a estas palabras tres puntos suspensivos, llenos de significado para Jorge. Sus padres no repararon en ello. En cambio, sus primas, llegadas ese día, le hicieron aparte, comentarios maliciosos. Les interesaban los misterios de su colegio.

- Todo lo que puedo decirles -replicó Joorge-, es que se parecen a los de Mitra (mirad el diccionario): las mujeres están excluidas.

- Menos quizá de lo que confiesas -dijo Liliana-, unos piensan en ellas, otros las reemplazan.

Estas palabras irritaron a Jorge, quien decidió hacérselas expiar mostrándose insoportable. Sabía bien, por otra parte, que para él, Alejandro no reemplazaba a nadie ni podía ser reemplazado por nadie. Siempre pensaba en Alejandro

El silencio del niño comenzaba a inquietarlo. Se preguntaba si el asunto de la esquela, aunque regularizado en el colegio, no habría tenido consecuencias en su familia. Contaba con la buena fe de su protector, el padre Lauzón, pero temía que el superior no se hubiera contentado solamente con puntos suspensivos en el boletín.

Sufría mucho al no poder escribir a Alejandro. Éste, probablemente había tenido sus motivos para rogarle que no lo hiciera. Como compensación, Jorge envió una breve misiva a Mauricio y a Bajlán [Compañeros del colegio], como en las vacaciones de Navidad. Estuvo tentado de reclamarles noticias de sus dulcineas, pero no quiso, aunque indirectamente, darle razón a Liliana. Tampoco quería que Alejandro interrogara a Mauricio [Hermano mayor de Alejandro] sobre ese tema, en caso de que le mostrara la carta.

La noche del martes de Pascua, Jorge acompañó a sus primas a la estación, contento de desembarazarse de ellas. Pretendían que estaba cambiado, que sólo le gustaba estar solo, que el internado transformaba un hermoso osezno en un hombre feo y grosero. Les replicó citándoles títulos de la Imitación, aprendidos de las últimas lecturas en el refectorio: 'Que debe evitarse la familiaridad demasiado grande en el comercio del mundo ... Que deben evitarse las conversaciones inútiles ... amar el retiro y el silencio ..., soportar los defectos del prójimo ...'

Al volver, encontró a su nombre, en la bandeja, una tarjeta postal que parecía haber esperado la partida de las primas para llegar. Sólo tenía estas palabras:

Siempre, Alejandro.

Encantado, Jorge subió a encerrarse en su cuarto a fin de soñar cómodamente.

Por cierto, habría deseado leer más, aunque su imaginación le permitió parafrasear este feliz laconismo. Le pareció que lo esencial estaba dicho por un nombre que sostenía la Eternidad, como, en la moneda, sostenía la Victoria. El niño le daba todo lo que le importaba dándose él para siempre.

Jorge se complacía viendo su propio nombre y su simple dirección escritos enfrente por la mano de Alejandro, con una letra más arrogante, más firme y elegante todavía que la de las esquelas. Se juzgaba hoy en posesión válida de este nombre y de esta dirección, que jamás le fueran tan bien confirmadas.

Le gustó encontrar sentido hasta en la tarjeta: 'S ... Vista de la estación'. ¿No le daba a entender el niño que en su lugar de residencia únicamente la estación ofrecía algún interés, puesto que pronto los volvería a unir?

Ahora, Jorge era feliz. Sus temores habían desaparecido; si hubo tormenta en casa de Alejandro, no debió ser grave. Esta idea lo reconcilió con sus padres, con quienes se resintió por ser padres, cuando creyó a Alejandro perseguido por los suyos. En la comida lo felicitaron por no estar tan huraño.

Ya acostado, tomó otra vez la tarjeta. Aquí ya no era como en el dormitorio, donde leía con una linterna de bolsillo, oculto bajo las frazadas. Libremente, a plena luz, amparado por su almohada, leyó las esquelas del niño y el cántico interpretado. Colocó luego todos estos mensajes, con el mechón, sobre la mesa de luz, y puso cerca de ellos, al pie de la lámpara, la imagen del Amor de Tespis. Al día siguiente escribiría una carta encantadora al padre Lauzón.

Después de su desayuno, guardó las esquelas en su cartera. El rizo, que Jorge se aprestaba también a guardar, brilló al sol. Lo separó de la cinta engomada, para ver mejor los reflejos, y lo posó en el hueco de la mano. Era del mismo oro que la moneda de la colección y le pareció casi tan pesado: ¿No era el símbolo de la cabecita dorada? Recordó la primera vez que, en el patio del colegio, un domingo de febrero, vio al sol el pelo de Alejandro. Tomando el rizo, lo arregló sobre la cabeza del Amor, que de pronto pareció viviente. Dejó las cosas así y fue a asearse.

Mientras se peinaba, pensaba en el rizo. Esos cabellos rubios eran infinitamente más bellos que los de su prima Liliana, a quien, para hacerla rabiar, decía que seguramente se los teñía. Su piel mate, sus ojos castaños no entonarían mucho con color tan claro. En fin, la idea de teñirse ¿no era ridícula e indigna de un hombre? Pensó en los muchachos que tenían un mechón de su cabello de otro matiz, como les sucedía a algunos de sus compañeros de San Claudio; se inspiraría en esta fantasía de la naturaleza para rendir a Alejandro un homenaje original.

Tomó su bicicleta con el fin de ir más lejos y no comprar en el barrio las drogas necesarias. Una peluquería cuyo patrón era el único ocupante, le pareció digna de confianza. Pidió una tintura para cabellos rubios.

- Hay de cuatro matices -dijo el peluqueero-. ¿Desea usted rubio dorado, rubio ceniciento, rubio claro o rubio?

Jorge quedó cortado. Recordó de pronto que tenía el mechón en su cartera. Dándose vuelta, lo retiro de su vecindad con el Amor de Tespis, y lo mostró al peluquero.

- Permítame que lo examine -dijo éste, ttomándolo.

Este hombre, cuyo oficio era sin embargo tocar cabellos, ¿no cometería una irreverencia al tocar éstos?

- Son rubios cenicientos -dijo.

Ya iba a tirar el mechón, cuando se lo sacó en rápido ademán. Jorge vio caer algunas hebras, con mayor emoción que cuando vio caer en el escritorio del superior la barba de Anatole France. Si el amor propio se lo permitiera, las habría levantado.

- Cuando se posee cabellos rubios tan fiinos -dijo el peluquero-, los primeros cabellos blancos casi no deben notarse, y algo de agua oxigenada basta comúnmente para dorarlos.

¿Los primeros cabellos blancos? ¡Alejandro con cabellos blancos! Por esta cómica idea, Jorge perdonó al peluquero.

- No comprendo -dijo sonriendo.

- ¿No se trata de una persona rubia que desea teñir sus cabellos blancos?

- ¡De ninguna manera! ¡Se trata de una ppersona morocha que desea teñirse de rubia, del matiz de cabellos que le mostré!

- ¡Ah! ¡Bien! ¡Eso es otra cosa! No es tteñirse, sino decolorarse. Es una operación delicada, que necesariamente debe ser hecha por un peluquero.

- A la persona en cuestión le interesa pprobar en su casa con un mechón de su pelo.

- En ese caso, le daré un producto de mii composición. Esa persona sólo tendrá que untarse los cabellos con un poco de algodón embebido en este líquido. Debe proceder cuidadosamente, a partir de la raíz.

Jorge escapó en su bicicleta. De vez en cuando, tocaba el frasco en su bolsillo para cerciorarse de que seguía tapado. Pensó en su conversación con el peluquero y le divirtió el: '¡Eso es otra cosa!' ¡Qué interrogatorio! A través de todo el dédalo del arte capilar, habían llegado finalmente a la verdad.

Instalado ante el espejo de su cuarto, Jorge se preguntó de qué lado se teñiría: ¿derecho o izquierdo? ¿O al medio? Eligió el izquierdo, para que cayera sobre la frente, como el que cubría a veces los ojos de Alejandro, y siguió las indicaciones.

Por primera vez en su vida operaba una transformación en su ser. Este dorado no le pareció mal. El matiz era igual al de los cabellos de Alejandro, a los cuales lo comparó. Lamentó la facilidad vulgar con que obtuvo lo que creía, en el niño, un milagro inimitable. Se peinó, ocultando el mechón rubio bajo los cabellos obscuros. Sólo se veía la punta, como la de una flecha.

Durante la comida, su madre observó esta pequeña particularidad. Jorge explicó el accidente por una desdichada receta de champú al agua oxigenada. No habría conformado tan fácilmente a sus primas. La rubia Liliana no tendría razón alguna para creer de que fuera una alusión en su homenaje. Este mechón, símbolo de otra cara, habría sido a sus ojos nuevo indicio de lo que ella calificaba: 'la gran metamorfosis de los pequeños internos'.

Jorge, en efecto, estaba bastante cambiado, más que por un mechón, más aun de lo que Alejandro había parecido al padre Lauzón. En la casa, sólo encontraba el pasado. Para él, el presente y el porvenir estaban en otra parte. Alejandro lo dejaba indiferente a todo, porque Alejandro era más que todo. La tarjeta de ayer no le había dado el gusto de nada, porque, sin esa presencia que le faltaba, nada existía. Comprendía el valor de ese afecto que había nutrido con su médula; la vista de quien era el objeto resultaba necesaria a su equilibrio físico y moral. Volvería a vivir sólo a su regreso al colegio, aunque viviera al margen del colegio. Fuera de la vida familiar, tanto como de la vida del colegio, tenía ahora su verdadera vida: de acuerdo con los términos de una de sus esquelas, Alejandro era su vida.

Igualmente, con el fin de darse mejor la ilusión de estar solo con él, se complacía en estar solo, según lo habían notado sus primas. Por otra parte, lo poseía tanto que no temía perderlo. Los demás sólo parecían existir con objeto de recordárselo indirectamente, de cualquier manera. En la mesa, por ejemplo, cuando se trataba del colegio, de la Academia, del superior, del cardenal, era el rostro predilecto que se perfilaba, cual si todo lo que se le arrimara se redujese a él. Jorge abría suavemente la mano en el mantel, la palma hacia arriba, y creía contemplar aún el estater o el rizo rubio. En el salón no osaba pedir otra vez la llave de la colección, por miedo a atraer la atención sobre su secreto. Se contentaba con apoyarse en el vidrio, y posar allí, arriba de Alejandro, la efímera corona de un beso. Uno de los objetos de colección que adornaban esta pieza le procuró nuevas evocaciones: un incensario de plata, del siglo XVII, le rememoró el incensario de Alejandro. Levantó el bonete y, de la copa vacía, salió un suave olor a incienso que aspiró con delicia, lo mezcló en su recuerdo al de la lavanda que impregnara tanto tiempo el rizo. ¿El oro y la plata, el incienso y el perfume no eran acaso lo que ofreció a Alejandro el día de la Epifanía, primer domingo en que estuvieran frente a frente, domingo de Reyes?

El 22 de abril en la última distribución, como aquella que trajo la tarjeta, llegó al fin una carta de Alejandro. Jorge, embriagado de dicha, se preguntó donde la leería. En su cuarto ya había leído la tarjeta. En el salón su madre recibía visitas. Fue al escritorio donde no había nadie, y se hundió en un sillón de cuero.

Metió un dedo bajo el pliegue del sobre, pero pensó que era poco noble abrir así el primer sobre de Alejandro. La idea de verlo erizado de rasgones le resultó desagradable. Se levantó con el fin de tomar un cortapapel: debería tener el del superior, el de la Academia, con la inscripción: 'Dios y Francia'. Eligió el más hermoso. La carta bien lo merecía: ¡seis páginas enteras! Compensaba la brevedad de la tarjeta.
Antes de leerla, Jorge se alisó el pelo y levantó sus medias [calcetas o tobilleras] arrugadas.

S ..., 21 de abril de 19 ...

Mi querido Jorge:
imagen de la novelaMe juré llegar y llego, llego a ti. Aunque realmente comenzaba a desesperar de poder escribirte una verdadera carta, a tiempo para el 23, en honor de tu santo. Todos mis votos, mis cariñosos saludos. ¡Que San Jorge nos proteja más eficazmente que San Alejandro! Ahora nuestros dos patronos están reunidos y podrán hacer más. ¿Comprendiste, no es cierto, que en el colegio me privaron de la libertad? Según las órdenes de Lauzón, el celador no me dejaba salir solo, durante las horas de estudio. Conseguí hacerte llegar mi cántico en el intervalo de dos clases.

Aquí, las cosas marchan peor aun. En principio Lauzón, -¡siempre él!- me hace llevar un cuaderno de retiro. Nuevo pretexto para cercarme y predicarme moral regularmente. En seguida llegó el boletín, en el que el superior hizo la 'chanchada' de poner esta observación: 'Atravesó una pequeña crisis'. Recordé la 'tara' del prefecto. Crisis y tara van juntas. Mi padre me dijo que Lauzón le había ya informado y no fue demasiado severo. Se contentó con un pequeño 'speech' sobre los sentimientos permitidos y los sentimientos prohibidos; después, en calidad de médico, prosiguió a su manera los comentarios de mi director concernientes a los malos pensamientos, aunque los llamó 'malas costumbres'. ¡Pobre gente, con su mal! En todo caso, con uno u otro pretexto me espía en todos los instantes y debo tener cuidado. En fin, me obligan a ver antiguos compañeros, a formar parte de un patronato, etc., de manera que nunca estoy solo, aquí como allá. Por eso sólo pude enviarte una tarjeta, durante un entreacto en el 'Buen cine'.

Pero hoy, antevíspera de tu santo, Lauzón me llevó a pasear. En seguida me dice que ha recibido una carta tuya extremadamente edificante. Por primera vez pronunciaba tu nombre desde nuestro encuentro ante su escritorio. Me alegró tanto que decidí inmediatamente reconciliarme con él, pues hasta entonces le había puesto mala cara. Sin embargo, para vengarme de todas sus torturas, quise reír algo a sus expensas y le conté que ahora me sentía abatido por la Providencia, como Saúl en el camino de Damasco. Me figuraba oírte hablar en mi lugar, aunque me inquieté temiendo haber exagerado ¡De ninguna manera! Mi hombre quedó encantado, como si sólo esperara eso. Y me dijo que nunca dudó de mí, que me devuelve su confianza; que mi conducta en las vacaciones -muy a mi pesar- lo ha tranquilizado, pues era lo más peligroso de pasar, y que ya está hecho. 'En el colegio, agrega, las cosas marcharán desde ahora sin dificultad'. 'También yo lo espero', respondí. En eso, entramos a una iglesia a fin de rezar una 'oración de estímulo y reconocimiento'. Después de lo cual, me dejó volver a mi casa. Por milagro, no hay nadie en ella, y lo aprovecho enseguida. Ya ves todo lo que fue necesario.

De noche, en efecto, no puedo escribirte, porque duermo en el mismo cuarto que Mauricio. Me confesó que Lauzón le encargó vigilar si yo mantenía correspondencia secreta. Intrigado, trató de saber con quién podía ser. Le dije que era con un jorobado.

Quédate tránquilo, al menos por tus esquelas. Todas las noches, deslizo mi cartera bajo la almohada. Tu prosa y tus versos me dicen entonces toda clase de cosas, e imagino largas cartas que tú no recibes. A pesar de todo es triste.

Tengo paciencia ahora, puesto que no hemos ideado nada. Y no hemos tenido que idear nada, puesto que cediste (quiero decir: simulaste ceder).

Disculpa esta especie de reproche, sé bien que no actuaste por cobardía y hoy yo procedí de la misma forma, aunque no lo haré más, pues me parece más hermoso resistir.

¿Y por qué cederíamos siempre? ¿Porque somos niños estaríamos siempre equivocados? ¿Los niños no son seres vivientes? ¿Serían los únicos sin derecho al amor? Por otra parte, con nosotros dos será perder el tiempo. No existen padres, ni maestros que puedan impedir amarnos, Amado mío.

Alejandro.

P.D. Dos días después del comienzo de las clases (viernes, en memoria de nuestros queridos viernes), a las seis cita en el invernáculo. Estaré allí, en cualquier forma.

Compré un frasco de lavanda.



La página de Roger Peyrefitte, por supuestísimo: En francés.


La fuente documental del texto es:
Roger Peyrefitte: Las amistades particulares.
EDHASA SUDAMERICANA. 1978. Barcelona, España. Págs. 164 a 174.



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