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Lo que en Roma no cambia nunca son las escalinatas de Piazza di Spagna, que no recuerdo haber visto nunca vacías, sino siempre abarrotadas de jóvenes que, de mañana, de tarde y de noche, se asolean o enfrían allí bajo el sol y las estrellas o la lluvia, contemplando el aire, los contornos ocres y dorados, en un estado de concentración hipnótico. Es un imán que atrae invenciblemente a todos los forasteros, incluidos por supuesto los italianos del interior que vienen a conocer Roma. La palabra mágica es una palabra tan usada y abusada que ya no sirve para casi nada. Pero no sé qué otra emplear para describir este extraño espectáculo que siempre me ha recibido en Roma: el de esos centenares de personas trepadas y acuñadas en las escalinatas de la plaza de España, mirando fijamente al frente, o al cielo, o a los adoquines de la calle, embebidas, absortas, sin duda descansando pero también divagando o sumidas en aquella vacuidad que para las religiones orientales representa la sabiduría. ¿Se concentra aquí el espíritu de la vertiginosa historia que ha vivido esta ciudad y es eso lo que imanta a tantas muchachas y muchachos y los tiene aquí, horas de horas, en estado de inercia, aquejados de una especie de sonambulismo? En todo caso, Josefinita y Ariadna me exigen trepar esas gradas y sentarnos allí, nosotros también, un largo rato. No se pasa mal, en verdad, transubstanciado con las piedras romanas. Aunque no lo tengo en la memoria, es muy probable que Julia y yo lo hiciéramos, aquella vez. Lo que entonces no hicimos es lo que vamos a hacer ahora, después de un largo rato de contemplación del vacío, mis nietas y yo: sentarnos en la primera terraza romana donde haya una mesa libre y empastelarnos el estómago de helados.
 
VARGAS LLOSA, Mario. "Roma en dos tiempos". EL PAÍS, 25 de marzo de 2007

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