Datos obtenidos de la revista EL SUSTANCIERO

Félix Andrés Urabayen

 


Félix Andrés Urabayen Guindo nace en Ulzurrun (Navarra) el de junio de 1.883 en el seno de una familia humilde y de ideología liberal. Estudio Magisterio en Zaragoza, ejerciendo en varios pueblos navarros. A finales de 1.911  llega a Toledo, como profesor de Pedagogía de la Escuela Normal, de la que años más tarde llegará a ser director. Atraído por la Ciudad Imperial, convertirá a esta en uno de los dos ejes en torno a los cuales gira su producción literaria; el otro, lo constituye sus vivencias de infancia y juventud en las tierras navarras.

Entre sus novelas destacan "Toledo: Piedad" (1920), "La última cigüeña" (1921 ), "Toledo la despojada" (1924), "El barrio maldito" (1924), "Centauros del Pirineo" (1928), "Tras de trotera, santera" (1932), "Don Amor volvió a Toledo" (1936), etc. Colaborador del diario "El Sol", en el que nos dejó numerosas "estampas" o narraciones de los paisajes, gentes y costumbres que se cruzaron en su vida. Entre ellos muchos rincones de la provincia toledana, entre los que no podía faltar Orgaz.

"Plegaria de la tierra llana", apareció el 7 de diciembre de 1.930 en el periódico mencionado, siendo rescatada posteriormente en el libro "Estampas del camino" ( 1.934). A continuación transcribimos una parte de la misma, en la que podremos admirar la elegante y cuidada prosa de Urabayen, a la vez que constituirá un motivo de reflexión sobre la realidad de nuestro pueblo captada hace setenta años. ¿Que queda de vigente sobre aquel punto de vista de la vida orgaceña?


(...) Pasado Ajofrín, antes de entrar en Sonseca, empieza la tierra llana. Claro que decir llana es un acreditado tópico retórico; nada hay de auténtica planicie en estas altas mesetas manchegas. El terreno, horizontal visto de lejos, se encrespa en los regazos y se arruga en las hoyas. Hasta el Alto de Yébenes, la llanura, sarpullida por el obscuro borrón de los olivos, temblequea indecisa en el silencio anónimo de la "ancha y plana Castilla".

"Para mí -suele decir el toledano clásico- tanto monta Ajofrín como Sonseca." Y esto no puede pasar; es un verdadero insulto para dos pueblos que tienen su personalidad bien definida. Indeciso, estático, trascendiendo a fiambre, Toledo; pero Ajofrín y Sonseca, no. Labrandero y agrómano hasta el tuétano, Ajofrín ha cedido a su vecina la hegemonía comercial. Sonseca profesa el dogma "Más vale onza de trato que arroba de trabajo". De Sonseca son las inteligencias más ágiles y emprendedoras de toda la provincia. Si algún mañana lejano Toledo da una dinastía de banqueros al estilo de los Rostchild alemanes, puede afirmarse sin vacilar que serán sonsecanos. Un pueblo que ha inventado las célebres marquesitas y el auténtico mazapán lleva mucho adelantado para azucarar sólidamente los créditos y las finanzas.

Pero hoy no podemos entrar en Sonseca, porque nos aguarda Orgaz, solar de viejos hidalgos, todos de linajudo abolengo. Pueblo lleno de prestigio para el artista, hace sonreír un poco socarronamente a los comarcanos.

Mientras los de Orgaz cazan o toman el sol, como cumple a tan nobles caballeros, Mora y Sonseca, azadón en ristre -ventajas de no tener pergaminos- , se van metiendo en los fondos nobiliarios gracias a su estupendos terruños, y hoy una oliva, mañana un pegujal, concluirán por anexionarse hasta los dólmenes emplazados a la vera del camino. Dólmenes que desharán para plantar viñas y acrecentar la uvada; porque Mora, como Sonseca, tal vez no tenga sentido histórico; pero económico sí lo tiene, y muy desarrollado...  

      En Orgaz quedan restos de murallas y las ruinas del castillo donde vivió y murió aquel célebre conde de Orgaz, que sin el pincel de el Greco y comentarios de Cossío, no pasara de ser el vulgar testador que deja un censo a la Iglesia en la forma prosaica de un puñado de escudos y unas cuantas gallinas. Quedan también retazos de perdidas grandezas: la iglesia monumental, las traíllas de galgos, los portones blasonados, y, sobre todo, los hidalgos sesteando en el casino, acodados en el prócer sillón de cuero cordobés, el cigarrillo al desgaire, y los muy activos jugando al tresillo.

Orgaz es cabeza burocrática de partido, con gran disgusto de Mora, que en secreto tal vez le envidia esta primacía, sin perjuicio de sentir un profundo desdén por sus vecinos. Algo parecido a lo que ocurre entre Barcelona y Madrid, a quien en pequeño se asemejan bastante ambos rivales. Si Mora, por su actividad, su espíritu industrial y su fondo trabajador y ahorrativo, recuerda algo a Barcelona, Orgaz, con sus empleados, escribanos, abogados, vagos, señoritos y hasta un cogollo de aristocracia, podría ser el Madrid de la provincia. Un rico de Mora es craso, rechoncho, de moruna pelambrera y cachazudo parlar. Posee por término medio diez o doce mil olivos y un par de fábricas modernas de aceites y jabón. Un rico de Orgaz es alto. enjuto y grave como el caballero de la mano al pecho. Tiene unas piernas de zancuda, unas barbas heroicas, los mejores perros del contorno, una escopeta algo vieja. pero que no cambiaría por nada, y un escudo en su portón. En el casino moracho se habla de cotizaciones, de ventas, de escrituras o hipotecas. En el casino de Orgaz no se oye hablar más que de cacerías, de liebres, de perdices, de jabalís. Y alguna vez, de Dulcineas...  

Y así está el problema espiritual. Orgaz, pese a su categoría administrativa, no puede -quizá no lo pretenda tampoco- dominar a Mora, como el mosquito no puede comerse al águila. Mora, por su parte. aunque sí lo pretende, no acaba tampoco de devorar a su presa; siente un vago respeto hacía el gesto señorial, vago e inútil, del histórico Orgaz. Es un problema de ajedrez humano en donde todas las partidas rematan en tablas; avanzan siempre los peones de Mora; mas no llegan a comerse la torre del cazador. Es cierto que el rico Camacho puede acabar con los últimos terrones de nuestro señor Don Quijote; pero no lo es menos que el Quijote orgaceño le amarga sus bodas a la industriosa y rica villa mientras conserve la fuerza de su lanzón curialesco y burocrático. Acaso el pleito tenga feliz solución en la descendencia amalgamada. y todos saldrán ganando. La grasa económica de Mora se afinará. transformándose en cenceña. El último hidalgo limpiará sus pergaminos de la roña usuaria de las hipotecas. Y hasta puede que se salve de alma y cuerpo relegando el rosario y cogiendo el azadón, pues, según leímos en cierto documento del siglo XVII, unos frailes pleiteantes afirman que al que tiene un trozo de tierra le pertenece por derecho correspon­diente trozo de cielo...

Dejamos Orgaz al atardecer. La tierra se empina en plano levemente inclinado a ganar la estribación casi perpendicular del puerto de Yébenes. Desde el monte se ve toda la llanura, amortajada en la sábana infecunda de los barbechos, como un cuerpo demasiado exprimido por el trabajo que sólo aspira a dormir eternamente. Sangra el paisaje entre los desgarrones del sol que se pone, y la trama entretejida de los senderos y atajos es una red de venas blancas que se van anulando sobre las livideces de la piel. A los costados, lejanos, se amoratan los montes de Toledo, erizados de rañas azules en la cumbre, manchados en las laderas por pequeños corros blancos; son los pueblos. Polán, el de noble estirpe; Cobisa y Noez, terruñeros de raza; Mora, con su castillo avizorante; Orgaz, cuna de hijosdalgos; Sonseca, Mazarambroz y, por último, Ajofrín, el que cobijó a Manrique, poeta bien castellano. No; la llanura no es monótona: tiene sus arrugas, sus quiebras graciosas y sus cuadrículas rojas que al sol zurcen de olivos acerados los desgarrones de los barbechos. Paisaje unisonante de mil tonalidades suavemente acordadas, inaccesibles al pintor por las dificultades de entonar una tierra carente de contrastes. Acaso Cristóbal Ruiz acertara a proyectar sobre un lienzo el ritmo sereno de la llanura con el mágico resplandor de sus colores sencillos, que resbalan desde el amarillo al gris.

A nuestra espalda hay dos molinos de viento jubilados y maltrechos. Uno lo están deshaciendo, ya los golpes del martillo se desmorona también la rica leyenda de la llanura, cuna de una raza y fosa de un ideal. ¡Aspas de molino! ¡Fantasía de la tierra llana! ¡Quiero ofrendaros mi postrer plegaria, por lo mismo que caéis prosaicamente a los mandobles de los escuderos. sin aureola de martirio! Cualquier Sancho audaz os desclava por viejos e inservibles, porque el Bachiller Carrasco tritura en diez minutos con su fábrica de harinas vuestra molienda de un año. El trote cochinero de Rocinante ya no sirve: el siglo marcha a noventa por hora y embalando...

Félix Urabayen

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