ENTREVISTA A SLAVOJ ŽIŽEK.

 

El combate universal.

 

 
 

Por Jean Birnbaum | 06 de mayo del 2006

 

 

   

 

     

El psicoanalista y pensador marxista cuestiona el papel de los movimientos antiglobalización y afirma que los derechos humanos son cuestión de "pura fe".

 

Slavoj Žižek, intelectual inclasificable, vive entre su Eslovenia natal, la Argentina y los Estados Unidos. Construyó una obra original en la que las referencias marxistas y psicoanalíticas se mezclan con el cine de Hollywood para inventar una radicalidad con horizonte enigmático. Acaba de publicar El títere y el enano (Paidós) y Visión de paralaje (FCE).

 

- —En "El títere..." explora el estatuto de la fe en nuestra sociedad. La creencia ya no puede asumirse públicamente, dice, se vuelve "un secreto personal y obsceno". ¿Es creyente?

 

- —Soy absolutamente ateo. Pero el problema es que, siendo ateo, estoy contra la filosofía de la finitud. Soy de los que quieren rehabilitar la noción de infinito para pensarla desde un punto de vista materialista. Por eso, si me preguntan, al estilo de los gangsters de las películas americanas, con una pistola en la sien, "¿Quién es usted realmente?", respondería "un hegeliano". Cuando hablo de Kant y de los idealistas alemanes, y cuando utilizo a Lacan, en última instancia, quiero hacer una lectura de Hegel. Aun contra las críticas de Marx o de Kierkegaard, defiendo a Hegel, porque creo que es más radical. Sí, misteriosamente, es mi horizonte. Ya en el liceo, tuve esta epifanía: ¡Hegel!

 

- —Chesterton dice hasta qué punto es difícil ser ateo.

 

- —Allí está el núcleo perverso del cristianismo. Cuando uno es ateo, siempre tiene a un Otro que cree por nosotros, como dice Lacan. Pero, aceptar que el Otro mismo no cree, sucede solamente en el cristianismo. Chesterton hace una bella interpretación cuando dice que ese momento en que Cristo pregunta, en la cruz, "Padre, ¿por qué me has abandonado?", es el momento catastrófico en que Dios mismo es ateo. La distancia que separa al hombre de Dios se traslada a Dios mismo. También para mí, es una experiencia muy traumática. Para dar un ejemplo: la filósofa Agnes Heller, deportada en la Segunda Guerra Mundial, me dijo que en los campos nazis, además de la diferencia fundamental que existía entre los que aún se aferraban a la vida y los que ya estaban resignados a morir, había una tercera categoría, pero mítica: en las barracas contiguas, se decía que había alguien que podía ayudar a los otros, que seguía siendo ético, es decir, que todavía creía. Me dijo que el momento más trágico fue cuando encontraron a ese personaje y comprendieron que era como los demás. Entonces, es fácil ser no creyente, pero es mucho más difícil aceptar que no hay un Otro susceptible de creer por nosotros. Hegel tiene una bella frase: lo que murió en la cruz no es el representante de Dios, sino el mismo Dios del otro mundo. Lo que queda, es el Espíritu Santo: somos responsables. Para mí, la verdadera comunidad de creyentes es la que no tiene a un Otro.

 

- —Diferentes "fundamentalistas" religiosos podrían pretender encarnar a ese Otro. Parece que usted les niega ese derecho. ¿Por qué?

 

 

- —El problema de los fundamentalistas es que no creen. Y lo saben. Lo que me asombra, cuando hablo con fundamentalistas cristianos en los Estados Unidos es que para ellos las proposiciones de fe son tan simples como las de un saber positivo. Son "fanáticos" científicos, y según ellos, la encarnación de Jesús es un hecho que tiene el mismo estatuto que la estructura del átomo. El fundamentalismo no es, como se dice a menudo, un peligro para el saber secular. No: es un peligro para la fe misma. Porque han perdido la creencia auténtica, el credo quia absurdum, ese compromiso con lo imposible que dice: sé que es imposible, sin embargo, creo. Tomemos el ejemplo de los derechos humanos, esa idea de que a pesar de todas las diferencias, hay derechos universales; es un concepto de fe pura. Allí no hay un saber objetivo, sino una decisión colectiva, un compromiso ético-político incondicional. Sin creencia, no existe la ética en el sentido propio. Justamente en eso, estoy de acuerdo con Jacques Rancière, cuando defiende la retórica de los derechos humanos diciendo que no deben naturalizarse, que no son propiedad del hombre, que el derecho humano fundamental es el derecho a la universalidad, a llenar el vacío y comprometerse.

 

- —Badiou hace de San Pablo un predicador activista, cuyo legado militante permitiría refundar una política de vanguardia. También usted hace del proyecto paulista un verdadero "emprendimiento leninista".

 

 

- —Estoy de acuerdo con Badiou en encontrar en el legado judío de Pablo un nuevo tipo de espacio colectivo, de esos que se encuentran en las comunidades creyentes, a veces en los partidos revolucionarios, incluso en las sociedades psicoanalíticas. La cuestión es encontrar una nueva forma del campo social y político. Vivimos en una sociedad pluralista, donde permanentemente debemos dejar de lado nuestra propia posición, buscar un campo común, etc. En contra de esto, lo que me gusta de Pablo es la idea, más valiosa que nunca, de que el único camino hacia la verdadera universalidad es el de tomar partido. La verdad universal, en sí misma, es parcial y comprometida. Quiero resucitar ese aspecto de la religión combativa y por eso tengo grandes problemas con toda la lógica del multiculturalismo, con nociones como la de "tolerancia" o "aprendizaje de las diferencias". Creo en una universalidad de combate.

 

- —Usted es una de las figuras tutelares del movimiento "altermundista". ¿Hay una "política de Žižek?

 

 

- —No. En todo caso, sería la "política de Bartleby". Es decir, la del Preferiría no hacerlo... Hoy, cuando todo el mundo "resiste", el primer gesto, quizá, es rehusarse a ese juego y ver que hay una manera de oponerse que forma parte de la máquina existente. Quizá, el primer gesto verdadero es más bien resistir a la tentación de actuar que hacer algo. Toda esa acción "antiglobalización" me recuerda lo que se puede llamar la "pseudoactividad": se actúa todo el tiempo pero para que nada cambie realmente. En esto, soy crítico con respecto a toda la herencia de Mayo del 68. Participé, sí, pero no me gustó. Fue un espectáculo. Detesto esa idea de la explosión liberadora... Lo que me interesa es el día después, el momento en que uno se pregunta cuál es la diferencia con el orden anterior. Para San Pablo como para Lenin, el problema es el mismo: cómo traducir la revolución a un nuevo orden positivo a través de formas inéditas de politización y hasta a las cosas más cotidianas (el matrimonio, el sexo). Mi problema es ése: el retorno al orden.

 

Extraído de:

El Clarín, Ñ (Revista de cultura), núm. 136, mayo 6, 2006.

 

 

 


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