Conferencia.

El trauma: un señuelo engañoso

 

 
 

Por Slavoj Žižek | 22.Junio.2004

 

 

     
     

Presentación de la Dra. María Inés Raitzin de Vidal a la conferencia de Slavoj Žižek, “El trauma: un señuelo engañoso”[1]

 

Como presidente de APdeBA para mí es un placer y orgullo abrir nuestra casa para el encuentro tan esperado por todos ustedes con el profesor Slavoj Zizek. Este encuentro tiene el auspicio de todas las Asociaciones Psicoanalíticas de la República Argentina, miembros de la IPA. Sé que para muchos de ustedes la presencia de Zizek les es familiar; sus conferencias del año pasado, en el 2003 en Buenos Aires, fueron un éxito de convocatoria multitudinario, se convirtieron realmente en un acontecimiento cultural. Felizmente han sido recogidas en un libro La violencia en acto publicado muy recientemente y de máximo interés porque estas conferencias atraviesan temas de total actualidad con la profundidad y la agudeza que caracteriza toda su obra. Voy a hacerles sintéticamente una enumeración de la obra y de algunos de los libros publicados por Zizek. El es doctor en Filosofía y en Arte, es investigador del Instituto de Estudios Sociales de Liubliana, Eslovenia, y profesor en la New School for Social Research y en la Universidad de París VIII, así como en distintas universidades de E.E.U.U, en Minessotta, Columbia, Michigan. Todos sabemos de la popularidad que goza allí entre los estudiantes. Lo que también es llamativo es que esta actividad intelectual tan importante no ha ido en desmedro de su posibilidad de intercambiar una intensa militancia política, es así que ha sido candidato a presidente en el año 1990, en las primeras elecciones multipartidarias de su país en Eslovenia. Su escritura también es muy prolífica, les voy a mencionar algunos de sus libros: Porque no saben lo que hacen, Goza tu Síntoma, Mirando al Sesgo, Las metástasis del goce, El espinoso sujeto, El frágil absoluto y muchos otros hasta llegar al antes mencionado La violencia en acto. Como vemos, su obra y su vida atraviesan coyunturas teóricas y políticas que son centrales a nuestros intereses como psicoanalistas, así que no dudo que el espacio de diálogo que se nos abre ahora, de diálogo con él, nos va a ofrecer nuevas y fecundas reflexiones.

 

 

 

 Conferencia de Slavoj Žižek en APdeBA:

“El trauma: un señuelo engañoso”

 

 

Comenzaré con la elaboración, no tanto del concepto de trauma, sino con el concepto de lo Real. La paradoja que define lo Real es que es al mismo tiempo necesario e imposible. Lo Real se manifiesta de múltiples maneras –¿qué mejor lugar para comenzar que el sueño inaugural de Freud de la inyección de Irma? Las dos partes en que se divide concluyen con una figuración de lo Real. Al término de la primera parte (la conversación entre Irma y Freud), ello se torna obvio: cuando Freud mira dentro de la garganta de Irma, lo Real se presenta con la apariencia de la carne primordial, el palpitar de la sustancia viva como la Cosa-en-sí, en la repulsiva dimensión de un brote canceroso. Luego, en la segunda parte, el intercambio simbólico y cómico entre los tres médicos también concluye con lo Real, en este caso en su aspecto opuesto: lo Real de la escritura, la fórmula sin sentido de la trimetilamina. La diferencia deriva en que el punto de partida es diferente: si partimos de lo Imaginario (la confrontación especular de Irma y Freud) obtenemos lo Real en su dimensión imaginaria, como una imagen primordial terrorífica que anula las imágenes mismas. Esto es lo Real que encontramos en las películas de terror, por ejemplo. Si partimos de lo Simbólico (el intercambio de opiniones entre los tres médicos) obtenemos el significante transformado en sí mismo en lo real de una carta/fórmula carente de sentido. Es innecesario agregar que estas dos representaciones son los dos primeros aspectos opuestos de lo Real: la cosa primordial caótica y una carta/fórmula sin sentido (como en lo Real de la ciencia moderna). Y quizás, deberíamos agregar a ellos un tercer Real, lo “Real de la ilusión”, lo Real de la pura semblanza, el misterioso je ne sais quoi, la “cosa” insondable que introduce en el objeto común una división dentro de sí, de modo tal que resplandezca a través de él una dimensión sublime –lo que Lacan llamaba el “objeto a” (l’objet petit a)–, eso que está en nosotros, más que en nosotros.

 

Deberíamos centrarnos, pues, en que los tres términos de la conocida tríada lacaniana real-imaginario-simbólico están inherentemente entramados, tríada que se refleja en su totalidad en cada uno de sus tres elementos. Hay tres modalidades de lo Real: lo “Real real” (la cosa aterradora, el objeto primordial, desde la garganta de Irma hasta el Alien[2]), lo “Real simbólico” (lo Real como consistencia: el significante reducido a una fórmula sin sentido, así como las fórmulas cuantitativas físicas que no podemos traducir a la experiencia diaria de nuestro universo de sentido) y lo “Real imaginario” (el misterioso je ne sais quoi, la “cosa” insondable a cuya cuenta la dimensión sublime brilla a través de un objeto común. Así, lo Real es efectivamente estas tres dimensiones a la vez: la vorágine abismal que destruye cualquier estructura consistente; la matemática estructura consistente de la realidad; y la pura y frágil apariencia.

 

En forma estrictamente homóloga, hay también tres modalidades de lo Simbólico: lo Simbólico real (el significante reducido a una fórmula sin sentido), lo Simbólico imaginario (los “símbolos” jungianos o arquetipos) y lo Simbólico simbólico (el habla humana, el discurso, el lenguaje dotado de sentido).

 

Y de la misma manera hay tres modalidades de lo Imaginario: lo Imaginario real (la fantasía freudiana, que es precisamente un escenario imaginario que ocupa el lugar de lo real), lo Imaginario imaginario (la imagen como tal, en su función fundamental de señuelo, en su dimensión fascinante) y lo Imaginario simbólico (una vez más, los “símbolos” de Jung o los arquetipos de la Nueva Era). Lo Real como abismo primordial terrorífico que se traga todo, disolviendo todas las identidades, es bien conocido en la literatura, donde ha adoptado múltiples formas, desde la tempestad de Poe y el “horror” de Kurtz en el final de El corazón de las tinieblas de Conrad, hasta la vivencia del Dios demoníaco que tiene Pip en el Moby Dick de Melville, cuando es arrojado al fondo del mar:

 

 

“Arrastrado vivo a esas magníficas profundidades, donde extrañas formas de ese mundo primigenio sin deformaciones se deslizaban de un lado al otro ante sus ojos quietos, Pip vio insectos coralíferos multitudinarios en los que Dios estaba omnipresente, que desde el firmamento de las aguas sostenían con gran esfuerzo los orbes colosales. Vio el pie de Dios apoyado en el pedal del telar, y le habló; de ahí que los otros marineros dijeran que estaba loco”.

 

 

Lo Real reducido a lo real traumático de la cosa primordial es una trampa, es incluso una defensa, no es lo Real en su versión más radical. Ante esta noción de lo Real como la máxima Cosa traumática intolerable que no podemos enfrentar directamente porque nos enceguece, podríamos preguntarnos: ¿no será que esta misma noción de que la engañosa realidad cotidiana es un velo que oculta el Horror de lo insoportable es falsa? ¿Qué ocurriría si el último velo que oculta lo Real es la noción misma de que detrás del velo está el Horror?

 

La lógica de esta inversión es finalmente la misma que se observa en el pasaje de la teoría especial de la relatividad en Einstein a la teoría general. La teoría especial ya introduce la noción de la curvatura del espacio, la concibe como el efecto de la materia: es la presencia de la materia la que curva el espacio, por lo tanto un espacio vacío hubiese sido plano, no curvo. Con el pasaje a la teoría general que desarrolla Einstein la causalidad es revertida, lo que es sencillo pero genial: lejos de ser la causa de la curvatura del espacio, la materia es su consecuencia. No es la materia la que lo hace curvo al espacio sino que lo que percibimos como materia densa es un efecto de la curvatura del espacio.

 

De manera homóloga, no tenemos un espacio simbólico plano que sea curvado a través de la intervención brutal de algún trauma. Primero tenemos lagunas, inconsistencias, cortes y divisiones en nuestro espacio simbólico. El trauma es una máscara que oculta estas incongruencias. Lo Real –la cosa– no es tanto la presencia inerte que “curva” el espacio simbólico (introduciendo brechas e inconsistencias en él) sino, más bien, el efecto de tales brechas e inconsistencias. El espacio es curvo originalmente.

 

Este insight crucial hace que nos opongamos a todos los revisionistas freudianos, desde Jung hasta Deleuze. El hecho de que Deleuze haya tomado prestado un término clave para el inconsciente (rizoma) de Jung[3] no es un mero accidente insignificante –indica un vínculo más profundo entre ambos. En un texto anterior a su “Introducción sobre Sacher-Masoch” (1961), Deleuze se basa explícitamente en la crítica de Jung a Freud.[4] Su reproche a Freud concierne a tres temas claramente interconectados. Primero, sostiene que al centrarse en la figura del padre, Freud soslaya el papel clave que cumple la mujer (la madre) en el masoquismo. El “contrato masoquista” se establece con una madre devoradora; en tal sentido, el masoquismo constituye una “regresión” a un período anterior de la historia (individual y colectiva) en el que la mujer, de acuerdo a las teorías del matriarcado, cumplía en la sociedad un papel fundamental; no puede comprenderse adecuadamente a Sacher-Masoch sin Bachofen. Segundo, el inconsciente freudiano sigue siendo el inconsciente histérico “superficial”, el inconsciente de un individuo capturado en la lucha edípica con la autoridad paterna; Freud desconoce las capas colectivas más profundas (pre-individuales) del inconsciente “materno”, o sea, no “entra en las dimensiones profundas en que la imagen de la Madre reina por derecho propio”. Tercero, acorde con Deleuze, Freud le niega al inconsciente autonomía simbólica, reduciéndolo a un teatro de sombras que refleja lo que sucede en la realidad no simbólica, ya se trate de la vida social real o de la realidad biológica de las pulsiones.

 

A diferencia de Freud, Jung era mucho más sensible a estos tres aspectos. Conocía el rol fundamental del principio materno, más tarde reprimido por el paterno; identificó claramente la necesidad de penetrar más allá del inconsciente edípico “superficial” de la histeria individual, hasta llegar al inconsciente colectivo preedípico; creó el universo autónomo de los símbolos primordiales (las “imagos”), que lejos de señalar otra realidad, son en sí mismos el horizonte insuperado del sentido. “No le cupo a él [Freud] el mérito de captar la función de las imágenes originales. [...] El dato irreductible de lo inconsciente es el símbolo mismo, y no algo primordial simbolizado”.

 

Hay así una línea directa que lleva de Jung al Anti-Oedipus de Deleuze: la idea de que por debajo del inconsciente freudiano “superficial” aliado a la consciencia hay un inconsciente impersonal “auténtico”, que hace estallar el triángulo edípico, lleva la impronta de Jung. De esta manera se ignora, por supuesto, la esencia del descubrimiento freudiano de lo inconsciente: no se trata de un simple “descentramiento” hacia un inconsciente más fundamental, verdadero centro de la personalidad humana, sino, por el contrario, de una total insustancialización de lo inconsciente: el objetivo de Freud era diferenciar su inconsciente del inconsciente “primitivo” impersonal de la Lebensphilosophie. Además, el hecho de tomar a Jung como punto de referencia le impide a Deleuze desplegar como corresponde y comprender apropiadamente las consecuencias de sus propias elaboraciones sobre el “contrato masoquista”, vale decir, la forma en que este contrato (con la mujer a la que el masoquista le entrega su autoridad) socava la autoridad paterna:

 

 

“/.../ la aplicación de la ley paterna es devuelta a las manos de la Mujer o la Madre. El masoquista persigue algo específico en esta transferencia: que el placer que la ley le prohíbe le sea dado precisamente por medio de la ley. Porque él degustará a través de la ley el placer que la ley paterna veda, en la medida en que la ley le sea aplicada con máxima severidad por la mujer. [...] Su sumisión total significa que él entrega al padre y a la ley paterna para que se haga escarnio de ambos. [...] La misma ley que me veda realizar un deseo so pena del castigo consecuente es ahora la que pone al castigo en primer plano y me ordena, consecuentemente, satisfacer mi deseo: he aquí una variedad de humor verdaderamente masoquista”.

 

 

Lo que Deleuze no tiene en cuenta es el carácter limitado de la “regresión” masoquista. No se trata de que el masoquista “regrese”, simplemente, del nivel paterno al materno; permaneciendo dentro del dominio de lo paterno (contrato), lo que hace es reintroducir a la Mujer como socia en el contrato, pero no para disfrutarla plenamente, sino para burlarse de la autoridad paterna. De esta manera, el masoquista escenifica un cortocircuito siniestro, un monstruoso travestismo de la Ley: al elevar a la mujer a la condición de Amo indiscutido cuyos caprichos el masoquista debe obedecer uno por uno, la convierte en una marioneta controlada de hecho por su esclavo, que es quien fija las reglas del juego: la asimetría explícita del contrato masoquista (la subordinación del hombre a la mujer) descansa en una asimetría opuesta en el nivel de la posición de la enunciación. Por lo tanto, el humor del masoquista no está dirigido únicamente a la figura del padre: se apoya en la incompatibilidad o incongruencia ridícula (y a la vez monstruosa) entre el lugar simbólico del poder simbólico y el elemento que lo ocupa. ¿No es entonces el masoquismo, el contrato masoquista, la prueba definitiva de que “la Mujer es uno de los Nombres del Padre”? Para ponerlo en términos de Lacan: la apuesta (y el engaño) del masoquista es que la Mujer exista. Aquí nos da un indicio la “Mujer o Madre” de Deleuze: para Lacan, la Mujer (la Femme) sólo existe en su condición de Madre (quod matrem). ¿Entonces, hay cabida para una mujer que no sea madre, para el vacío de la subjetividad femenina propiamente dicha?

 

¿Qué es, pues, lo Real? Jonathan Lear[5] demostró que el vuelco “presocrático” de Freud hacia Eros y Tánatos como las dos fuerzas polares básicas del universo es un falso escape, una seudoexplicación, producto de su incapacidad para comprender adecuadamente la dimensión que está “más allá del principio de placer”, tal como la encontraba en la clínica. Luego de establecer que “el principio de placer rige la vida anímica”, Freud se ve obligado a dar cuenta de fenómenos que trastornan el funcionamiento psíquico habitual: fundamentalmente, la repetición de experiencias traumáticas constituye una excepción que no puede explicarse por el principio de placer. En este punto, Freud “tapó la pepita de oro decisiva de su propio entendimiento: el hecho de que la psique sea capaz de trastornar su propio funcionamiento”. En lugar de tratar de conceptualizar este quiebre (la negatividad) y sus modalidades, quiso fundarlo en una positividad más profunda. En términos filosóficos, es el mismo error que Hegel le adjudicó a Kant: luego de que éste hubo descubierto la incongruencia interna de nuestra realidad vivencial, en lugar de aceptarla se sintió obligado a postular la existencia de otra realidad auténtica e inaccesible, la de la Cosa-en-sí:

 

 

“A Freud no le interesa descubrir una nueva fuerza vital, lo que le interesa es tratar de ocultarle a la teoría psicoanalítica un trauma. La invocación a Platón y a los pensadores de la Antigüedad le da entonces una falsa apariencia de legitimidad y de seguridad”.

 

 

Coincidimos plenamente con Lear: lejos de ser el nombre de un hecho traumático insoportable e inaceptable para la mayoría de nosotros (el hecho de que “procuramos alcanzar la muerte”), Tánatos, introducido como principio cósmico (al mismo tiempo que, retroactivamente, se eleva la libido a la condición de Eros, como el otro principio cósmico), es un intento de encubrir el verdadero trauma. La aparente “radicalización” es en la práctica una domesticación filosófica. El quiebre que trastorna el funcionamiento del universo, su falta ontológica, por así decir, es transformado en uno de los dos principios cósmicos positivos, restableciendo así la apaciguadora visión armoniosa del universo como campo de batalla de dos principios opuestos. (Y las consecuencias teológicas de esto son, asimismo, decisivas: en lugar de repensar hasta el fin el subversivo callejón sin salida del monoteísmo, Freud regresa al paganismo).

 

Ahora bien: ¿acaso Lacan repite el error de Freud –como parece pensar Lear– y vuelve a atribuir el quiebre a alguna entidad externa positiva preexistente, como la Cosa, das Ding, la sustancia impenetrable de lo Real? Recordemos de nuevo la teoría general de la relatividad, donde la materia no causa la curvatura del espacio sino que es su consecuencia. Del mismo modo, lo Real de Lacan –la Cosa– no es tanto la presencia inerte que “curva” el espacio simbólico (introduciendo en él lagunas e incongruencias), sino más bien el efecto de todas esas rupturas.

 

Esta noción del cambio nos permite aproximarnos de otra manera a Nietzsche, quien en una misma obra (Más allá del bien y del mal) parece abogar por dos posturas epistemológicas opuestas. Por un lado, la idea de la verdad como la Cosa Real insoportable traumática, como algo peligroso, incluso letal, tal cual lo era para Platón mirar directamente al Sol; el problema es, en este caso, cuánta verdad puede soportar un hombre sin diluirla o tergiversarla; por el otro lado, la idea “posmoderna” de que la apariencia es más válida que la estúpida realidad, que en definitiva no existe una Realidad última sino sólo la interacción de múltiples apariencias, de modo tal que debería abandonarse la noción misma de una oposición entre apariencia y realidad. ¿Acaso la grandeza del hombre no radica en que es capaz de preferir una brillante apariencia estética a una gris realidad? En las palabras de Badiou, la pasión por lo Real se opone a la pasión por la apariencia. ¿Cómo podemos conjugar estas dos posturas opuestas? ¿Cuál es el verdadero Nietzsche? ¿Incurre meramente en una incongruencia, oscila entre dos posturas mutuamente excluyentes? ¿O habrá una “tercera posición”? Dicho de otro modo, ¿no será que estas dos opciones contrapuestas (pasión por lo Real/ pasión por la apariencia) vuelven tangible la lucha de Nietzsche, su imposibilidad de enunciar la posición “correcta” cuya formulación

se le escapaba?

 

Aquí puede sernos útil la mención del análisis ejemplar que realiza Lévi-Strauss, en Antropología estructural, de la disposición espacial de las viviendas entre los Winnebago, una tribu de los Grandes Lagos.[6] La tribu se divide en dos subgrupos o mitades (moietiés): “los de arriba” y “los de abajo”. Cuando se le solicita a un miembro de la tribu que trace en una hoja de papel, o en la arena, el plano de su aldea (o sea, la ubicación de las viviendas), se obtienen dos respuestas distintas según que pertenezca a uno u otro de los subgrupos. Ambos subgrupos perciben la aldea como un círculo, pero para uno de ellos dentro de ese círculo más amplio hay otro menor conformado por las casas que están en el centro, de manera tal que sus integrantes dibujan dos círculos concéntricos; mientras que el otro subgrupo divide claramente el círculo en dos con una línea. En otras palabras, los miembros del primer subgrupo (llamémoslos “conservadores-corporativistas”) perciben la aldea como un anillo de casas dispuestas más o menos simétricamente alrededor del templo que está en el centro, en tanto que los del segundo (“rebeldes revolucionarios”) la perciben como dos conjuntos bien diferenciados de casas separadas por una frontera invisible. ¿Cuál era entonces la disposición real de las casas en la aldea? No era ni la una ni la otra.

 

Lévi-Strauss quiere decirnos con su ejemplo que de ninguna manera éste debe hacernos caer en un relativismo cultural, según el cual la percepción del espacio social depende del grupo al que pertenece el observador. La propia división en estas dos percepciones “relativas” entraña la referencia oculta a una constante: no a la disposición objetiva, “efectiva” de las viviendas, sino a un núcleo traumático, un antagonismo fundamental que los pobladores de la aldea no podían simbolizar, explicar, “internalizar”, aceptar; un desequilibrio en las relaciones sociales que le impedía a la comunidad constituir una totalidad armoniosa y estable. Las dos percepciones del plano de la aldea son, meramente, dos empeños mutuamente excluyentes por superar este antagonismo traumático y sanar sus heridas mediante el establecimiento de una estructura simbólica equilibrada. Aquí advertimos en qué sentido preciso lo Real interviene mediante la anamorfosis. En primer término tenemos la disposición objetiva, “efectiva” de las viviendas, y luego sus dos simbolizaciones diferentes, que en ambos casos deforman anamórficamente la distribución efectiva. Sin embargo, en este caso lo “real” no es la distribución efectiva, sino el núcleo traumático del antagonismo social, el cual deforma la visión que tienen los miembros de la tribu de su antagonismo efectivo. Lo Real es, entonces, esa X desmentida por la cual nuestra visión de la realidad es deformada anamórficamente. (Dicho sea de paso, esta organización en tres niveles es estrictamente homóloga a la organización en tres niveles de la interpretación de los sueños en Freud: el núcleo real del sueño no es el pensamiento onírico latente desplazado / trasladado a la trama explícita del sueño, sino el deseo inconsciente, que se inscribe en la trama explícita precisamente a través de la distorsión del pensamiento latente. En el ejemplo del sueño de Irma, el pensamiento del sueño no es ni sexual ni inconsciente. Es simplemente la preocupación de Freud por haber arruinado el tratamiento de Irma.

 

Algunos autores critican en esto a Freud: en su primer gran ejemplo Freud falsifica su propia teoría. La confusión aquí es que el deseo inconsciente no es el pensamiento onírico.) Volvamos a Nietzsche. Deberíamos ahora captarlo en el ejemplo tomado de Lévi-Strauss. A esta altura ya resultará claro qué significa esto con respecto a su dilema: no todo es un mero entrelazamiento de apariencias, está lo Real; pero eso Real no es la Cosa inaccesible, sino la brecha que nos impide acceder a ella, la “roca” del antagonismo que deforma nuestra visión del objeto debido a que nuestra perspectiva es parcial. Y, nuevamente, la “verdad” no es el estado de cosas “real”, la visión “directa” del objeto sin ninguna distorsión producto de la perspectiva, sino lo Real del antagonismo que provoca esa perspectiva distorsionada. La verdad no es “cómo son realmente las cosas en sí”, más allá de toda distorsión, sino la brecha, el pasaje que separa una perspectiva de otra (en nuestro caso, el antagonismo social) y que hace que esas dos perspectivas sean radicalmente inconmensurables. La “imposibilidad de lo Real” es la causa de que sea imposible alcanzar jamás una visión “neutral” del objeto, ajena a toda perspectiva. Por cierto, hay una verdad, no todo es relativo; pero esa verdad es la verdad de la distorsión de las perspectivas como tales, no la verdad deformada por la visión parcial de una perspectiva unilateral.

 

Esto nos lleva al dilema clave concerniente a las nociones nietzscheanas del Superhombre y del Eterno Retorno. Honrad Lorenz hizo en algún lugar la ambigua afirmación de que nosotros (la humanidad “efectivamente existente”) somos el buscado “eslabón perdido” entre el animal y el ser humano. ¿Cómo debemos interpretar esto? Por supuesto, la primera asociación que se impone es que la humanidad “efectivamente existente” continúa viviendo en lo que Marx llamó la “prehistoria”, y que la verdadera historia humana comenzará con el advenimiento de la sociedad comunista; o bien, en términos de Nietzsche, que el hombre no es más que un puente, un pasaje que lleva del animal al Superhombre (para no mencionar la versión de la Nueva Era, según la cual estamos ingresando en una era en la que la humanidad se transformará en una Mente Global, dejando atrás su mezquino individualismo). Sin duda, Lorenz quería significar algo por el estilo, aunque con un toque más humanista: la humanidad es aún inmadura y bárbara, no alcanzó la plena sabiduría. Se nos impone esta lectura opuesta: esta condición intermedia del ser humano es, justamente, su grandeza, ya que en su esencia el ser humano es un “pasaje”, una apertura limitada que desemboca en un abismo.

 

Traumas históricos como el Holocausto parecen fijarle un límite a esa visión nietzscheana. Según Nietzsche, si no radicalizamos la Voluntad de Poder en el Eterno Retorno, la reafirmación de nuestra Voluntad queda trunca, y permanecemos por siempre constreñidos por la inercia del pasado que no elegimos ni quisimos, y que como tal limita el alcance de nuestra autoafirmación. Sólo el Eterno Retorno cambia el “fue” en “será”, y me permite decir, en consecuencia, “lo quise así”.

 

Entre las nociones de trauma y repetición hay un vínculo inherente, como lo marca la conocida máxima de Freud según la cual estamos condenados a repetir aquello que no podemos recordar. Por definición, un trauma es algo que uno no puede recordar, o sea, integrarlo a su narración simbólica, de modo tal que se repite a sí mismo indefinidamente, y retorna para acosar al sujeto; o, mejor dicho, lo que se repite es la dificultad, y aun la imposibilidad, de repetir y recordar el trauma apropiadamente. Desde luego, el Eterno Retorno de Nietzsche apunta, precisamente, a ese recuerdo pleno; en última instancia, significa que no hay ya un núcleo traumático que se resiste a ser recordado y que el sujeto puede asumir cabalmente su pasado y proyectarlo en el futuro deseando que se reitere. Sin embargo, ¿es posible adoptar una postura subjetiva de desear activamente que el suceso traumático se repita en forma indefinida?

 

Aquí nos confrontamos con el Holocausto como un problema ético. ¿Es posible sustentar el Eterno Retorno incluso con respecto al Holocausto, adoptar también en este caso la posición “lo quise así”? El amor fati y el Eterno Retorno de Nietzsche, ¿son entonces homólogos a la versión de Pascal sobre la relación entre el Derecho y el Poder? Escribió Pascal: “Sin duda, la igualdad de los bienes es justa; pero, porque no se pudo conseguir que se obedeciera por fuerza a la justicia, se llegó a que fuera justo obedecer a la fuerza; porque no se pudo fortificar la justicia, se justificó la fuerza, para que lo justo y lo fuerte estuvieran juntos, y existiera la paz, que es el supremo bien”.[7] Dado que en esta única vida que tengo estoy limitado por el pasado que pesa sobre mis hombros, la afirmación de mi voluntad incondicional de poder es siempre frustrada por aquello que me vi obligado a asumir como dado, por haber sido arrojado, en mi finitud, a una situación determinada. Consecuentemente, la única manera de reafirmar en forma efectiva mi voluntad de poder es transponerla en un estado en el que yo sea capaz de desear libremente, de reafirmar como resultado de mi voluntad, aquello que de otro modo siento impuesto por el destino eterno; y la única manera de lograrlo es imaginar que en los futuros “retornos de lo mismo”, en las repeticiones de mi circunstancia actual, estaré cabalmente dispuesto a asumirla con libertad.

 

Ahora bien: tendríamos que preguntarnos si este razonamiento no esconde el mismo formalismo que el de Pascal. ¿Acaso no tiene como premisa oculta la siguiente?: “Si no puedo elegir libremente mi realidad actual y superar la necesidad que me determina, ¿elevaré formalmente esta misma necesidad a la condición de algo libremente elegido por mí”? Nietzsche estaría, entonces, en el extremo opuesto de la esperanza judía –de Levinas– de Derrida y de Adorno de Redención final, esa idea de que este mundo nuestro no puede ser “todo lo que hay”, la Verdad última y definitiva, y que por tanto debemos adherir a la promesa de una Otredad Mesiánica.

 

Veamos ahora qué es realmente el Eterno Retorno nietzscheano. ¿La repetición fáctica de un pasado que debe desearse como fue, o una repetición al estilo de Walter Benjamin, el retorno-reactualización redentor de aquello que se perdió en su acaecer pretérito, su exceso virtual, su potencialidad redentora? La noción del Eterno Retorno como repetición de la realidad del pasado, ¿no se basa quizá en una noción muy primitiva, en la reducción del pasado a la realidad unidimensional de “lo que verdaderamente sucedió”, borrando la dimensión virtual de ese mismo pasado? Si entendemos así la idea del Eterno Retorno, como repetición redentora de la virtualidad del pasado, la evocación que ha hecho Agamben del Holocausto como argumento concluyente contra el Eterno Retorno pierde peso, y uno desearía que se repitiera la potencialidad perdida merced a la realidad del Holocausto.

 

El Eterno Retorno plantea, empero, otro problema. ¿Qué significaría, en términos nietzscheanos, la virtualización digital de nuestras vidas, el pasaje de nuestra identidad del hardware al software, el hecho de que dejemos de ser mortales finitos para convertirnos en entidades virtuales “que no mueren”, capaces de perdurar indefinidamente, migrando de uno a otro soporte material; en suma, que pasemos de lo humano a lo poshumano? Esta poshumanidad, ¿es tal vez una versión del Eterno Retorno? El sujeto digital poshumano, ¿es una versión (una actualización histórica) del “Superhombre” de Nietzsche? ¿No será que esta versión digital poshumana es una variante de lo que Nietzsche llamó el “Último Hombre”? ¿Qué ocurre si es, en cambio, un punto de indiferenciación entre ambos, y, como tal, una marca de las limitaciones del pensamiento de Nietzsche?

 

Podríamos preguntarnos si el Eterno Retorno está enraizado en la finitud humana (pues la brecha entre la virtualidad y la actualidad sólo existe a partir del horizonte de finitud) o si representa el hecho de que no podamos despegarnos de la finitud. Cuando hoy se celebra el desarraigo de la subjetividad, su carácter migratorio, nómade, híbrido, etc., parecería que la digitalización ofrece a esta migración el horizonte supremo, el fatídico tránsito del hardware al software; vale decir, el quiebre del nexo que vincula a una mente con su encarnación material fija (el cerebro individual) y la posibilidad de descargar el contenido íntegro de una mente en una computadora, de manera tal que la mente se transforme en un programa de computación capaz de migrar en forma indefinida de un soporte material a otro y adquirir así una suerte de “inmortalidad”. La metempsicosis o migración de las almas sería un problema tecnológico. Ingresaríamos así en un régimen tan radicalmente distinto de nuestro pasado humano, como somos distintos los humanos de los animales inferiores. Al poder cargarnos en una computadora, nos convertiríamos en “cualquier cosa que uno quiera; uno puede ser grande o pequeño, más ligero que el aire, puede atravesar paredes”.[8] En los términos del buen Freud de antaño, deberíamos desprendernos de esa resistencia mínima que define (nuestra experiencia de) la realidad e ingresar en el ámbito en el que el principio de placer rige soberano, sin hacer concesión alguna al principio de realidad. O, como dijo David Pearce en su libro, de título muy oportuno, The Hedonistic Imperative (El imperativo hedonista):

 

 

“La nanotecnología y la ingeniería genética eliminarán toda experiencia dolorosa del mundo viviente. En el próximo milenio, se erradicará por completo el sustrato biológico del sufrimiento, ya que conseguiremos, para todo organismo sensible del planeta, provocar la felicidad con precisión neuroquímica”.[9]

 

 

Repárese en los matices budistas de este fragmento. Y como una de las definiciones de la condición humana es que para ella constituye un problema eliminar los excrementos, la nueva poshumanidad consistirá, en parte, en que en ella no habrá suciedad ni excrementos:

 

 

“Un superhombre ha de ser más limpio que un hombre común. En el futuro, nuestra limpieza de cañerías (tanto de lo descongelado como de lo recién nacido) será más higiénica y decorosa. Quienes lo deseen, podrán consumir alimentos que no produzcan residuos y el exceso de agua se evaporará a través de los poros. Alternativamente, ciertos órganos modificados tal vez expidan de tanto en tanto pequeños residuos secos y compactos”.[10]

 

 

Este no es el final, el próximo paso es la confusión en cuanto a las funciones que cumplen nuestros orificios. La boca, que sirve para tantas cosas, ¿no es “torpe y primitiva”? “A un alien le parecería notable que tengamos un órgano en el cual se combinan las funciones de respirar, comer, degustar, masticar, morder, y de vez en cuando gritar, silbar, contribuir a pelear o a enhebrar agujas, dar conferencias y hacer muecas de todo tipo”... para no hablar de besar, lamer y chupar, toda la confusión de lo erótico. ¿El ejemplo máximo no será aquí el pene, con su embarazosa superposición de las funciones más altas (la inseminación) y las más bajas (la micción)? La perspectiva de la manipulación biogenética de las características físicas y psíquicas de los seres humanos ha hecho que hoy la noción del “peligro” inherente a la tecnología moderna del que habló Heidegger se convierta en moneda corriente. Heidegger destacó que el verdadero peligro no radica en la autodestrucción física de la humanidad, la amenaza de que estas intervenciones biogenéticas tengan un desenlace fatal, sino precisamente en que nada tenga ese desenlace, que las manipulaciones genéticas funcionen sin tropiezos.

 

En tal situación, el círculo se cerrará, en cierto sentido, y quedará abolida la apertura inherente al hecho de ser humano. Lo mismo afirman, en términos más simples, muchos críticos de la cultura, desde Fukuyama hasta Habermas, preocupados por el modo en que los nuevos avances de la ciencia y de la técnica (que tornaron a la especie humana potencialmente capaz de redefinirse y rediseñarse) pueden afectar nuestra humanidad. La mejor síntesis de este llamamiento es el título del libro de Bill McKibben: ¡Suficiente! Como entidad colectiva, la humanidad debe poner límites al “progreso” encaminado en esta dirección y renunciar voluntariamente a él, y McKibben se empeña en especificar empíricamente cuál debería ser ese límite. La terapia genético-somática se encuentra de este lado del límite, del punto en que hay que decir “¡Suficiente!”; es posible practicarla sin renunciar al mundo tal como lo hemos conocido, ya que con ella intervenimos en un cuerpo que ha sido generado en forma “natural”. Las manipulaciones de los gérmenes, en cambio, se pasaron al otro lado, a un mundo que carece de sentido.

 

Cuando manipulamos las características corporales y psíquicas de los individuos antes de que éstos sean concebidos, atravesamos el umbral de la planificación a todo trance, que convierte a los individuos en productos sin permitirles vivenciarse a sí mismos como seres responsables, que deben formarse / educarse dirigiendo su voluntad y alcanzando la satisfacción que dan los logros. Tales individuos no se relacionan consigo mismos como entidades responsables.

 

La insuficiencia de este razonamiento es doble. Primero, como diría Heidegger, la supervivencia de la humanidad de los seres humanos no puede depender de una decisión óntica de parte de éstos. Aunque tratemos de definir así los límites de lo permisible, la verdadera catástrofe ya sucedió. Ya nos vivenciamos como seres en principio manipulables, ya hemos renunciado voluntariamente a desplegar en su totalidad esas potencialidades. Pero lo esencial es que con la planificación biogenética no sólo desaparece nuestro universo de sentido. O sea, las descripciones utópicas del paraíso digital no son las únicas equivocadas, porque implican que el sentido persistirá; también están equivocadas, son víctimas de una perspectiva falaz, las descripciones negativas opuestas, las del universo “carente de sentido” de la manipulación tecnológica de la persona.

 

También éstas miden el futuro con patrones actuales inapropiados. El futuro de la manipulación tecnológica aparece “carente de sentido” únicamente cuando se lo mide con –o, mejor dicho, dentro del horizonte de– la noción tradicional de lo que es un universo “dotado de sentido”. ¿Quién sabe lo que revelará ser “en sí mismo” este universo poshumano? ¿Qué pasa si no existe una respuesta simple y única, si las tendencias contemporáneas (digitalización, manipulación biogenética) se abren a una multitud de simbolizaciones posibles? ¿Qué si la utopía –el sueño perverso del tránsito de hardware a software de una subjetividad libremente flotante entre distintas corporizaciones– y la distopía –la pesadilla de que los humanos se transformen voluntariamente en seres programados– son el positivo y el negativo de la misma fantasía ideológica? ¿Qué ha de suceder si esta perspectiva tecnológica es, sólo ella y justamente ella, la que nos enfrenta cabalmente con la dimensión más radical de nuestra finitud?

 

Como señala Lacan en su Seminario XX: Encore, el jouisance o goce implica una lógica estrictamente homóloga a la de la prueba ontológica de la existencia de Dios. Según la versión clásica de esta prueba, mi conciencia de mí mismo como un ser finito y limitado da origen de inmediato a la noción de un ser infinito y perfecto, y como este ser es perfecto, la propia idea de él contiene su existencia. Del mismo modo, nuestra experiencia del jouisance como algo finito, localizado, parcial, “castrado”, de inmediato da origen a la noción de un jouissance pleno, consumado, ilimitado, cuya existencia es necesariamente presupuesta por el sujeto que la atribuye a otro sujeto, el que “supuestamente gozará”.

 

En este punto utópico del goce absoluto quedaría en suspenso lo que Lacan llama jouissance de l’Autre. ¿Qué es este jouissance de l’Autre? Imaginemos (aunque ha sido un caso clínico real) dos amantes que se excitan mutuamente por la sola acción de sus palabras, contándose sus fantasías sexuales más íntimas, a punto tal que llegan al orgasmo sin siquiera tocarse, con su “mera charla”. No es difícil conjeturar cuál será el resultado de este exceso de intimidad: tras esta exposición mutua tan radical, ya no podrán mantener su vínculo amoroso. Dijeron demasiado, o, más bien, la palabra hablada, el gran Otro, fue invadida totalmente por el jouissance, de manera tal que cada uno de ellos se siente molesto en presencia del otro y poco a poco se apartan y evitan encontrarse.

 

El verdadero exceso es éste, y no una orgía desaforada; no “poner en práctica las fantasías más íntimas en vez de hablar sobre ellas”, sino lo contrario, hablar de ellas hasta el punto que avasallen el medio constituido por el gran Otro, hasta “hacer el amor con palabras”, literalmente, o sea, hasta que se quiebre la barrera constitutiva elemental que existe entre el lenguaje y el jouissance. Medida de acuerdo con este patrón, la “orgía real” más extrema es un pobre sucedáneo.

 

Recordemos esa famosa escena de Persona, el filme de Ingmar Bergman, en que Bibi Anderson relata una orgía y una apasionada escena de amor en que le tocó participar en la playa; no se nos muestran imágenes de aquel momento, y sin embargo la escena es una de las más eróticas de toda la historia del cine, porque la excitación está en la manera en que la relata; esta excitación presente en el propio lenguaje es el jouissance feminine. Pues bien; esta dimensión del jouissance del Otro es lo que hoy día corre peligro. Imaginemos una situación en que el dolor (o el placer) no sea generado en un sujeto a través de sus percepciones sensoriales sino por excitación directa de los centros neuronales apropiados (ya sea mediante drogas o impulsos eléctricos). En este caso, el sujeto experimentará dolor “puro”, dolor “como tal”, “lo real” del dolor, o, dicho en términos kantianos, el dolor no categorizado, un dolor que aún no tiene sus raíces en la experiencia de la realidad conformada por las categorías transcendentales.

 

Este atajo, ¿no es acaso el rasgo más básico y perturbador del consumo de drogas destinado a experienciar el goce? Las drogas permiten un jouissance puramente autista, accesible sin necesidad de dar el rodeo que pasa por el Otro (el orden simbólico), un jouissance generado no por representaciones fantasmáticas sino por la acción directa sobre nuestros centros neurales de placer. En este preciso sentido, las drogas implican la suspensión de la castración simbólica, cuyo sentido más elemental es, justamente, que el jouissance sólo es accesible por intermedio de la representación simbólica. Esta brutalidad de lo Real del jouissance es la contrapartida de la plasticidad infinita de la imaginación, que no está limitada por las reglas de la realidad. Lo significativo es que la experiencia de la droga abarca ambos extremos: por un lado, lo Real del jouissance como número no categorizado que va más allá de las representaciones; por el otro, la desenfrenada proliferación del fantaseo (recordemos las proverbiales comunicaciones de las personas que han consumido drogas acerca de escenas cuya existencia jamás habían imaginado, con formas, colores, olores de nuevas dimensiones).

 

En el año 2003, en el Centro de Neuroingeniería de la Duke University, se hizo un experimento con dos monos en los que antes se habían efectuado implantes cerebrales, a fin de adiestrarlos para que movieran con su pensamiento el brazo de un robot. En el cerebro de los dos monos se implantaron, a un milímetro de la superficie del cráneo, una serie de electrodos con minúsculos cables; una computadora registraba las señales producidas por el cerebro de los animales mientras manipulaban un joystick a fin de controlar el brazo del robot, situado en otra habitación; la recompensa eran sorbos de un jugo que les gustaba a los monos. Luego se desconectaba el joystick y el robot era controlado directamente por las señales cerebrales emitidas desde los implantes. Con el tiempo, los monos dejaron de usar el joystick, como si supieran que no era este dispositivo sino su cerebro lo que dirigía el brazo.

 

En el verano boreal de 2004 los investigadores de Duke University resolvieron efectuar implantes similares en seres humanos. Se informó que lograron realizar implantes temporarios de electrodos en cerebros humanos para que los voluntarios practicaran videojuegos mientras los electrodos registraban las señales cerebrales. Los científicos programaron una computadora para que reconociera la actividad cerebral correspondiente a los diferentes movimientos del joystick. En este procedimiento, se “espía” el chisporroteo digital que produce el cerebro en los electrodos (allí donde las computadoras usan ceros y unos, las neuronas codifican nuestros pensamientos en impulsos eléctricos inexistentes o existentes) y se transmiten las señales a una computadora capaz de descifrar ese código cerebral y luego utilizar tales señales para controlar una máquina. El procedimiento tiene ya un nombre oficial: “interfaz cerebro-máquina”. Los proyectos futuros abarcan no sólo la realización de tareas más complejas (v. gr., implantar los electrodos en los centros cerebrales del lenguaje para poder transmitir en forma inalámbrica la voz interior de una persona a una máquina, de modo tal que el sujeto pueda hablar “directamente”, sin necesidad de recurrir a la voz o a la escritura), sino también el envío de las señales cerebrales a una máquina situada a miles de kilómetros para movilizarla a distancia.

 

¿Y por qué no enviar las señales a alguien cercano en cuyos centros de la audición se hubieran implantado electrodos, para que pueda escuchar “telepáticamente” mi voz interior? El “control del pensamiento” de que hablaba George Orwell se tornaría así una realidad mucho más concreta. Stephen Hawking no necesitaría usar siquiera su proverbial dedo meñique, la única parte de su cuerpo paralítico que puede mover y, por ende, el vínculo mínimo que existe entre su mente y el mundo exterior; podría hacer que los objetos se movieran sólo con su mente, ya que su cerebro actuaría como dispositivo de control remoto.

 

En términos del idealismo alemán, esto significa que lo que Kant denominó “intuición intelectual” –el cierre de la brecha entre la mente y la realidad, proceso que influiría causalmente de modo directo en la realidad, y que Kant atribuía sólo a la mente infinita de Dios– está ahora al alcance de cualquiera de nosotros. Dicho de otra manera, hemos sido privados potencialmente de una de las características básicas de nuestra finitud. Y como esta brecha de finitud es al mismo tiempo –según nos enseñaron tanto Kant como Freud– el recurso de nuestra creatividad (la distancia que hay entre el “mero pensamiento” y la intervención causal en la realidad externa es lo que nos permite poner a prueba las hipótesis en nuestra mente y, como dice Karl Popper, dejar que mueran ellas en lugar de morir nosotros), el atajo directo que lleva de la mente a la realidad entraña la perspectiva de un cierre radical. Esta visión de un mundo en el que no podría haber trauma ni estrés alguno, ¿no será el trauma supremo?

 

Traducido por Leandro Wolfson.

 

 

 

 Psicoanálisis APdeBA - Vol. XXVI - Nº 2 – 2004,  pp. 473-494.

http://www.apdeba.org/publicaciones/2004/pdf/Conferencia%20Zizek.pdf


 

[1] Conferencia ofrecida en APdeBA el 22 de junio de 2004.

[2] Nota de la traducción: la palabra alien se refiere a un ser de otra galaxia que intrusivamente se injertó en el mundo de los humanos; ese ser monstruoso, injertado en una nave espacial, inasimilable a nada de lo conocido, radicalmente diferente de todo lo que conocemos como lo humano que nos angustia y aterra. Implica varias acepciones, una de ellas es lo ajeno, lo que pertenece a otro; también implica lo extraño, lo extranjero, y de ahí lo enemigo y hostil.

[3] “La vida me ha parecido siempre como una planta que vive a partir de su rizoma. Su vida verdadera es invisible, está oculta en el rizoma./... Lo que vemos es el capullo perecedero, que transita. El rizoma permanece.” (C. G. Jung, Memorias, Sueños, Reflexiones, New York:  Vintage Books 1965, p. 4).

[4] Ver Gilles Deleuze, “Sacher-Masoch y Sade”, originariamente publicado como “De Sacher -Masoch au Masochisme” in Arguments, Nro. 21 (1961).

[5] Todas las citas que siguen fueron tomadas de Jonathan Lear, “Give Dora a Break! A Tale of Eros and Emotional Disruption”, en Shadi Bartsch y Thomas Bartscherer (eds.), Erotikon. Essays on Eros, Ancient and Modern, Chicago: Chicago University Press (en prensa).

[6] Claude Lévi-Strauss, “Do Dual Organizations Exist?”, en Structural Anthropology, Nueva York: Basic Books, 1963, págs. 131-63; los dibujos a que se hace referencia en el texto aparecen en las págs. 133-34

[7] Blaise Pascal, Pensées, Harmondsworth: Penguin Books, 1965, pág. 51. [La versión castellana ha sido tomada de Pensamientos, traducción y prólogo de Oscar Andrieu, Colección Obras Maestras del Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires: Editorial Sudamericana, vol. 1, pág. 198. (N. del T.)]

[8] J. Storrs Hall, citado en Bill McKibben, Enough. Staying Human in an Engineered Age, NuevaYork: Henry Holt and Company, 2004, pág. 102.

[9] Citado en ibíd., págs. 102-03.

[10] Robert Ettinger, citado en ibíd., pág. 110.

 

 

 


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