¿Existe una política de la sustracción?

 

 

 

Por Slavoj Žižek

 

 

 

 

 

 

 

Alain Badiou identificó como la característica clave del siglo XX lo que él llama la "pasión de lo Real"[1] En contraste con los proyectos y los ideales utópicos o "científicos" del siglo XIX, que son planes para el futuro, el siglo XX aspiro a cumplir la cosa misma, a realizar directamente el anhelado Nuevo Orden —o, como Fernando Pessoa expresara:

 

No reclames construir en el espacio

lo que piensas que te espera en el futuro,

que te promete algo como un mañana.

Actualízate hoy, no esperes.

Tú solo eres tu vida.

 

La última y definitoria experiencia del siglo XX fue la experiencia directa de lo Real a diferencia de lo cotidiano de la realidad social —lo Real en su extrema violencia como el precio por despegar las engañosas capas de la realidad. En las trincheras de la Primera Guerra Mundial, Ernst Jünger ya celebraba el combate cara a cara como el autentico encuentro intersubjetivo: la autenticidad reside en el acto de la transgresión violenta, de lo Real lacaniano —la Cosa con la cual Antígona se enfrenta cuando viola el orden de la Ciudad—, o del exceso batailleano. En el dominio de la sexualidad misma, el icono de esta "pasión por lo Real" es el Imperio de los sentidos de Oshima, una película de culto de los años setenta en la que la relación amorosa de la pareja se radicaliza en la tortura mutua hasta la muerte de ambos amantes (no hay que asombrarse de que Lacan se refiera a este film en su Seminario XX: Aún). ¿No es la expresión última de la pasión de lo Real la opción que uno obtiene de los sitios de red pornográficos donde se puede ver una vagina desde el punto de vista de una cámara pequeñisima situada en la parte superior de un dildo penetrador? En este punto extremo, ocurre un cambio: cuando nos acercamos demasiado al objeto deseado, la fascinación erótica se convierte en asco por lo Real de la carne desnuda.

 

Recordemos la sorpresa que sentía un americano normal después de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 (11-S): "¿Cómo es posible que esta gente demuestre y practique una tal indiferencia por su propia vida?" ¿No es el anverso de este sentimiento de sorpresa el hecho bastante triste de que nosotros, en los países del Primer Mundo, encontremos más y más difícil imaginar una Causa pública o universal por la cual estaríamos listos para sacrificar nuestras vidas? Cuando después de los bombardeos incluso un ministro de asuntos exteriores del Talibán dijo que pudo "sentir el dolor" de los niños americanos: ¿no confirmó de ese modo el papel hegemónico e ideológico de la marca personal de la frase de Bill Clinton? Parece, de hecho, como si la división entre el Primer Mundo y el Tercero se definiera más y más por la oposición entre el llevar una larga vida satisfactoria —llena de riqueza material y cultural— y el dedicar la vida a alguna Causa trascendente.

 

De inmediato se sugieren dos citas filosóficas a propósito de este antagonismo entre la vida del consumo occidental y el fundamentalismo musulmán: Hegel y Nietzsche. ¿No es este antagonismo el que se encuentra entre lo que Nietzsche llamó el nihilismo "pasivo" y "activo"? Nosotros en Occidente somos los Últimos Hombres nietzcheanos, sumergidos en los placeres superficiales de la vida diaria, mientras que los fundamentalistas musulmanes están listos para arriesgarlo todo, ocupados en la lucha hasta el momento de su propia autodestrucción. (No podemos dejar de notar el papel significativo de la bolsa en los bombardeos del World Trade Center (WTC) el 11-S: la prueba última de su impacto traumático fue que la Bolsa de Nueva York quedo cerrada cuatro días, y su apertura el siguiente lunes representaba el signo clave de que todo volvía a la normalidad). Quizás este par de nihilismos, activo y pasivo, de Nietzsche encapsule la tensión hoy de manera más apropiada que todas las referencias a una sociedad pos-tradicional v las resistencias fundamentalistas en contra de este tipo de sociedad. Además, si uno percibe esta oposición por los lentes de una lucha hegeliana entre el Amo y el Esclavo, no puede evitar una paradoja: aunque nosotros en Occidente somos percibidos como los amos explotadores, somos los que ocupamos la posición del Esclavo; quienes, así como éste se aferra a la vida y sus placeres, no puede arriesgar la vida (recuérdese la idea de Colin Powell de una guerra tecnológica sin bajas), mientras que los fundamentalistas musulmanes son los Amos que están listos para morir...

 

Como Badiou demostró en su discusión de los procesos espectaculares de Stalin, este esfuerzo violento que quiere destilar el puro Real de la realidad elusiva necesariamente acaba en el polo opuesto —en la obsesión por la pura apariencia: en el universo estalinista, la pasión por lo Real (la aplicación tiránica del desarrollo socialista) culmina, de este modo, en la puesta en escena de un espectáculo teatral en cuya verdad nadie cree. La clave de esta inversión yace en la última imposibilidad de trazar una distinción clara entre la realidad engañosa y algún núcleo de lo Real: cada piececita positiva de la realidad es a priori sospechosa, ya que (como lo sabemos de Lacan) la Cosa Real es, a fin de cuentas, otro nombre para el Vacío.

 

La búsqueda de lo Real así es igual a la aniquilación, una furia (auto)destructiva que se halla en el centro de la única manera de trazar la diferencia entre la apariencia y lo que es lo Real: esto es, precisamente, ponerlo en escena como si fuera un espectáculo fingido. La ilusión fundamental aquí es que, una vez que el trabajo violento de purificación se termine, el Nuevo Hombre emergerá ex nihilo, liberado de la suciedad de la corrupción pasada. En este horizonte, los "hombres verdaderamente existentes" se reducen a las reservas de materias primas que pueden ser explotadas para construir lo nuevo —la definición revolucionaria del hombre de Stalin es circular: "El Hombre es el que debe ser aplastado, sofocado, trabajado sin misericordia, para producir el nuevo hombre". He aquí la tensión entre una serie de elementos "ordinarios" (los hombres "ordinarios" como la "materia" de la historia) y el elemento "vacío" de carácter excepcional (el "Nuevo Hombre" socialista, el cual es al principio nada más que un sitio vacío para llenarse de contenido positivo a través de la agitación revolucionaria). Durante una revolución, no hay una determinación a priori y positiva en cuanto a este Nuevo Hombre: una revolución no es legitimada por la noción positiva de lo que es la esencia del Hombre ("alienada" bajo las condiciones presentes y actualizada mediante el proceso revolucionario): la única legitimación de una revolución es negativa, una voluntad de separarse del Pasado.

 

Debemos formular las cosas de una manera muy precisa: la razón por la cual la furia estalinista de la purificación es tan destructiva tiene que ver con el hecho de que se sostenga en la creencia de que, una vez que la labor destructora de la purificación se cumpla, algo permanecerá: el "resto indivisible" sublime, el parangón de lo Nuevo —o, para citar a Fernando Pessoa otra vez: "Cuanto más la Vida se putrifica ahora, tanto más estiércol habrá para el Futuro". Para ocultar el hecho de que no haya nada más allá de aquello, de una manera estrictamente pervertida, el revolucionario tiene que aferrarse a la violencia como único índice de su autenticidad. En este nivel los críticos del estalinismo normalmente interpretan mal la causa del compromiso del comunista con el Partido. De 1939 a 1941, cuando los comunistas pro-soviéticos tuvieron que cambiar de actitud política dos veces en una noche (después del pacto nazi-soviético, fue el imperialismo, no el fascismo, el que se elevo al rol del mayor enemigo; desde el 22 de junio del 1941, cuando Alemania atacó a la Unión Soviética, otra vez fue el frente popular en contra de la bestia fascista), la brutalidad de imponer cambios de posición fue lo que les atrajo. Por la misma veta, las purgas en sí mismas ejercieron una fascinación asombrosa, especialmente sobre los intelectuales: su crueldad "irracional" servía como un tipo de prueba antológica, atestiguando el hecho de que estamos tratando con lo Real, no solo con planes sin futuro —el Partido es despiadadamente brutal, entonces insistirá en su programa...

 

Así, si la pasión por lo Real termina con la pura apariencia del teatro político, entonces, en una inversión exacta, la pasión "posmoderna" por la aparición del Ultimo Hombre al fin se encuentra con algo Real. Considérese, por ejemplo, el fenómeno de los que se cortan el cuerpo (los individuos —la mayoría de los cuales son mujeres que experimentan una pulsión irresistible por cortarse con navajas o de otro modo hacerse daño), estrictamente correlativo con la virtualización de nuestro ambiente: es ésta una estrategia desesperada por volver a lo Real del cuerpo. Como tal, el acto de cortarse debe contrastarse con las inscripciones normales del tatuaje en el cuerpo, las cuales garantizan la inclusión del sujeto en el (virtual) orden simbólico —el problema de los que se cortan es lo opuesto: la afirmación de la realidad misma—. Lejos de ser suicida, lejos de señalar un deseo de autodestrucción, el cortarse es un intento radical de (re)cobrar una plaza fuerte en la realidad, o (otro aspecto del mismo fenómeno) establecer fuertemente al “yo” en la realidad corporal, en contra de la angustia insoportable de percibirse como inexistente. Los que se cortan normalmente dicen que, al ver la sangre roja, caliente, que sale de la herida auto-inferida, se sienten vivos de nuevo, con raíces plantadas en la realidad.[2] Así, aunque el cortarse es por supuesto un fenómeno patológico, de todos modos es un intento patológico por volverse normal, por evitar un total ataque de nervios psicótico.

 

Hoy encontramos en el mercado toda una serie de productos que carecen de su propiedad maligna: el café sin cafeína, la crema sin grasa, la cerveza sin alcohol... La Realidad Virtual simplemente generaliza este procedimiento de ofrecer un producto privado de su sustancia: proporciona la realidad misma sin su sustancia, sin lo duro y resistente de lo Real. Así como el café descafeinado huele y sabe a café de verdad sin serlo, la Realidad Virtual se experimenta como una realidad sin serla. Al final del proceso de la virtualización, sin embargo, la conclusión inevitable de Bentham nos espera: la realidad es su mejor apariencia.

 

Además, si comparamos el ataque del 11-S con las películas catastróficas de Hollywood, ¿no hay una oposición semejante entre la pornografía snuff y las películas porno de sadomasoquismo "normales"? Esto es el elemento de la verdad en el alegato provocador de Karl-Heinz Stockhausen, quien dijo que el espectáculo de ver los aviones que chocaron con las torres del WTC era la obra de arte última. Podríamos, de hecho, percibir el colapso de las torres del WTC como la conclusión culminante de la "pasión de lo real" del arte del siglo XX—los propios "terroristas" no lo realizaron en primer lugar para causar verdaderos daños materiales, sino por el efecto espectacular de llevarlo a cabo. La autentica pasión del siglo XX de penetrar lo Real (finalmente, el Vacío destructor) a través de la telaraña de apariencias que constituyen nuestra realidad, culmina en la emoción de lo Real como el "efecto" último, buscado por medio de efectos especiales digitalizados de la televisión de la realidad y la pornografía creada por aficionados hasta las películas snuff. Las películas snuff que comunican lo Real son tal vez la verdad última de la Realidad Virtual. Hay una conexión íntima entre la virtualización de la realidad y la aparición de un dolor corporal infinito e infinitizado, mucho más fuerte de lo usual: ¿no producen la biogenética y la Realidad Virtual combinaciones nuevas e incrementadas posibilidades de tortura, nuevos y nunca oídos horizontes para extender nuestra capacidad de dolor (por expandir nuestra capacidad sensorial para soportarlo, por inventar nuevas formas de infligirlo)? Quizás la imagen última de Sade de una víctima muerta-viva por la tortura, que puede soportar el dolor permanente sin tener la opción del escape con la muerte, también espera a ser real.

 

En este momento nos enfrentamos con preguntas clave: ¿el resultado autodestructor de la "pasión por lo real" significa que debemos adoptar la actitud resignada de mantener las apariencias que tiene el ultraconservador? ¿Debe ser nuestra última postura una de "no explorar profundamente lo Real, porque es posible pillarnos los dedos"? Hay otro modo, sin embargo, de acercarse a lo Real. La pasión por lo Real del siglo XX tiene dos lados: el de la purificación y el de la sustracción. No como la purificación, la cual se esfuerza por aislar el núcleo de lo Real por un despliegue violento, la sustracción comienza del Vacío, de la reducción ("la sustracción") de todo contenido determinante, para luego tratar de establecer una diferencia mínima entre este Vacío y un elemento que funciona como su sustituto.

 

Aparte del propio Badiou, fue Jacques Rancière quien desarrollo esta estructura como la de la política del "conjunto vacío", del elemento "supernumerario" que pertenece al conjunto pero que no cabe dentro del mismo. ¿Qué es, para Rancière, una política propia?[3] Un fenómeno que apareció por primera vez en la Grecia Antigua cuando los miembros del dèmos (los que no ocupaban ninguna posición en la jerarquía social) no solo exigieron que su voz fuera escuchada en oposición a los poderosos, los que ejercían el control social —es decir, no solo protestaron el daño [le tort] que sufrían, y querían que su voz se oyera, que se reconociera como incluida en la esfera publica, en pie de igualdad con la oligarquía y la aristocracia dominantes; sino que, además, ellos, los excluidos, sin ninguna posición establecida dentro de la estructura social, se presentaban como los representantes, el sustituto, del Todo de la sociedad, de la Universalidad verdadera ("Nosotros —la 'nada', no contados por el orden— somos el pueblo, somos el Todo en contra de otros que solo apoyan su interés particular por el privilegio").

 

En resumidas cuentas, el conflicto político es la tensión entre el cuerpo estructurado de la sociedad en el que cada parte ocupa su lugar, y "la parte de los sin-parte" que amenaza este orden con el principio vacío de universalidad, de lo que Etienne Balibar llama la égaliberté, la igualdad basada en fuertes principios de toda la gente qua seres hablantes —hasta el liumang, los "matones", en la China feudocapitalista del presente: los que (con respecto al orden existente) son desplazados y flotan libremente, sin trabajo-y-residencia, pero también sin una identidad cultural ni sexual, sin inscripción.[4]

 

Así la política propiamente dicha siempre tiene que ver con un tipo de cortocircuito entre lo Universal y lo Particular: la paradoja de un singulier universel, de un singular que aparece como el sustituto de lo Universal, des-estableciendo el orden funcional de la "naturaleza" de las relaciones que tienen lugar en el cuerpo social. Esta identificación de una no-parte con el Todo, de la parte de la sociedad sin un lugar adecuadamente definido dentro de ella (o que resiste el lugar asignado al cual ha sido subordinado), con lo Universal, es el gesto elemental de la politización, discernible en todos los grandes acontecimientos democráticos desde la Revolución Francesa (en la que le troisième état se proclamo idéntico a la Nación como tal, en contra de la aristocracia y el clero) al fallecimiento del ex-socialismo europeo (en que los "foros" disidentes se proclamaron representantes de la sociedad entera en contra de la nomenklatura del Partido).

 

Precisamente en este sentido, la política y la democracia son sinónimas: la meta básica de la política antidemocrática siempre y definitivamente es y era una despolitización —la exigencia sin condiciones de que "las cosas deben volverse a la normalidad", en la cual cada individuo ejecuta su propio oficio. El mismo argumento se puede aplicar en términos anti-estatales: los que son sustraídos a la influencia del Estado no se cuentan ni se toman en cuenta —es decir, su presencia múltiple no es representada apropiadamente en el Uno del Estado.[5] En este sentido, la "diferencia mínima" es la diferencia entre el conjunto y aquel elemento excedente que pertenece al conjunto pero al que falta cualquier propiedad diferencial que especificaría su posición dentro de esta estructura social: es precisamente esta le falta de diferencia (funcional) y especifica que la hace una encarnación de la diferencia pura entre el lugar y sus elementos. Este elemento "supernumerario" es así un tipo de "Malevich en la política", un cuadro encima de una superficie que marca la diferencia mínima entre el lugar y lo que tiene lugar, entre el fondo y la figura. Empleando los términos de Ernesto Laclau y Chantel Mouffe, este elemento "supernumerario" emerge cuando pasamos de la diferencia al antagonismo: como toda diferencia cualitativa, que es inherente a la estructura social, se suspende dentro de ella, significa la diferencia "pura" como tal, lo no-social dentro del campo social. O –expresándolo en términos de la lógica del significante- en él, el Cero mismo se cuenta como Uno.[6]

 

¿Es la oposición entre la purificación y la sustracción, entonces, al fin y al cabo, la del poder estatal y la resistencia en contra del mismo poder? Una vez que el Partido asume el poder estatal, es que la sustracción se invierte en la purificación, en la liquidación del "enemigo de la clase social" que se vuelve tanto más absoluta, cuanto mas pura fue la sustracción (ya que el sujeto democrático-revolucionario esta desprovisto de toda propiedad determinante, cualquier propiedad de esta índole me hace sospechoso...)? El problema tiene que ver con como seguir la política de la sustracción tan pronto cuando uno obtiene el poder: como evitar la posición del "alma Bella" pegada al rol eterno de la "resistencia", oponiéndose al poder sin querer realmente subvertirlo. La respuesta estándar de Laclau (y también la de Claude Lefort) es: mediante la democracia. Es decir, la política de la sustracción es la democracia misma (no en la forma de su impostura concreta del parlamento liberal, sino como una Idea infinita, diciéndolo en los términos platónicos de Badiou). En una democracia, es precisamente el resto amorfo sin las cualidades que asume el poder, sin ningún prerrequisito en especial que justifique sus miembros (en contraste con el corporativismo, no se necesita ningún prerrequisito particular para ser un sujeto demócrata); además, en la democracia, la regla del Uno se explosiona desde dentro, por la diferencia mínima entre el lugar y el elemento: en la democracia, el estado "natural" de cada agente político esta en conflicto, y el poder que se ejerce es excepcional, una ocupación temporal del lugar vacío del Poder. Esta diferencia mínima entre el lugar (del Poder) y el agente/elemento (que ejerce el poder) es la que desaparece en los estados premodernos, tanto como en el "totalitarismo".

 

Esto parece convincente, pero uno debe rechazar esta salida fácil —¿por que? El problema con la democracia es que el momento en que se establece como un sistema formal que regula la manera en que una multitud de sujetos políticos compiten por el poder, tiene que excluir unas opciones como "no democráticas", y esta exclusión, esta decisión fundamental sobre quien esta incluido y quien está excluido del campo de opciones democráticas, no es democrática. No pretendo hacer juegos formales-lógicos con las paradojas de la metalengua, ya que en este momento la perspicacia de Marx queda plenamente válida: esta inclusión/exclusión es sobredeterminada por el antagonismo social fundamental ("la lucha de clases"), que, por esta misma razón, nunca puede ser adecuadamente traducido a la forma de competencia democrática.

 

La ilusión última de la democracia —y, simultáneamente, el punto en que las limitaciones de la democracia llegan a ser directamente tangibles— es que puede cumplir la revolución social sin dolor, por "medios de paz", simplemente ganando las elecciones. Esta ilusión es formalista en el sentido más estricto del término: se abstrae de la estructura concreta de las relaciones sociales dentro de la cual la forma democrática opera. Como consecuencia, aunque no haya ninguna razón para ridiculizar la democracia política, debemos, al menos, insistir en la lección marxista, confirmada por el deseo pos-socialista para la privatización, en como la democracia política tiene que depender de la propiedad privada. En resumen, el problema de la democracia no tiene que ver con la democracia, sino —empleando la frase introducida a propósito del bombardeo de Yugoslavia por las fuerzas de Organización del Tratado del Atlántico Norte— con su "daño colateral": o sea, el hecho de que una forma de poder estatal implique ciertas relaciones de producción. La vieja noción de Marx de la "dictadura del proletariado", re-actualizada por Lenin, apunta precisamente en esta dirección, tratando de ofrecer una respuesta a la pregunta crucial: ¿qué tipo de poder habrá después de que asumamos el poder?

 

En este sentido, la política revolucionaria del siglo XXI debe mantenerse fiel a la "pasión de lo real" del siglo XX, repitiendo la “política de purificación” de Lenin, disfrazada como la "política de sustracción". Aunque Lenin tal vez parece representar el momento primario de la política de la purificación, seria mas acertado percibirlo como la figura neutra en que las dos versiones de la "pasión por lo Real" todavía coexisten. ¿No son las luchas de las facciones en los partidos revolucionarios (y, estoy tentado de añadir, en las organizaciones psicoanalíticas) siempre una lucha por definir una "diferencia mínima"? Recuérdese la insistencia de Lenin, en la polémica de la época de la división entre los bolcheviques y los mencheviques, en como la presencia o ausencia de una sola palabra en el estatuto del Partido puede afectar el destino del movimiento durante décadas después: el énfasis aquí esta en la diferencia pequeña mas "superficial", en el shibboleth de un acento en la formulación, que se revela con consecuencias fatales en lo Real.

 

En el pasado dorado del estalinismo, y aun hasta 1962 (año del congreso XXII del Partido Comunista Soviético, con su mas radical y pública condena de Stalin), había, al lado izquierdo arriba de cada numero de la revista Pravda, un dibujo que parecía una insignia de los perfiles de Lenin y Stalin, uno al lado del otro. Después de 1962, con la "des-estalinización", una cosa bastante extraña ocurrió: este dibujo no fue reemplazado por un dibujo de Lenin solo, sino por un dibujo redoblado de Lenin: dos perfiles idénticos de Lenin, uno al lado del otro. ¿Cómo debemos leer esta repetición asombrosa? La lectura que se impone, claro, es que la referencia al Stalin ausente se retenía en esta compulsión de repetir a Lenin. Aquí, tenemos la lógica del doble en su forma mas pura —o, en otras palabras, la ejemplificación perfecta de la tesis de Hegel sobre la tautología como la mayor contradicción: Stalin es el doble asombroso de Lenin, su sombra obscena, al que llegamos simplemente por redoblar a Lenin. Si, antes de la "des-estalinización", la hagiografía oficial que se evocaba de una manera parecida a un mantra, la Banda de Cuatro estalinista "Marx, Engels, Lenin, Stalin", entonces, después de 1962, debía haberse convertido simplemente en "Marx, Engels, Lenin, Lenin"... Sin embargo, hay otra aproximación que tal vez sea mucho mas productiva: ¿qué pasa si la repetición de Lenin es el ejemplo ultimo de la lógica de la sustracción, de la generación de la diferencia mínima?

 

 

 

  

Una versión previa de este ensayo se publica en la segunda edición del libro For They Know Not What They Do: Enjoyment as a Political Factor (Londres, Verso, 2001). Traducción de Anthony M. Puglisi. El traductor quisiera agradecerle a Richard E. Rainville y a Bruno Bosteels sus comentarios y críticas.

 

Žižek, Slavoj. ¿Existe una política de la sustracción?, en Metapolítica Número 35, pp. 33-40.

http://www.metapolitica.com.mx/43/index.php

 

NOTAS


[1] Ver Alain Badiou, Le Siècle (Paris, Seuil, en preparación)

[2] Ver Marilee Strong, The Bright Red Scream (London, Virago, 2000).

[3] Ver Jacques Rancière, El desacuerdo: Política y filosofía, trad. Horacio Pons (Buenos Aires, Nueva Visión, 1996).

[4] Es interesante ver cómo, para aquellos que no tienen un lugar propio en el Estado, el régimen actual reactivó el termino tradicional liumang, el cual, en los días de la China imperial, designaba a aquellos que —en busca de una vida mejor, o simplemente para sobrevivir— vagaron sin vínculos a la tierra o a la estructura patriarcal local. Ver Chen Baoliang. "To Be Defined a liumang" en Streetlife China, ed. Michael Dutton (Cambridge. Cambridge University Press, 1998), pp 63-65.

[5] Ver Badiou. D’un Desastre obscur (Paris, L'Aube, 1998), p. 57. Hoy, sin embargo, los populistas de extrema derecha tampoco están representados; ellos resisten el poder del Estado. Entonces, quizá deberíamos cuestionar esa lógica de lo múltiple versus la representación del Estado. En este aspecto. Badiou sigue siendo demasiado cercano a Deleuze.

[6] Ver Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy (Londres, Verso,1985).

 

 


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