La Carretilla Vacía.

 

 

 

Por Slavoj Žižek |19.Febrero.2005

 

 

 

 

Los intelectuales tienen que ser aún más críticos cuando los gobernantes insisten en que la opción es clara.

 

 

 

De mi juventud comunista, todavía recuerdo la expresión, repetida hasta la saciedad en discursos oficiales para enfatizar la "unidad de todas las fuerzas de progreso": "trabajadores, campesinos e intelectuales honestos", como si los intelectuales fueran, por naturaleza, sospechosos, fueran demasiado a su libre albedrío, con falta de una sólida identidad social y profesional, de forma que solo pueden ser aceptados si demuestran su cualificación.

Esta desconfianza se mantiene hoy en día con toda su carga, en nuestras sociedades post-ideológicas. Las líneas están claramente delimitadas. En el lado "honesto", están los expertos aclamados, sociólogos, economistas, psicólogos, tratando de arreglárselas con los problemas de la vida real engendrados por nuestra "sociedad de riesgo", conscientes de que nuestras viejas soluciones ideológicas son inservibles. Más allá están las "clases charlatanas", académicos y periodistas sin una educación sólida, generalmente trabajando en humanidades con vagas tendencias por el postmodernismo francés, especialistas en todo, tendentes al radicalismo verbal, que aman las formulaciones paradójicas que contradicen groseramente lo obvio. Cuando se enfrentan con los fundamentalistas dogmáticos liberal-demócratas, tienen un increíble talento para destapar las ocultas artimañas de dominación. Cuando se enfrentan a un ataque de estos fundamentalistas, sacan una no menos portentosa habilidad para descubrir potenciales emancipatorios en todo ello.

Sin embargo el cliché tiene algo de verdadero, recordemos los numerosos fiascos de los radicales intelectuales del siglo XX, por ejemplo el más paradigmático el del poeta francés Paul Eluard, que rechazó mostrar apoyo a las víctimas de los juicios estalinistas: "ya he gastado demasiado tiempo defendiendo a los inocentes que proclaman su inocencia, como para defender a los culpables que proclaman su culpabilidad". Pero una excesiva reacción contra los intelectuales que actúan "a su libre albedrío" deja a la crítica bajo sospecha: la desconfianza en los intelectuales es en el fondo una desconfianza en la filosofía en sí misma.

En marzo del 2003, Donald Rumsfeld se metió en un ejercicio de filosofía amateur: "Hay cosa que sabemos que se saben. Esas cosas que nosotros sabemos que se saben. Pero también hay cosas que sabemos que no se saben. Es decir, hay ciertas cosas que sabemos a ciencia cierta que no sabemos. Pero también hay cosas que no sabemos que no nos son conocidas." Lo que le faltó añadir es el cuarto término crucial: las "cosas que no se saben que nos son conocidas", es decir, lo que nosotros no sabemos que conocemos, que es precisamente el inconsciente freudiano. Si Rumsfeld pensó que los principales peligros de la confrontación con Irak fueron las "cosas que no sabemos que no conocíamos", es decir el peligro de Saddam en lo que ni siquiera conocíamos, entonces el escándalo de las torturas de Abu Ghraib muestra que los principales peligros son en realidad las "cosas que no sabemos que conocemos", lo que creemos repudiar, suposiciones y prácticas obscenas que pretendemos no conocer, y que incluso forman el armazón de nuestros valores públicos. El destapar estas "cosas que no sabemos que conocemos" es la labor del intelectual.

El 11 de septiembre del 2001, las Torres Gemelas fueron derrumbadas. Doce años más tarde, el 9 de noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín. El 9 de noviembre fue el comienzo de los "felices 90", con el sueño de Francis Fukuyama del "fin de la historia", la creencia que la democracia liberal había ganado en principio, que la búsqueda había finalizado, que el advenimiento de un mundo global, liberal nos esperaba a la vuelta de la esquina, que los obstáculos para el advenimiento de este final feliz Hollywoodiano eran meramente contingentes, que las bolsas de resistencia locales eran líderes que no alcanzaban a comprender que su tiempo se había acabado. En contraste, el 11 septiembre es el símbolo del final de los felices años 90, de una era en la que nuevos muros están emergiendo por todas partes, en Palestina, en las fronteras exteriores de la Unión Europea, en la frontera México-USA. La posibilidad de una nueva crisis global se avecina en forma de crisis económicas, catástrofes militares y de todo tipo, incluyendo estados de emergencia.

En el libro "The War Over Iraq", William Kristol y Lawrence F Kaplan escribieron: "La misión comienza en Baghdad, pero no termina allí... estamos en el punto de inflexión hacia una nueva era...es un momento decisivo... Es algo que va mucho más allá que nuestro papel en Irak. Va también más allá del futuro del Oriente Medio y nuestra guerra contra el terrorismo. Se trata de determinar el rol que pretenden jugar los Estados Unidos de cara al siglo XXI". Uno no puede más que estar de acuerdo con esto: es el futuro de la comunidad internacional lo que está en juego ahora, las nuevas reglas que lo van a ordenar, como será el nuevo orden mundial.

La ideología dominante se apropió de la tragedia del 11 de septiembre y la instrumentalizó para imponer un mensaje básico: hay que dejarse de medias tintas, hay que posicionarse claramente: a favor o en contra. Esto es, precisamente, la tentación que debe evitarse: en estos momentos de aparente claridad de elección, la confusión es total. Hoy, más que nunca, los intelectuales necesitan volver hacia la anterior situación. ¿Somos conscientes de que estamos en medio de una revolución "soft", en el curso de la cual las reglas no escritas que determinan las más elementales lógicas del escenario internacional están cambiando?.

Lo que se juega Occidente en su "guerra contra el terrorismo" ya fue claramente percibido por GK Chesterton que, al final de sus páginas de Ortodoxia, su última obra de propaganda católica, expuso la contradicción de la crítica pseudo-revolucionaria a la religión: comienzan denunciando a la religión como fuerza de opresión que amenaza la libertad humana; pero al combatir a la religión, hacen traicionar a la propia libertad, sacrificando de esta forma aquello que primeramente querían defender: el universo radical ateísta, privado de cualquier referencia religiosa, es el universo gris del terror igualitario. Hoy lo mismo podemos decir de los que defienden la religión: cuantos fanáticos defensores de la religión comenzaron atacando ferozmente la cultura secular y terminaron traicionando a la propia religión, privando de significado a cualquier experiencia religiosa.

Y no es acaso lo mismo que hacen, de forma homóloga, los guerreros liberales contra el terrorismo, que están tan fanáticamente luchando contra el fundamentalismo anti-democrático que acabarán por derribar de un plumazo la libertad y la democracia. Tienen una pasión tal por probar que los fundamentalistas no cristianos son la principal amenaza para la libertad que se encuentran prestos a limitar nuestra propia libertad aquí y ahora, en nuestras sociedades supuestamente cristianas. Si el "terrorismo" se presta a hundir este mundo por amor al prójimo, nuestros guerreros contra el terrorismo están dispuestos a hundir su propio mundo democrático por odio al prójimo musulmán. Así los comentaristas americanos Jonathan Alter y Alan Derschowitz aman tanto la dignidad humana que están dispuestos a legalizar la tortura, la mayor degradación de la dignidad humana, para defenderla.

Acaso no sucede lo mismo con el posmoderno desprecio hacia las grandes causas ideológicas y la noción de que, en nuestra era pos-ideológica, en vez de intentar cambiar el mundo, deberíamos renovarnos personalmente mediante la adscripción a nuevas formas (sexual, espiritual, estética) de actividad subjetivas. Enfrentados a argumentos de este tipo, uno no puede más que recordar la vieja lección de la teoría crítica: cuando tratamos de preservar la esfera auténtica íntima de privacidad contra la violencia "alienante" de los asuntos públicos, es la propia privacidad la que se pierde. Retirarse hacia asuntos privados significa hoy adoptar fórmulas de autenticidad privadas publicitadas por la industria cultural contemporánea: desde tomar clases en enriquecimiento espiritual interior a apuntarse a un gimnasio "body building". La última palabra de recluirse en la privacidad es la confesión pública de los secretos íntimos en los shows de televisión que llenan nuestras emisiones. Contra este tipo de privacidad, la única manera de saltarse las restricciones de la vida pública "alienada" es mediante la invención de una nueva colectividad.

Recordemos la vieja historia de un obrero sospechoso de robo. Todas las tardes, cuando abandonaba la fábrica, la carretilla que llevaba delante era cuidadosamente inspeccionada, pero siempre estaba vacía, hasta que finalmente, los guardas adivinaron el engaño: lo que el obrero estaba robando eran las propias carretillas. Este es el engaño de aquellos que proclaman que hoy "el mundo está mejor sin Sadam" tratan de colarnos: olvidan incluir en sus cálculos los efectos de la intervención militar contra Sadam. Si, el mundo está mejor sin Sadam, pero no está mejor con la ocupación militar de Irak, con el auge del fundamentalismo islamista provocado por esta última ocupación. El que primero descubrió lo de la carretilla era un arqueo-intelectual.

 

  

Título original: The empty wheelbarrow.

Publicada en: The Guardian.

http://www.guardian.co.uk/comment/story/0,3604,1417982,00.html#article_continue

Traducción extraída de:

http://www.angelfire.com/folk/celtiberia/zizek.html

 

 

 

 


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