¿Por qué a todos nos encanta odiar a Haider?

 

 
 

Por Slavoj Žižek

 

 

 

¿Cuál es el significado del boicot  de la Unión Europea  contra el gobierno austríaco? Más allá de las cicaterías de las reacciones ante Haider del mundo occidental, Slavoj Žižek disecciona la función política  de los nuevos protocolos de la tercera vía.

Jörg Haider    

 

La entrada del Partido Liberal de Jörg Haider en un gobierno de coalición en Austria ha sido recibida en el mundo occidental  con expresiones de horror por todo el espectro del bloque político «legítimamente» democrático. Desde la tercera vía socialdemócrata a los conservadores cristianos, desde Chirac a Clinton –por no mencionar, desde luego, al régimen israelí-, todos mostraron su «consternación» y anunciaron que pondrían  a Austria  en cuarentena diplomática  hasta que la plaga desapareciese. Por supuesto, los comentaristas políticos aclamaron  esta reacción como una muestra  de que el consenso antifascista  de la democracia europea de posguerra se mantiene firme. ¿Pero es todo realmente tan inequívoco?

 

De hecho, es fácil comprender el papel estructural de la derecha populista en la legitimación de la actual hegemonía liberaldemocrática. Lo que esta derecha –Buchanan, Le Pen, Haider- proporciona es el común denominador negativo  de todo el espectro político  establecido. Son los excluidos quienes, por la propia exclusión (su «inaceptabilidad» para el gobierno), aportan la prueba de la benevolencia del sistema oficial. Su existencia desplaza el núcleo de la lucha política –cuyo verdadero objetivo es la represión de cualquier alternativa  radical de la izquierda- a la «solidaridad» de todo el bloque «democrático» contra el peligro derechista. El Neue Mitte [nuevo centro] manipula mejor la cicatriz  derechista para hegemonizar el ámbito «democrático», es decir, para definir el terreno y mantener a raya a su verdadero adversario, la izquierda radical. Ahí reside la verdadera lógica  de la tercera vía: es decir, una democracia social purgada  de su mínimo aguijón subversivo, que extingue incluso el más mínimo recuerdo de anticapitalismo y de lucha de clases.

 

El resultado es el que se podría esperar. La derecha populista avanza para ocupar el terreno evacuado por la izquierda, como la única fuerza política «seria» que todavía emplea una retórica anticapitalista, aunque fuertemente envuelta en un revestimiento nacionalista/racista/religioso (las multinacionales están «traicionando» a los honrados trabajadores de nuestra nación). Hace dos años, en el congreso del Frente Nacional, Jean-Marie Le Pen subió al estrado a argelinos, africanos y judíos, los abrazó a todos y dijo a su público: «No son menos franceses que yo; ¡los representantes del gran capital multinacional, desdeñando su deber con Francia, son el verdadero peligro para nuestra identidad!». En Nueva York, Pat Buchanan y la activista negra Leonora Fulani pueden proclamar su común hostilidad a un libre comercio sin restricciones, pretendiendo y ambos (pretenden) hablar en nombre de los legendarios desaparecidos de nuestro tiempo, el proverbialmente desvanecido proletariado. Mientras que la tolerancia multicultural se convierte en el lema de las nuevas y privilegiadas clases «simbólicas», la extrema derecha procura dirigirse y movilizar a lo que queda de la «clase obrera» en nuestras sociedades occidentales…

 

La forma consensual de la política en nuestro tiempo es el sistema bipolar, que ofrece el aspecto de una posibilidad de elección cuando no hay esencialmente ninguna, dado que los polos actuales convergen  en una única postura económica: La «política presupuestaria ortodoxa», que, según declaran Clinton Y Blair, es el principio clave de la izquierda actual, que sostiene el crecimiento económico y nos permite  mejorar la seguridad social, el sistema educativo y la sanidad. En este espectro uniforme, las diferencias políticas se reducen cada vez más a meras actitudes culturales: («apertura» multicultural/sexual etc.) versus («valores familiares» tradicionales/naturales, etc.). Esta elección –entre socialdemócratas  y cristianodemócratas en Alemania, demócratas y republicanos en estados Unidos- no recuerda más que el aprieto de alguien que desea un edulcorante artificial en las cafeterías estadounidenses, donde las alternativas omnipresentes son Nutra-Sweet Equal y High&Low, pequeñas bolsas de color rojo y azul, y respecto a las que la mayoría  de los consumidores tienen  una preferencia habitual (evitar las rojas, contienen sustancias cancerígenas, o viceversa), cuya ridícula presencia simplemente resalta el sin sentido de las propias opciones.

 

¿No se puede aplicar lo mismo a las tertulias  vespertinas, en las que la «libertad de cadenas» se reduce a una elección  entre Jay Leno y david Letterman? ¿O a las bebidas carbónicas: Coke o Pepsi? Es un hecho muy conocido que el botón para cerrar las puertas es un mero placebo inoperante en la mayoría de los ascensores, puesto ahí para dar a las personas la impresión de que están contribuyendo de alguna forma a la rapidez del viaje en ascensor, cuando en realidad, si pulsamos ese botón, la puerta se cierra al mismo tiempo que si pulsamos sólo el botón del piso. Este caso extremo de participación ficticia es una metáfora apropiada para el papel otorgado a los ciudadanos en nuestros procesos políticos «posmodernos». Por supuesto, los posmodernos replicarán con calma que los antagonismos sólo son radicales en la medida en que, anacrónicamente, se perciba a la sociedad como una totalidad. Después de todo, ¿no admitió Adorno que la contradicción es la diferencia bajo el aspecto de la identidad? Así pues, hoy en día, cuando la sociedad pierde toda identidad, ningún antagonismo puede abrirse ya camino dentro del cuerpo social.

 

La política posmoderna acepta, como es lógico, la afirmación de que «la clase obrera ha desaparecido» y su corolario: la creciente irrelevancia de los antagonismos de clase, tout court. Como les gusta afirmar a sus defensores, no deberían «esencializarse» los antagonismos de clase  hasta convertirlos  en un punto determinante  de referencia hermenéutica a cuya «expresión» se puedan reducir  todos los demás antagonismos. Hoy en día somos  testigos del florecimiento de nuevas y múltiples subjetividades políticas (de clase, étnicas, homosexuales, ecológicas, feministas, religiosas), que  se alían entre sí como resultado de luchas abiertas y fuertemente contingentes  por la hegemonía. Sin embargo, tal y como lo han señalado pensadores  tan diferentes como Alain Badiou y Fredric Jameson, la actual  celebración multicultural de la diversidad de estilos  de vida y el florecimiento de las diferencias se basa en una Unidad subyacente: es decir, en la radical obliteración  de la diferencia, de la brecha antagonista. (Lo mismo, por supuesto, se puede aplicar a la habitual  crítica posmoderna de la diferencia sexual como una «oposición binaria» que es necesario reconstruir: «No hay dos sexos sino una multitud  de sexos e identidades sexuales». La verdad de estos sexos es Unisex, la eliminación de la Diferencia en una perversa y aburridamente repetitiva Mismidad que se convierte en el contenedor de esa multitud.) En todos estos casos, en el momento en que introducimos la «floreciente multitud », lo que afirmamos en realidad es su opuesto exacto, una Mismidad subyacente que todo lo invade: una sociedad sin antagonismos en el que hay espacio para cualquier forma  de comunidad cultural, estilo de vida, religión, orientación sexual. La respuesta de la teoría materialista es demostrar que esa misma Unidad se basa ya en ciertas exclusiones: el campo común en el que juegan las identidades plurales se sostiene desde el comienzo sobre una invisible división antagonista.

 

 

Vestigios de memoria de la clase obrera.

 

Por supuesto, incluso mencionar términos como «clase» o «clase obrera » es suficiente para invitar a los posmodernistas de la tercera vía a emitir el reproche de «fundamentalismo económico». Mi primera reacción a esa acusación es: ¿y por qué no? Si observamos el mundo actual, vemos lo útil que puede ser una dosis de esta forma de pensar pasada de moda. Los países del antiguo «socialismo», a los que la ideología del momento todavía encuentra difícil asignar un lugar en su esquema de cosas, ofrecen ejemplos especialmente ricos. ¿Cómo si no, deberíamos concebir la conexión entre dos megapotencias, Estados Unidos y China, por ejemplo, si no es como capital y clase obrera? Estados Unidos se está convirtiendo en un país de planificación de la gestión, de administración bancaria, de prestación de servicios, etcétera, mientras que su «clase obrera en fase de desaparición» (excepto los inmigrantes chicanos y otros que principalmente hacen el trabajo duro en la economía de servicios) está reapareciendo en China, donde se fabrica una gran proporción de las mercancías estadounidenses, desde juguetes hasta soporte físico informático, en condiciones ideales para la explotación capitalista: sin huelgas, con poca seguridad laboral, mano de obra adscripta, salarios miserables. Lejos de ser meramente antagonista, la relación de China y Estados Unidos es simbiótica. La ironía de la historia es que China está empezando a merecer se está convirtiendo en el país de la clase obrera, sí, pero para el capital estadounidense.

 

Mientras tanto la fracasada empresa del «socialismo real» ha dejado otro legado en Europa. En este último la idea de la actividad laboral (producción material, industrial) como el emplazamiento privilegiado de la comunidad y solidaridad era especialmente fuerte en Alemania del Este. En la RDA, no sólo se suponía que el compromiso en el esfuerzo colectivo de producción debía aportar satisfacción individual, sino que se debía encontrar una perspectiva adecuada para los problemas de la vida privada (desde el divorcio a la enfermedad) mediante la discusión de los mismos  en el lugar de trabajo. Esta noción es el centro de lo que posiblemente  sea la novela fundamental de la RDA, El cielo partido, de Christa Wolf. No se debe confundir ni con la idea premoderna del trabajo como actividad ritualizada de la comunidad, ni con la celebración romántica  de las antiguas formas de  producción industrial (como las elegías por la autenticidad de la vida de los mineros ingleses en la forma de Qué verde era mi valle), y mucho menos con el culto protofascista al trabajo artesano (de acuerdo con el modelo de El maestro cantor). El grupo de producción es un colectivo de individuos modernos que discuten racionalmente sus problemas, no una arcaica comunidad orgánica.

 

Ahí reside quizá la causa primordial de Ostalgie, un continuado apego sentimental al difunto «socialismo real» de la antigua RDA: el sentimiento de que, a pesar de todos sus defectos y horrores, algo precioso se perdió con su caída, que ahora ha sido reprimido una vez más para reprimirlo en un movimiento clandestino. Porque en la sensibilidad ideológica occidental de hoy, ¿no es el mismo trabajo –el trabajo manual como algo opuesto  a la actividad «simbólica»-, y no el sexo, lo que se ha convertido en el ámbito de indecencia obscena, que hay que esconder del ojo público? La tradición, que se retrotrae a El anillo de los nibelungos de Wagner, y a Metrópolis de Lang, en las que el proceso de trabajo tiene lugar en oscuras cavernas subterráneas, culmina ahora en los millones de trabajadores anónimos hiperexplotados en las fábricas del Tercer Mundo, desde los gulags chinos a las líneas de montaje indonesias o brasileñas. Debido a la invisibilidad de todos ellos, Occidente puede permitirse parlotear acerca de la «desaparición de la clase obrera». Crucial para esta tradición es una ecuación tácita de clase obrera y delincuencia: la idea de que el trabajo duro es una actividad delictiva que hay que esconder de la vista pública.

 

Así, en el único género de las películas de Hollywood en las que vemos el proceso de producción en toda su amplitud es en el de acción, donde el protagonista penetra en el dominio secreto del jefe criminal, y descubre un complejo de instalaciones ocultas donde se afanan trabajadores furiosamente concentrados (destilando y empaquetando drogas, construyendo un cohete que destruirá Nueva York, etc.). El malvado villano, después de capturar a Bond o a alguien parecido, lleva al protagonista  de gira por su monstruosa empresa: ¿no constituye ésta visión de un enorme complejo  de producción ilegal el equivalente estadounidense más próximo a las orgullosas imágenes  del realismo socialista de la época soviética? El papel de Bond, por supuesto, es escapar y hacer volar todo el sistema en una espectacular bola de fuego que nos devuelve a la apariencia diaria de nuestra vida en un mundo limpio de la presencia de la clase obrera. Lo abolido en la orgía final de violencia es un cierto momento utópico de la historia occidental, en el que la participación en un proceso colectivo de trabajo se percibía como la base de un auténtico sentimiento de comunidad y solidaridad. El sueño no era liberarse del trabajo físico sino realizarse en él, invertir su significado bíblico de maldición por la caída de Adán.

 

En su breve libro sobre Solzhenitsyn, una de sus últimas obras, Georg Lukács ofreció una valoración entusiasta  de Un día en la vida de Iván Denisóvich, una novela corta que mostraba por primera vez en la literatura soviética la vida diaria en un gulag (su publicación tuvo que ser autorizada por Nikita Khruschev en persona). Lukács resaltó la escena en la que, hacía el final de la larga jornada de trabajo, Iván Denisóvich se apresura a completar la parte de muro que ha estado construyendo; cuando oye la llamada de la guardia a todos los prisioneros para que se formen de nuevo para volver al campo, no puede resistir la tentación  de poner rápidamente  dos ladrillos más, aunque con eso se arriesga a la ira de los guardias. Lukács interpreta  este impulso de terminar la tarea  como el signo de que, incluso en las brutales condiciones del gulag, sobrevivía  la noción específicamente socialista  de la producción material como plenitud creativa; cuando, por la noche, Iván Denisóvich hace recuento mental del día, anota con satisfacción que ha construido un muro y ha disfrutado haciéndolo. Lukács tiene derecho a realizar la afirmación paradójica  de que este texto disidente básico se adecua perfectamente a la definición más estricta  de realismo socialista.

 

 

Perdurar en el palacio.

 

Yugoslavia ofrece otra variante de las erróneas concepciones posmodernas del poscomunismo que arrojan más luz sobre occidente  que sobre el antiguo Este. Los países liberales  e «ilustrados» parecen desconcertados  por la reacción de gobernantes como Slobodan Miloševic y Saddam Hussein ante las campañas desatadas contra ellos. Parecen ser impermeables  a todas las presiones externas: Occidente los bombardea, segrega parte de su territorio, los aísla de sus vecinos, les impone duros bloqueos, los humilla de todas las maneras posibles, y aún así sobreviven con toda su gloria intacta, y manteniendo la apariencia de dirigentes valientes que osan enfrentarse al nuevo orden mundial. No es tanto que conviertan la derrota en triunfo, sino más bien que, como la versión de un sabio budista, se sienten en su palacio y perduren, desafiando ocasionalmente las expectativas con gestos excéntricos de gasto casi batailleano, como la inauguración por parte del hijo de Miloševic de una versión local de Disneylandia en medio del bombardeo de la OTAN a Yugoslavia, o la construcción de Saddam de un gran parque de atracciones para sus altos dirigentes. Los palos (amenazas y bombardeos) no consiguen nada, pero tampoco las zanahorias. ¿En qué se han equivocado, pues, las percepciones occidentales? Nuestros teóricos, proyectando en estos regímenes  una oposición estereotipada de hedonista búsqueda racional de la felicidad y de fanatismo ideológico, no tienen en cuenta un binomio  más pertinente: la apatía y la obscenidad. La apatía que invade la vida diaria  en Serbia expresa, no sólo la desilusión  popular sobre la «oposición democrática» a Miloševic, sino también una indiferencia más profunda hacia los «sagrados» objetivos nacionalistas. ¿Cómo es que los serbios no se unieron contra Miloševic cuando perdieron Kosovo? Cualquier serbio común sabe la respuesta: es un secreto a voces en Yugoslavia. En realidad no les importa Kosovo. Por tanto, la reacción secreta  cuando se perdió la región fue un suspiro de alivio: ¡por fin, nos hemos liberado de ese trozo de suelo sobrevalorado que nos ha causado tantos problemas! La clave de esta disposición de los serbios «ordinarios» a tolerar a Miloševic radica en una combinación de esta especie de apatía  con su aparente contrario, una permisidad obscena. Aleksandar Tijanic, uno de los principales columnistas serbios, que incluso fue durante un breve período ministro de información y medios de comunicación públicos de Miloševic, describe la «extraña simbiosis entre Miloševic y los serbios» de la siguiente manera:

 

En general, Miloševic les conviene a los serbios. Bajo su gobierno, los serbios han abolido horas de trabajo. Nadie hace nada. Ha permitido que florezca el mercado negro y el contrabando. Puedes aparecer en una cadena de televisión estatal e insultar a Blair, Clinton o cualquier otro «dignatario internacional» de tu elección […] Miloševic nos dio el derecho de llevar armas, y a resolver nuestros problemas con las armas. Nos dio el derecho a conducir coches robados […] Miloševic cambio el estilo de vida de los serbios y lo ha convertido en unas largas vacaciones, haciéndonos sentir como alumnos de bachillerato en un viaje de fin de curso: lo que significa que nada, pero realmente nada, de lo que hagas es punible.1

 

Hace tiempo Marx puso de relieve  que la principal prueba de un análisis que se adecuase al materialismo histórico no es la capacidad de reducir los fenómenos políticos o ideológicos a sus cimientos económicos «reales», sino la de recorrer el mismo camino en sentido opuesto; es decir, demostrar por qué estos intereses materiales se articulan de esa forma ideal. El verdadero problema no es tanto identificar los intereses económicos que sostienen a Miloševic, como explicar por qué la regla de la permisidad obscena puede servir como vínculo social e ideológico en la Yugoslavia de hoy. Por supuesto, el gobierno de Miloševic también ofrece una recompensa inesperada a la «oposición democrática» nacionalista del país, dado que para las potencias occidentales él es un paria que personifica todo lo que va mal en Yugoslavia. La oposición espera, por tanto, que a su muerte cargue, como Cristo, con los pecados de todos. Su fallecimiento será aclamado como la oportunidad para un nuevo comienzo democrático, y Yugoslavia será aceptada de nuevo en la «comunidad internacional». Éste es el escenario que ya se ha dado en la Croacia de Franjo Tudjman. Olvidando la ominosa pompa de su entierro, los comentaristas occidentales se centraron en que su obstinación personal había sido el principal obstáculo para la democratización de Croacia, lo que abría una nueva perspectiva para la nación; como si todos los aspectos oscuros de la Croacia independiente, desde la corrupción hasta la limpieza étnica, se hubieran desvanecido ahora por arte de magia, enterrados para siempre con el cadáver de Tudjman. ¿Prestará también Miloševic este último servicio a su nación?

 

Expulsando de sus opiniones sobre el Este las realidades materiales de la clase obrera explotada, la producción colectiva y el libertinaje anómico, el imaginario oficial no tienen naturalmente tiempo para vestigios de la clase obrera en Occidente. En el discurso político actual, el propio término «trabajador» tiende a desaparecer del campo visual, sustituido u obliterado por el de «inmigrantes»: argelinos en Francia, turcos en Alemania, mexicanos en Estados Unidos, etc. En el nuevo vocabulario, la problemática de clase de la explotación se transforma en la problemática multicultural de la «intolerancia al otro», y la inversión de los liberales  en los derechos particulares de las minorías étnicas obtiene buena parte de su energía de reprimir la categoría general de trabajador colectivo. La «desaparición» de la clase obrera, por tanto, desencadena fatalmente su reaparición bajo el disfraz de nativismo agresivo. Liberales y populistas se encuentran en un terreno común; de lo único que hablan es de identidad. ¿No es el propio Haider el mejor ejemplo hegeliano de la «identidad especulativa» del multiculturalista tolerante y del racista posmoderno? Ahora que su partido ha llegado al poder, procura acentuar la afinidad entre el Nuevo Laborismo y los Demócratas Liberales de Austria, lo que hace irrelevante la antigua oposición entre izquierda y derecha. Ambas fuerzas, señala, han lanzado por la borda el antiguo lastre ideológico, y ahora combinan una economía de mercado flexible, decidida a desmantelar los controles estatales y liberar las energías empresariales, con una política de atención y solidaridad que se ocupe de proteger a los niños y ayudar a los ancianos y a los discapacitados, sin recaer en los dogmas del estado de bienestar, claro.  En cuanto a la inmigración, Haider arguye que su política es más progresista que la de Blair.2

 

En dichas afirmaciones hay a un tiempo verdades y falsedades. Una vez en el poder, Haider –descaradamente oportunista, más que verdadero «extremista»- volvería sin duda a comportarse de forma bastante convencional. Después de todo, en Italia su homólogo Fini, hasta hace poco ferviente admirador de Mussolini, es ahora un respetabilísimo estadista democrático, cuya reputación se ha apresurado a defender la totalidad de la clase política italiana –desde el presidente Ciampi al primer ministro D’Alema, y de ahí para abajo- contra las anacrónicas «difamaciones» de Schröeder. Pero, por el momento, Haider es todavía un demagogo cuya atracción en Austria  se basa en mantenerse como alguien ajeno al mundo de la política. Sus autocomparaciones con el Nuevo Laborismo son en este aspecto deliberadamente engañosas y están pensadas para disfrazar el núcleo xenófobo  de su populismo. Pertenecen a la misma serie que los intentos  de los antiguos políticos afrikáners de presentar el apartheid como una simple versión más de la política de la identidad, dedicada a salvaguardar la rica variedad cultural de Sudáfrica. Ernesto Laclau nos ha enseñado la distinción entre los elementos de un constructo ideológico y la articulación que les da su significado. Así el fascismo no se caracterizaba simplemente por una serie de características  como el corporativismo económico, el populismo, el racismo xenófobo, el militarismo y demás, porque éstas se podrían incluir también en otras configuraciones ideológicas; lo que los hacía «fascistas» era su específica articulación en un proyecto político general (por ejemplo, las grandes obras públicas no representan el mismo papel en la Alemania nazi que en el New Deal estadounidense). De la misma forma, sería fácil demostrar que la manipulación por Haider de un menú de platos de libre mercado y de liberalismo social no se debe confundir con la tercera vía: a pesar de que Haider Y Blair proponen un conjunto de medidas idénticas, éstas se inscriben en diferentes empresas ideológicas.

 

Ésta, sin embargo, no es la historia completa. En cierto sentido, también Haider es de hecho una especie de extraño doble de Blair, con su obscena expresión  desdeñosa acompañando como una sombra a la gran sonrisa del Nuevo Laborismo. Porque el populismo de la nueva derecha es en realidad el suplemento necesario a la tolerancia multiculturalista del capital global, como el retorno de lo reprimido. La «verdad» de la afirmación de Haider no reside en la identidad del Nuevo Laborismo con la Nueva Derecha, sino en que su populismo está generado por la «zombificación» de la socialdemocracia europea en general. En el clinch que Haider somete a Blair –por utilizar un término propio del boxeo–, la tercera vía recupera su propio mensaje en forma invertida. La participación de la extrema derecha en el gobierno no es un castigo al «sectarismo» ni la incapacidad de «enfrentarse con las condiciones posmodernas». Es el precio que la izquierda paga por renunciar a cualquier proyecto político radical, y por aceptar el capitalismo de mercado como el «único juego posible».

 

 

 

 

1. «The Remote Day of Change», Mladina, Liubliana, 9 de agosto de 1999, p.33.

 

2. «Blair and Me versus the Forces of Conservatism», Daily Telegrapyh, 22 de febrero de 2000.

 

 

 

Título original: Why we all love to hate Haider.

New Left Review Número 3. Julio/Agosto, ed. Akal, Madrid, 2000.

http://www.newleftreview.net/NLR23603.shtml

 

 

 

 


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