Hiroshima 1945

Transcurrían los últimos días del mes de enero de 1991 y en Buenos Aires casi no había gente por las calles. Era verano y bien sabe quien ha estado allí cómo el calor achicharra a quien se atreva a enfrentarlo. Aún así yo solía por entonces pasar unas semanas con mi abuela Isabel, que vivía en la ciudad de Avellaneda, una de las tantas localidades que rodean a la gran capital argentina. La casa de mi abuela estaba ubicada en un lugar especialmente atractivo por la variedad de vecinos que había de diferentes nacionalidades; en las calles y en los pequeños comercios del barrio desfilaban italianos, polacos, españoles como mi abuela, también chilenos, paraguayos, sirios, japoneses y por supuesto argentinos. Generalmente todos se conocían y después de pasar las horas de mayor calor en el fresco de sus casas, al atardecer comenzaban a salir a las veredas, entonces se saludaban y alternaban comentarios acerca del agobiante verano. Sin embargo por esos días un suceso inquietante que se desarrollaba muy lejos de Buenos Aires se había convertido en uno de los temas de conversación infaltable, esto era nada menos que la guerra que iba en incremento en el golfo Pérsico.

Justamente en uno de esos atardeceres se dio la oportunidad de acompañar a mi abuela hasta la tintorería de los japoneses. Ni bien pasamos la amplia puerta de madera y cristales nos encontramos en un espacioso local donde aparecía un pequeño mostrador, detrás de él varias filas de percheros se veían llenos de prendas de vestir correctamente ordenadas. De entremedio de ellas salió una mujer menuda que con voz apacible nos saludó cordialmente en un español cargado de acento japonés. Mientras nos atendía, mi abuela gran conversadora ella, hacía un ligero análisis acerca del calor y poco a poco de tanto parafrasear el diálogo se encaminó hacia el tema del día o sea la guerra del golfo. Esto hizo que mi abuela recordara aquellos años de la Guerra Civil Española cuando llena de angustia se acercaba al centro del pueblo donde vivía, para revisar las listas en las que figuraban los nombres de los muertos en el frente de combate, pues allí se encontraba Antonio, su único hijo varón. Comentaba el desasosiego que sintió cuando el fue herido en la batalla de Pozoblanco, donde perdieron la vida muchos hombres.

La dama oriental asentía con la cabeza cada palabra de mi abuela, pero su rostro no perdió la serenidad en ningún momento, ni aún cuando con voz suave describió el espanto que le tocó vivir:

Yoshi contaba con apenas dieciséis años cuando el horror la sorprendió. Ella vivía junto a su familia en la ciudad japonesa de Hiroshima. El día 6 de agosto de 1945 a las ocho de la mañana ya estaba en la escuela junto a sus compañeros de estudio. Se preparaban para iniciar la tarea del día cuando escucharon un estruendo que resonó como un enorme trueno y al instante un resplandor blanco enceguecedor entró por las ventanas mientras un potente viento como si fuera un ciclón comenzó a llevarse las casas. Sin saber cómo, se encontró cubierta por una pilada de escombros. Con gran esfuerzo atinó a salir de entre ellos y llamó a sus amigos, pero no obtuvo respuesta, solo se oían quejas de dolor y gritos. Entonces miró su cuerpo y notó que le faltaba la ropa, su piel aparecía ensangrentada y hecha jirones, miró a su alrededor y vio que había muchos heridos con los cabellos quemados y las caras desfiguradas. El calor era insoportable y se sentía como llamaradas de fuego que quemaban la piel. Una sed irresistible la llevó a correr hacia uno de los ríos que atravesaban la ciudad, allí flotaban los peces muertos, ella mojó sus manos, se lavó la cara y bebió el agua: la nausea fue incontenible y un vómito azul salió de su cuerpo.

Después junto a otros heridos consiguió llegar hasta el monte Kay, y desde lo alto en medio de un extraño crepúsculo todos vieron que la ciudad había desaparecido. Arriba una inmensa nube en forma de hongo se desplazaba lentamente empujada por los vientos. Se quedó allí mirando, desvalida, casi a punto de llorar.

Al día siguiente comenzó a caer una lluvia que duraría todo un mes.

Ni bien pudieron, los rescatistas los condujeron a lugares apartados en el campo, allá la gente seguía muriendo y en los años siguientes todos sentían el temor de perder sus vidas debido a las enfermedades provocadas por causa de la contaminación.

En el tiempo que Yoshi estuvo en el campo conoció a Hiro y en 1953 se casó con el. Ese mismo año resolvieron abandonar Japón. Un barco los dejó en el puerto de Buenos Aires y en esta ciudad nacieron sus hijos. No obstante, Yoshi lleva para siempre en su mente aquel día 6 de agosto del verano de 1945 que había amanecido claro y sin nubes en el cielo. Y en su cuerpo esquirlas incrustadas en uno de sus pulmones que no han podido ser extraídas.

"..........Consideré la bomba como un arma de guerra y no he tenido dudas acerca de su utilización............"

Harry S. Truman (1884-1972)

 

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