EL AMULETO DE PABLO VI
Y SUS IMPLICANCIAS
EN RELACI�N CON EL JUDA�SMO(*)
Pbro. Dr. Joaqu�n S�enz y Arriaga(1).

   La Iglesia Cat�lica de los Estados Unidos, m�s pragm�tica que teol�gica, fue, sin duda, la que secund� y patrocin� y apoy� con m�s eficacia las pretensiones jud�as, hasta lograr sacar la famosa declaraci�n conciliar. Mons Higgins de la National Catholic Welfare Conference de Washington, D.C. logr� obtener una entrevista personal al jud�o Arthur J. Golberg, quien era entonces Juez de la Suprema Corte de Justicia, con Paulo VI. Y el Rabino Heschel, patrocinado por el Cardenal de Boston, Cushing, obtuvo otra audiencia personal acompa�ado de Shuster. "La audiencia del Rabino con Paulo en el Vaticano, as� como la reuni�n de Bea con los miembros del Comit� Jud�o Americano en Nueva York, fueron concedidas, bajo la condici�n de que ser�an conservadas en secreto. Pero, el descubrir estas secretas conferencias en la cima hizo que los conservadores empezasen a se�alar a los Jud�os norteamericanos como el nuevo poder detr�s de la Iglesia".

   En el Concilio, los Cardenales de San Luis y de Chicago, Joseph Ritter y Albert Meyer exigieron volver al esquema m�s fuerte y Cushing demand� que el Concilio negase que los jud�os hab�an incurrido en el crimen del Deicidio. El Obispo Auxiliar de San Antonio, Steven Leven pidi�: "Nosotros debemos arrancar esa palabra (Deicidio) del vocabulario cristiano, para que as� nunca pueda ser usada de nuevo en contra de los jud�os". Pero la historia y la Sagrada Escritura no pueden ser enmendadas por el capricho o los compromisos de hombres reunidos en un Concilio Pastoral.

   Seg�n la ya conocida manera de proceder de Paulo VI, en la que afirma en la palabra lo que condena con la acci�n y viceversa, el Papa, el domingo de Pasi�n, en una Misa al aire libre en Roma, habl� de la crucifixi�n diciendo que los jud�os fueron los principales actores de la muerte de Jes�s. En Segni, cerca de Roma, el Obispo Luigi Carli escribi� dos profundos art�culos, publicados en sendos folletos, probando con argumentos escritur�sticos y teol�gicos que los jud�os del tiempo de Cristo y sus descendientes hasta nuestros d�as, eran colectivamente culpables de la muerte de Jesucristo. Sin embargo, el cardenal Bea, de origen jud�o, despu�s de afirmar que su secretariado ten�a completo control sobre la declaraci�n que estaba prepar�ndose en favor de los jud�os, dijo que el Papa hab�a predicado para la gente sencilla y piadosa, no para gente instru�da, y que la manera de pensar del Obispo de Segni definitivamente no era la manera de pensar del Secretariado, que el presid�a y manejaba en secreta conexi�n con los organismos jud�os. En otras palabras, la predicaci�n del Papa no deb�a tomarse muy en serio, porque no hab�a hablado para la gente culta, sino para los ignorantes: una es la verdad para los primeros y otra es la verdad para los sencillos e ignorantes. En cuanto a lo que escribi� Monse�or Carli, sin refutaci�n alguna, deb�a rechazarse, porque no era el pensamiento "infalible" del Secretariado por la Unidad Cristiana y de su Suprema Autoridad el Cardenal tudesco Agust�n Bea, S.J.

   Naturalmente, en esta conspiraci�n estaba tambi�n de acuerdo el Consejo Mundial de las Iglesias, al que m�s tarde Paulo VI deb�a hacer una escandalosa visita pronunciando un discurso todav�a m�s escandaloso. "En G�nova, el Dr. Willem Visser't Hoff, cabeza de dicho consejo, manifest� a dos sacerdotes norteamericanos -para presionar de esta manera la opini�n de los Padres Conciliares- que si los relatos de la prensa (sobre la famosa declaraci�n en favor de los jud�os, por aquel entonces no tan halag�e�os) eran verdaderos, el movimiento ecum�nico seria frenado". El Cardenal Cushing presionaba en Roma; mientras en Alemania un grupo an�nimo trabajaba en favor de la amistad judeo-cristiana. "Hay ahora, escrib�an estos desconocidos, una crisis de confianza vis a vis hacia la Iglesia Cat�lica".

   Otro jesuita el P. Gus Weigel, viejo amigo de Heschrel, fue uno de los que trabaj� en la sombra por la ansiada declaraci�n. "Yo le pregunt�, escribi� m�s tarde el rabino, si �l cre�a realmente que fuese ad Maiorem Dei Gloriam el que no hubiese m�s sinagogas, ni comida de los 'sederes', ni oraciones en hebreo". Weilgel est� ya en su tumba, y Heschel se guard� de darnos su respuesta. En todo este 'affaire', como en el 'di�logo' de reconciliaci�n con los masones, los jesuitas ocuparon un puesto decisivo. El estudio sereno de estos incidentes plantea un problema m�s hondo sobre las graves crisis que en su historia ha tenido la Compa��a de Jes�s, as� externas, como internas.

   Los elementos jud�os, interesados vivamente en obtener la famosa declaraci�n conciliar, pensaban que por cuatro a�os el pueblo de Israel estuvo en el banquillo de los acusados y que los Padres Conciliares se hallaban profundamente divididos en su opini�n. "Esta demora, dice Roddy, era perfectamente comprensible, si se ten�a en cuenta las razones pol�ticas, pero pocos fueron los que quisieron atribuirla a motivos religiosos. La actual cabeza de la Santa Sede (el Papa), estaba firmemente convencido de que deb�a buscarse una votaci�n mayoritaria o un�nime, cada vez que se pon�a a discusi�n un tema importante. Por el principio de la Colegialidad, seg�n el cual todos los obispos ayudan al Papa en el gobierno de toda la Iglesia, cualquier tema importante divid�a al Colegio Episcopal en dos grupos: el progresista y el conservador. El papel del Papa consist�a en reconciliar a estas dos alas. Para remediar estas d�visiones en el Colegio Episcopal, el Papa ten�a que acudir bien fuese a la persuaci�n, bien fuese a la imposici�n, que trastornaba el principio de contradici�n. Cuando una facci�n dec�a que la Escritura sola era la fuente de la ense�anza de la Iglesia, la otra defend�a que eran dos fuentes: la Escritura y la Tradici�n. Para poner un puente entre las dos opiniones, la Declaraci�n (en favor de los jud�os) fue de nuevo redactada con toques personales de Paulo, en las que se afirman las dos fuentes de la revelaci�n, no sin dejar de dar a entender que el otro punto de vista merec�a estudio. Cuando los oponentes a la Declaraci�n sobre la Libertad Religiosa dec�an que ella pod�a oponerse a la ant�gua doctrina de que el Catolicismo es la �nica y verdadera Iglesia, una soluci�n parecida baj� del cuarto piso del Vaticano al aula conciliar. Ahora esa Declaraci�n sobre la Libertad Religiosa comienza con la doctrina de la �nica verdadera Iglesia, que, a juicio de los conservadores, satisfechos con esa parte de la Declaraci�n, salva la doctrina tradicional de la Iglesia, sin darse cuenta que el resto de la Declaraci�n es una contradicci�n o negaci�n de la afirmaci�n inicial".

   Este es Paulo VI, ambiguo siempre, indeciso siempre, que parece establecer un puente entre la afirmaci�n y la negaci�n, entre el ser y el no ser. En realidad, esas dos Declaraciones del Concilio
son una prueba evidente de que el Esp�ritu Santo no estuvo en el aula conciliar, porque al declarar Juan XXIII que el Concilia era puramente pastoral, cerr� las puertas al Esp�ritu Santo. La Iglesia postconciliar se enfrent� a la doctrina cierta, inmutable, infalible de la Iglesia preconciliar. La indiscutible habilidad y pol�tica del Papa Montini no fue tanta, que pudiera identificar los polos opuestos de una contradicci�n. Lo que s� consigui� Paulo VI es establecer un cisma permanente en la Iglesia de Cristo. Nuestros mismos enemigos, a pesar de sus propias conveniencias, de las enormes ventajas que la pol�tica de Paulo les ha dado, reconocen que el consentimiento universal de esas famosas declaraciones de Bea y del Concilio no se ha obtenido. Tal vez hoy, cuando la mayor�a del Episopado es ya del bando abiertamente progresista, cuando los estudios serios de la teolog�a han sido sustitu�dos por la pastoral, cuando nos hemos acostumbrado, en virtud de claudicaciones sucesivas, a aceptar con pronta obediencia las cosas m�s opuestas a la verdad revelada, la discusi�n hubiera sido menos violenta en el Concilio y la votaci�n m�s un�nime. Sin embargo, la Iglesia seguir�a inmutable en su doctrina recibida en las fuentes apost�licas.

   La Declaraci�n promulgada el 28 de octubre de 1965 dice as�: "Aunque las autoridades jud�as y aqu�llos que las segu�an presionaron para obtener la muerte de Cristo (cf. Juan 19,6), sin embargo, lo que sufri� Cristo en su pasi�n no puede ser atribu�do, sin distinci�n alguna, a los judios, que entonces vi v�an, ni a los jud�os de hoy. Aunque la Iglesia es el nuevo pue blo de Dios, los jud�os no deben presentarse como rechazados de Dios o malditos, como si esto se siguiese de la Sagrada Escri tura. Vean, pues, todos, que en la obra catequ�stica o en la pre dicaci�n de la palabra de Dios no se ense�e nada que sea in consistente con la verdad del Evangelio y con el esp�ritu de Cristo.
   "M�s todav�a, la Iglesia que rechaza cualquier persecuci�n (contra cualquier hombre, teniendo presente el com�n patrimo nio con los jud�os y movida no por razones pol�ticas, sino por el espiritual amor del Evangelio, deplora el odio, las persecucio nes y los movimientos del antisemitismo, que hayan sido pro movidos contra los jud�os, en cualquier tiempo y por cualquier persona".

      �Lamentable Declaraci�n, aun sin tener en cuenta las ense�anzas de la Escritura y de la Tradici�n de la Iglesia! El sofisma quiere encubrir, ya que no puede destruir la realidad hist�rica y teol�gica. Todos sabemos que en el pueblo jud�o, el pueblo en otros tiempos de las predilecciones divinas, hab�a una cierta solidaridad, establecida por Dios mismo, as� en las bendiciones como en las maldiciones divinas. Es evidente que no todos los jud�os, que vi v�an en tiempo de Cristo, estaban presentes en el pretorio de Pilatos, ni personalmente pidieron la crucifixi�n y muerte del Se�or. Es tambi�n evidente que los mismos jud�os que estuvieron presen tes no tienen todos la misma personal responsabilidad, que la de sus dirigentes, que no s�lo presionaron, sino se hicieron e hicieron al pueblo responsable del drama del Calvario. No fueron ellos, claro est�, los que azotaron a Cristo, los que le pusieron la corona de espinas, los que le crucificaron. Pero, ellos son los autores in telectuales del deicidio, ellos los principales responsables de todo lo que el Se�or sufri� en su Sagrada Pasi�n. Y es, finalmente evidente, teniendo en cuenta la elecci�n divina de Israel y la ingratitud colectiva de ese pueblo, que la responsabilidad solidaria recae to dav�a sobre los que hoy, como ayer siguen negando la divinidad de Cristo; los que hoy, como ayer, volver�an a pedir su Pasi�n y Muerte.

      Si la Iglesia es el nuevo Israel, como lo reconoce el Concilio, s�guese que el antiguo Israel ha perdido sus privilegios, es ahora un pueblo desechado por Dios. Y esto se sigue de la Sagrada Es critura, si no queremos cambiar su sentido. O estamos con Cristo o estamos en contra de Cristo.

   Me permito copiar algunos conceptos, que escrib� en mi libro "CON CRISTO O CONTRA CRISTO": "Es conveniente insistir aqu� en un punto b�sico, sobre el cual, con sofisma manifiesto se pretende exonerar de toda responsabilidad al pueblo jud�o de la muerte de Cristo. Empezaremos, pues, por precisar conceptos, aunque tenga mos que repetir ideas ya expuestas. Una es la responsabilidad personal y otra es la responsabilidad colectiva. La responsabilidad personal solamente existe cuando hay un pecado o un crimen per sonal; en cambio, la responsabilidad colectiva puede darse y de he cho se da, aun en la justicia humana, cuando las colectividades por sus jefes o representantes lesionan gravemente los derechos inalienables de los individuos o de otras colectividades agredidas. As�, por ejemplo, aunque no todos los alemanes fueron personal mente responsables de las atrocidades atribu�das a la guerra de Hitler, sin embargo, todo el pueblo alem�n fue considerado respon sable, con esa responsabilidad solidaria, hasta exigirle pagar es trictamente todos los da�os y perjuicios de los que se consideraban agraviados y especialmente de los jud�os. La solidaridad nacional impuso a todos y cada uno de los alemanes la responsabilidad co lectiva de los cr�menes atribu�dos a Hitler y a su gobierno; aunque, como es evidente, no todos los alemanes que vivieron entonces ni mucho menos todos los alemanes que viven ahora pueden tener la responsabilidad personal de esos supuestos cr�menes. Los ni�os de aquel entonces tuvieron que asumir las agobiantes penas im puestas sobre todo el pueblo por aqu�lla responsabilidad colectiva.

   As� tambi�n, ante Dios, existe una doble responsabilidad: la responsabilidad personal, que cada uno de nosotros tenemos por los pecados propios o individuales, y la responsabildad colectiva que recae sobre las colectividades humanas, sobre todo cuando existe de por medio una cierta solidaridad o uni�n en esas colectividades, por un plan divino que abarca y encierra a esas colectividades. En el lenguaje b�blico, los jefes de raza son identificados con sus respectivas descendencias, que forman con ellas una mis ma persona moral. Esta solidaridad es m�s compacta y universal, cuando ha sido establecida por Dios mismo -como ya indicamos- en orden a la realizaci�n de los planes divinos. As� fue la solidaridad que Dios quiso que hubiese entre Ad�n y todos sus descendientes, en orden a nuestra elevaci�n a la vida divina; y as� tambi�n es la solidaridad que Dios estableci� en el pueblo hebreo, que, como ya dijimos, estaba colectivamente destinado a la preparaci�n del advenimiento de Cristo.

   Los mismos hebreos han reconocido siempre y han defendido celos�simamente la solidaridad racial, que existe entre ellos, por instituci�n del mismo Dios. Cualquier libro jud�o, incluso el Talmud, nos habla de esta solidaridad sagrada. Pero el gran sofisma del juda�smo y del Vaticano II est� en defender esta solidaridad en las bendiciones solamente y no en las maldiciones y castigos del Se�or, a quien con sus infidelidades han ellos provocado.

   Si el mesianismo divino, el plan redentor y la elecci�n divina para preparar los caminos del futuro Mes�as, con que Dios favore ci� al pueblo de Israel, fue para todo el pueblo fuente de las divinas bendiciones y fundamento de todas sus grandezas; el mesianismo jud�o, que es la negaci�n y ataque a los derechos divinos, fue, es y ser� para ese pueblo signo de reprobaci�n y castigo de un Dios traicionando y ofendido. O Cristo con sus bendiciones o el anti- Cristo con sus maldiciones: el dilema es ineludible.

   La solidaridad en las bendiciones, que, en el plan divino, alcanzaban a todos los Israelitas, descendientes de los Patriarcas, exige l�gicamente la solidaridad tambi�n en los castigos o maldiciones divinas, a los que colectivamente se hizo digno el pueblo hebreo por la incredulidad agresiva de sus dirigentes. Esas divinas bendiciones, esas promesas del amor divino, no fueron absolutas, sino condiciones. No fue Dios quien fall�; fue Israel el que, por sus cabezas, abandon� a Dios. Su infidelidad atrajo sobre s� las maldiciones divinas.

   Dios hab�a prometido a su pueblo sus bendiciones, si guarda ban sus mandamientos: "Si de verdad escuchas la voz de Yav�, tu Dios, guardando diligentemente todos sus mandamientos, que hoy te prescribo, poni�ndolos por obra, Yav�, tu Dios, te pondr� en alto sobre todos los pueblos de la tierra"... Pero esas bendiciones di vinas eran condicionadas; exig�an la observancia fiel de la ley divi na. Si el pueblo de Israel no aceptaba pr�cticamente los preceptos de Dios, si quer�a sacudir el yugo de su ley divina, el Se�or tam bi�n lanzar�a sobre �l el furor y los castigos de su justicia infinita: "Pero, si no obedeces la voz de Yav�, tu Dios, guardando todos sus mandamientos y todas sus leyes que yo te prescribo hoy, he aqu� las maldiciones que vendr�n sobre t� y te alcanzar�n: Maldito ser�s en la ciudad y en el campo, Maldita tu canasta y maldita tu artesa. Maldito ser� el fruto de tus entra�as, el fruto de tu suelo y las cr�as de tus vacas y de tus ovejas. Y Yav� mandar� contra t� la maldici�n, la turbaci�n y la amenaza en todo cuanto emprendas hasta que seas destru�do y perezcas bien pronto, por la perversidad de tus obras, con que te apartaste de M�..." (Deuteronomio XXVIII,15-19).

   La palabra de Dios escrita est�. Los cielos y la tierra pasar�n, pero esa palabra no pasar�.

   En la par�bola del padre de familias que dej� a los campesinos en arrendamiento su vi�a, cuando mand� el due�o a sus siervos a recoger sus frutos, los mataron. Y cuando, al fin, el padre de fa milia env�a a su propia hijo, los campesinos le echan mano, le sacan fuera de la vi�a y le dan muerte infame. Es una clara alusi�n del Divino Maestro a la ingratitud y perfidia con que el puebla de Israel pag� las predilecciones divinas. Por eso termina Cristo: Auferetur a vobis regnum, Dei, et debitur genti facienti fructus eius: Se os quitar� el reino de Dios y ser� dado a la gente que d� sus frutos. (Mateo, XXI, 43).

   La masa de los judios y especialmente sus dirigentes resistie ron a las invitaciones de Cristo y frustraran los esfuerzos de los Ap�stoles para su conversi�n, por lo cual quedaron fuera de la Igle sia, la vi�a, el Reino de Dios, a la cual afluyen los gentiles de todas partes. Jehov� se hab�a proclamado cien veces el Libertador, el Salvador de su pueblo; el Mes�as hab�a de ser, en primer t�rmino, el Redentor de los jud�os: Si�n estaba se�alada de antemano como centro de la Teocracia Mesi�nica y punto de convergencia de las naciones infieles. Pero, al rechazar los jud�os el mesianismo divino, al proclamar su mesianismo materialista, al dar muerte al Salvador, solamente entran los gentiles en la Iglesia, sin pasar por la Sinago ga; entran casi solos, mientras que los jud�os quedan exclu�dos, a pesar de que sus derechos parec�an preponderantes y, a su juicio, exclusivos.

   En tres cap�tulos de su Ep�stola a los Romanos trata San Pablo de resolver este enigma. Sin negar San Pablo las indiscutibles pre rrogativas, con las que Dios quiso favorecer a ISRAEL, afirma, sin embargo, que los gentiles, quienes parec�an ser nada para Dios y para quienes Dios era nada, fueron los llamados a la fe, mientras que fue exclu�do el Pueblo Santo, la Raza Sacerdotal, la Casa de Jehov�. Los herederos naturales son desheredados, los hijos leg�ti mos son suplantados por intrusos; parecen olvidadas las prome sas de Dios y violados los pactos. � C�mo conciliar todo esto con la Fidelidad de Dios y la Justicia Divina?

   Las pretensiones jud�as descansan en la torcida interpreta ci�n que ellos han dado siempre a las promesas del Se�or. Invo can el nombre de Abraham como si fuera una garant�a absoluta para ponerlos al abrigo de todo mal, cualquiera que fuese su con ducta; y piensan que la sangre de Israel, como una especie de Sa cramento, debe salvarlos ex opere operato, sin consideraci�n algu na a las disposiciones personales. Hay en esto cierto paralelismo, cierta semejanza entre las pretensiones jud�as y las pretensiones luteranas: para los hebreos, la sola sangre de Abraham; para los protestantes, la fe sola son prenda de salvaci�n. Pero se olvidan los hebreos que hay un Israel, seg�n la carne -los que tienen la sangre de Abraham- y hay un Israel, seg�n el esp�ritu. Al primero no se le debe nada; al segundo pertenece la Promesa. "No todos los que llevan el nombre de Israel son Israel, ni todos los que descien den de Abraham son hijos de Abraham. (Rom. IX, 6-7).

  La incredulidad de los jud�os ha sido causa de que la Ant�gua Alianza quedase rota y que naciera la Nueva Alianza, el Nuevo Tes tamento, que recogiese todas las ant�guas bendiciones en la Iglesia fundada por Jesucristo, en el nuevo "pueblo de Dios", qui non ex sanguinibus, neque ex voluntate carnis, neque ex voluntate viri, sed ex Deo nati sunt, que est� formado no por la sangre, ni por volun tad de la carne, ni por voluntad del var�n, sino por los que han nacido de Dios (a la vida sobrenatural, a la vida divina).

   Por otra parte, la dureza de coraz�n, la incredulidad jud�a ha sido tradicional en ese pueblo. Ya Isa�as se quejaba de esta dureza, cuando dec�a: "Se�or, �qui�n ha prestado fe a nuestro mensaje?... Todo el d�a he extendido las manos hacia un pueblo que se niega a creerme y me contradice. (Is. LXV, 2). La presente incredulidad, objeto de tanta admiraci�n y de tanto esc�ndalo, no es sino un caso m�s en los anales de la apostas�a del pueblo jud�o.

   Despu�s de lo que sumariamente hemos dicho, resulta incom prensible la famosa declaraci�n del Vaticano II, cuando nos dice: "los jud�os no deben presentarse como rechazados de Dios o mal d�tos, como si esto se siguiese de la Sagrada Escritura". Necesita mos mudar o suprimir los libros sagrados para admitir esa pos tura pastoral del Concilio, que parece querer a todo trance, -in cluso contradiciendo a la Escritura, al dogma, a la Tradici�n, a los escritos de todos los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, a la verdad hist�rica- exonerar la responsabilidad judaica, para com placer las exigencias de nuestros mortales enemigos, que, por otra parte, se mantienen en su posici�n de rebeld�a y negaci�n en contra de Cristo y de su Iglesia .

   Por lo dem�s, debemos recordar, como lo afirma San Pablo que la desgracia de Israel no es ni total, ni defintiva. No es total, porque siempre ha habido sinceros conversos del juda�smo -(no hablamos de los marranos, los falsos, los criptojud�os)-, que, al reconocer el Mesianismo y la Divinidad de Cristo, han ingresado en la Iglesia, han formado parte del Israel espiritual y han vuelto a ser hijos de la predilecci�n. No es definitiva, porque, como lo afir ma San Pablo, la conversi�n del pueblo jud�o ha de ser uno de los signos que vendr�n antes del nuevo advenimiento del Redentor, para juzgar a vivos y muertos.

   Tan absurdo es afinnar que todo jud�o, por el hecho de ser jud�o, es un criminal, como, cambiando los calificativos, el afir mar que todo jud�o, por el hecho de ser jud�o, es incapaz de crimen alguno, incluso, del crimen de los cr�menes, del crimen del deicidio.

   Es necesario precisar bien el sentido de los t�rminos, para no sufrir sof�sticas propagandas, que quisieran desorientar la opi ni�n p�blica e impedir de esta manera las necesarias defensas de todo lo que somos y todo lo que creemos. Una cosa es el anti semitismo -que, como ya dijimos, no existe, ni nunca ha existido, ese crimen ya elevado a la categor�a de lesa humanidad, acaso a crimen de lesa divinidad- porque, ante los cr�menes supuestos que se suponen han sido cometidos contra los jud�os, se borran o no existen los cr�menes perpetrados por ellos con categor�a de genocidios milenarios o millonanos, s� las v�ctimas son cristianas-, y otracosa totalmente distinta es la reacci�n del mundo libre ante las atroces y seculares fechor�as del juda�smo kabalista y talm� dico. El antisemitismo de tipo racista, determinista, materlaliste -del que se quejan los enemigos- nunca ha existido entre cris tianos. Jud�o, en cuanto hombre, fue Jesucristo, jud�os han sido no s�lo los ap�stoles y los primeros fieles de la Iglesia, sino innumera bles y preclaros defensores de la causa cristiana. El jud�o, por el hecho de ser jud�o, no est� impulsado fatalmente al mal; puede ser y, en muchos casos, es sujeto del bien. Tambi�n por ellos muri� Cristo; tambi�n ellos, aun antes que nosotros, recibieron la voca ci�n divina de la fe y de la salvaci�n. La Iglesia Cat�lica condena ese llamado antisemitismo, como condena toda discriminaci�n ra cia1, como condena todos los crimenes del juda�smo, del comunis,mo y de la masoner�a.

   Pero, -no lo olvidemos- el cristianismo es la ant�tesis del Kabalismo y el talmudismo: lucha secular en contra de Cristo: del Cristo Redentor y del Cristo M�st�co; ambici�n de dominio universal sobre todos los pueblos y naciones; perpetuaci�n de la Si nagoga de Satan�s, de aquel Sanedr�n que conden� a muerte a Jes�s de Nazareth.

   Despu�s de estos breves comentarios, que, a la luz que nos dio el art�culo de Roddy, hemos hecho sobre el problema jud�o en la Iglesia de Dios, creemos que el uso del "efod y del pectoral del jui cio" del Gran Sacerdote Lev�tico, que las fotograf�as nos presentan sobre el pecho de Paulo VI adquiere una importancia excepcional y decisiva, sobre todo si se tienen en cuenta las secretas relaciones que personalmente y por sus asociados ha mantenido el Papa Mon tini con los dirigentes de la mafia jud�a desde el principio de su pontificado.  

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