TOLA INVERNIZI

Cazadores, presas y medallas
Carlos María Domínguez
Mientras los ediles nacionalistas pedían el juicio político del intendente, los colorados cerraban filas en su defensa e introducían dilaciones. Pero Tola no asistió al desenlace.

Una amiga, de visita en el cuartel para ver al hijo que se hallaba preso con Mario, olvidó su cartera. Los militares hallaron una carta de otro hijo que, hallándose requerido y fuera del país, mencionaba a los Invernizzi.

"Yo estaba en la casa con Tola cuando llegaron los milicos -cuenta Marcelo Freire, que entonces tenía nueve años-. Aquello era una primavera verde, de tantos uniformes que había. Estacionaron un camión del Ejército y rodearon la casa, armados como para la guerra. Me dije: estos tipos están locos, ¿qué vienen a hacer, si acá está Tola? Va a entrar a tirar milicos para afuera. ¡Muchachos, hay otra forma de liquidarse! ¡Tola los va a hacer papilla! Yo me quedo acá ¡y salimos en los diarios!"

Mientras unos oficiales recorrían la casa y otros custodiaban afuera, Tola habló con el jefe del operativo para que le permitiera sacar a Marcelo. Lo llevó a la vereda y le dijo:

-Tengo una cosa muy importante que pedirte, una misión que me va a dar una mano muy grande. Andá ahora mismo a la casa de tu viejo y decile exactamente lo que está pasando.

"Mi viejo vivía a dos cuadras, pero yo no lo quería dejar solo porque era mi amigo y tampoco me quería perder el momento en que empezara el combate. Finalmente me convenció, agarré la bicicleta y corrí a casa. Le conté a mi viejo lo que pasaba y mi revolución terminó con un largo llanto en el wáter del baño porque, una vez que terminé de contarle, me preparé para volver y mi viejo me prohibió asomar un pie en la calle."

A esa hora Milka daba clases de dibujo en el liceo y le llegó una citación de la Policía. Cuando se presentó fue conducida al Batallón de Laguna del Sauce y ese mismo día llevaron a Mercedes Delfante, quien años más tarde se casaría con Mario, sólo que entonces la familia Invernizzi se hallaba incomunicada en distintas dependencias del cuartel, a excepción de Claudio, con 16 años, de pronto abandonado en la casa, tal si lo alcanzara un siniestro cuento infantil.

Milka no sufrió torturas físicas y Tola negó a su familia haberlas padecido. Pero Darío Queigeiro, que asumió la defensa de ambos, afirma: "Nunca me habló de la tortura. Me dijo apenas: 'me torturaron'. Y punto. Nunca quiso infligirle a los demás el dolor de hacerles saber lo que había soportado, ni hacerlos partícipes de eso". Acaso resulte inverosímil que haya negado a la intimidad esa experiencia extrema, pero lo es más que de no vivirla la hubiese inventado. En todo caso, se llevó esa verdad como una pobre cosa en un bolsillo.

Mientras Tola y Milka permanecían incomunicados, sobrepuesto a la catástrofe, Claudio se abocó a llevarles colchones, pero no era sencillo conseguir quien se animara a acercarse al tenebroso batallón. Acudió a un vecino que se excusó con el pretexto de que tenía una cita con Rolando Rivero. Rolando, sin embargo, no demoró un segundo en cargarlos en su camioneta y partió con Claudio y Zulma al batallón.

Otros amigos caminarían entonces por el filo del miedo que cortaba los lazos como una navaja. El 22 de junio de 1973 Policho fue a la Junta Departamental y en su condición de edil suplente solicitó "se cursen notas a los ministerios de Defensa Nacional e Interior, a los efectos de que le informen las razones de la detención del Edil de este Cuerpo, Sr. José Luis Invernizzi y de la Sr. Emilia Alperovich de Invernizzi, como asimismo sobre su estado de salud".

Tras oír las palabras de Policho, el edil Leonel Cugnetti solicitó se incluya en el presupuesto municipal "un rubro que sirva becas de locomoción para los alumnos magisteriales, liceales e industriales que carezcan de recursos económicos". Pero Félix Boix reiteró el pedido de informes sobre el destino de Tola y Milka, y la Junta sometió la iniciativa a votación. Registran las actas: "Se vota esta solicitud y resulta negativa (9 votos en 26)".

Diecisiete ediles en veintiséis dieron la espalda no a un reclamo por la vida de un compañero de la Junta sino a un modesto pedido de informes. En forma inmediata, sin embargo, trataron "con carácter urgente y sobre tablas", a pedido del edil Rodríguez Meistro, "la confección de distintivos para los señores ediles". Por "21 votos en 29" aprobaron la compra a la Casa Tamaro sa "de medallas de plata y oro".

La vida política suele tener momentos de una moral sobrecogedora y otros de sobrecogedora miseria. Las actas no registran quiénes votaron a favor y en contra de ambas mociones porque no fueron nominales, pero verifican quiénes acudieron a sala ese curioso día en que la Junta de Maldonado despreció la vida, la ética y la política, y se regaló medallas.

El "Acta No. 1378" consigna la presencia de los ediles "Adhemar López, Ricardo Costa, Luis Zaffaroni, Heber Amengual, Asunción Machado, León Schusman, Igor W Fía, Saúl Miranda, Jaime Alonso Pérez, Francisco Salazar, Rosa Taboada de Salazar, Edison Salaverry, Cartáut García, Washington Rodríguez Meistro, Rimel Goyeneche, Aníbal Silva Alonso, Adhemar Cabral, Antonio Pérez, Nelson Ferreira, Wilfredo Gaggioni, Plácido Dutra, Leonardo Aldabalde, Pedro Barrios, Emerson Méndez, Horacio Galós, Gustavo Sosa Zerpa (Policho), Moisés Lazo, Mario Mirabal, Atilio Areco, Dreyfus Pérez Abreu, Adolfo Aliberti, Julio Cristar, Miguel Gómez, Américo Cairo Nocetti, Joaquín Alonsopérez, Luis A Cima, Leonel Cugnetti, Oscar Katz, Juan Navarrete y Arnoldo Paolucci".

Tras la detención de Tola y del otro titular por el Fidel, Carlos Julio Barrios, la Junta continuó enredada en los debates que promovía el juicio político del intendente. Con una de esas lógicas simultáneas que la realidad arroja a las pretensiones humanas, un edil propuso por esos días organizar una cacería de ratas en todo el departamento, con la intervención de las autoridades y la colaboración de los vecinos. El operativo quería ser masivo, eficaz, perentorio, pero otro de mayor tamaño le ganó de mano. Las actas departamentales del año 73 se interrumpen con este documento: "Visto: Que con fecha 27 de junio del corriente año el Poder Ejecutivo Nacional dispuso por Decreto No. 465/973, la disolución de las Juntas Departamentales del país, la Junta de Vecinos de Maldonado, resuelve: [...] Clausúrese el presente Libro de Actas y procédase a su encuadernación y archivo. Tomás Casella, Secretario. David Urbin, Presidente".

"Hasta que en uno de esos juegos mataron a alguien, y descubrieron que además del juego, había una realidad", dijo Tola para aludir al carácter premonitorio de la obra de Denis Molina, Un domingo extraordinario. Pues un juego acabó para los uruguayos el 27 de junio de 1973.

Tola y Milka se enteraron del golpe militar y de la muerte de Paco Espínola, que tuvo la ocurrencia de irse con la democracia a otra parte, mientras estaban en el cuartel. "Nosotras fuimos alojadas en el piso de arriba del casino militar -dice Milka- y ese día oímos mucho ruido, y música. Pregunté qué pasaba y me dijeron que había una visita de los mandos superiores, con sus esposas e hijos. Al día siguiente, cuando vino un oficial a pasar revista a las detenidas, como tenía alguna confianza porque era vecino de Piriápolis, le volví a preguntar. Me dijo que había rumores de un levantamiento y comprendí que era el golpe."

Convertido "El Refugio" en desamparo, Edith regresó de Fray Bentos, donde Danilo Rostán trabajaba en el puente a Puerto Unzué, y cuidó de Claudio, por entonces con la misión de vender una moto y viajar a Buenos Aires para explicar a su abuelo Sacha la nueva situación familiar. Pero no podía hacerlo sin la autorización especial de sus padres. El trámite lo llevó al cuartel a principios de julio, ocasión que permitió a Milka y Tola verse por primera vez desde su detención. Lo hicieron pasar a una oficina donde encontró a Milka sentada al otro lado de una mesa de cármica, "sonriente como esas bahías que resisten los vientos y los embates del mar -contaría después-. Me senté a la mesa y dejé que me acariciara la mano sin una idea clara de qué decir. Sabía que cuando yo me retirara ella volvería a la capucha y yo al auto de Edith, donde imaginaría su rostro cubierto por un paño que antes, seguramente, habría ocultado otros rostros".

"Después de un par de minutos entró mi padre con la cabeza rapada y buscando acomodar los ojos, nerviosos y urgidos, a la luz que hasta poquísimos segundos antes le había quitado la venda. Le envió a mi madre una amplia sonrisa y después la besó mientras un oficial, a corta distancia, seguía todos sus movimientos. Luego estirando los brazos sobre la mesa me apretó la nuca con firmeza y me abrazó.

-Estás hermosísima -le dijo de inmediato a mi madre, mientras ella inclinaba la cabeza y fruncía los labios, como si desconfiara de la veracidad de sus palabras.

Después se dirigió al oficial:

-Con permiso -dijo, y sin esperar respuesta apoyó el codo en la mesa para desafiarme a una pulseada. Respondí. De un solo tirón me volcó el brazo y comentó:

-Tenés que hacer más gimnasia.

Luego preguntaron por todas las cosas que habían quedado pendientes, sus trabajos, mis estudios y, sobre todo, por la familia, que a esa altura se dividía entre ellos, presos en el cuartel, el Camión (Mario), en la cárcel de Libertad, Carlos en Buenos Aires y lo que había sido nuestra casa, los desmedidos esfuerzos de Edith, las visitas y los paquetes de mis tías y los míos. Pasados unos pocos minutos, el oficial golpeó las manos indicando el final. Me puse de pie, los abracé y me fui."

Con el permiso firmado, Claudio pudo finalmente viajar a Buenos Aires, donde lo aguardaban su hermano Carlos y su abuelo.

"Tola nunca pensó que yo pudiese ser procesada -recuerda Milka- pero lo fui con una causal insólita: 'complicidad de asistencia al asociado'. Me llevaron con Mercedes a una especie de gallinero en un cuartel de Treinta y Tres, donde había muchas prisioneras. Era una barraca dividida por un pasillo al medio, que daba a una escalera, a los baños y a la pieza del guardia. Todo estaba rodeado por tejido de alambre; de un lado quedamos las presas, digamos, comunes, y del otro las que llamaban 'las peligrosas', vinculadas a la guerrilla. A Tola lo llevaron a un cuartel de Melo, así que nos escribíamos cartas, por supuesto que leídas por los milicos, y cada tanto nos juntaban para los interrogatorios Recuerdo que pasamos una noche en un vagón de Punta de Rieles, sentados en un banco, incomunicados, con un soldado en medio, pero nos las ingeniamos para poder hablarnos."

En el cuartel de Melo Tola pintó un pequeño cuadro con las figuras en azul de cada uno de los integrantes de la familia sobre los extremos y las manos entrelazadas. Con ser bello, su belleza es nada fuera de la voluntad que lo parió con el último color cautivo de la esperanza. Cuando Tola decía que un cuadro es un gesto de amor a los demás, ¿de qué hablaba? Y los demás, ¿qué entendían? Cuando le reprochaban hacer literatura, pintura social, pintura política, ¿de qué hablaban? Y Tola, ¿qué escuchaba?

De los meses pasados en Melo, recordaría en una conversación con Bettina Villalba: "Pinté mucho. Recuerdo que los sentimientos se agolpaban en mi cabeza y explotaban a pinceladas sobre la tela. Una mañana me desperté sintiendo un olor feo, muy fuerte. Extrañado, miré alrededor en busca del origen, y de repente me di cuenta de que era yo el que despedía ese olor. Era el olor del miedo. Y recordé lo que decía Bocage: que el cazador sin miedo nunca encuentra su presa porque la presa viene con el olor al miedo".

"Ninguno de los dos siquiera estaba afiliado al Partido Comunista -dice Darío Queigeiro-. Hubo una confusión de entrada, en los cargos. Discutí largamente con el juez militar. Pedí la libertad de ambos una y otra vez, sin conseguir nada. La defensa era obvia, elemental, cualquiera la hubiese hecho."

Al cabo de cinco meses, sin embargo, sobre principios de noviembre, Darío recibió una llamada del juzgado militar. Le pedían que se presentara en las oficinas.

El juez le dijo: -Mire, ahora considero que están dadas las circunstancias y les voy a dar la libertad. Así como fui duro para mandarlos presos, voy a ser duro para hacer cumplir mi orden.

Darío apenas podía creer que reconociera la ausencia de motivos para la prisión. "Entonces los jueces militares decretaban libertades -dice-, el trámite marchaba al Cosena [Consejo de Seguridad Nacional] y ahí lo demoraban hasta que se les ocurría. Era aberrante. La gente entonces caía presa y se quedaba. Nadie podía creer que fueran a recuperar la libertad. Yo tuve a un tipo tres años preso por comprar una rifa del Partido Comunista."

Pero el juez le aseguró: -Decreté la libertad y la voy a hacer cumplir.

-¿Y va a ir a Melo? -se animó a preguntarle.

-Sí, voy a ir personalmente.

-Permítame que lo lleve -le dijo-, yo tengo auto y le hago de chofer. Considéreme desde ya su chofer.

Excitado con la novedad, Darío quedó en pasarlo a buscar por la casa a las cinco de la mañana y corrió a dar las nuevas a la familia. Pero a las once de la noche recibió una nueva llamada del juez:

-Doctor, conseguí un avión y quiero que venga conmigo.

-No -le contestó-. Yo me ofrecí como su chofer, pero...

-Insisto, doctor -dijo el juez del otro lado-, quiero que venga conmigo para que vea con sus propios ojos que cumplo con mi palabra. Este trámite no va a pasar por el Cosena.

A la mañana siguiente Darío despegó del aeropuerto de Carrasco rumbo a Treinta y Tres, en una avioneta militar en la que viajaban el juez, el secretario, un sargento y un piloto no muy ducho en geografía. Sobrevolaban un pueblo de seis cuadras por cinco, y le dijo:

-Minas, Lavalleja. -¿No será Solís de Mataojo? -se animó a corregirlo-, ¡con ese tamaño...!

Al llegar al cuartel debieron hacer varias pasadas rasantes por la pista para espantar burros y vacas, y cuando finalmente aterrizaron, los recibió una comitiva militar con las ceremonias del caso. Como todos viajaban vestidos de civil, Darío fue tratado con uno de esos grados militares que otorgan las conjeturas y, por las dudas, ningún uniformado pregunta. Seguía los pasos del juez y los imitaba, sorprendido de lo fáciles que resultaban las cosas del otro lado.

Después de los saludos de rigor el juez pidió ver el estado de las presas y se dirigieron a la barraca. A poco de entrar Darío reconoció a Milka, algo más flaca, vestida con el guardapolvo gris que llevaban las demás. Milka no entendió nada, pero corrió a abrazarlo y él a ella, mientras las presas se preguntaban cómo se abrazaba así con un militar, los militares cómo un oficial se abrazaba así con una presa, y el juez mantenía silencio. Nunca había entrado al cuartel un abogado, como no fuera preso. Pero el juez estaba decidido a probarle que sabía cumplir con su palabra, nada dijo de su condición civil y tras firmar para que al día siguiente liberaran a Milka, fueron invitados por el comandante a comer un asado en las instalaciones. Regía veda de carne en todo el país, pero no en el cuartel que despidió a Darío con una pantagruélica comilona.

De Treinta y Tres, la avioneta y su comitiva siguieron viaje a Melo para liberar a Tola. A Darío le parecía vivir una confusión delirante. Al llegar al cuartel lo impresionó un gran cartel que decía: "En cualquier momento grave de la humanidad hay un grupo de soldados que la ponen a salvo". No iba a desmentirlo cuando estaba precisamente por salvarla, de modo que esta vez el trámite fue rápido. "Lo vi en una pieza a donde lo trajeron escoltado. Nos abrazamos. Le di la noticia de la libertad. Algo formidable y fugaz."

"Que el juez hiciera cumplir la orden ya era una cosa insólita -asegura-. No fue por mi trabajo como abogado, es que el tipo era de una sola pieza. Defendí a muchos presos en esa época y los procedimientos eran completamente absurdos. Un día me dijeron: 'Hay orden de que pida la libertad'. Parecía joda. Presenté el escrito, el juez protestó pero dijo que lo iba a considerar. Y enseguida decretó la libertad. Todo tenía el paso de una siniestra comedia. Tola y Milka tuvieron mucha suerte de caer con ese juez."

[...] Tola salió libre un día después.

Tiempo más tarde, le diría a Darío: "El problema no es que te prohíben hacer cosas sino que te obligan a hacer cosas que no querés hacer".

"Ese es el daño -reconoce ahora Darío-. Como abogado muchas veces me sentí humillado. Presentaba un escrito, el fiscal me contestaba una aberración, pero yo no decía: 'esta aberración que dice el señor fiscal', como diría un tipo con un mínimo de seriedad intelectual. Era impensable. Decía: 'esta defensa discrepa. No comparte lo que dice el señor fiscal'. Y eso era humillante. No dije lo que tenía que haber dicho. Tuve la flaqueza de aprender a convivir con esa presión. Es lo que la dictadura dejó en nosotros."

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