UNA HUELLA KICHUA Y AYMARA EN LOS PAGOS ORIENTALES

Fernán Silva Valdés, poeta nativista, recopiló una de las tantas leyendas sobre el ceibo de flores rojas. En su poema al que se hizo alusión anteriormente dice:

Me lo dijo un indio, viejo y medio brujo, Que se santiguaba y adoraba al Sol

El culto al Sol viene de los Andes. Es una vez más un indicio de la presencia de los collas, de las culturas andinas, recorriendo el campo uruguayo desde tiempos inmemoriales. Todos los pueblos y culturas de América antes de Colón estaban en contacto entre sí y los pueblos andinos llegaban por entonces a estas tierras como después siguieron y siguen llegando. Había y hay formas muy diferentes de adorar al Sol. El Inti es, en el Incario, el Dios Sol. Pero la corte imperial del Inca no es todo el Tahuantisuyo; ni siquiera es su parte más importante. Las maravillas de Machu Pichu son apenas la huella de una sabiduría más antigua y fraterna, sabiduría anterior aún al majestuoso Tiwanaku; una sabiduría cósmica que después fue utilizada y manipulada por el Imperio. Para las antiquísimas culturas andinas de comunidades libres, mundo de fraternidad, colectividad de ayllu, minkha solidario y amautas respetados, para ese mundo el Sol no es Dios sino energetizador de entidades espirituales y materiales. Es el "ponchito de los pobres" como dirían nuestros viejos paisanos. Hay huellas permanentes del trueque tradicional entre andinos y pueblos pampas y de pradera. En el siglo XVIII, en el actual departamento de Colonia, hubo una comunidad andina que sobrevivió por mucho tiempo. Estaba ubicada sobre el actual arroyo Rosario, que era conocido por entonces como Arroyo del Colla. De esta comunidad provenía Pascual de Chena, el indio quíchua amigo del abuelo paterno de José Artigas. En esa comunidad después de 1781 buscaron refugio muchos sobrevivientes de la gesta de Tupac Amaru y Tupac Katari. La relación de los andinos con los charrúas era tan fuerte que muchos charrúas al adoptar la fe cristiana tomaban para sus hijas mujeres el nombre de Micaela, en homenaje a la compañera de Tupac Amaru. En la segunda mitad del siglo XIX falleció un médico andino oriundo de esta comunidad, un sanador muy afamado. Fue enterrado en el cementerio evangélico de Nueva Helvecia y cada vez que voy a Colonia Suiza me gusta observar el árbol andino que se yergue desde su tumba. En efecto, fue enterrado según un antiguo ritual con semillas de su tierra y una de estas semillas germinó desde sus huesos. Hay fotografías de los últimos collas que recorrían las estancias del Norte de Florida a comienzos del siglo XX Artigas tenía sangre andina por la familia de su madre. Pero no fue por eso que a los gauchos de Artigas se les llamó "tupamaros" sino por la semejanza entre el pensamiento de José Gabriel Condorcanqui, Tupac Amaru segundo, y la propuesta artiguista federal, de alianza horizontal entre las culturas. El nexo entre Artigas y Tupac Amaru era evidente en 1811. Después la Historia Oficial, contada desde las ciudades y las logias victoriosas, omitió todo aquello y casi quedó olvidado. Ya en 1830 el recién nacido Estado Oriental no quiso distintivos artiguistas, pero dejó en la nueva bandera de franjas azules un espacio para un Sol de labios gruesos y nariz ancha: el Inti. Se pretendía informar así al mundo "civilizado" sobre la ubicación sudamericana del nuevo país. Las huellas andinas... El "Laucha" Prieto me mostró cierta vez un cuaderno lleno de voces andinas recopiladas por él que se usaron por siglos en nuestro campo. Cancha, mate, tambo, guacho, pucho, pampa, colcha, pilcha, poncho, vincha, yapa son algunas de las más conocidas. "Mi madre" comentó el Laucha, "allá en la Quebrada del Brujo, si veía que el maíz crecía poco decía: está apunadito" Barrán en sus investigaciones sobre el "disciplinamiento" y la "medicalización" de la sociedad uruguaya menciona las gestiones de los médicos para reprimir toda práctica basada en las supersticiones que aún en el siglo XX ciertos "charlatanes" andinos mantenían en nuestra campaña. A fines del siglo XX conocí a doña Diamantina Duarte. Tenía un almacén de ramos generales en el camino que va del Cerro de las Cuentas en Ruta 7 hasta Quebracho-Cerro Largo. Ella me habló por primera vez de Isolina, la partera negra que a comienzos del siglo XX había hecho prodigios atendiendo mujeres en el trance de dar a luz. "Con Isolina", comentaba doña Diamantina "asigún mi máma, las mujeres parían riyendo" Isolina no usaba calzado, porque la energía viene de la tierra y sube por las plantas desnudas de los pies. Su carreta tirada por bueyes cansinos era la terapia móvil de su ciencia. Cuando atendía un caso demasiado difícil o demasiado específico, lo derivaba al indio Pascasio. Según doña Diamantina, Pascasio era un indio "raro, que no hablaba una palabra en cristiano, usaba poncho de colores y mascaba unas hojas verdes que no eran yuyos de acá, sino que las traía de muy lejos. Pascasio ponía las manos sobre el vientre de la mujer y ya se sentía que aquello aliviaba; sobre la ropa no más, ponía las manos. Una vez salvó de un cáncer a la mujer de un estanciero y le regalaron un auto; un Ford T de aquellos... como no sabía manejar usaba la cachila como depósito de yuyos". Diamantina Duarte queda pensativa mirando el viejo billar, donde parroquianos silenciosos se concentran en un juego de "casín". El silencio del cerro de las Cuentas y Quebracho está cargado de memorias...

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