TENTATIVA DE BALANCE
La
intervención de Trotsky en la revolución española produjo y sigue produciendo
controversias, siendo discutida incluso por los militantes que se dicen serlo
de él. Ésta es una de las razones que nos ha empujado a emprender esta publicación, y, en todo caso, la que nos hace juzgar
necesario este epílogo'[1]
El objetivo de Trotsky cuando interviene en las cuestiones españolas
es contribuir a la victoria de la revolución en España y en el mundo. Pero este
objetivo está estrechamente ligado a la construcción del útil necesario para la
revolución, «enderezamiento» del partido y de la Internacional antigua en
primer lugar, posteriormente creación del nuevo partido y de la nueva
Internacional. Sin embargo, no llegaría a ver realizados ninguno de estos dos objetivos
cuando cae en 1940 bajo los golpes de su asesino. La revolución española fue
vencida para muchos decenios. No sólo no existía una fuerza sólida combatiendo
por la IVª Internacional en el momento en que estalló la guerra civil, sino que
incluso el núcleo de militantes agrupados en torno a Trotsky y sus perspectivas
se sepa' de él a principios de los
años treinta.
Es incontestable que en general Trotsky jamás siguió los asuntos
españoles tan de cerca como los rusos, los alemanes de 1931 a 1933, o los
franceses a partir de 1934. Esto se debe a varias razones, distintas de las que
se refieren al lugar de España en la lucha de clases mundial. En primer lugar,
Trotsky no conocía el castellano antes de 1937-38, dependiendo de terceros para
descifrar libros, periódicos, folletos, en suma., para aprender desde lejos la
realidad concreta que permite elaborar una política A excepción del periodo que
va desde 1930 a 1932 durante el cual Andrés Nin constituye su contacto con la
realidad española, debe contentarse, para alimentar sus reflexiones y sus
trabajos, de la gran prensa internacional, y, antes de su instalación en
México, no dispone ni siquiera de un secretario al que consultar, que pudiera
traducirle textos del español. Por otra parte, durante los decisivos meses de
la revolución y la guerra civil, las condiciones de su internamiento en Noruega
no le permitieron ni los medios de información ni las posibilidades de trabajo
en el momento en que debía concentrar todas sus fuerzas en desmontar todo el
mecanismo del primer Proceso de Moscú. En cierta forma, los dirigentes del P.O.U.M. no estaban del todo
equivocados cuando señalan las lagunas de su documentación, su ignorancia de
los detalles de la política de su partido, su incomprensión de esta última y su
tendencia a presentar a veces ésta de forma caricaturesca: evidentemente no es
a través de los boletines del P.O.U.M. en francés, inglés y alemán –redactados
por los compañeros de viaje de este último-, y que constituyen desde hace mucho
tiempo su principal fuente, como podía hacerse una idea precisa de todos los
aspectos de esta política.
Una vez rotos los lazos con Nin, a consecuencia de la definitiva
interrupción de su correspondencia., sufre una cruel falta de contactos con el
movimiento español. Su viaje a Copenhague fue ocasión para una brusca
ampliación de sus contactos personales: pudo entrevistarse directamente con la
mayoría de los dirigentes de'las secciones europeas de la Oposición de
izquierda. Pero los españoles no enviaron a nadie, y Trotsky les tratará
rigurosamente, negándose a admitir que un viaje a Dinamarca estuviera realmente
por encima de sus fuerzas. Más tarde, durante su estancia en Francia, sobre
todo en Royan, tuvo ocasión de encontrar no sólo a los militantes de la Ligue
francesa, sino a «bolcheviques-leninistas» de
todos los países, y entrevistarse holgadamente con sus numerosos visitantes,
militantes o personalidades políticas o literarias, André Ma1raux y Simone
Weil, Ruth Fischer, Jacob Walcher, Marceau Pivert, Daniel Guérin, P. H. Spaak.
Pero entre sus visitantes no se encuentra ningún español, ningún militante de
la Izquierda Comunista de Nin. En el momento en que desembarca en México, a
principios de 1937, G. Munis, que conocía bien, por haberlos vivido, los
problemas de la sección española, acaba de volver, y parece que no encontró a
más militantes españoles durante su estancia en México que el pequeño grupo
dirigido por el veterano barcelonés del Bloc, David Rey, que había ido a México
para organizar acciones de solidaridad y compra de armas. Hay que reconocer que
los hombres que fueron sus partidarios durante
años, de sus ideas, de sus
acciones, de la organización que dirigía, jamás intentaron aclarar realmente lo
que ellos llamaban sin embargo a menudo los «malentendidos», ni de establecer o
de restablecer el contacto personal con el que tanto deploraban su «falta de
información».
Fue después de 1933 cuando se abre el abismo entre Trotsky y sus
antiguos camaradas de ideas españolas. Los dirigentes de la Izquierda
Comunista, convertidos en 1935 en dirigentes del P.O.U.M., piensan y dicen
desde entonces en voz alta, igual que Maurín y los suyos que «Trotsky no conoce
nada de España», que intenta aplicar de forma artificial y mecánica un
«esquema» extranjero, el de la revolución rusa, en fin, que minimiza, ignora o
descuida deliberadamente los caracteres que ellos consideran como las
«particularidades» españolas. Añaden que si abandonaron tan pronto toda
posibilidad de convencerle, se debe a su propia experiencia, en la Oposición de
Izquierda Internacional, de lo que
ellos llaman los «métodos burocráticos del S.I.».
Sin embargo, hay que reconocer que sobre las cuestiones decisivas que les oponían a Trotsky, éste, lejos de España, desprovisto de informaciones directas y precisas, sin lazos con los hombres, llegó incluso a ver más claro, a partir de los datos y de un análisis general, que sus discípulos o antiguos discípulos a partir de sus «particularidades». Tenía incontestablemente razón cuando les reprocha comprometerse en una vía peligrosa, así como del hecho de su tendencia general a jugar más el papel de observadores y comentadores que el de dirigentes, y porque le parece que subestimaban las posibilidades de desarrollo del estalinismo en España. Es cierto que los árboles no les dejaba ver el bosque: soberbiamente descuidado, incluso a veces enterrado por los dirigentes de la Oposición Española, y posteriormente por los del P.O.U.M. el Partido Comunista Español finalmente se convirtió, en el curso de la guerra civil, en la principal fuerza contrarrevolucionaria, en la punta de lanza contra el proletariado en el campo republicano. Los «epígonos», José Díaz, Jesús Hernández, la Pasionaria, a los que habían tratado despectivamente desde lo alto de su prestigio de pioneros del comunismo, acabaron sin embargo por barrer a Nin, Andrade y sus camaradas. Precisamente porque las particularidades españolas no existían desconectadas de su tiempo y de su espacio: el movimiento obrero español jamas consiguió., como ellos habían contado, con ahorrarse una fase estalinista.
Sin tomar postura sobre el fondo del debate relativo al entrismo, hay que admitir igualmente que el
temor de ver a la izquierda socialista extraviada,, constituía una de las
causas del giro preconizado por Trotsky, y que sus camaradas de la oposición
española, demasiado dudosos como lo demuestran sus orientaciones sucesivas y
contradictorias en 1935, no tenían ninguna respuesta que dar a la cuestión de
saber como podía inmunizarse a esta izquierda socialista contra el estalinismo,
al mismo tiempo que ganarse al bolchevismo. Por el contrario, sobre esta
cuestión, el análisis global del estalinismo elaborado por Trotsky, completado
por él durante las propias etapas de la contrarrevolución, su apreciación
según la cual, estaba definitivamente «pasado, del lado del orden burgués», se reveló más útil,
como una apreciación más eficaz de la realidad, que las predicciones o
constataciones «objetivas» de sus camaradas españoles sobre su pretendida
«descomposición interna», o incluso su carácter «extraño a las tradiciones y a
las particularidades españolas». El rechazo de Nin y sus camaradas de la
táctica entrista reposaba sobre un doble postulado que la historia ha
demostrado que era erróneo: creencia en que se podía excluir a priori la
hipótesis de un desarrollo importante de la influencia del estalinismo en el
movimiento obrero español y perspectiva de que se desgajase por propia
iniciativa un ala revolucionaria del Partido Socialista. Nos parece que pueda
lanzarse la misma apreciación, desde la actual perspectiva, sobre el compromiso
con los maurinistas que condujo a la fundación del P.O.U.M. Pensamos, como
Trotsky lo pensaba ya en la época y como Maurin siempre pensó [2]
que los antiguos trotskystas se adaptaron
en lo esencial a las posiciones de Maurín, mientras que estos últimos
aseguraban en esta época que habían conseguido el alineamiento tácito del
dirigente del Bloc, comprendiendo incluso su posición en favor de la IVª
Internacional.
Ciertamente
se puede debatir sin llegar a ninguna parte sobre la cuestión de saber si, como
nosotros pensamos al igual que Trotsky, en 1936-37, podía realizarse en España
una revolución de tipo soviético y construir un nuevo «estado obrero». La
mayoría de los dirigentes del P.O.U.M. incluyendo al propio Maurin -fiel a su
perspectiva de una «revolución democrático-socialista»- aparentemente no lo
pensaban.[3]
Pero Nin y Andrade defendían esta idea, y veían en la postura de Maurín una
toma de postura de hecho por la «revolución permanente» ¿Cómo entonces bajo
este ángulo, negar que la disolución del Comité Central de Milicias de
Cataluña, la entrada del P.O.U.M. en el Consejo de la Generalitat, la
disolución por parte de este último de los comités locales, constituyeron, como
afirmaba Trotsky, la demolición de este «segundo poder» embrionario, es decir,
la primera etapa de la restauración de la autoridad de un estado burgués
renovado? Los acontecimientos de mayo de 1937, la insurrección obrera de
Barcelona, así como la represión que la golpeó, hablan igualmente contra el
análisis de Nin, según el cual el proletariado podía aún, en la primavera de
1937, adueñarse del poder sin utilizar la violencia, confirmando por el
contrario el pronostico del dirigente de la revolución rusa, que escribió desde
México pronosticando la maduración rápida de poderosos movimientos de clases
que anunciaban la guerra civil en el seno de la propia guerra civil.
Finalmente, es incontestable que Trostsky vio desde Coyoacán más claramente los
signos de la ofensiva policíaca del estalinismo contra el P.O.U.M. que lo que hicieron sobre el terreno sus antiguos camaradas dirigentes de
este partido, con la excepción de Andrade.
Para el que parte del punto de vista según el cual la tarea de los
revolucionarios consiste en transformar el mundo derrocando el viejo orden
social, negándose pues a admitir que la cuestión estaba decidida en 1936, y la
derrota de la revolución española inscrita por adelantado en la correlación de
fuerzas entre las clases, para quien, en una palabra, se reclama un análisis y
de un método marxista, es incontestable que el análisis hecho por Trotsky de
los acontecimientos de la revolución española, tal como aparece en este
trabajo, presenta un carácter infinitamente más coherente, y que, en
definitiva, se ha mantenido mejor con el paso del tiempo, que el que proponía
Andrés Nin. En este plano, la defensa pro domo de Andrade, está lejos de ser
convincente: el hecho de que los trotskystas convertidos en dirigentes del
P.O.U.M. no pudiesen aplicar la política que consideraban correcta, el hecho de
que se convirtiesen en prisioneros de los «notables maurinistas» y de hombres
que, generalmente, no habían comprendido nada del estalinismo, después de todo
era el resultado de su propia elección y de una libre decisión política que
ellos hablan asumido a pesar de las advertencias de Trotsky y en contra suya.
Finalmente, que este último trata de «traidores» a hombres de los que había
constatado que habían abandonado el objetivo que él,
por su parte, estimaba como el mas importante
de su vida de militante, o sea, la construcción de la IV.ª Internacional,[4] no tiene en si, nada que pueda parecer
indignante.
Efectivamente, toda la obra de Trotsky es testimonio de esto: no
fue durante la polémica contra sus camaradas españoles cuando «inventó», por
las conveniencias de una mala causa, la necesidad de la organización
internacional del proletariado. En la época de la unificación mundial del
mercado y del imperialismo, la acción militante de Trotsky, así como sus
trabajos teóricos, subrayan que no existe, desde su punto de vista, otra
solución para la humanidad que la construcción de una dirección revolucionaria
internacional del proletariado, necesaria para asegurar la victoria de una
revolución que no puede ser sino mundial. Esto, que ya era cierto durante los
años veinte, donde el apoyo y el aporte de la revolución rusa ofrecían una vía,
si no real, por lo menos fácil de discernir, para la construcción de la nueva
Internacional, no lo es menor, según su opinión, en el período anterior a la
segunda guerra mundial, cuando incluso no excluye que, debido a un contexto que
los revolucionarios no tienen los medios de dominar, la IV.ª Internacional no
podrá construirse más que «mucho más tarde, dentro de muchos años, entre los
escombros y las ruinas acumuladas a consecuencia de la victoria del fascismo y
de la guerra».[5] En
definitiva, sobre este punto, es donde se revela la mayor divergencia entre
Trotsky y sus antiguos camaradas de España: mientras que estos Últimos,
partiendo de las «particularidades españolas», concentran reflexión teórica y
esfuerzos organizativos en la construcción, en su propio país, de un partido
según una fórmula, que, evidentemente no puede ser extendida a otros países, él
coloca en el centro de su preocupación, la tarea -para la cual se siente
irremplazable-, de construir el marco internacional de la organización
revolucionaria, sin la cual los inevitables combates del proletariado acabaran
en terribles derrotas. Entre Andrés Nin y el, se apunta una divergencia aún
mayor a partir de 1936: la que concierne a la construcción de la IVª
Internacional, perspectiva a la que Nin se había unido, pero que abandonaría
posteriormente sin explicaciones.
Sólo queda por decir -y este trabajo lo ilustra claramente- que el
problema de las relaciones entre Nin y sus camaradas por una parte y Trotsky
por la otra, no pudo ser llevado hasta estas divergencias políticas, que sin
embargo eran capitales, aunque no siempre claramente expresadas del lado
español, hasta estos debates de fondo en los que Trotsky tenía
incontestablemente razón. Hemos recogido debates que tratan sobre las
cuestiones más mezquinas, que giran alrededor de acusaciones que no revelan
grandes perspectivas históricas. Hemos recogido errores de hecho salidos de la
pluma de Trotsky -de los que uno se debe a un error en la traducción-,
simplificaciones refutables, confusiones, procesos de intervención, a veces una
ignorancia relativa o una deformación involuntaria de los acontecimientos:
éstas son las municiones que han empleado continuamente los abogados del
P.O.U.M. y de Nin. Pero estas son las consecuencias prácticamente inevitables
de las propias condiciones del desarrollo de un combate político semejante, las
condiciones materiales indicadas más arriba, condiciones psicológicas que
caracterizan a las luchas fraccionales, sobre todo en el seno de grupos
numéricamente reducidos que luchan contra la corriente, contra fuerzas,
momentáneamente infinitamente superiores. Desde este punto de vista, no como
desde otros, la balanza permanece sensiblemente igual, y los protagonistas., a
pesar de las lecciones de democracia que se infligen mutuamente, pueden darse
la mano en este aspecto. Es cierto que los dirigentes españoles publicaron en
su boletín los ataques de Trotsky contra Nin -ya conocidos, por otra parte, en
España, gracias a Arlen-, mientras que el Secretariado Internacional no había
reproducido los textos esenciales del Comité Ejecutivo Español, ni siquiera la
breve respuesta de Nin. ¿Pero no se quejaban, y con derecho, el Secretariado
Internacional y el propio Trotsky., de que sólo había sido puesto en
conocimiento de los militantes una ínfima parte del material de varios años de
discusión internacional?
¿La negativa de Nin -mantenida durante los decisivos años de 1936-1937-
de comprometerse en una polémica pública contra Trotsky, así como de emitir
personalmente la menor critica contra él, se debía sólo a una actitud de
nobleza-y de dignidad? ¿No era el deber de todo militante -Trotsky lo repite
incansablemente- luchar ante todo por la verdad y por lo que él cree que es justo, ya que no es sólo su persona la que defiende? ¿No
podría volverse contra Nin y sus camaradas el proceso sobre los «métodos» que
intentaron contra el S.I. y despues contra Trotsky? En este tipo de conflictos,
cuando se pone el acento sobre los «métodos», puede ser igualmente índice de
incertidumbre, de conciencia de una cierta debilidad en el plano de los
argumentos políticos, al mismo tiempo que una negativa, consciente o no, a
llevar los problemas hasta el final. Ya sea política o puramente psicológica, la actitud de Nin frente a Trotsky supone un problema
real. Su correspondencia a principios de los años treinta -de la que el C.E.
español jamás se quejo, excepto de la inoportunidad de la publicación de sus
extractos- muestra que entre los dos hombres había algo más que malentendidos;
divergencias reales, observadas de forma radicalmente diferente. Pues Trotsky,
incansablemente, critica, desarrolla, expone, interroga, sin desviarse jamás,
explorando a veces hasta los rincones de las frases para buscar el posible
desacuerdo o el malentendido latente. En este diálogo desigual en el que no
lleva la iniciativa, las respuestas de Nin están marcadas por una profunda
vaguedad: tanto se escabulle, respondiendo marginalmente, o incluso no
respondiendo, como, ante un ataque frontal en el terreno de los principios, se
declara de acuerdo, o lo argumenta por la incomprensión de sus reticencias
iniciales. Pero en la etapa siguiente vuelven a surgir las mismas divergencias,
teniendo, evidentemente, idénticas raíces. Su buena fe no puede ponerse en
duda. ¿Como explicar entonces que, conociendo la situación en el seno de la
Oposición Internacional, las inquietudes de Trotsky sobre los posibles
desarrollos de la crisis nacida en Francia, pudiese dejar de hablarle de la
estancia de Rosmer en España, o sostuviese que la elección del nombre de
«Izquierda Comunista» no tenía ninguna relación con el hecho de que una
organización disidente -con la que está relacionado- llevase el mismo nombre, y
afirmando, por otra parte., que éste era un episodio sin importancia? Nin no
comprende la indignación de Trotsky cuando Comunismo publica un
artículo de Landau, que acaba de romper con la organización internacional, sin
embargo, el C.E. que él dirige, no encontró palabras suficientemente violentas
para indignarse cuando el boletín del S.I. reprodujo un artículo de Lacroix,
que acababa de romper con la dirección de la sección española...
De hecho se puede -y esto es lo que hicieron Nin, Andrade y sus
camaradas- sacar un argumento del hecho de que dos de los trotskystas españoles
que, en uno u otro momento, se unieron, en contra de la mayoría de su
organización, al punto de vista defendido por Trotsky, abandonaron rápidamente
el movimiento revolucionario. ¿Pero no se puede pensar igualmente que, hombres
como Lacroix, y posteriormente Fersen, en momentos y sobre cuestiones
diferentes, no se dejaron dominar por la desmoralización, hasta después de
haber captado su propia responsabilidad en el desarrollo de una situación
durante la cual ellos habían combatido encarnizadamente las propuestas de
Trotsky? La autocrítica sincera, a veces, es el prefacio del abandono, puerta
abierta hacia la deserción. Los ejemplos no faltan.
De hecho en el combate que lleva la Oposición, y posteriormente el
Movimiento por la IVª Internacional, los hombres que las dirigen no tienen
todos la misma envergadura. Trotsky dirigió la primera revolución proletaria
victoriosa junto a Lenin. Fundó la Internacional Comunista, creó y dirigió el
ejército rojo, dirigió el combate de la Oposición de Izquierda rusa contra el
estalinismo. compañero y principal lugarteniente de Lenin desde 1917, supera en
estatura, en experiencia y en inteligencia a sus contemporáneos. Ciertamente,
Andrés Nin no es un comparsa en el movimiento comunista internacional, pero
pertenece más al grupo de los discípulos de los vencedores de 1917 que al de sus lugartenientes.
Algo semejante ocurre con Leonetti, compañero de Gramsci en Ordine Nuovo, uno de los dirigentes del P.C.I., y con Ruth Fischer, al que tanto el
apoyo de Zinóviev como sus incontestables dotes, habían colocado durante algún
tiempo a la cabeza del partido alemán. Pero, por rica que pueda ser la
experiencia de estos militantes, no poseen el prestigio de una victoria
comparable a la de 1917, ni la experiencia de todo el período histórico que va
desde la crisis de la socialdemocracia: sus relaciones con Trotsky, a pesar de
que a veces saben colocarse a su altura, son más las de los alumnos aplicados y
atentos que las de lugartenientes. Los restantes colaboradores del S.I. -con la
excepción de León Sedov, que por lo menos había vivido los ricos combates de la
Oposición rusa-, son hombres de valor, pero sin experiencia en el movimiento de
masas: todos deben su promoción a su disponibilidad en un momento determinado,
incluso a un talento particular, en un movimiento que carece trágicamente de
cuadros, de recursos, e incluso de hombres. Erwin Wolf es un militante de
inteligencia excepcional y de gran valor, pero es miembro del S.I. porque
dispone de recursos personales que le permiten ser permanente sin necesidad de
tener un salario. Mill entró en el S.I. porque conocía el ruso, en una época en
la que Trotsky no podía escribir en otra lengua accesible a los restantes
miembros del S.I. Rudolf Klement, cuyo valor y devoción son incontestables,
tenía la ventaja, para llevar a cabo sus funciones, de saber mecanografiar y
conocer el francés y el alemán. Jean Rous, joven en el movimiento, fue
designado para sus funciones por su conocimiento del castellano y del catalán.
Queda Molinier, quizá aventurero, pero cuya capacidad de improvisación sedujo a
Trotsky, al mismo tiempo que apartó a numerosos militantes de valor. Y Rosmer,
que se marcharía en seguida. Pero Rosmer, cuando se da cuenta de que Trotsky se
niega a seguirle en la batalla que él
piensa que debe llevar contra Molinier,
se niega a batirse con Trotsky y prefiere marcharse. Leonetti, convencido de
que Nin conocía mejor que nadie la situación española, que no se podía dirigir
por carta la construcción de un partido, de que había que dejar hacer la
experiencia al P.O.U.M., escribe exactamente lo contrario a Nin, debido a que
ésta era la opinión de Trotsky. Jean Rous, que se dirige a España ocupando el
puesto de Leonetti, está prácticamente convencido por Nin, y lo dirá
veladamente, limando todas las asperezas. Ninguno de estos hombres -y de todos
los que tienen alguna envergadura en el movimiento internacional- asumirá el
riesgo de un conflicto político abierto con Trotsky, y, a pesar de las
apariencias, Nin no actuó de otra forma. Efectivamente, cuando se considera
incomprendido, víctima de acusaciones injustas, políticamente perseguido, su
actitud no difiere fundamentalmente de la de Rosmer en 1931: rompe sobre
cuestiones prácticas, organizativas, invocando los «métodos», sin querer
admitir la existencia de divergencias políticas, hablando de diferencias
personales, llegando incluso a defender una línea distinta sin querer
admitirlo, y, seguramente, sin darse cuenta de ello. En él, igual que en Andrade, se manifiesta durante
todo este período, un afecto de discípulo, después una decepción, una
desconfianza, una susceptibilidad exacerbada contra todo lo que viene del que
hace tiempo fue -y en cierta medida sigue siendo- su maestro amado y respetado.
Todos ellos tienen el profundo
sentimiento de que Trotsky es irremplazable, y de que es el único cuadro de
esta IVª Internacional que hay que construir. No le disputan el cargo, le
abandonan de repente.
Por su parte, Trotsky reacciona a veces con una vivacidad -y en
algunos casos, con una brutalidad- que quizá responda al defecto señalado en él por Lenin, la tendencia a tratar las cuestiones de forma
administrativa, aunque también, y sobre todo, son debidas a las esperanzas y a
la confianza que él ha puesto en estos hombres a los que ha considerado durante
tanto tiempo como sus mejores alumnos: este aspecto personal de sus relaciones
innegable, explica a veces el empleo de epítetos desmesurados. Estos militantes
que él ha formado, y de los que esperaba mucho, reniegan, según su opinión, de
sus enseñanzas, tergiversando el contenido desafiando la punta revolucionaria,
en una palabra, «traicionándole», mientras él clama, revelando su dolor.
A los desacuerdos políticos -a menudo considerados al principio como
simples roces-, jamás resueltos, al ambiente que surge de la lucha contra la
corriente de un pequeño grupo sometido a persecuciones de todo tipo, a las
dificultades de la existencia material de exiliados políticos, a la desigualdad
de las relaciones entre militantes de experiencia y de formación diversas que
caracterizan al movimiento en estos
años de intento de darse a conocer, hay que añadir todo tipo de
imponderables. Los agentes provocadores infiltrados por orden de Stalin, los
Roman Well, Sénine, Etienne-Zborowsky, y quizá otros, atizan el fuego,
envenenan los antagonismos, alimentan las sospechas con bulos, y los saltos
atrás son imprevisibles. La vuelta a la U.R.S.S. de Mill, después de su
tentativa de entregar los archivos de Trotsky, compromete a los ojos de Trotsky
a los militantes que le habían apoyado y opuesto a Sedov contra él. La reacción
de Lacroix, inmediatamente después del acceso de Nin al puesto de secretario
general, es, sin duda, de orden personal -a pesar de que Vereecken viese en él a un «agente». Trotsky intenta no afianzar a ninguno de los dos grupos
constituidos en España a consecuencia de un conflicto en el que la política no
se expresaba en absoluto. Sin embargo, su iniciativa de publicar su
correspondencia con Nin a fin de demostrar que sus divergencias no databan de
ayer, coincidiendo con la exagerada autocrítica de Lacroix, le comprometerán a
los ojos del grupo de Nin, dando la impresión de que tenía lazos con Lacroix.
El mismo fenómeno se produce con la vuelta de Fersen en 1935-36; este hombre,
que comenzó por decir que Trotsky había tenido razón contra el, desaparecería
en el Partido Socialista sin dejar rastro, acabando de persuadir de esta forma
a los indecisos de que el entrismo preconizado por Trotsky en España es
clarísimamente la vía de la liquidación. Después de la sonora ruptura de 1936,
el estallido de la guerra civil, el heroico comportamiento del P.O.U.M. y de
sus militante, las posibilidades revolucionarias que parecen abrirse en España,
hacen pasar a segundo plano para Trotsky sus agravios contra sus antiguos
camaradas, y te dictan una política de acercamiento. ¿Por qué -casualidad,
estupidez, incluso sabotaje- su carta al S.I. del 26 de julio, que no estaba
destinada a la publicación, lo sería en La Lutte ouvriere, contribuyendo así a envenenar las delicadas
relaciones entre los militantes de Barcelona? ¿Por qué, mientras tanto., su
carta del 16 de agosto, respuesta indirecta, pero neta, a las aperturas de Nin
y Andrade, una mano tendida en vistas a la reconciliación y al trabajo en
común, no les llegará? El malentendido es tan completo como trágico. Nin y
Andrade jamás recibieron respuesta a las aperturas que hicieron por intermedio
de Rous. Trotsky jamas recibió respuesta a las proposiciones que pidió a Rous
que le transmitiera. Trotsky y Nin morirán sin saber qué es lo que realmente
había pasado, y Andrade, al igual que Rous, no se enterará hasta 1970. La lucha
fraccional, la casualidad, que coloca en determinada situación a un militante
en determinado momento, complican las situaciones y embrollan las relaciones:
es a Fosco, en tanto que representante trotskysta, a quien Nin pide consejo
antes de responder al ofrecimiento de servicios de León Sedov. Fosco, en quien
Trotsky debía tener cierta confianza política, ya que le enviaba la
correspondencia por medio de Rous, parece haber actuado en Barcelona más como
representante de la fracción Molinier
que como militante deseoso de encontrar un terreno de entendimiento entre el
Secretariado Internacional y los dirigentes del P.O.U.M. en este momento
decisivo.
La historia no está escrita por adelantado. ¿Podemos imaginar
evoluciones diferentes, por ejemplo, que durante el verano de 1936 se
estableciera un acercamiento, una colaboración? El asunto de la carta
interceptada incita a admitir una posibilidad semejante. Sin embargo, otros
elementos la contradicen. La colaboración de Trotsky en La Batalla se llevó a cabo, pero en seguida quedó claro que estaba establecida
sobre una base precaria, y la supresión, en su primer artículo destinado al
órgano central del P.O.U.M. del ataque contra Marceau Pivert, da pie para
pensar en la irreconciabilidad de los puntos de vista en presencia. Por otra parte,
¿no se hubiera duplicado la severidad de Trotsky si hubiera conocido todos los
aspectos de la política del P.O.U.M. y, por ejemplo, la línea desarrollada por El
Comunista en Valencia, al que no menciona
nunca?
Sin embargo hay que admitir que, cada uno desde su lado, Trotsky, y,
por lo menos Andrade, buscaron, entre agosto y septiembre de 1936, este
acercamiento, al que Jean Rous se dedicó sinceramente, que gran número de
militantes del P.O.U.M. -Sobre todo entre las juventudesprovenientes no sólo de
la Izquierda Comunista, sino del Bloque Obrero y Campesino, experimentaban por
el trotskysmo, y sobre todo, por su jefe, sentimientos de admiración, simpatía
y solidaridad, y que la mayoría de los dirigentes maurinistas -a pesar de sus
divergencias con él- reconocieron lealmente en Trotsky a un gran camarada de combate.
Reconozcámoslo abiertamente: en este debate., algunas polémicas dejan
mal gusto de boca. Después de todo, fueron asesinos de la misma especie,
guiados por la misma mano quienes, en intervalo de tres años, asesinaron
sucesivamente a Nin y posteriormente a Trotsky, reuniendo de esta forma en la
muerte a estos dos amigos separados por la vida, a estos dos revolucionarios
incorruptibles de la generación de 1917, enfrentados el uno contra el otro en
el interior del mismo campo en 1937.
¿Era necesario reservar aquí un lugar a las acusaciones recíprocas, a
los juicios feroces que estos dos militantes, dirigieron en determinado momento
cada uno sobre el otro, y que la vida no les dejó tiempo de temperar, de
matizar, o incluso de revisar? Lo hemos pensado: según la expresión de Spinoza,
que Trotsky solía recordar gustosamente, no se trata de reír, ni de llorar,
sino de comprender. La lucha por la construcción de una organización
revolucionaria, de una Internacional, no es un paseo por grandes bulevares:
sigue senderos estrechos, tortuosos, escarpados y peligrosos. No se resume a
una serie de combates victoriosos a la cabeza de las masas en lucha, sino en
algo mas costoso, en discusiones aparentemente bizantinas, compromisos,
maniobras, laboriosos análisis para conseguir una política correcta, prodigios
de ingenio a base de una sana política de organización, pasando por cantidad de
falsos costes. Los peligros no son siempre exteriores y visibles, ya que actúan
las fuerzas de clase, incluyendo lo cotidiano, y ejercen su presión sobre el
grupo que ha asumido esta tarea: para saber defenderse y combatirlas
eficazmente, hay que saber llevar una discusión y limitar, cuando aún es
posible, las implicaciones de determinados conflictos, pero también llevar
hasta el final los debates decisivos, saber decir lo que realmente es, rechazar
las explicaciones d nivel de caracteres y de personas y los debates externos a
divergencias políticas reales, evitando tanto la condescendencia como las
escisiones inútiles, distinguir lo esencial de lo accesorio, lo significativo
de lo trivial.
Trotsky y Nin asumieron esta tarea en común en 1930 siguiendo en el
plano internacional el combate que habían llevado juntos con toda la Oposición
rusa.[6]
Nin desaparecería cinco años más tarde. Trotsky, cuando fue asesinado, no había
llegado a su objetivo, del que por otra parte, jamás pensó que tuviese otra
medida que su propia vida. ¿Se puede hablar de fracaso, en una época en la que
tanto uno como otro marchaban contra la corriente, y en una empresa que
probablemente, para quien la estimase en años estaba por encima de las fuerzas
humanas? Nosotros no lo creemos.
Pero, el no situar este debate en su nivel político, sería un fracaso
para todos los que se dicen sus partidarios. Nuestra ambición era aportar algo
en este sentido, para intentar aclarar el futuro.
[1] Este trabajo estaba ya acabado cuando se ha publicado el pequeño libro de Ignacio Iglesias, Trotsky et la révolution espagnole, excelente resumen de los argumentos de los defensores del P.O.U.M., pero que desgraciadamente se apoya en una documentación muy incompleta, la de los Escritos sobre España de 1971 -lo que autoriza, por ejemplo, al autor a escribir (p. 93) que «sólo una voz permanecerá casi muda ante la feroz represión contra el P.O.U.M. por parte de los stalinistas: la de León Trotsky»...
[2] El texto original de esta carta que nos envió Maurín el 18 de mayo de 1972, se puede encontrar en la obra de Víctor Alba recientemente publicada El marxismo en España. Historia del B.O.C. y del P.O.U.M., t. 1, p. 231.
[3] Ibidem. p. 275.
[4] Diario de exilio, pp. 74-75.
[5] «S.F.IO. et S.F.I.C.: La Voie du débouché», le mouvement communiste en France, p. 348.
[6] Sin embargo, una declaración de Nin publicada en la «Correspondance Internationale» (n.º 48, 6-5-1925, p. 383, según «La Batalla» 17-9-1931), afirmaba haber estado contra la oposición en la coyuntura de 1923-4, y declaraba su adhesión al C.E. de la I.C., reivindicando a Lenin, pero sin ningún tipo de ataque al trotskismo