Lo terrenal puede ser vanidad de vanidades y solo vaciedad.

Preparación para la muerte 21,2. San Alfonso Ma. de Ligorío

El sabio Salomón dice muy desilusionado que los goces materiales son “vanidad de vanidades y sólo vaciedad” (Ecl. 1,14) que no dejan en el alma una verdadera alegría y una plena satisfacción sino más bien disgusto, amargura y angustias. El salmo 13 anuncia que los que se dedican a la maldad “temblarán de espanto”, y el profeta Isaías insiste en que quienes organizan su vida independiente de lo que manda y prohíbe nuestro Señor “nunca tendrán paz” (Is. 48,22).

Primeramente el que se dedica a goces indebidos siempre tendrá temor de los justos castigos de la Divina Justicia y se cumple lo que dice el Libro de los Proverbios: “Dios trae ruina para quienes se dedican a obrar el mal” (Prov. 10,29).

Cuando estallan los truenos en una terrible tormenta o cuando tiembla la tierra en un devastador terremoto, ¡que gran susto sienten los que se hallan en pecado! Lo primero que quizá se les ocurra es pensar que les puede venir la muerte y ellos así tan manchados y tan llenos de culpas! Por eso dice el Libro Santo: “El que vive pecando, huye asustado aunque nadie lo esté persiguiendo” (Prov. 28,1).

Cuando Caín mató a Abel y Dios le anuncia que la sangre de su hermano estaba clamando venganza desde la tierra, y que en castigo tendría que andar siempre errante y fugitivo, Caín respondió: “Pero ahora el primero que me vea me matará”, y aunque Dios le prometió que nadie le haría mal, el pobre hombre anduvo el resto de su vida como quien huye de un perseguidor. ¿Quién lo perseguía? Su propio pecado.

Y es que, a cada pecado va siempre unido el remordimiento, que como gusano roedor jamás deja de morder al que ha pecado. Asiste el pobre pecador a fiestas, bailes, almuerzos, paseos, y a funciones de teatro, pero dentro del alma la voz de su conciencia le sigue diciendo: “Estás en pecado. Y si te murieras hoy, ¿a dónde te irías?”. Y el remordimiento llega a ser tan desesperante y agobiador que algunos infelices pecadores no han resistido más a este tormento y se han suicidado. (¡Error fatal! Creen que con quitarse la vida del cuerpo ya van a desaparecer el tormento de su alma. El remedio habría sido confesar sus culpas, pedir perdón humildemente y empezar una vida nueva de virtud y buenas obras y la paz habría vuelto otra vez a su espíritu) Judas después de vender a Jesús por veinte monedas ya no fue capaz con sus remordimientos y fue y se ahorcó. (Si en vez de ir desesperado a colgarse de un árbol, hubiera ido bien arrepentido y se hubiera colgado del cuello de Jesús y le hubiera pedido perdón, habría sido plenamente perdonado).

Dice el Espíritu Santo por medio de Isaías: Los que viven en pecado son “como un mar en tempestad, que no logra calmarse, y cuyas olas se componen de lodo y de barro inmundo” (Is. 57,20). ¿Qué diríamos de uno a quien le permitieran asistir a bailes, juegos, comilonas, deportes y paseos, pero por debajo de su camisa tuviera que llevar una terrible cadena de hierro que oprime y que hace sufrir? ¿Acaso podría tener felicidad en medio de tantas diversiones terrenales? Eso es lo que le sucede a quien vive e n pecado grave. Podrá asistir a muchas fiestas y dedicarse a muchos deportes y gozar de muchas comodidades, pero la verdadera felicidad no la podrá conseguir, porque la paz del alma no la concede sino Dios, y no habrá nunca paz para quienes viven en pecado grave y enemigos de Nuestro Señor.

San Vicente Ferrer recuerda esto a los pecadores: “Los goces materiales se quedan siempre por fuera y no pueden llegar al fondo del espíritu” Quizás un pobre pecador se vestirá con los vestidos más lujosos y costosos que se consiguen en los almacenes, y tendrá las pulseras de más alto precio de las joyerías, y anillos de diamantes, y coches del más alto costo, y su alimentación será como la de los mejores hoteles del mundo, pero si vive en pecado mortal su corazón seguirá frío y helado y colmado de espinas de remordimientos. Y vivirá siempre inquieto e inseguro y su mal genio será tal que a la menor contradicción estallará en rabia como un perro con hidrofobia.

El que quiere hacer siempre lo que Dios quiere, hallara gran paz y acepta lo que el Señor permita que le suceda, porque sabe muy bien que todo será para su mayor bien pues según San Pablo: “Todo redunda en bien de los que aman a Dios” (Rom. 8) pero el que vive en rebeldía contra los mandatos divinos jamás logra tener la paz verdadera, pues su voluntad es contraría a lo que quiere y permite Nuestro Señor.

Y hay otra terrible desgracia para quien vive en pecado y es que por no querer servir y obedecer a un Señor santo y bondadoso tiene que dedicarse a servir a terribles tiranos cono son el demonio y las pasiones y el mundo traidor. Y sucede lo que dijo el Señor a su pueblo por medio de Moisés: “Por no haber querido obedecer a tu Dios que te concedía alegría y dicha de corazón, tendrás que servir a los enemigos con amargura, escasez y tristeza” (Deut. 28,47).

¡Qué remordimientos tan amargos destrozan el alma del vengativo después de que se ha vengado¡ ¡Qué desgarramiento interior tan profundo siente en el alma el impuro después de cometer sus impurezas! ¡Cómo los avaros y los ambiciosos cuando ya consiguen por malos modos los puestos o los dineros que ambicionaban, sienten en su alma un infierno de remordimientos! Oh, si ofrecieran por amor de Dios unos sufrimientos tan grandes como los que tienen que aguantar por haber pecado, se podrían hacer unos grandes santos.

 

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