Por Michelle Taylor
Traducción de Luis Alberto Chávez
El otro día abrí una revista
de actualidad. El rostro varonil de una joven me miró desde la página
a color. Era uno de aquellos rostros que se podría describir como
casi guapo a pesar de que era de una mujer. Sí, guapo era el adjetivo
apropiado; no bonito ni hermoso, sino guapo. La mandíbula era demasiado
ancha, los rasgos demasiado toscos, la expresión muy dura, para
merecer los usuales adjetivos femeninos.
Con toda seguridad, se trataba de una acérrima, emprendedora
y convicta militante feminista. Aparecía su nombre, por supuesto,
pero el objeto de este artículo no es un nombre sino una mentalidad,
que ella, en ese momento, personificó en mi mente.
El rostro, y la mentalidad que estaba por detrás, me intrigaron tanto que pasé más páginas para ver otros retratos de estas modernas guerreras. Lo que yo realmente quería ver era si el rostro correspondía al cuerpo, si el cuerpo era tan musculoso y duro como el rostro.
Para sorpresa mía, era una forma frágil y, verdaderamente, muy femenina.. El conjunto producía una impresión conjunta que era desagradable a la vista.
Días después, me encontré reflexionando sobre una fábula de Esopo. Era la historia de un sapo (N.T. En inglés, bullfrog, literalmente sapo-toro) muy admirado por los demás debido a su tamaño. Un día, cuando un buey comenzó a mugir, todos los sapos empezaron a croar y comentar el tamaño y complexión muscular del buey. Oyendo los comentarios admirativos, el sapo comenzó a padecer de algún complejo de inferioridad. Repentinamente, anunció a su público pasmado e incrédulo, que él podía inflarse hasta el tamaño del buey. Entonces comenzó a intentar la increíble hazaña de tomar su nombre al pie de la letra. Se infló y se infló hasta que –desastre inevitable!- reventó...
También recordé un grupo de personas que abrían la pista frente a mi casa hace algunos años. Cinco hombres o más y una mujer se esforzaban en romper el suelo para descubrir un problema de tuberías. Me percaté de que los varones nunca se detuvieron por falta de aliento. La mujer, al contrario, estaba constantemente en un esfuerzo terrible que, en verdad, me dio pena. Obviamente, su naturaleza no estaba hecha para un trabajo físico tan arduo, como la de los hombres.
De repente apareció una pregunta en mi mente: ¿Por qué? ¿Por qué tanto esfuerzo para ser lo que uno no es? ¿Por qué tratar de igualar lo que es fundamentalmente diferente? ¿Es que estos abogados de la igualdad no se han dado cuenta de que las cosas que son fundamentalmente distintas no pueden ser comparadas, ni mucho menos igualadas?
¿Por qué comparar una flor a una calabaza,
o una piedra a un tanque, o un sapo a un buey? Es verdad que las mujeres
tienen algo en común con los hombres: la misma naturaleza humana;
así como la flor tiene la misma naturaleza vegetal que la calabaza,
la piedra tiene la misma naturaleza inanimada que el hierro, y el sapo
la misma naturaleza animal que el buey. Por supuesto que entre un hombre
y una mujer hay muchas más similitudes que en aquellos ejemplos,
especialmente por tener un alma humana; pero las diferencias siguen siendo
grandes y básicas.
¿Será que por debajo de todas estas formas “rudas”
de hablar y de actuar que tienen las feministas, hay un complejo de inferioridad?
Con certeza, si las mujeres parten de la premisa
de que por compartir el título de “humanos” tienen que verse y actuar
de la misma manera, es porque tienen un complejo de inferioridad. Si la
mujer se cree un bullfrog que, en forma absurda, trata de “realizar” su
nombre, y hablar de esa manera, debería ponerse a resoplar y alistarse
para embestir. Pero si ella se considera, por ejemplo, como un pájaro
en comparación a un buey, ¿le gustaría cambiar
sus alas por toda la musculatura del buey? ¿No podría estar
perfectamente orgullosa de sus alas y de su plumaje como él de su
fuerza?
Sí, me agrada pensar en una mujer como un pájaro.
Mejor aún, como un hada o un ángel.
No se rían; ya sé. Muchas, muchas veces al inicio
de la vida es este el ideal de la joven: Ser el ángel de la guarda
de una gran familia de angelitos encabezada por un caballero de armadura
resplandeciente. Pronto ella se da cuenta que el caballero de armadura
resplandeciente es simplemente un hombre.
Se da cuenta también de que, para llevar adelante
a los angelitos, deberá tomar aliento para enfrentar mucho sufrimiento,
muchas preocupaciones y muchos cuidados... y que sus angelitos sólo
se portan como tales cuando duermen.
Además, las lágrimas corren con facilidad y la
vida golpea duramente. Finalmente, ella se da cuenta de que no es el hada
madrina que creía ser, especialmente cuando sus nervios se alteran
y la irritación le aprieta la garganta como una horca. Y es que,
después de todo, ella es simplemente una mujer...
Para cada ideal hay dos visiones: la irreal-romántica
y la sublime.
La irreal romántica es el aspecto engañoso, el
que promete pero no cumple, porque no asegura que los medios consigan el
fin.
La sublime es la visión verdadera. Nunca miente, sino
que sigue señalando; señala un ideal aún más
encumbrado que el que propone la visión romántica. Apunta
a la santidad y provee los instrumentos sobrenaturales para alcanzarla,
principalmente la oración, los sacramentos y la práctica
sólida de la virtud. Esta visión le dice a la mujer que ella
puede ser un hada y un ángel si ella hace que su principal fuerza
sea la fuerza de soportar; si ella busca complementar más que competir;
si ella practica la humildad y, a veces, tiene el coraje de permanecer
atrás. En ello no hay motivo para avergonzarse en ello; al contrario,
hay el gran mérito de amar desinteresadamente.