El Circo del Doctor Lao

La viuda Mrs Howard T. Cassan llegó al circo en su insípido vestido marrón y sus zapatos de tacón bajo, y fue directo a la carpa del adivino. Pagó su boleto y se sentó para escuchar su futuro. Apolonio le advirtió que iba a decepcionarse.

—No si me dice la verdad—dijo señora Cassan. Quiero saber en especial en cuánto tiempo van a descubrir petróleo en esos veinte acres que poseo en Nuevo México.

—Nunca—dijo el vidente.

—Bueno, entonces, ¿cuando volveré a casarme?

—Nunca—dijo el vidente.

—Bueno, entonces, ¿qué clase de hombre llegará a mi vida?

—No habrá más hombres en su vida—dijo el vidente.

—Bueno, si no voy a ser rica, ni voy a casarme de nuevo, ni voy a conocer más hombres, entonces ¿para qué sirve mi vida?

—No lo sé—confesó el profeta. —Sólo leo el futuro de las personas. No las evalúo.

—Bueno, pero yo le pagué. Dígame mi futuro.

—El día de mañana será como el de hoy, y pasado mañana será como el día anterior —dijo Apolonio. —Todos los días que le restan son como una larga y tediosa colección de horas. Usted no viajará a ninguna parte. No tendrá nuevos pensamientos. No experimentará nuevas pasiones. Envejecerá, pero no por ello se hará más sabia. Se hará más rígida, pero no más digna. No ha tenido hijos, y sin hijos se va a quedar. De esa flexibilidad que alguna vez tuvo en su juventud, de esa extraña simpleza que alguna vez atrajo unos cuantos hombres, ninguna de las dos dura para siempre, y jamás recuperará a aninguno de ellos. La gente le hablará y la visitará, pero por lástima, no porque usted tenga algo qué ofrecerles. ¿Alguna vez ha visto un tallo de maíz pudriéndose lentamente, pero negándose a morir, sobre el cual de vez en cuando se balancea algún ave, sin darse cuenta ésta sobre qué está posada? Éso es usted. No puedo comprender a fondo cuál sea su papel en la economía de la vida. Una criatura viviente debería de crear o destruir de acuerdo a su capacidad y capricho, pero usted, usted no hace ni lo uno ni lo otro. Usted sólo vive soñando con las cosas bonitas que a usted le gustaría que le pasaran, pero que nunca le pasan; y se pregunta vagamente por qué el joven que vive a su lado, al cual habrá regañado ocasionalmente por alguna impropiedad imaginada nunca la escucha, y parece huir cuando usted se aproxima. Cuando muera, será enterrada y olvidada, y ahí se acabó todo. Los de la funeraria la colocarán en un ataúd a prueba de gusanos, sellando así, para toda la eternidad, el barro de su inutilidad . Y por todo el bien o mal, creación o destrucción, que haya logrado durante su vida, daría lo mismo que jamás hubiese vivido. No puedo ver cuál sea el propósito de una vida así. Sólo puedo verlo como un vulgar despedicio.

—Creí que había dicho que no evaluaba vidas—replicó la señora Cassan.

—No estoy evaluando, sólo me estaba preguntando. Ahora bien, usted sueña con que van a encontrar un pozo de petróleo en esos 20 acres que posee en Nuevo México. Pues bien, allí no hay petróleo. Sueña con un hombre alto, moreno y apuesto cortejándola. No va haber ningún hombre, ni moreno, ni alto, ni ningún otro. Y sin embargo, a pesar de lo que le estoy diciendo, seguirá soñando; sueñe durante el tiempo que le queda, cosiendo y chismorreando y soñando; mientras tanto el mundo gira y gira y gira. Otros nacerán, crecerán, harán algo en la vida, triunfarán, se enfermarán y morirán; mientras usted se sienta y cose y chismorrea y sigue viviendo. Y pensar que usted tiene derecho al voto, y que si el suficiente número de personas votase de la misma manera que lo hace usted, a lo mejor podría cambiar la faz del mundo. Hay algo bastante inquietante en ése pensamiento. Pero su opinión individual sobre cualquier tema en este mundo carece absolutamente de valor. No, no puedo ver cuál sea la razón para que siga existiendo.

—No le pagué para que me examinara. Sólo dígame mi futuro y dejémoslo así!

—¡Le he estado diciendo su futuro! ¿Por qué no escucha? ¿Quiere saber cuántas veces más comerá lechuga y huevos cocidos? ¿Enumeraré cuantas veces gritará "buenos días!" a su vecino del otro lado de la verja? ¿Debo decirle cuántas veces más comprará acciones, asistirá a la iglesia, irá a ver películas a la sala de cine? ¿Hago una lista de cuántos galones de agua hervirá en el futuro para hacer té, cuántas combinaciones más de cartas le corresponderán jugando al bridge, cuántas veces sonará el teléfono en los años que le restan por vivir? ¿Quiere saber cuantas veces más le molestará el clima porque llueve o deja de llover según sean sus deseos? ¿He de calcular cuanto dinero se ahorrará comprando en tiendas de segunda? ¿Quiere saber todo eso? Porque su futuro consiste en eso, en hacer las mismas cosas futiles que ha estado haciendo durante los últimos cincuenta y ocho años. Le espera una repetición de su pasado, una recapitulación de los dígitos en la máquina sumadora de sus días. Excepto tal vez por un pequeño detalle: hubo cierto tipo de amor en su pasado; no hay ninguno en su futuro.

—Bueno, debo decir que es usted el adivino más extraño al que jamás haya acudido.

—Es mi desgracia la de ser capaz de decir sólo la verdad.

—¿Alguna vez estuvo enamorado?

—Por supuesto. ¿Pero por qué lo pregunta?

—Hay una fascinación extraña en su franqueza tan brutal. Podría imaginarme a una linda chica, o a una mujer experimentada, arrojándose a sus pies.

—Hubo una chica, pero ella jamás se arrojó a mis pies. Yo me arrojé a los de ella.

—¿Qué hizo ella?

—Se echó a reír.

—Le hizo daño?

—Sí, pero nada me ha hecho mucho daño desde entonces.

—Lo sabía! Sabía que un hombre de una intensidad tan terrible como la suya había sido herido por una mujer. Las mujeres pueden hacerle eso a los hombres, ¿verdad?

—Supongo que sí.

--Pobre, pobre hombre. Usted no es mucho más viejo que yo, verdad? A mi también me han hecho mucho daño. ¿Por qué no podríamos ser amigos, o tal vez más que amigos, y arreglar juntos las hebras destrozadas de nuestras vidas? Pienso que podría entenderlo y consolarlo, y cuidaría de usted...

Madame, tengo casi dos mil años de edad, y hace mucho tiempo me gradué. Es demasiado tarde para comenzar mi curso de nuevo.

—Oh, está siendo tan agradablemente tonto! Adoro su extravagante forma de hablar! Usted y yo nos llevaríamos espléndidamente, estoy segura de ello!

—Yo no. Le dije que no habría más hombres en su vida. No trate de hacerme comer mis propias palabras, por favor. La consulta ha terminado. Buenas tardes.

Ella comenzó a hablar, pero ya no había nadie a quien hablarle. Apolonio se había desvanecido, utilizando ese sortilegio que solo conocen los magos más experimentados. La señora Cassan salió al resplandeciente sol del atardecer. Afuera la aguardaban Luther y Kate. Fue 10 minutos antes de la petrificación de Kate.

—Querida—le dijo la señora Cassan—Ese adivino es el hombre más atractivo y magnético que haya conocido en toda mi vida. Voy a verlo de nuevo esta noche.

—¿Qué dijo del petróleo?—preguntó Luther.

—Oh, fue terriblemenmte alentador!—dijo la señora Cassan




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