Mijail Bulgakov

Nacido en Kiev, Ucrania, Bulgakov estudió medicina, pero después de la primera Guerra Mundial, se retiró de la medicina y se dedicó a escribir. Su famosa novela, el Maestro y Margarita, fue escrita entre 1929 y su muerte en 1940.

"¿Qué cómo era él? Alegre. Artístico. Brillante. Su cotidianidad, su vida casera, aparentemente no era ascética y solitaria, aunque sí lo era el significado interno de la misma. A la vez que bromeaba con us amigos, transportaba los elementos de la vida diaria a sus creaciones... Así que, ¿cómo era él? Reservado. No toleraba la familiaridad. Le daba un gran valor a "mantener la distancia" en sus relaciones, y sabía cómo mantenerla. Sólo se abría, aunque no del todo, a un pequeño círculo de sus amigos más cercanos." —Marietta Chudakova

"A veces tenía esta extrañeza, y a veces se hallaba dividido entre puntos de vista bastante conflictivos; pero en momentos de crisis jamás perdió su entereza y su pasión por la vida [..] Su ironía formaba parte de un sentimiento más grande. Su agudeza siempre estaba presente, a vees sarcástico, pero nunca chocante o vulgar. No despreciaba a la gente, pero odiaba la monotonía, la insinceridad y el engaño, no importaba qué forma asuiera éste último: hechos, palabras hasta en los gestos. Era bastante temerario y no dudaba en expresar sus opiniones de manera rápida y concisa. Para él, una mentira jamás se convertía en verdad. Nunca cambió el camino que había escogido en la vida." —P.S. Popov, 1940 (de biografía de Búlgakov que jamás fue publicada.)



—Aún así, dime quién eres.
—Una parte de aquella fuerza que siempre quiere el mal y que siempre practica el bien.
"Fausto" de Goethe

En un día cálido, Satán va de visita a Moscú con unos amigos. Conoce algunas personas, brinda un Baile de Gala, y entrega un mensaje...

En un día cálido, un oficial del Imperio Romano interroga a un vagabundo acusado de traición. Por un momento piensa contratarlo como su bibliotecario, pero en vez de hacerlo lo condena a muerte...

Un hombre que sueña con viajar por el mundo escribe un libro y se interna en un hospital psiquiátrico...

Y una mujer renuncia a todo por la posibilidad de recuperar a su amado...

A continuación fragmentos de "El Maestro y Margarita"...

—¿Me permiten que me siente?—preguntó el caballero cortésmente y los escritores tuvieron que hacerle sitio. El extranjero se sentó entre ellos con prontitud y en seguida tomó parte en la conversación.

—Si no me equivoco, usted acaba de decir que Cristo no ha existido—dijo, volviendo hacia Berlioz su ojo izquierdo, el verde.

—No, no se equivoca—respondió Berlioz—, eso es exactamente lo que había dicho.

—¡Oh, qué interesante!—exclamó el extranjero.
"¿Qué diablos querrá éste?"—pensó Desamparado frunciendo el entrecejo.

—Y usted, ¿estaba de acuerdo con su interlocutor?—se interesó el desconocido, volviéndose hacia Desamparado.

—¡Cien por cien!—asintió el poeta, al que le gustaban las expresiones acentuadas y metafóricas.

—¡Sorprendente!—exclamó el entrometido interlocutor y, mirando furtivamente en derredor, redujo la voz, ya baja, a un murmullo y dijo—: Perdonarán mi insistencia, pero me parece entender que, además, no creen en Dios—y añadió con expresión alarmada—: ¡Les juro que no se lo diré a nadie!

—No, no creemos en Dios—contestó Berlioz con una ligera sonrisa, al ver la sorpresa del turista—. Pero es algo de lo que se puede hablar con entera libertad.

El extranjero se recostó en el banco y preguntó, con la voz entrecortada de curiosidad:

—¿Quiere usted decir que son ateos?

—Pues sí, somos ateos—respondió Berlioz sonriente. Desamparado pensó con irritación "Este bicho extranjero se nos ha pegado como una lapa. ¡Pero qué tipo tan plomo!".

—¡Qué encanto!—gritó el extraño turista, girando la cabeza a un lado y a otro para mirar a los dos literatos.

—En nuestro país nadie se sorprende porque uno sea ateo—dijo Berlioz con delicadeza y diplomacia—. La mayoría de la población ha dejado, conscientemente, de creer en todas las historias sobre Dios.

El extranjero, entonces, se levantó y estrechó la mano al sorprendido jefe de redacción mientras decía:

—Permítanme hacerles otra pregunta—dijo el invitado

—Pero, ¿por qué?—inquirió Desamparado con estupor.

—Porque, como viajero, considero esta información de extraordinaria importancia—explicó el extranjero, levantando un dedo con aire significativo.

Desde luego, esta confidencia tan importante tuvo que impresionar mucho al forastero, que miraba asustado a las casas de alrededor, como si temiera la aparición de un ateo en cada ventana.

"No, no es inglés"—pensó Berlioz—. Y Desamparado pensó: "¡Cómo habla el ruso! ¡Qué bárbaro! Me gustaría saber dónde lo habrá  aprendido!"—y de nuevo enarcó las cejas.

—Permítanme hacerles otra pregunta—dijo el invitado extranjero, después de meditar con cierta inquietud— ¿Y las pruebas de la existencia de Dios, que son cinco, como ustedes sabrán?

—Ah!—contestó Berlioz—todas esas pruebas no significan nada hoy en día, la humanidad las archivó ya hace tiempo. No me negará que la razón no puede admitir ninguna prueba de la existencia de Dios.

—Bravo!—exclamó el extranjero—Bravo! Está usted repitiendo exactamente lo que nuestro viejo inquiridor Manuel opinaba de este asunto. Pero no olvide algo muy curioso: destruyó por completo las Cinco Pruebas y después, como burlándose de sí mismo, elaboró una sexta propia.

—La prueba de Kant—dijo el redactor sonriendo con benevolencia—tampoco es convincente; y no a humo de pajas dijo Schiller que los argumentos de Kant a este respecto sólo podrían satisfacer a los esclavos. Y Strauss se reía de su sexta prueba.

Mientras el extranjero seguía hablando, Berlioz se preguntaba: "Pero, ¿quién puede ser? Y, ¿cómo es posible que hable el ruso tan bien?".

—A ese Kant habría que encerrarle tres años en Solovki—soltó de repente Iván Nikoláyevich.

—Iván, por favor!—le susurró Berlioz azorado. Pero la idea de enviar a Kant a Solovki no sólo no extrañó al forastero, sino que pareció entusiasmarle.

—Estupendo! —gritó. Y le brillaba el ojo izquierdo (el verde) mirando a Berlioz—All¡ es donde debiera estar! Ya le decía yo mientras desayunábamos: "Usted dirá lo que quiera, profesor, pero se le ha ocurrido algo absurdo. Puede que sea muy elevado, pero resulta incomprensible. Ya verá cómo se reirán de usted!".

A Berlioz parecían crecerle los ojos de asombro. "Desayunando... con Kant? Pero, ¿qué dice este hombre?"

—Pero—continuó el extranjero, sin hacer caso del asombro de Berlioz y dirigiéndose al poeta—es imposible mandarle a Solovki porque lleva más de cien años en un lugar mucho más lejano que Solovki, y le aseguro que no hay modo de sacarle de allí.

—Pues yo lo siento—dijo el poeta agresivo.

—Y yo también—afirmó el desconocido. Y le brillaba el ojo—, pero a mí me preocupa lo siguiente: Si Dios no existe, ¿quién mantiene entonces el orden en la tierra y dirige la vida humana?

—El hombre mismo—dijo Desamparado con irritación, apresurándose a contestar una pregunta tan poco clara.

—Perdone usted—dijo el desconocido suavemente—, para dirigir algo es preciso contar con un futuro más o menos previsible; y dígame: ¿cómo podría estar este gobierno en manos del hombre que no sólo es incapaz de elaborar un plan para un plazo tan irrisorio como mil años, sino que ni siquiera está seguro de su propio día de mañana?—Y volviéndose a Berlioz—: Figúrese, por ejemplo, que es usted el que va a disponer de sí mismo y de los demás, y que poco a poco le toma gusto; pero de pronto... resulta que usted... hum... tiene un sarcoma pulmonar—al decir esto el extranjero sonreía, como si la idea del sarcoma le complaciera extraordinaliamente—, pues sí, un sarcoma—repitió la palabra sonora, entornando los ojos como un gato—Y se acabó su capacidad de gobierno! Todo lo que no sea su propia vida deja de interesarle. La familia empieza a engañarle; y usted, dándose cuenta de que hay algo raro, se lanza a consultar con grandes médicos, luego con charlatanes y, a veces, incluso con videntes. Las tres medidas son absurdas, y usted lo sabe. El fin de todo esto es trágico: el que hace muy poco se sabia con el poder en las manos, se encuentra de pronto inmóvil en una caja de madera; y los que le rodean, conscientes de su inutilidad, le queman en un horno. Y hay veces que lo que sucede es aún peor: un hombre se dispone a ir a Kislovodsk—el extranjero miró de reojo a Berlioz—; puede parecer una tontería, pero ni siquiera eso está  en sus manos, porque repentinamente y sin saber por qué, resblua y le atropella un tranvía. No me dirá que ha sido él mismo quien lo ha dispuesto así. ¿No sería más lógico pensar que fue otro el que lo había previsto?—y se echó a reír con extraña expresión.

Berlioz había escuchado con gran atención el desagradable relato sobre el sarcoma y el tranvía; y unos pensamientos bastante poco tranquilizadores comenzaban a rondarle por la cabeza. "No es un extranjero... —Qué va a ser!—pensaba—, es un sujeto rarísimo... Pero, ¿quién puede ser?".

—Me parece que tiene ganas de fumar—interrumpió de pronto el desconocido dirigiéndose al poeta—. ¿Qué prefiere?

—Pero, ¿es que tiene de todo?—preguntó malhumorado el poeta, que se había quedado sin tabaco.

—¿Qué prefiere?—repitió el desconocido.

—Bueno, "Nuestra marca"—ccntestó rabioso Desamparado.

El forastero sacó una pitillera del bolsillo y se la ofreció a Desamparado.

—"Nuestra marca".

Lo que más sorprendi¢ al jefe de redacción y al poeta, no fue que en la pitillera hubiese precisamente cigarrillos "Nuestra marca", sino la misma pitillera. Era enorme. De oro de ley. Al abrirla, brilló en la tapa, con luz azul y blanca, un triángulo de diamantes.

Al ver aquello los literatos pensaron cosas distintas; Berlioz: "No, es extranjero"; y Desamparado: "Diablos! ¡Qué tío!".

El poeta y el dueño de la pitillera encendieron un cigarrillo y Berlioz, que no fumaba, lo rechazó.

"Puedo hacerle varias objeciones"—decidió Berlioz—. El hombre es mortal, eso nadie lo discute. Pero es que..." No tuvo tiempo de articular palabra, porque el extranjero empezó a hablar.

—De acuerdo, el hombre es mortal, pero eso es sólo la mitad del problema. Lo grave es que es mortal de repente, ¡esta es la gran jugada! Y no puede decir con seguridad qué hará  esta tarde.

"Qué modo tan absurdo de enfocar la cuestión!"—meditó Berlioz y le rebatió:
—Me parece que saca usted las cosas de quicio. Puedo contarle lo que haré esta tarde sin miedo a equivocarme. Bueno, claro, si al pasar por la Brónnaya, me cae un ladrillo en la cabeza...

—Pero un ladrillo, así, de repente—interrumpió el extranjero con autoridad—no le cae encima a nadie. Puedo asegurarle que precisamente usted no debe temer ese peligro. La suya será otra muerte.

—Quizá  usted sepa cuál y no le importe decírmelo ¿verdad?—intervino Berlioz con una ironía muy natural, dejándose arrastrar por la conversación verdaderamente absurda.

—Desde luego, con mucho gusto—respondió el desconocido. Y miró a Berlioz de pies a cabeza, como si le fuera a cortar un traje. Después, empezó a decir entre dientes cosas muy extra¤as: "Uno, dos... Mercurio en la segunda casa.., la luna se fue.., seis, una desgracia.., la tarde, siete..." y en voz alta, complaciéndose en la conversación, anunció—: Le cortarán la cabeza!

Delante de la chimenea, sentado en una piel de tigre, un enorme gato negro miraba al fuego con expresión apacible. Había una mesa que hizo estremecerse al piadoso barman: estaba cubierta de brocado de iglesia. Sobre este extraño mantel se alineaba toda una serie de botellas, gordas, enmohecidas y polvorientas. Entre las botellas brillaba una fuente que se veía enseguida que era de oro. Junto a la chimenea, un hombre pequeño, pelirrojo, con un cuchillo en el cinto, asaba unos trozos de carne pinchados en un largo sable de acero, el jugo goteaba sobre el fuego y el humo ascendía por el tiro de la chimenea. [...]

De pronto, el sorprendido barman oyó una voz baja y gruesa:

—Asaselo! Una bandeja para el encargado del bar!

El que estaba asando la carne se volvió, asustando al barman con su colmillo, y le acercó una banqueta de roble.

A la luz rojiza de la chimenea brilló un sable, y Asaselo puso un trozo de carne ardiendo en un platito de oro, la roció con jugo de limón y dio al barman un tenedor de dos dientes.

—Muchas gracias... es que...

—Pruébelo, pruébelo, por favor.

El barman cogió el trozo de carne por compromiso: en seguida se dio cuenta de que lo que estaba masticando era muy fresco y, algo más importante, extraordinariamente sabroso. Pero de pronto, mientras saboreaba la carne jugosa y aromática, estuvo a punto de atragantarse y caerse de nuevo. Del cuarto de al lado salió volando un pájaro grande y oscuro, que rozó con su ala la calva del barman. Cuando se posó en la repisa de la chimenea junto al reloj, resultó ser una lechuza. "Dios mio!"—pensó Andréi Fólkich, que era nervioso como todos los camareros, "Vaya pisito!"

—¿Una copa de vino? ¿Blanco o tinto? ¿De qué país lo prefiere a esta hora del día?

—Gracias... no bebo...

—¡Hace mal! ¿No le gustaría jugar una partida de dados? ¿O le gustan otros juegos? ¿El dominó, las cartas?

—No juego a nada—respondió el barman ya cansado.

—Pues... ¡hace mal!—concluyó el dueño—; digan lo que digan, siempre hay algo malo escondido en los hombres que huyen del vino, de las cartas, de las mujeres hermosas o de una buena conversaci¢n. Esos hombres o están gravemente enfermos, o tienen un odio secreto a los que les rodean. Claro que hay excepciones. Entre la gente que se ha sentado conmigo a la mesa en una fiesta, había a veces verdaderos sinvergüenzas! Muy bien, estoy dispuesto a escucharle...

Acompañada por Koróviev, Margarita se encontró de nuevo en la sala de baile, pero allí ya no bailaban: un tumulto incalculable de invitados se aglomeraba entre las columnas, liberando el centro de la sala. Margarita no recordaba quién le ayudó a subirse a un pedestal que apareció de pronto en medio del espacio libre de la sala. Desde allí arriba oyó el toque de medianoche, que, según sus cálculos, había pasado hacía tiempo. Con la última señal del reloj invisible cayó el silencio sobre la multitud.

Margarita vio a Voland. Le rodeaban Abadonna, Asaselo y otros parecidos a Abadonna: negros y jóvenes. Margarita se dio cuenta de que delante de ella había otro pedestal preparado para Voland. Pero no lo utilizó. Se sorprendió Margarita de que Voland hubiera aparecido en aquella última gran sala, en el baile, vestido de la misma manera que cuando estaba en el dormitorio. Llevaba la misma camisa zurcida en el hombro y unas zapatillas viejas. En la mano, una espada desnuda, pero la utilizaba como bastón, apoyándose en ella.

Llegó hasta su pedestal cojeando, se paró y en seguida apareció Asaselo con una fuente en las manos; Margarita vio en la fuente la cabeza cortada de un hombre, con los dientes rotos. La sala seguía en silencio; sólo lo interrumpió un timbre lejano, inexplicable en aquellas circunstancias, que recordaba uno de esos timbres que se oyen en la entrada principal de una casa.

—Mijaíl Alexandróvich—interpeló Voland en voz baja a la cabeza; el muerto levantó los párpados y Margarita vio, estremecida, unos ojos vivos, llenos de sentido y de dolor.

—Todo se ha cumplido, ¿no es verdad?—siguió Voland, mirando a los ojos de la cabeza—. La cabeza la cortó una mujer, la reunión no tuvo lugar, y yo estoy viviendo en su casa. Es un hecho. Y un hecho es la cosa más convincente de este mundo. Pero ahora lo que nos interesa es el futuro y no este hecho consumado. Usted fue siempre un propagandista ardiente de la teoría que dice que, al cortarle la cabeza, acaba la vida del hombre, se convierte en ceniza y desaparece en la nada. Me alegra poder comunicarle en presencia de mis amigos, aunque ellos sirvan de prueba de una teoría muy distinta, que esa teoría es muy seria e inteligente, aunque todas las teorías tienen un valor semejante...

Entre ellas hay una que dice que cada uno recibirá en razón de su fe. ¡Que así sea! Usted se va al no ser y me será grato brindar por el ser con el cáliz en el que usted se va a convertir.

Voland levantó la espada. La piel de la cabeza tomó un color oscuro, se encogió, empezó a caer a trozos, desaparecieron los ojos y Margarita pudo ver en la fuente una calavera amarillenta sobre un pie de oro, con ojos de esmeralda y dientes de perlas. La calavera tenía una tapa con bisagras. Se abrió...


Para leer "El Maestro y Margarita", de Mijaíl Bulgakov, acude a la Biblioteca de tu Colegio, Universidad o Ciudad... estar tanto tiempo en Internet es nocivo! =)



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