Dénes Martos - Los Espartanos
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INTRODUCCIÓN

Es muy humano recordar solamente aquello que nos gusta. Nuestra memoria suele ser agradablemente misericordiosa con nuestra conciencia y con nuestras emociones. Trata de guardar aquello que nos ha complacido o, por lo menos, no nos ha herido demasiado. Los acontecimientos, vistos en retrospectiva, pierden generalmente sus filos y sus amarguras hasta volverse melancólicamente deseables. Así, ante los siempre renovados avatares cotidianos, nos consolamos pensando en los "buenos viejos tiempos". Y cuando esos buenos viejos tiempos quedan ya tan atrás que se han hecho Historia, no es infrecuente que tratemos de sobornar al futuro pensando en que, de todos modos, cualquier tiempo pasado fue mejor.

Históricamente, esta actitud tan humana nos lleva a escribir una Historia subjetivamente acomodada a nuestros deseos. Dejemos ahora de lado la falsificación o el manipuleo conciente de los hechos históricos. Aun sin caer en la falsedad deliberada, tenemos la tendencia de encontrar en el pasado las virtudes de las cuales hoy carecemos. Ese es el fundamento emocional de todas las leyendas que hablan de una Edad de Oro; la explicación de todos los Paraísos Terrenales que alguna vez habríamos tenido y de los cuales - por culpa de nuestros propios defectos - habríamos sido expulsados. Las teorías evolucionistas han tratado desesperadamente de borrar esta imagen de nuestras mentes. Científicamente, en muchos casos, hemos aceptado la racionalidad del postulado lógico que dice que lo complejo surge de lo simple y que la perfección es un largo proceso de autocorrecciones sucesivas. Al lado de la leyenda de la Edad de Oro está la convicción de que, sencillamente, no es lógico pensar en que todo tiempo pasado fue mejor.

Es cierto: no es lógico. Pero es lindo. Tiene la hermosura de lo trágico y la credibilidad de lo dramático. El evolucionismo construyó el mito del Progreso, con mayúscula, poniendo toda fe y toda esperanza en un futuro inverificable. Fue, y lo es aún hoy, no hay por qué negarlo, un mito poderoso. Es quizás, la actitud natural de los conquistadores, los emprendedores y los hombres de acción. Estos hombres probablemente no sabrán muy bien de dónde vienen, ni hacia dónde van, pero hallan su orgullo en estar siempre avanzando. Consecuentemente, ¿qué más lógico que suponer que todo avance es "Progreso"? ¿Qué mayor justificativo se puede pedir?. Por eso todo evolucionismo científico es enemigo natural de cualquier Edad de Oro. La lógica dice que no hubo tal cosa. Descendemos de los monos. Nuestros antepasados australopitécidos son unos hominoides de aspecto repugnante y es realmente curioso que, en las ilustraciones, se los represente siempre de sexo masculino. Si, en vez de un Hombre de Neandertal hubiésemos tenido a una Mujer de Neandertal, probablemente muchos hubieran entendido mejor las ventajas de la evolución.

Sin embargo, en otro nivel de nuestra personalidad, no terminamos de quedar satisfechos con la lógica perfecta de nuestras teorías científicas. Por un lado, no todos los hombres son hombres de acción. Y quienes lo son, no lo son constantemente. Hasta los guerreros reposan. Y, cuando reposan, recuerdan. Y, si los recuerdos no fuesen hermosos, más de media humanidad ya se hubiese suicidado. Porque aún cuando los recuerdos sean, en si mismos, atroces, la remembranza los suaviza haciéndonos terminar creyendo que no todo fue tan terrible al fin y al cabo.

Por el otro lado, la cosa también es una cuestión de orgullo. ¿Quién aceptaría de buena gana a un Pitecantropus en su genealogía familiar? ¿Quién admitiría ser descendiente de ese monigote ignorante, feo y hediondo que emitía gruñidos irreproducibles y corría a esconderse su caverna cada vez que caía un rayo?. Podemos consolarnos pensando en que - aún así - el monigote era lo que se llama un verdadero genio. Podemos tratar de acariciar nuestro orgullo malherido afirmando que la invención de la manera de hacer fuego, el descubrimiento de la palanca o la manía de caminar sobre las extremidades inferiores requirió diez veces más genialidad que desarrollar el transatlántico a partir del tronco flotante o la máquina de vapor a partir de la tapa de cacerola que entra a moverse cuando hierve la sopa. Pero estos recursos argumentales no dejan de ser consuelos. Como todos los consuelos, alivian. Pero no convencen del todo.

Sería realmente difícil precisar el momento histórico exacto, pero un buen día nuestra civilización actual se vio frente a un terrible dilema. O admitíamos la teoría de la Edad de Oro, o admitíamos la teoría del monigote. Nuestro orgullo y nuestra emoción votaban a favor del Paraíso Terrenal. Nuestra lógica y nuestra razón depositaban sus sufragios en favor del australopitécido. Si lo miramos detenidamente, el dilema no era tan insoluble después de todo: entre perder el Paraíso por culpa de nuestra propia estupidez, o descender de un lemur más o menos genialmente estúpido, bien mirado, no hay mucha diferencia. Con un mínimo de sinceridad, los grandes intelectuales hubieran podido llegar fácilmente a la un tanto perogrullesca conclusión de que los Hombres somos seres racionales profundamente enamorados de nuestra hermosa irracionalidad. Con un mínimo de honestidad, se hubiera podido cortar el aparente nudo gordiano revelando que la constante histórica de la hominización es precisamente la lucha contra la estupidez, la mediocridad y la hipocresía. Es la lucha que el ser humano viene librando desde el nacimiento de la especie contra sus propias limitaciones, debilidades y falencias. Pero claro, muchas veces a los intelectuales se les puede pedir todo menos, precisamente, sinceridad y honradez.

Por ello, los intelectuales sopesaron democráticamente los votos de la razón y los de la emoción para llegar, finalmente, a un resultado que cualquiera hubiera podido prever: empate. No un empate cualquiera, sin embargo. No un empate vulgar, liso y llano. La moralina burguesa de los intelectuales exigía la moraleja de la Historia y una historia empatada no tiene moraleja posible. En toda novela policial que pretenda pertenecer honrosamente a su género tiene que haber "chicos buenos" y "chicos malos". Más precisamente: debe haber un chico bueno frente a, por lo general, muchos, chicos malos. Es cierto que - en las versiones baratas - la novela termina siempre con el tan obvio como inevitable triunfo del bueno sobre los pésimos. Pero hay novelas y novelas. Y, cuando el que las escribe tiene pretensiones de intelectual, la tentación de no caer en lo normal es casi irresistible. Así es como se terminan escribiendo esas historias en dónde "el bueno" es solamente casi bueno y los malos pierden pero sobreviven porque nadie es tan totalmente malo corno para merecer una derrota total. La sutil moraleja de la novela termina siendo siempre muy aleccionadora: hay que tratar de ser bueno, aún cuando por desgracia resulta condenadamente difícil lograrlo.

Un tipo de novela así es lo que contiene la mayoría de nuestros tratados de Historia. En nombre del racionalismo a ultranza hemos decidido mandar el mito del Paraíso Terrenal al estante de los libros de religión. Pero, simultáneamente, mitificamos generosamente a los persona]es históricos, ensalzando a los elegidos y denostando a los réprobos. Que en esto incurrimos en una deliciosa serie de incongruencias es algo que, por lo visto, molesta sólo a muy pocos.

Cuando se trata del mundo griego, las incongruencias se vuelven especialmente significativas. Cualquier análisis desprejuiciado de la sociedad griega produce pudibundos estremecimientos de alarma entre los que han escrito la novela de la Historia Universal. Lo que sucede es que los griegos han sacado patente de ser los inventores del sistema político vigente. Del que imperó a ambos lados de la Cortina de Hierro pues, aunque parezca increíble, capitalistas y comunistas no se pelearon por la democracia. Se pelearon por establecer cual de ellos era más demócrata que el otro. En el debate entre las superpotencias del mundo bipolar del Siglo XX todo estuvo en discusión. Menos una cosa: la democracia. Estuvo permitido matar por cualquier otro tema: propiedad de los medios de producción, imperialismo económico o imperialismo político, dictadura del proletariado o dictadura del dinero, comité o soviet. Pero por la democracia no. La democracia estuvo y sigue estando fuera de discusión. A la democracia la heredamos de los griegos. Lo único que aún hoy todavía está permitido discutir es si Platón fue - o no - el primer comunista o el primer teórico de la oligarquía. Lo único que todavía se discute a rabiar es quién resulta ser el heredero más directo. De los griegos. Los padres de la democracia. Por supuesto.

Es decir: de todos los griegos no. Porque la novela - como toda policial comme il faut exige griegos buenos y griegos malos. Para usar los términos acuñados en 1939: griegos aliados y griegos del Eje. De un lado los demócratas liberales y, del otro, los fascistas. Si Platón es el predecesor de Marx, entonces Licurgo tiene que ser el precursor de Hobbes. Si Solón es casi un George Washington, entonces Leónidas con sus trescientos espartanos inevitablemente tiene que ser algo así como... bueno, elija usted mismo con total libertad el personaje de su preferencia en la populosa galería de tiranos, dictadores, déspotas, opresores, represores y personajes malditos que nos presenta la historia oficial.

Esta visión estereotipada, binaria y maniquea, de Grecia es el dogma vigente. Es la historia de la buena y democrática Atenas contra la oscura y totalitaria Esparta. Es la historia de los nobles, ponderados, tolerantes y pluralistas atenienses contra los rígidos, belicosos, fanáticos y autoritarios espartanos. Son los chicos buenos de Atenas contra los malos de Esparta.

A la larga, el dogma no puede dejar de despertar sospechas. Tanta perfección de un lado y tanta perversión del otro resulta sospechosa. Es como si el argumentista desconociese sus propias reglas en cuanto a que los buenos no pueden ser totalmente buenos ni los malos completamente malos. Naturalmente, tratándose de algo tan importante como nuestra instrucción cívica, cierta licencia poética es admisible. Pero, aun así, la historia apesta a manipuleo. Sobre todo cuando uno descubre que grandes luminarias de Atenas - como nada menos que Sócrates y Platón - tenían un sólido respeto por los espartanos y su estilo de vida. Pero claro, para descubrirlo hay que leer a Platón. Y ¡quién se va a poner a leer a Platón hoy en día!

Sin embargo, si uno toma los propios autores griegos, muy pronto descubre la terrible y monstruosa verdad: ¡los griegos no fueron "demócratas" en absoluto! Para Aristóteles, la democracia es una perversión de la politeia - así como la tiranía lo es de la monarquía - y hace falta la tendenciosidad increíble de los traductores para tergiversar los términos. Para Platón, la democracia es simplemente una reverenda estupidez política ya que, según él, el Gobierno debe estar en manos de una minoría de sabios. En Atenas había más esclavos y ciudadanos de segunda que hombres libres. En realidad, toda la mentada democracia ateniense no es sino un lujo político que en ciertas circunstancias se permitió la aristocracia terrateniente y la burguesía comerciante.

Los espartanos simplemente no tuvieron la veleidad de permitirse semejantes lujos. Eran sobrios. Enfrentaban las épocas de paz y prosperidad con el pesimismo natural del campesino que sabe que las buenas cosechas no se dan todos los años. Sabían que es muy saludable ser previsor y medido en las pretensiones. Por eso, cuando tuvieron que enfrentar épocas de angustia y peligro, sencillamente se ajustaron los cinturones y - sin cambiar en nada su organización social - se pusieron a resistir. Estaban organizados para resistir. Grecia no se hubiera sostenido de haberle fallado sus espartanos. Cuando Esparta dejó de resistir, Grecia se esfumó haciéndose macedónica primero y simple provincia romana después.

Ésa es la verdad. La cruda verdad. Nada en esta vida nos es dado de un modo aproximadamente duradero si no luchamos por defenderlo. Y para luchar con alguna probabilidad de éxito hay que estar organizado para combatir. De otro modo, al primer embate del enemigo se produce una estampida. Y siempre hay un enemigo. Sobre todo en Política. Esto es así y siempre fue así aunque hoy muchos pretendan negarlo. Aunque actualmente haya surgido cierta plaga de individuos sosteniendo que, para no tener enemigos, es suficiente con declarar la sincera intención de no querer tenerlos. Es ridículo. Más de diez mil años de Historia contradicen esta fantasía. Es como pretender acabar con los ladrones declarando nuestra más honesta intención de no resistirnos a un asalto.

Los espartanos no toleraban ser asaltados y se organizaron para resistir. Tenían orgullo y determinación. Tenían sobriedad y disciplina. Supieron tener grandes defectos, es cierto. Pero también supieron tener grandes héroes. Plutarco dice de ellos que se adiestraban sistemáticamente en el ejercicio de cuatro virtudes fundamentales. Primero: no querían ni podían soportar la idea de un individualismo egocéntrico, contrario al espíritu de su comunidad. Segundo: cada uno de ellos se sentía concientemente parte orgánica de la sociedad y, por ello, todos se mantenían firmemente unidos detrás de los jefes. Tercero: se esforzaban por vencer su egoísmo mediante la exaltación de lo heroico y la moderación en las pretensiones personales. Y cuarto: concebían sus vidas como un acto de servicio realizado en beneficio de los demás.

Solidaridad, lealtad, disciplina, autocontrol, heroicidad, sobriedad, vocación de servicio. Son las virtudes duras de hombres duros que toman la vida en serio. Algunos dicen que fueron excesivamente duros y que, aún así, estuvieron lejos de ser perfectos. Por supuesto que no fueron perfectos. Estuvieron tan lejos de la perfección como cualquier ser humano puede estarlo. Y, en cuanto a que fueron duros: ¿acaso la vida es blanda? La vida dilapidada en idioteces puede llegar a ser fácil, pero una vida vivida con intensidad y honradez es cualquier cosa menos un paseo por el parque. ¿Acaso no es cierto que resulta terriblemente dificil vivir la vida de tal modo que uno no tenga de qué arrepentirse cuando llega el momento de morir?

Los espartanos creyeron que sí, Quizás haríamos bien en creerlo de nuevo nosotros también. Y no hay por qué amargarse: los espartanos no fueron menos felices que nosotros.

Es más, tuvieron algo que sólo muy pocos tienen hoy : tuvieron de qué sentirse orgullosos.

 

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