Dénes Martos - Los Atenienses
Inicio
Artículos
Ensayos
Libros
Varios
Catálogo
Indice     Anterior Abajo Siguiente

 

Esperando a Caronte.

 

La Cárcel

En la semipenumbra de la cárcel, el anciano estaba sentado sobre su lecho y conversaba amigablemente con las personas reunidas a su alrededor.

Un observador externo, ajeno a los acontecimientos de algunos días atrás, no hubiera podido ni imaginar que el anciano estaba, en realidad, condenado a muerte y esperando la ejecución de la sentencia. Sus gestos eran sobrios, tranquilos. Su rostro estaba sereno y sonreía con frecuencia mientras hablaba. En sus ojos muchas veces aparecía una pequeña chispa de luz, mezcla de picardía, sabiduría y entusiasmo ante una nueva idea o ante algún giro especialmente brillante de la conversación. Por el talante y el humor general de las personas reunidas más parecía que los condenados a muerte eran quienes lo rodeaban. El desprevenido observador externo muy probablemente hubiera terminado suponiendo que era el anciano el que estaba entreteniendo y consolando a un grupo de conjurados a punto de ser ajusticiados.

Pero no era así. El anciano se llamaba Sócrates y había sido condenado a muerte bajo los cargos de apostasía y corrupción. Cargos muy graves en ese momento, porque la escena que acabamos de describir se desarrolló hace más de 2.400 años atrás en Atenas, Grecia.

Los discípulos

Si bien estaba rodeado por muchos amigos, el grupo reunido a su alrededor no era sino una ínfima minoría. Quinientas personas lo habían juzgado y, de ellas, 280 lo habían encontrado culpable. Después, 360 estuvieron de acuerdo en condenarlo a muerte. Todo lo que le había quedado al anciano era ese pequeño grupo de quince o veinte amigos y discípulos que pugnaban por ocultar sus lágrimas y la ira de su impotencia. Pero, aunque la escena no lo preanunciaba, los discípulos se encargarían de levantar la antorcha que el anciano dejaría caer al morir y uno de ellos en especial - curiosamente el único que no pudo estar a su lado en los últimos momentos - la seguiría llevando y la transportaría a tales alturas que, al final, las ideas del condenado terminarían iluminando para siempre a todo el pensamiento de Occidente.

Estaban allí Fedón, uno de sus discípulos preferidos. Estaba el buenazo de Apolodoro, uno de los que habían ofrecido pagar la fianza que el tribunal terminó rechazando y que lloraría desconsolado al ver a su maestro tomar la cicuta. Estaban Critón y su hijo Critóbulo quienes, en un momento dado, lo habían organizado todo para que el Maestro pudiese escapar de la cárcel y de la muerte. Pero Critón no había podido convencer a Sócrates de aceptar esa alternativa.

Está también Hermógenes, el amigo de Jenofonte sobre cuyo testimonio este último construirá después su propia apología de Sócrates luego de regresar de aquella casi increíble epopeya que fue La Retirada de los Diez Mil. Junto a él podemos ver a Esquines quien, según los antiguos, fue el más fiel de sus discípulos. Y después tenemos a los megáricos: Terpsión y su amigo Euclides, a quien no debemos confundir con el famoso geómetra que vivió unos cien años después. Este Euclides es el que volverá a Megara después de la muerte del Maestro para fundar su propia escuela y brindará refugio en su casa a varios discípulos que se esconderán allí "por temor a los tiranos", según nos cuenta Platón. No crean ustedes que hay demasiada contradicción en esto. Ya hace mas de dos milenios la democracia podía llegar a ser la dictadura de los demócratas.

Al lado de los megáricos tenemos a los tebanos Fedondes, Simias y Cebes. Los dos últimos habían sido discípulos del pitagórico Filolao y se habían hecho seguidores de Sócrates después de establecerse en Atenas. Junto a ellos lo tenemos a Antístenes, el fundador de la escuela cínica. Hijo de un rico noble y de una esclava de Tracia, terminó desesperando de toda la hipocresía del sistema político de la época y se dedicó a combatir el absurdo de una sociedad que se decía igualitaria y mataba a sus hombres más honestos con el absurdo de una conducta que se refugió en la indigencia despectiva y desembocó en la utopía anarquista de un Diógenes que deambularía por las calles de Atenas con una linterna en la mano, a plena luz del día, buscando con su luz a un hombre honesto y que se iría a vivir a un tonel para tratar de encontrarle algún sentido a la vida. [1].

Y por último podemos ver a un grupo formado por Epígenes, Ctesipo y Menexenes y algunos otros de quienes lamentablemente no sabemos gran cosa, más allá de que acompañaron al Maestro hasta su triste y amargo final.

Si alguno de ustedes notó la ausencia de Platón, no se extrañen. No estuvo allí. Estaba enfermo. Fue una ausencia importante, sin duda. Porque, en muy gran medida, es gracias a él que sabemos algo en absoluto de Sócrates ya que el Maestro jamás escribió un libro, jamás puso sus ideas por escrito, jamás fundó formalmente una escuela filosófica. Lo único que escribió fue un himno a Apolo y algunas poesías sobre la base de las fábulas de Esopo que consiguió recordar durante los días en que estuvo en la cárcel. Y eso también tan sólo porque no quiso despedirse sin alguna pequeña contribución a las bellas artes, haciéndole caso a su daimon personal, esa "voz interior" que constantemente le sugería lo que debía hacer pero que, curiosamente, nunca le prohibió hacer cosa alguna.

Los guardianes

Pues allí estaban todos, esperando el momento en que apareciese el servidor de Los Once con la copa de veneno. Los Once constituían el servicio penitenciario de Atenas. Era un grupo de once magistrados menores que actuaban de carceleros y verdugos. Fíjense en el número: todo un servicio penitenciario formado por tan sólo once personas más un par de sirvientes y esclavos para una ciudad que contaba con alrededor de 40.000 ciudadanos y era el centro político y administrativo de una región con una población total de aproximadamente entre 200.000 y 300.000 personas. Está bien, es cierto que a los Once tendríamos que agregarles todavía a los 10 estrategos con 10 taxiarcos y 2 hiparcos quienes, entre muchas otras cosas, tenían a su cargo también funciones policiales. Pero, de cualquier manera, convendrán conmigo en que es una cantidad casi increíblemente reducida de personas para esa población.

Con toda la crítica que le podamos hacer a Atenas, acaso convenga no perder esto de vista. ¿Cuántos policías, guardiacárceles y burócratas administrativos necesitaríamos hoy para mantener en niveles relativamente aceptables la seguridad pública de un conglomerado humano de esa envergadura? Quizás sería oportuno meditarlo un poco. Tanto como para darnos cuenta y admitir que nuestra seguridad no depende tanto de la cantidad y calidad de los policías que utilicemos como de la calidad moral y comunitaria de las personas que esos policías deberían proteger.

Sócrates no aceptó su destino por imposibilidad física de rehuirlo. Ya hemos mencionado que Critón había conseguido disponerlo todo para posibilitar su fuga y con un dispositivo de seguridad tan frágil no pueden quedarnos muchas dudas de que Sócrates hubiera podido escapar del verdugo de haberlo querido. Sin embargo, a pesar de ello decidió quedarse y enfrentar su destino. Por eso, quizás no estará de más tratar de dibujar un cuadro, aunque sea aproximado, de la idea que el Maestro podrá haber tenido de ese destino que, inexorablemente, lo conduciría más allá de la muerte.

Hades y Caronte

En la mitología griega el alma de una persona muerta iba al Hades. En realidad, la cosa es un poco confusa porque Hades es tanto un dios como un lugar. En verdad, lo que se conoce como "el Hades" es "la casa de Hades" o sea, el país de los muertos; la región adónde eran conducidas las almas de los que abandonaban este mundo.

El Hades no era el infierno. Bueno, en realidad tenía un infierno - el Tártaro - pero también tenía su sector para los menos infortunados o, digámoslo de otra forma, su paraíso para la buena gente. Aunque, en fin, verán ustedes, en rigor de verdad la cosa es un poco más complicada. Aparentemente, según Homero, había un Elíseo por un lado y, según Hesíodo, una Isla de los Bienaventurados por el otro. Y perdónenme la imprecisión, pero parece ser que esta isla era una especie de purgatorio para los que no eran ni tan malos como para merecer el Tártaro, ni tan buenos como para calificar para el Elíseo. Es decir, un lugar adónde iban a parar todos los sujetos normales como usted y como yo, que no gozamos haciendo maldades, que no hemos matado a nadie ni hemos asaltado o arruinado a nadie, pero que tampoco somos lo que se dice unos beatos inmaculados precisamente.

Por más impreciso que nos parezca este País de los Muertos griego, hay un detalle que, sin embargo, me ha llamado la atención. En nuestra tradición cristiana, de algún modo nos hemos hecho a la idea de separar el paraíso del infierno. Las fronteras están claras y son tajantes. O, mejor dicho: ni siquiera hay fronteras. Para nosotros se trata de lugares diferentes: el paraíso está arriba, el infierno está abajo; al primero lo custodia San Pedro, al otro Satanás; y en el medio, de un modo tampoco demasiado preciso, por algún lado hay un purgatorio.

El griego no se lo imaginó así. Para él, su "más allá" es de una sola pieza. Todo está reunido en un solo lugar y tutelado por una sola deidad que podrá tener sus ayudantes y sus figuras secundarias pero que, en última instancia, mantiene su posición soberana por sobre todas las regiones del Mundo de los Muertos.

¿Nunca les llamó la atención que en nuestra cultura actual no tengamos una palabra concreta y precisa para designar la esfera posterior a nuestra extinción física? Hablamos del paraíso, del infierno, del purgatorio, del cielo, del "más allá", de "la otra vida", de "la vida después de la muerte" y usamos unos cuantos eufemismos adicionales más o menos poéticos. Pero no tenemos ya en forma habitual el concepto de lo trascendente incorporado a nuestra cosmovisión. Y, como no tenemos el concepto, por supuesto también nos falta la palabra. ¿Adónde van las almas de los muertos? Platón nos hubiera contestado sin vacilar: "al Hades". Cualquiera de nosotros hoy contestaría: "Y... depende... ".

Quizás valga la pena detenerse un poco en esto. En parte porque no deja de tener importancia todo lo que hemos llegado a pensar, a lo largo de los milenios, acerca de la muerte y lo que hay más allá de ella. Pero en parte también porque, si no lo hacemos, nunca podremos comprender la actitud de un Sócrates que no sólo en ningún momento tuvo temor de morir sino que, más aún, prefirió tomar la copa de manos del verdugo antes que convertirse, a los setenta años, en un vagabundo expatriado arrastrando los últimos años de su existencia de asilo en asilo, lejos de su patria, escondiéndose de sus jueces y justificando indirectamente a los mediocres que lo habían condenado. Nunca comprenderemos la muerte de Sócrates si no tratamos de comprender primero la idea que Sócrates pudo haber tenido de la muerte.

Así, en primer lugar, veamos quien era Hades. Su nombre (Aïdes) significa "el invisible". Curiosamente, también se lo conoce a veces con el nombre de Pluto o Plutón que significa "el rico", "el adinerado". Un apodo que podría dar para toda una serie de especulaciones sobre la riqueza, la muerte y - en algunos casos al menos - también el infierno. Pero dejemos esto por el momento ya que, como pueden imaginar, nos llevaría demasiado lejos.

Según la genealogía mitológica griega todo comenzó cuando Gea, la diosa de la Tierra, y Urano, el dios del Cielo decidieron unirse en matrimonio [2]. Tuvieron doce hijos: los titanes. Seis varones y seis mujeres. Con todo, parece ser que las deidades griegas eran por lo menos tan pendencieras y camorreras como los propios mortales de la época porque los hijos de Urano se rebelaron contra su padre, lo depusieron, y Cronos, el más joven de sus titánicos hijos, ocupó su lugar.

Sin mucha suerte, a decir verdad, porque Cronos, a su vez, también tuvo hijos con su hermana Rhea. Uno de ellos fue Zeus; y el buen Zeus decidió que, así como su padre se había rebelado contra el abuelo Urano, él bien podía seguir la tradición de la familia rebelándose contra su padre, sobre todo considerando que papá Cronos tenía la harto desagradable manía de comerse a sus propios hijos. Por lo tanto Zeus se rebeló y como resultado de ello se armó una trifulca colosal que duró diez años enteros. Al final de ella, Zeus salió vencedor y quedó como la máxima autoridad del Olimpo. Los titanes fueron hechos prisioneros y arrojados a una caverna debajo del Tártaro.

Ahora bien, Hades en realidad es un hermano de Zeus. La verdad es que no sé muy bien si se salvó de ser comido por su padre o si, luego de haberle servido de almuerzo, de alguna manera reapareció en la historia después. Hay una leyenda por allí según la cual Zeus le hizo vomitar a su padre a todos los hijos que se había comido. Sea como fuere, la cuestión es que, una vez desaparecido Cronos, a Hades le tocó - aparentemente por sorteo - el gobierno del Reino del Averno.

Pero, imagínense: está muy bien que a uno le toque por sorteo toda una corona real. Pero, evidentemente, hay reinos y reinos. Y el Averno no debe haber sido lo que llamaríamos la diadema más brillante de la corona olímpica. De modo que no es de extrañar que la leyenda cuente que Hades se sintió bastante solo en su nuevo dominio y sobrellevó su melancolía relativamente bien hasta que un día sucedió lo inevitable: se enamoró de Perséfone, hija de su hermano Zeus y de Demeter, la diosa de la agricultura.

Hades no tuvo problemas serios con Zeus, quien no presentó mayores objeciones a desempeñar en forma simultánea el doble papel de hermano y suegro. Pero con Demeter, su futura suegra, la cosa fue muy distinta. Y la verdad es que resulta bastante comprensible: ¿qué madre quedaría encantada con la idea de que su hija se case con el Príncipe de las Tinieblas? De modo que, como era previsible, Demeter se opuso a la boda y al pobre Hades no le quedó otro camino que el de raptar a su amada. Aprovechó un momento en el que Perséfone estaba recogiendo unas flores, la secuestró y se la llevó a su reino.

Sin embargo Demeter, no se resignó a perder a Perséfone de esa manera y, bastante desesperada, salió a buscarla. Ahora, no olvidemos que Demeter tenía importantes funciones. Era la diosa de la agricultura. Cuando salió en busca de su hija perdida desatendió sus tareas habituales y la tierra quedó tan desolada como la pobre madre. Las plantas murieron. Las cosechas se perdieron. Los mortales empezaron a pasar hambre. Viendo todo este lío, Zeus decidió enviar a Hermes, el mensajero de los dioses, para que hablara con Hades y viese la forma de negociar la devolución de Perséfone.

Hermes debe haber sido un diplomático muy hábil porque al final consiguió convencer a Hades de la necesidad de devolver a la muchacha. Pero Hades tampoco era manco, así que, antes de dejarla ir, le pidió a Perséfone que comiera un grano de granada y con ello se aseguró su retorno porque la granada era el fruto que servía de alimento a los muertos. Como consecuencia de todo esto, al final se llegó a un arreglo satisfactorio para todas las partes. Se acordó que Perséfone y su madre Demeter pasarían en el reino de Hades cuatro meses al año y el resto del tiempo en el mundo, atendiendo las necesidades de los mortales.

Como diosa de la agricultura, Demeter fue así la diosa de las siembras y de las cosechas. Su hija Perséfone quedó como la diosa de los muertos y, a la vez, como personificación de la renovación de la tierra en primavera. No sé lo que piensan ustedes al respecto pero para mí es todo un mensaje. La desolación del invierno, la muerte aparente de la vida que nos rodea; esa época del año en que el frío convierte a la tierra casi en un páramo que nos empuja a quedarnos al lado de un buen fuego; todo eso se aviene bastante bien con la idea de una madre que ha abandonado temporalmente el hogar impulsada por el dolor de haber perdido a su hija. Pero la muerte, el abandono, el frío, la tristeza, la desolación y la melancolía son tan sólo temporales. Llega un momento en que Demeter y Perséfone regresan del Hades y, de pronto, toda la tierra revive. Vuelve el calor del sol. Reaparece el verde en los árboles. Asoman, tímidos al principio, los primeros brotes. Poco a poco la muerte del invierno se convierte en la explosión de vida de una nueva primavera. De las lágrimas de los inviernos nacen las risas de otro verano y sobre la tumba de alguien que se ha ido de pronto descubrimos que ha crecido una flor.

No me digan que no es hermoso. Más allá de la forma en que creamos en Dios y al margen de la manera en que le hagamos llegar nuestras plegarias, personalmente creo que nunca estará de más tener siempre presente que la Creación está repleta de una belleza que no deberíamos dejar de admirar. Porque esa belleza está allí y quizás lo que nos pasa es que muchas veces ya no nos tomamos el trabajo de apreciarla. Para muchos de nosotros el verano es cuando arrancamos el aire acondicionado y el invierno es cuando encendemos la estufa. Pero, aunque no tomemos conciencia de ello; aunque hasta nos venga la tentación de negarlo en un momento de tristeza y desconsuelo; aunque terminemos ignorándolo en el fárrago eternamente apurado de nuestras hormigonadas vidas urbanas; toda la Creación es una oda a la vida y no una elegía a la muerte. La primavera siempre vuelve, la vida siempre se renueva. A la larga, la vida siempre triunfa. La muerte nunca puede cantar victoria porque jamás consigue ganar la batalla final.

Probablemente eso es lo que los griegos sabían o, por lo menos, intuían. Podemos sonreír y tomar un poco en solfa a la mitología griega. Probablemente un Sócrates no se hubiera enojado demasiado por ello. Hay mucho de cuento infantil en ella. Pero también es una mitología cargada de poderosas simbologías. Demeter y Perséfone no desaparecen ni mueren. Simplemente van y vienen entre el país de los muertos y la tierra. Y seguramente no es casualidad que, al fin y al cabo, a nosotros los mortales nos haya tocado la mejor parte en la negociación que Hermes condujo con Hades. De última, las diosas están con nosotros durante los mejores dos tercios del año y el pobre Hades se tiene que conformar con tener una esposa - y una suegra - solamente durante cuatro meses de cada doce. Mírenlo como quieran; no es lo que yo llamaría un matrimonio ideal.

Y menos atractivo todavía se presenta si tenemos en cuenta el aspecto general y la geografía del país donde a Hades le tocó en suerte ser rey.

Los muertos, después de abandonar este mundo, eran llevados a este reino por Hermes, pero el mensajero de los dioses solamente llevaba las almas hasta la frontera, hasta las orillas de un horrible río llamado Styx (la palabra, en griego, significa "odioso") cuyas aguas estaban envenenadas. Allí, Hermes le entregaba el muerto a Caronte quien, con su barca y Cerbero, su perro, se encargaban de cruzar los muertos a la orilla opuesta, al Hades propiamente dicho. Caronte brindaba sus servicios por una módica recompensa en metálico siendo que, para pagar en viaje, los griegos tenían la costumbre de ponerle una moneda en la boca a los muertos. Y por favor no me pregunten ahora qué pasaba con los que llegaban allí sin su moneda de peaje porque la verdad es que no lo sé.

Lo que sucedía con el transportado una vez que llegaba al otro lado dependía en gran medida de lo que había hecho en vida. Hades, era el soberano indiscutido del lugar, y la mitología lo pinta como severo y despiadado pero, al mismo tiempo, como impenetrable y distante. En realidad, su carácter está envuelto en sombras y se desdibuja en el misterio. No podía ser conmovido ni por plegarias ni por sacrificios. De hecho, ni siquiera intervenía directamente en los juicios o en los castigos. El trabajo de juzgar la vida del fallecido estaba a cargo de los tres jueces Eaco, Minos y Radamanto quienes, una vez dictada la sentencia, enviaban al sujeto al lugar que le correspondía.

Los muy malos iban derecho al Tártaro en donde la verdad es que la deben haber pasado bastante mal porque de eso estaban encargadas las Furias, también conocidas como Erinias o Euménides. Eran tres: Alecto, la furia de la ira eterna; Tisífone la que vengaba a los asesinados y Megaera, la eternamente celosa. Es una opinión muy personal, por supuesto, pero esta última, como atormentadora infernal, siempre me ha parecido bastante adecuada.

Los buenos tenían su lugar, ya sea en la Llanura Elísea (o Campos Elíseos, o simplemente el Elíseo), o bien en la Isla de los Bienaventurados, o Benditos. No está demasiado clara la diferencia entre estos dos lugares. Parece ser que el Elíseo estaba básicamente reservado en forma exclusiva a aquellos héroes a quienes los dioses concedían el privilegio de la inmortalidad. Según esto, la Isla de los Bienaventurados vendría a ser, por su parte, algo parecido a un purgatorio destinado al común promedio estadístico de los mortales; un lugar sin demasiados premios pero también sin demasiados acosos por parte de las Furias.

La cuestión es que, a excepción de los inmortales y los condenados por toda la eternidad, el resto de los habitantes del Hades podía pasar allí un tiempo considerablemente largo purgando sus culpas. Sin embargo, una vez purificados, podían ser sorteados para su próxima reencarnación. Quienes de esta manera resultaban adjudicatarios de la posibilidad de una nueva vida en la tierra tenían que beber de las aguas de otro río, el Lethe, y esta bebida les hacía olvidar todas sus experiencias pasadas. Por eso es que los mortales nacían sin recordar sus vidas anteriores.

Ahora, otro detalle curioso. En la mitología, el dios del dormir es Hypnos. Es a quien recurre Hera para hacer dormir a Zeus así ella puede tener un rato libre e irse a ayudar un poco a los aqueos en su pelea contra Troya. Hypnos es el hijo de Nyx (la noche) y de Tánatos (la muerte). Curiosa simbología ¿no es cierto? Pero, esperen, hay más. De manera bastante significativa la leyenda dice que las aguas del Lethe pasaban justo por la recámara de Hypnos. Por otra parte y además, este dios tiene muchos hijos que actúan como portadores de sueños. El más conocido de todos, Morfeo, es el portador de aquellos sueños que tienen que ver con otros seres humanos; así como, por ejemplo, Icelo trae sueños que tienen que ver con animales y Fantasio es el que nos hace soñar con cosas inanimadas.

No sé si de esta simbología se puede saltar a la conclusión que nuestros sueños nos pueden hacer recordar vidas pasadas. Personalmente tengo mis grandes dudas; en todo sentido. Pero de lo que sí estoy bastante seguro es de que Freud y sus discípulos no fueron para nada tan originales después de todo.

El barco a Delos

Ése es, a grandes rasgos y a gruesos trazos, el más allá que enfrentaba Sócrates allá en su prisión del año 399 AC mientras esperaba al verdugo.

Tuvo que esperarlo un rato largo. Los atenienses, bastante apurados por condenarlo, resultaron ser tanto más lerdos en ejecutarlo. No fue suficiente mandarlo a la muerte bajo acusaciones por completo inconsistentes. Encima, prolongaron la agonía del condenado obligándolo a esperar su ejecución durante unas cuantas semanas.

El pretexto para eso fue un barco.

En la historia mitológica de Atenas, el héroe Teseo, en un momento dado zarpa de Atenas en un barco para conducir a Creta a un grupo de siete jóvenes de cada sexo. Según la leyenda, cuando Teseo partió, los atenienses le hicieron a Apolo la promesa de que, si los viajeros escapaban de la muerte, Atenas enviarían todos los años una nave a Delos como prenda de agradecimiento.

Por este motivo, en vista de que Teseo por supuesto tuvo éxito en su empresa, para cumplir la promesa en Atenas todos los años se adornaba un barco y se lo enviaba a Delos. La cuestión es que, cuando llegaba ese momento y hasta que el barco no retornara, la ciudad debía permanecer pura; lo cual significaba que no se podía ejecutar en ella ninguna sentencia de muerte. Y sucedía con frecuencia que el barco tardaba mucho en ir hasta Delos y volver. Los vientos podían no ser favorables. Seguramente podía haber alguna tormenta y otros atrasos. La cuestión es que la nave podía hacerse esperar un buen tiempo y parece ser que, para colmo, el sacerdote de Apolo había terminado con la ceremonia que daría inicio al viaje justo a la víspera del juicio a Sócrates; de modo que al condenado no le quedó más remedio que aguardar en la prisión el retorno del barco.

Invirtió ese tiempo conversando con sus discípulos, entablando diálogos que luego recogería y publicaría Platón, y como ya dijimos, escribiendo lo único que escribió en su vida: un par de poesías basadas en aquellas fábulas de Esopo que consiguió recordar y un himno a Apolo mismo.

Quizás en esto último haya cierta ironía.

Pero ahora, mientras esperamos que regrese el barco a Delos, les propongo que no nos quedemos con Sócrates en la cárcel. En lugar de ello, los invito a dar una vuelta por Atenas y, de paso, podremos hablar largamente de la ciudad, su historia y su trayectoria política.


Notas:

1)- La hipocresía del sistema ateniense prácticamente generó la escuela cínica dedicada a demolerla. Para los cínicos: "La situación social era fruto de un orden. Y en ese mismo orden nació la crítica: la polis era incapaz de liberar al hombre, cuanto más que había permitido la muerte del ciudadano más honesto, Sócrates." Cf. Antoni P. Angordans "Los Megáricos" Barcelona, 1989 pág.9.

2)- Cf. Hesíodo, Teogonía

 

Indice    Anterior Arriba Siguiente
Inicio
Artículos
Ensayos
Libros
Varios
Catálogo
Dénes Martos - Los Atenienses 

Hosted by www.Geocities.ws

1