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MUCHOS CONTRASTES,
POCOS EQUILIBRIOS
Abril 2005

La Argentina tiene muchos claroscuros, muchos contrastes. En parte parece una sociedad desgarrada por contraposiciones insolubles. En parte, también, su cultura política está tan sesgada hacia un extremo que se ha vuelto aburrida, monótona y hasta desequilibrada. Todo el mundo se queja por la falta de controles. Pero ¿quién va a controlar a quién si todos están en lo mismo?

 

LOS CLAROSCUROS DE LA ARGENTINA

La Argentina es un país de grande contrastes. A veces, uno casi estaría tentado a decir que es un país de grandes extremos.

Es un país que va de las selvas tropicales de Misiones hasta la helada desolación de los hielos antárticos; desde la imponente cordillera andina de Mendoza hasta las llanuras y las soleadas playas de la provincia de Buenos Aires.

Caminando sus ciudades, si uno tan sólo sabe mirar y ver un poco, no es infrecuente encontrarse con diversidades sorprendentes. En el interior, viejas casonas de edad, estilo y sabor colonial - algunas prolija y cariñosamente mantenidas, otras con esas extrañas plantas creciendo entre las rendijas de las molduras y en los techos - conviven en pacífica fraternidad con el almacén del turco de principios del Siglo XX que quizás ya ha devenido en autoservicio pero que, en todo caso, es muy posible que se recueste confiadamente contra el lindero hecho de hormigón, aluminio y vidrio que alberga al moderno concesionario cuyos automóviles lustrosos brillan con orgullo mientras una parte de la población duerme religiosamente la siesta y la otra parte arrastra su papeleo en el banco, en la compañía de seguros o en la oficina pública; instituciones herejes todas ellas cuya laicidad eficientista ha profanado sin misericordia la sacralidad de la siesta en aras de una burocracia que pretende ser importante y sólo ha conseguido materializarse en un enmarañado rito formal condenado a muerte por la fría eficiencia de las computadoras y los cajeros automáticos.

En nuestra benemérita y hermosa ciudad capital de la Santa María de los Buenos Aires las cosas tampoco son demasiado diferentes. Si bien es cierto que en ella la hispana siesta ha sido definitivamente desterrada por la frenética hiperactividad de inspiración anglosajona, basta caminar un poco por ella para tener a veces la sensación de estar pasando de un mundo a otro, sin transiciones intermedias y sin avisos previos. Apenas a una o dos cuadras de la gran avenida con sus semáforos, con su tránsito demencial y con el casi obligado embotellamiento de las horas pico, uno se encuentra de pronto con islas apacibles sobre las cuales la oligarquía de siglos pasados construyó sus palacetes de estilo francés, inglés o italiano. En medio de la cuadra sembrada de torres de departamentos de las cuales los versos de Baldomero Fernández Moreno todavía se quejaban de que tenían "Setenta Balcones y Ninguna Flor", de repente uno encuentra la vieja casa tipo galería, con sus habitaciones de tres metros de alto, su jardín al fondo, su parral y, a veces, todavía hasta con la higuera sobre cuyas ramas un zorzal adaptado a la contaminación ambiental se empecina en hacer oír su virtuosismo.

La cosa tampoco es distinta en el Gran Buenos Aires (¿Por qué "Gran" Buenos Aires? ¿Acaso la Capital Federal sería el "Pequeño" Buenos Aires?); ese monstruoso apéndice pseudoprovinciano adosado progresivamente a la General Paz por crecimiento vegetativo. Uno camina por San Isidro, por ejemplo, y se encuentra con docenas de esos caserones ostentosos que serían un imposible financiero hasta para un magnate europeo, con lo cual siempre me he preguntado ¿qué hay que hacer para tener una casa como ésa? ¿Qué profesión tendrá el dueño de esa casa? ¿A qué se dedica? ¿De qué vive? Aunque un amigo mío insiste en que la pregunta es otra. Según él lo que habría que preguntar es ¿a quién habrá desfalcado ese atorrante? Pero no le hagan caso. Este amigo mío es medio resentido. Y, aún así, si caminan por la zona tengan cuidado. Porque si se pasan de cuadras no es imposible que terminen el La Cava. Y si caminan por la otrora semigermánica Villa Ballester pueden terminar internándose en La Rana. Y lo mismo les pasará si optan por la zona Sur, pongamos por caso, Adrogué, Lanús o Quilmes.

La Argentina es un país de contrastes. Conviven la opulencia con la miseria. La cultura con la ignorancia. El buen gusto - o por lo menos el gusto por lo caro - con la total, absoluta y completa falta de estilo. El cuidado, la dedicación , el esmero y la prolijidad con el abandono, la roña, la mugre, el caos y la degradación. Es el país de la Biblia junto al calefón.

UN PAÍS RICO CON HABITANTES POBRES

Dejando la descripción literaria de lado, el hecho se refleja también en los números fríos de la economía. Últimamente cierto espécimen de intelectuales rechaza la descripción acusándola de subjetiva y exige que la realidad esté expresada con números, con lo cual implícitamente se supone la estupidez de que los números son más "objetivos" que las palabras y se olvida que ya George Bernard Shaw decía que la estadística no es sino el arte de mentir con cifras. Pero, sea como fuere, en este caso no importa demasiado porque los números y las palabras coinciden bastante bien.

Si uno escucha a los grandes craneotecos de la economía, casi lo primero que oirá es la consabida frase esa de que "la Argentina es un país rico". ¿Lo es realmente? Esa susodicha frase se ha convertido en un dogma de fe, en un lugar común; tan común que hasta a uno mismo se le escapa si no presta atención pero que, puesta bajo la lupa, no resiste el análisis. En todo caso, la Argentina es un país rico con mucha gente pobre. Un país de grandes riquezas potenciales con un montón de pobres concretos y actuales. Un país en el que la pobreza y hasta la miseria están por lejos mucho más extendidas que la riqueza y la opulencia. ¿Se puede llamar "rico" a un país en dónde más del 45% de la población se estratifica entre la pobreza apenas soportable y la miseria más espantosa?

En el segundo semestre del 2004 el 40,2% de la población urbana argentina era pobre y el 15% era indigente según la Encuesta Permanente de Hogares del INDEC. Y anotemos que esta Encuesta no cubre la población rural cuya situación económica es aún peor que la de la población urbana. En cifras concretas, tomando los datos del INDEC, teníamos así, apenas unos meses atrás, unos 14 millones de pobres y 5,3 millones de indigentes en las grandes ciudades solamente.
Frente a esto, en el primer semestre del 2004, el 6,3% de los habitantes de la Argentina consiguió obtener casi el 30% del ingreso per cápita familiar; vale decir, unos 2.230 millones de pesos en cifras redondas. Vean la siguiente tabla:

Argentina
Distribución del ingreso (según ingreso per cápita familiar)
-Primer Semestre de 2004-

Decil

% de personas

Ingreso total
(millones $)

% del Ingreso

1

15,3

174,6

2,3

2

13,2

305,0

4,1

3

12,3

401,1

5,3

4

10,9

471,2

6,3

5

9,2

504,4

6,7

6

9,3

643,5

8,5

7

8,4

738,1

9,8

8

7,8

885,9

11,8

9

7,3

1.174,6

15,6

10

6,3

2.229,8

29,6

Total

100,0

7.528,3

100,0

Fuente: Instituto Nacional de Estadísticas y Censos,
en base a Encuesta Permanente de Hogares

No soy muy fanático de las estadísticas, aunque más no sea por lo ya apuntado de Bernard Shaw, pero hasta un escéptico como yo se queda pensando cuando ve que en un país, el 21,4% de la población consigue obtener el 57% de los ingresos. No será académicamente muy exacto ni muy elegante, pero eso es lo mismo que decir que la Biblia le llega solamente a un 20% de las personas mientras que el resto se tiene que conformar con un calefón.

Y, para colmo, con un calefón que puede terminar no funcionando porque, como ya se anuncia, si en este Año del Señor de 2005 tenemos un invierno muy frío también es muy probable que tengamos serios problemas con el abastecimiento de gas natural.

O sea: igual que el año pasado.

LA ECONOMÍA NO BRINDA SOLUCIONES

¿Por qué esto es así?

Buena pregunta. Sobre este tema mis amigos economistas tienen muchas teorías. Han escrito miles de "papers" y hasta gruesísimos tratados. Lo bueno de eso es que el problema ha sido estudiado a fondo y desde casi todos los ángulos imaginables. Lo malo es que mis amigos economistas no consiguen ponerse de acuerdo y después de escucharlos durante pilas de horas uno termina en fojas cero con el cerebro inundado por una montaña de información que sólo ha contribuido generosamente a la confusión general.

Es que mis amigos economistas manejan una realidad convertida en números y de esa expresión matemática de la realidad lo que se desprende no es una solución sino toda una gama de alternativas válidas - o no tan válidas - de solución. Lo que hay que entender es que la economía, como disciplina y como ciencia, se basa en un modelo matemático cuya mayor parte se compone de variables. Con lo cual no es una ciencia que predice o prevé con exactitud sino una ciencia que meramente te dice: "si hacemos esto, lo más probable es que pase esto otro" y también "si NO hacemos esto, las consecuencias más probables serán estas otras". No cometamos la incalificable estupidez de despreciar a la economía por esto. Lo que nos permite saber no es poca cosa. Conocer las consecuencias más probables de nuestros actos u omisiones es tan tremendamente útil como hasta indispensable para cualquier gestión seria y responsable.

Lo que sucede es que toda la economía del mundo no nos libera de la desagradable y difícil tarea de tomar decisiones. Al ofrecernos alternativas de acción con sus correspondientes probabilidades de resultado, la economía lo que nos está dando es una base sólida y racional para tomar decisiones. Pero jamás nos podrá decir cual decisión, de todas las alternativas posibles, debemos tomar. Más aún: con mucha frecuencia la decisión genial, la decisión excepcionalmente acertada, ni siquiera tiene gran cosa que ver con consideraciones racionales y la ciencia económica lo único que nos puede ofrecer es racionalidad. Una cantidad nada despreciable de decisiones ha sido tomada por personas que simplemente tenían una enorme "intuición" o un excelente "olfato" para detectar posibilidades y oportunidades, más allá de lo que aconsejaban los libros, los números y las estadísticas. La economía no entiende de eso. En el mejor de los casos se limita a tomar nota y a elaborar a posteriori una teoría contribuyente a explicar el caso.

Es que la decisión no es un acto económico. Es un acto eminente y esencialmente político. En este sentido, la Economía es como el Derecho: corre a los hechos desde atrás. Primero los seres humanos hacemos cosas y luego disciplinas como Economía y Derecho las estudian, las modelan y las sistematizan. Primero Caín mató a Abel. El "no matarás" vino después. Primero el hombre inventó la moneda. Las teorías monetaristas vinieron después. El género humano es tan estupendamente imprevisible que, en incontables casos, hace las cosas primero y después se pasa siglos tratando de explicarlas.

Pero si la decisión no es un acto económico sino político, lo que tenemos es que la Argentina como país de fuertes contrastes no es tanto el resultado de esa "ley de la gravedad" de los mercados que muchos economistas actuales están tratando de presentar como algo inevitable, incuestionable e irrevocable, sino y en una medida mucho mayor, es la consecuencia de toda una serie de decisiones que hemos tomado o que hemos permitido tomar.

En otras palabras: el problema de nuestras fuertes asimetrías es un problema político y no un problema económico. Y pido disculpas si me reitero. Supongo que todos ustedes estarán tan cansados de escucharme decir esto como yo de repetirlo, pero es que, por más vueltas que le demos al asunto, al final siempre terminamos parando en el mismo lugar.

LAS CORRELACIONES

Últimamente se me ha ocurrido pensar en algo curioso: los contrastes y las asimetrías que se observan en la Argentina se corresponden bastante bien con los contrastes y asimetrías que se observan en su política. Argentina es un país económicamente desequilibrado porque es y sigue siendo un país políticamente desequilibrado. Los vaivenes económicos que hemos padecido tienen su correlato bastante evidente con las gruesas oscilaciones que sufrió la indecisión política imperante en el país.

Por ejemplo: la Argentina es un país con una organización territorial que responde a un criterio federal pero está administrada con un criterio gerencial completamente unitario. La vieja controversia de unitarios y federales estará enterrada oficialmente en los manuales de Historia pero no ha desaparecido en absoluto en lo esencial de la vida política argentina. Y si no me quieren creer, vayan y pregunten por qué el famoso tema de la coparticipación federal sigue sin resolver. El criterio de decisión política sigue siendo unitario, con el centro de gravedad anclado en Buenos Aires y su zona de influencia, mientras la formalidad institucional descansa sobre un federalismo políticamente declamatorio y financieramente ahorcado.

Correspondiéndose con esto, la Argentina es un país sentado sobre una riqueza potencial formidable que permanece en su mayor parte sin explotar sencillamente porque la enorme mayor parte de esa riqueza está fuera de la jurisdicción, fuera del poder de decisión inmediato y en algunos casos hasta fuera del interés de la central de Poder en Buenos Aires. Es que, hasta geopolíticamente hablando, Buenos Aires, por su condición portuaria y por la cultura de su población decisoria, siempre fue y sigue siendo una unidad cuyo foreland está en "ultramar" - estuvo en Europa primero, en los EE.UU. después y ahora se distribuye entre la "globalización" y el Mercosur - siendo que considera a todo el resto del país meramente como un hinterland del cual extrae recursos pero al cual no aporta ni la mitad de la infraestructura que se necesita. Y si alguien pone esto en duda, entonces sería bueno que viese como funcionan y en qué se gastan las retenciones a las exportaciones agropecuarias de todo el país.

Y si todos estos desequilibrios - más unos cuantos que omito en aras de la brevedad - no fuesen suficientes, no en última instancia también cabría considerar el desequilibrio ostensible del espectro político argentino que, directa o indirectamente, influye sobre las decisiones que se toman.

Con lo que uno termina pensando en que quizás hay tantos contrastes porque faltan equilibrios. Quizás buena parte de los contrastes observados no es sino el resultado de los manotazos decisorios que dieron personas que no supieron como salir del círculo vicioso de su propia monotonía intelectual.

Muchas veces una buena idea aparece recién después de que uno se ha peleado con alguien de ideas contrarias.

EL ESPECTRO POLÍTICO

Es cierto que hablar de "derechas" e "izquierdas" es recurrir a una cómoda muletilla intelectual que a los efectos prácticos no tiene mucho asidero. Con todo, en cualquier análisis de cierta complejidad resulta cómodo utilizar algunos términos que, aunque muy imperfectos, simplifican la exposición y permiten una mayor claridad en la visión panorámica.

En cualquier país políticamente maduro, o medianamente maduro, es posible detectar todo un abanico de corrientes de pensamiento que, por lo normal, van desde posiciones hondamente arraigadas en las tradiciones de la sociedad para llegar, en el otro extremo, hasta posiciones firmemente convencidas de la necesidad de introducir grandes cambios en la organización de esa sociedad, abarcando en el medio a posiciones cautas y precavidas inclinadas más a un gradualismo prudente. Poniéndolo en términos simplificados, están las "derechas" que tienden a conservar lo existente, están las "izquierdas" que tienden a cambiar lo existente, y están los "centros" que normalmente apuestan por la modificación gradual de lo que hay que cambiar.

Naturalmente, también están, a veces, las exageraciones. Están las "derechas" ultraconservadoras que se aferran a las tradiciones con celo casi religioso, que se oponen a todo cambio en forma casi dogmática y terminan anquilosándose en el pasado. Están las "izquierdas" ultrarevolucionarias cuya histeria por el cambio no se detendría ni ante la destrucción completa de todo lo existente. Y están también los "centros" exageradamente prudentes que terminan siendo tan melindrosos y timoratos a la hora de tomar decisiones que, para cuando por fin llegan a una determinación, el problema ya es Historia.

Y entre ellos todavía cabría agregar toda una gama bastante numerosa de zonas grises.

El problema está en que, si tratamos de aplicar este modelo de interpretación a la Argentina - aún admitiendo que es un modelo de interpretación y nada más que eso - la cosa se vuelve poco menos que imposible.

Sucede que en la Argentina no hay "derecha". La política argentina carece de derechas. No hay una sola expresión en el espectro político argentino a la cual podríamos ubicar claramente a la "derecha" en nuestro modelo de interpretación.

Lo que la Argentina tiene es un espectro político tan fuertemente sesgado hacia la "izquierda" que la única derecha que aparece en el análisis es una "derecha relativa", si es que se me permite la expresión. Así, personajes como López Murphy, Macri, los herederos de Don Álvaro Alsogaray y hasta los sobrevivientes del partido de Cavallo, quienes en cualquier país normal del mundo constituirían indiscutible e indudablemente un "centro" liberal, terminan colocados a la "derecha" sencillamente porque a la derecha de ellos no hay a quien poner. A su izquierda es fácil ubicar a socialdemócratas como Alfonsín y Kirchner. Más fácil todavía es ubicar, a la izquierda de los antecitados, a toda esa nube casi folklórica de marxistas y trotskistas vernáculos atomizados en una serie de agrupaciones, movimientos y partidos minúsculos. Pero los "grandes" como la UCR y el PJ corresponden en realidad del centro a la centroizquierda y los neoliberales no tan "grandes" pero generosamente publicitados corresponden a un "centro"; débil pero "centro" al fin.

El caso es que a la derecha no hay nadie. El espacio que en cualquier país normal del mundo ocuparía un partido de derecha - o el "ala derecha" del partido más conservador como el de los republicanos norteamericanos - en la Argentina lo ocupa un enorme vacío.

Y no nos engañemos: no es que la derecha argentina no exista. Por supuesto que existe. Ha existido, existe y existirá en toda sociedad humana políticamente organizada. Hasta los soviéticos tuvieron su derecha. Lo que sucede es que en la Argentina la derecha no ha encontrado, o no ha sabido construir, una expresión política válida que la represente. El centro y la centroizquierda ocupan casi el 90% del espacio político argentino. La izquierda posee el 10% restante y se ha estancado en esa posición, aún a pesar de su considerable influencia mediática y cultural; y aún a pesar de todo el batifondo que mete en cuanto se le da la oportunidad. La derecha está presente en la sociedad pero totalmente ausente de la expresión política. De una manera casi incomprensible le ha regalado su espacio a los demás.

Y eso no es bueno.

No es buena la ausencia de la derecha y no es bueno tampoco el infantilismo revolucionario del que aparentemente no se puede desprender la izquierda argentina.

No es bueno porque por eso la Argentina no siente que tiene una tradición de la que puede sentirse orgullosa y no es bueno porque por eso es que nunca pudo terminar de hacer y consolidar la revolución que en realidad quedó pendiente desde los días de Mayo de 1810.

No es bueno, además, porque la democracia es el más inestable de todos los regímenes políticos que hemos inventado dentro del marco del sistema republicano. Una monarquía es estable; lo demuestran diez mil años de Historia. Una plutocracia es estable; lo demuestra el ejemplo norteamericano. Una monarquía constitucional es estable; lo demuestra el ejemplo británico entre varios otros. Incluso una república federal, fuertemente participativa y con una gran dosis de democracia directa como la de Suiza es estable, al menos para países muy complejos y muy pequeños. Pero una democracia masiva es y será siempre una construcción política esencialmente fluctuante que sólo puede estabilizarse mediante un muy buen sistema de controles y equilibrios. Una democracia de masas necesita eso que los teóricos políticos anglosajones llaman "checks and balances". Es un animal político que se encabrita con suma facilidad y se desboca al menor descuido.

Y eso explica, creo yo, bastante bien por lo menos gran parte de esas oscilaciones casi ciclotímicas que periódicamente experimentó y sigue sufriendo la democracia argentina. Es una democracia que, cuando no termina en dictadura militar, desemboca en hiperinflación y cuando no cae en la inflación puede pasar por cuatro presidentes en menos de un mes para meterse en un "corralito" del cual tarda diez años en salir.

Y es así porque no tiene un buen sistema de controles y equilibrios. No puede tenerlos.

El casi 90% de su estrato político oscila irracional y vacilantemente alrededor de una posición intermedia entre la auténtica izquierda y el auténtico centro. A ese estrato político, en buena ley, no le correspondería más de un 33% del espectro. Tiene cerca de un 90% porque le ha usurpado un 23% a la izquierda y ha descartado todo el 33% de la derecha. Con la parte usurpada a la izquierda ha pergreñado esa tergiversación que es el "capitalismo con sensibilidad social" o esa vulgar estafa que es el "socialismo de mercado". A la derecha la ha descartado por completo, en parte por su innata repugnancia por el concepto de autoridad en absoluto, en parte por su predisposición a permitir cualquier cosa con tal de no ser tachado de autoritario y en parte también y por su ridícula ilusión de imaginarse que un mítico consenso dispensará al político de la tarea de tomar decisiones y de hacerse personalmente responsable por sus consecuencias.

Con lo cual nuestro estrato político, a la hora de los bifes y a la hora en que las papas queman, desaprovecha e ignora olímpicamente por lo menos el 56% del margen de maniobras políticamente disponible que balancearía las tendencias y contribuiría a la eficacia y a la eficiencia de la tarea de gobernar.

El resultado es que el Estado argentino está secuestrado por una cofradía de políticos profesionales que se encubren mutuamente y se denuncian mutuamente sólo para terminar negociando el precio del próximo encubrimiento o del próximo arreglo mientras lanzan encendidos discursos contra la corrupción y a la hora de las elecciones ya no saben qué decir para diferenciarse. Quien haya repasado, aunque más no sea superficialmente, el debate político argentino de los últimos diez o veinte años no puede menos que sorprenderse de la soporífera, insufrible y hasta chabacana monotonía de los argumentos.

Nuestros políticos, antes que representantes de diversas corrientes de opinión, se parecen más a un club de miembros de la misma asociación de dudosa licitud que se pelean solamente a la hora de dirimir los cargos de la Comisión Directiva y hasta cuando discuten, todos se pelean por lo mismo, todos se acusan de lo mismo, todos dicen lo mismo, todos prometen lo mismo, todos tienen los mismos prejuicios, la misma falta de nivel intelectual, la misma orfandad de ideas creativas, la misma carencia total de proyectos concretos y la misma incapacidad inveterada para tomar las decisiones que el país necesita.

Por favor, no me digan ahora que las generalizaciones son siempre malas. Si hay una excepción auténtica y concreta a esta generalización, me gustaría conocerla.

Lo que a veces me pregunto es ¿por qué estamos obligados a soportarlos? ¿Por qué siempre y eternamente terminamos conformándonos con elegir al menos malo entre una colección de pésimos? ¿Por qué nos hemos dejado convencer de que estamos obligados a elegir a uno de estos señores cuando ninguno de ellos nos convence en realidad? Y no me vengan con matemáticas electorales. Esto no es una cuestión de cómo se computan los votos. Es una cuestión elemental de integridad moral y de honestidad básica.

Porque si los que votamos somos tan deshonestos como para terminar votando por alguien que no nos convence, después tampoco podemos quejarnos de que ese sujeto nos devuelva la deshonestidad dedicándose a su negocio particular en lugar de gobernar como Dios manda.

De modo que si en algún momento aparece alguien a la izquierda proponiéndonos un socialismo maduro, alejado de utopías infantiles, prácticamente viable, desprovisto de odios y rencores clasistas, en el cual el revanchismo socioeconómico haya sido suplantado por un auténtigo y arraigado sentido de justicia social concretamente implementable, yo recomendaría que lo escuchen con atención. A lo mejor es justamente lo que se necesita para poner al neoliberalismo en su lugar y recuperar de paso a una juventud militante que se pasó de revoluciones en la persecución del fantasma de una revolución imposible.

Y si aparece alguien a la derecha - incluso en una de ésas muy a la derecha - no se asusten por favor. A lo mejor es justamente lo que esta democracia necesita para equilibrarse un poco. Si aparece alguien así no sería malo pensar en lo que cierta vez se dijo - creo que fue Alain de Benoist pero no estoy seguro - en cuanto a que, así como están las cosas, puesto que nadie quiere estar a la derecha, la derecha es un excelente lugar para estar.

Por lo menos es una forma de estar en otra parte.

Y, sobre todo, en otra cosa.

En algo que, en principio al menos, podría ser muy diferente de la espantosa mediocridad en la que hoy nos asfixiamos.

 

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