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A SEGURO LO LLEVARON PRESO
Abril 2004

Durante meses y más meses los conventillos políticos de todas las tendencias, desde los piqueteros hasta los craneotecos mediáticos de la Presidencia, se rompieron el alma tratando de encontrar la forma de juntar la mayor cantidad de gente posible y hacer alarde de masivismo populoso mediante convocatorias a concentraciones que sólo resultaron grandes en comparación con los cuatro gatos locos que conseguían reunir los demás.

Hasta que un buen día, una tragedia, un error policial, un padre comprensiblemente desesperado, un poco de ayuda mediática y una nada despreciable dosis de hartazgo produjeron el milagro: cientos de miles de personas se congregaron, dejando verdes de envidia a los caciques políticos que, ni tirando toda la carne al asador, pueden hoy juntar más que un par de decenas de miles de simpatizantes casi profesionales

Cosas veredes Sancho. Parece ser que, en esta democracia, la protesta y el hastío juntan diez veces más gente que los anuncios y las promesas. Yo diría que no es buen síntoma.

En todo caso, los muertos que se van amontonando ya son realmente demasiados y recién ahora a nuestro benemérito gobierno se le ha ocurrido pensar en improvisar rápidamente un Plan de Seguridad. Por ahora, lo único seguro es que ese Plan de Seguridad, si funciona, seguramente lo hará a las patadas. Y al final Juan Seguro, como siempre, terminará preso mientras los improvisadores buscan a algún culpable...

 

El poder de convocatoria

En la República Argentina más del 50% de la población de los 37 o 38 millones de habitantes que tiene el país, es pobre. Sin embargo, las (notoriamente numerosas) organizaciones que dicen representarlos no consiguen juntar más de ochocientas o mil doscientas personas a la hora de hacer una manifestación. Es cierto que hacen mucho ruido; aporrean sus bombos; cortan calles, rutas y puentes; provocan fenomenales firulos de tránsito y se desgañitan vociferando consignas bombásticas. Pero, a la hora de contar los porotos, no llegan a ser ni el 0,006% de la población de pobres o, lo que es lo mismo, ni siquiera el 0,003% de la población total. En realidad, ocupan más espacio en las columnas de los diarios que en las plazas de la ciudad. A la hora de la verdad, no dejan de ser los mismos eternos quilomberos de siempre.

En la República Argentina, por lo menos un 90% de las personas padece algún tipo de injusticia social. En esto, las estadísticas no nos sirven de mucho porque la injusticia no siempre es expresable en términos económicos. Pero no creo que muchos me criticarían si digo que, salvo una muy delgada capa de privilegiados (en la cual ni siquiera es muy saludable inquirir acerca del origen de los privilegios), salvo esa delgadísima capa de selectos ciudadanos, el resto de los infelices mortales o trabaja más de lo que vale el sueldo que cobra; o se halla a merced de la voracidad fiscal de un Estado que cobra pero que no paga; o no recibió jamás el servicio que le corresponde; o tiene que pagar extra por lo que en teoría debería recibir sin cargo; o sencillamente ni siquiera existe para la burocracia de un sistema que solamente ama a los que pagan y, entre ellos, incluso sólo escucha a los que pagan mucho. Sin embargo, las (otra vez: notoriamente numerosas) organizaciones que dicen representar la lucha contra la injusticia social jamás consiguen juntar más de cinco a diez mil personas a la hora de hacer una manifestación. Se queman banderas norteamericanas, se hacen pancartas con lemas rimbombantes, se embadurna alguna embajada hostil, se proclama la solidaridad con el país pisoteado de turno, se difunde todo eso generosamente por los canales mediáticos amigos, se marcha, se toca el bombo y se tiran consignas incendiarias – y, de vez en cuando, no tan sólo consignas. Pero, a la hora de los votos y las elecciones, todo esto no alcanza ni para juntar el 2% del caudal electoral disponible. A la hora de la verdad, todos estos entusiastas manifestantes no pasan de ser los mismos diez mil zurditos de siempre.

En la República Argentina la desocupación tiene ya dos dígitos muy bien arraigados desde hace años. Las personas sin trabajo se cuentan por millones. Los industriales y empresarios argentinos oscilan alternativamente entre el cerrar la fábrica para dedicarse a importar y el abrir la fábrica para sustituir importaciones, dependiendo de cómo sople el viento desde el Ministerio de Economía. En el ínterin, convierten ganancias a dólares y mandan esos dólares a cualquier paraíso fuera del país porque, como todo el mundo sabe, los corralitos son sólo para los giles que creen en leyes de intangibilidad de depósitos bancarios. Desde hace décadas que en la Argentina no se puede ser empresario en serio. Desde hace décadas que no hay empresario en la Argentina que pueda siquiera tratar de adivinar hacia dónde se dirige la economía del país. Desde hace décadas que un industrial en la Argentina no puede estar seguro ni siquiera de si va a tener – o no – gas y energía eléctrica en el próximo invierno. Sin embargo, el espectro político que representaría a estos empresarios apenas si consigue llenar algún salón alquilado en un hotel céntrico con los más que escasos simpatizantes de la iniciativa quienes, por otra parte, ya se saben el discurso del expositor de memoria. Porque desde hace por lo menos treinta años que es siempre el mismo. Que los pagos al FMI; que la tasa de interés; que la falta de créditos; que los impuestos distorsivos; que la amenaza de la inflación; que la voracidad fiscal; que la inseguridad jurídica; que el despilfarro del Estado y que hay que pasar el invierno. Pero a la hora de pelear por el poder político en serio, un Álvaro Alsogaray se abraza con Menem y un López Murphy, con suerte, hace una elección apenas mejor que Zamora. A la hora de los bifes los señores empresarios argentinos prefieren seguir aportando a la caja del PJ o de la UCR en vista a algún negocio futuro con el Estado; o bien prefieren no poner un centavo en la política, aceptando con ello que los políticos se sigan financiando con plata robada a ese mismo Estado. A la hora de la verdad, todas las asociaciones empresarias argentinas no pasan de ser clubes de los mismos gerentes llorones quejosos y protestones de siempre, cuyos clamores se acallan de inmediato después de haberse armado convenientemente los pliegos de la próxima licitación pública.

En la República Argentina el margen de soberanía a disposición del Estado para tomar decisiones es cada día menor. El Estado argentino está encadenado por los cuatro costados; está atado de pies y de manos al carro de poderes extranacionales y hasta supranacionales. La Argentina tiene una deuda externa imposible de pagar y una dependencia crónica de decisiones tomadas por fuera y por encima del Estado. La Argentina perdió una guerra en Malvinas y a toda una generación en una guerra civil que continúa siendo negada. La sociedad argentina ha perdido sus valores, ha perdido su fe y, en muchos casos, ha perdido hasta la vergüenza. Los símbolos que otrora representaban su soberanía, su justicia y su independencia hoy ya apenas si se usan como adornos en algún despacho oficial y los colores de su bandera sólo aceleran el latir de los corazones cuando están sobre la camiseta de un equipo de fútbol. Y a todo esto la derecha nacionalista sigue persiguiendo fantasmas. Y cuando no persigue fantasmas se dedica a correr detrás de quimeras. Se agota en los estremecimientos masoquistas de los que se flagelan con el comentario escandalizado del “¿viste que hicieron ahora estos hijos de puta?” y en el anuncio apocalíptico del próximo caos que descuartizará a la nación para hacerla desaparecer de la faz de la tierra. A la hora de las cosas concretas, sólo tiene para ofrecer una minuciosa, detallada y obsesiva descripción de la maldad inenarrable de los enemigos del país. Y a la hora de hacer algo al respecto, o bien añora los fragotes de los generales salvadores de la patria, o bien se recluye detrás de los altares implorando la milagrosa intervención de la Divina Providencia, o bien se lanza contra molinos de viento que hace rato ya nadie defiende, o bien desvaría con fantasías en las que terminó creyendo a fuerza de pura autosugestión. La derecha – la verdadera, no esa derecha mistonga armada artificialmente con neoliberales mal politizados – a la hora de la verdad, sigue siendo el mismo cenáculo de los eternos delirantes fachos de siempre.

El cacerolazo de la inseguridad

Y en medio de una situación así, un operativo policial, dentro de todo común y corriente, de pronto sale mal. Y sale tan para el demonio que muere un pobre chico secuestrado. Y el padre del chico, como lo haría todo padre en esa situación, sale a expresar su amargura, su tristeza y su bronca por lo sucedido. Pero esta vez, en este caso en especial, las cosas no siguen su curso “normal”. Porque lo “normal” en estos casos ha sido siempre uno, dos, a lo sumo tres o cuatro días de presencia en los noticieros y después tan sólo el eterno comentario inútil y estéril del “flagelo de la inseguridad que nos azota”. Pero no esta vez. Esta vez el padre aparece en televisión, pero de entrevistado pasa a protagonista. Los muchachos de Daniel Hadad se encargan de la cosa y de pronto la noticia se convierte en convocatoria.

Y sucede lo insólito: el 1° de Abril la convocatoria se convierte en avalancha. En el mismo lugar en dónde el Presidente de la Nación con motivo de la inauguración del período de sesiones ordinarias del Congreso a duras penas si consiguió juntar poco más de diez mil adictos; tan sólo unos días después de que ese mismo Presidente, desenterrando a todos los fantasmas y a la mitad de los muertos del pasado, apenas si consiguió cosechar el aplauso y las puteadas de rigor de los mismos diez o quince mil zurditos de siempre; después de todo eso, de pronto aparecen más de cien mil personas que literalmente inundan el espacio que la política argentina no consigue llenar desde hace años.

¿Qué quieren que les diga? Yo no me creo lo de la afección gastrointestinal de Kirchner. Seré muy mal pensado pero no puedo dejar de creer que lo que tuvo en realidad fue un derrame biliar. Porque si comparo lo de la ESMA con lo de Blumberg, si comparo las dos convocatorias, la una después de todo un año de gobierno y de insistente manipuleo mediático y la otra apenas unos días luego de la muerte de un inocente, aunque también con buen apoyo mediático; después de la comparación, no me resulta para nada difícil imaginar que más de uno en la Casa Rosada se debe haber puesto verde de envidia. Y me puedo imaginar muy bien, además, a alguien sugiriendo la conveniencia de “borrarse” por una semanita hasta que se puedan reordenar los tantos, generando alguna pequeña noticia de paso, no vaya a ser que los noticieros se olviden del Presidente. Como que también me lo puedo imaginar al Carlitos levantando el teléfono para felicitar a algunos amigos por la brillante idea y para negociar con otros alguna ventajita procesal a cambio de levantar un poco la presión. Pero no me hagan demasiado caso en esto. Como les dije: soy muy mal pensado.

Sea como fuere, la falta de auténtica capacidad de convocatoria de la supuesta dirigencia política – a pesar de los índices de “imagen positiva” que calculan las encuestadoras – se hace inocultable frente al poder de convocatoria real que pudo llegar a demostrar un padre con el dolor de la muerte de su hijo sobre sus espaldas. Ése es un dato. El otro dato es el de la propuesta que movilizó formalmente la convocatoria.

Las propuestas

Comprendo muy bien el dolor de Juan Carlos Blumberg. Incluso comprendo y justifico su actitud. Pero no creo que sus propuestas solucionen, ni siquiera en una medida pequeña, el problema de la criminalidad en la Argentina. Con toda la simpatía que me despierta su caso, si debo ser sincero, tendría que decir que – al menos en mi humilde opinión – el hombre es demasiado ingenuo. El sentido común es una poderosa herramienta. Pero, desgraciadamente, en la organización de grandes conjuntos sociales y especialmente en la conducción de grandes organismos políticos, el sentido común muchas veces no funciona. Y no funciona porque los problemas no son comunes y el sentido común, por definición, sólo abarca los problemas comunes que pueden solucionarse con medidas también comunes.

La muerte de Axel Blumberg, puntualmente considerada – que es el dato que su padre naturalmente tiene ante los ojos, como no podría ser de otra manera – es, a pesar de sus características tristes y exasperantes, un caso policial común. Individual y objetivamente considerado, el caso de Axel Blumberg es un operativo policial que salió mal. O que estuvo mal hecho de entrada. Seguramente podría haber salido mejor con una mejor policía, con un mejor fiscal, o con mejores leyes. Pero difícilmente el secuestro en si mismo hubiera podido ser evitado, incluso con todas esas mejoras, porque lo que está mal – muy mal – en nuestro país no son solamente sus mecanismos institucionales sino, en primer lugar, sus criterios, sus valores y toda su base cultural.

El primer error grave que cometemos frente a la criminalidad es un error de diagnóstico. Se ha hecho moda el culpar a la sociedad por las desviaciones de conducta de sus integrantes. Así, el criminal, de victimario ha pasado a ser víctima. Y se afirma que la culpa de todo la tiene la pobreza, con lo cual el tiro por elevación va a dar de lleno en el blanco constituido por los ricos y famosos. De lo cual se sigue que el origen de todo estaría en el sistema capitalista que cobija y patrocina a esos ricos y famosos. De lo que se deduce, a su vez, que Marx tenía razón. Que era lo que queríamos demostrar.

Este truco de tratar de restaurar al marxismo como ideología y como alternativa dialéctica al actual sistema, es demasiado transparente como para pasar desapercibido ante cualquiera que tenga tan sólo un mes de experiencia política. Pero eso no sería lo más importante. Lo más importante es que la propuesta implícita (acabemos con el sistema acabando con los ricos) no sirve. Y la propuesta no sirve porque la tesis es falsa. El sistema capitalista es injusto y hasta me animaría a decir que intrínsecamente perverso – aunque, para demostrar lo que acabo de escribir necesitaría unas diez páginas más. Pero aceptémoslo: el capitalismo con su hedonismo, con su consumismo histérico, con su injusta estructura exprimidora y gastadora de talentos y de capacidades, y con su materialismo plutocrático – que, dicho sea de paso, no tiene nada que envidiarle al materialismo dialéctico de los marxistas – no es un buen sistema. Pero, aún perverso como es, por lo menos no tiene que cercar los países en los que se instala con alambrados de púas, guardias armados y perros adiestrados. Por lo menos de los países capitalistas la gente no trata de escapar tirándose al Océano en un bote de goma. En Berlín el muro no se construyó precisamente para evitar que los alemanes de la zona capitalista tratasen de fugar en masa hacia la zona marxista.

El capitalismo genera pobreza y ni siquiera le importa demasiado la pobreza. Al fin y al cabo los pobres, por más pobres que sean, también votan. Y sabiéndolos usar, su voto hasta ayuda a ganar elecciones. También es muy cierto que la pobreza no ayuda a la seguridad. Pero la pobreza no fabrica criminales en una relación directa de causa-efecto del modo en que tan infantilmente lo afirman algunos. Más del 95% de la gente pobre es gente honesta. En las villas, los que más sufren la delincuencia son muchas veces los propios villeros que terminan siendo rehenes y esclavos de las patotas. Si me presentasen a diez muy pobres y a diez muy ricos y tuviese que elegir a ciegas entre todos ellos a una persona absolutamente honesta, mi apuesta sería elegir a uno de entre el grupo de los pobres.

Los criminales no son criminales porque son pobres. Algunos criminales son débiles mentales. Otros son simplemente degenerados. Otros son moralmente degradados. Y hay también tipos que sencillamente se equivocaron y se mandaron una tremenda macana. Pero el criminal, por regla, no es una pobre víctima de la sociedad. Nuestra sociedad, así como está constituida, en muchos aspectos es una reverenda porquería. Y lo es por toda una montaña de razones. Pero, en todo caso, también lo es porque, en nombre de una romanticonería lacrimógena, protege, justifica y hasta defiende a los criminales. Con lo cual termina promoviéndolos. Incluso convirtiéndolos en héroes al considerarlos como una especie de nueva vanguardia del proletariado o como arquetipos extraoficiales de las masas populares.

Las condiciones socioeconómicas adversas o injustas ciertamente no ayudan a obtener buenos niveles de seguridad. Pero la tremenda inseguridad que hoy padecemos en la Argentina, antes que a la pobreza, se debe mucho más a una monstruosa crisis de valores; a una no menos monstruosa hipocresía; al desinterés fenomenal por todas las auténticas normas de convivencia; a un odio visceral e irracional por todo lo que aún remotamente implique autoridad y disciplina; al criterio imbécil de que la víctima de un crimen es un tarado que no fue capaz de tomar las medidas de precaución adecuadas; a la tendencia malsana de considerar al ladrón como un piola que, a lo sumo, es sólo medio desprolijo; a la relativización sistemática de cualquier cosa que tenga que ver con normas morales; a la justificación y hasta al aplauso de la inmoralidad cuando la inmoralidad conduce al éxito; a la envidia de los inútiles que justifican su inutilidad pretextando la injusticia; a la costumbre de concebir a la justicia como un instrumento de venganza y de escarmiento legalizado; a la enfermiza pasión por proteger y amparar todo lo degradado y deformado mientras se tira a la basura todo talento y todo genio; a la adoración servil de cualquier porquería que produzca placer o comodidad; a la deificación de lo económico y, no en última instancia, a la terca resistencia de aceptar la verdad de que todo nuestro sistema político, toda nuestra estructura de toma de decisiones políticas y de selección de responsables políticos, todo el edificio cultural e institucional construido por las ideologías políticas vigentes ya es arcaico, ineficaz, ineficiente y obsoleto siendo que, para colmo, se halla en manos de sujetos cuya corrupción inveterada y cuya ineptitud inocultable apesta a veinte cuadras a la redonda.

Las soluciones

De una situación así no se sale sin dolor. Lo lamento muchísimo por Juan Carlos Blumberg, pero tampoco se sale solamente con sentido común. Si el sentido común realmente sirviese para estas cosas, jamás hubiésemos llegado a esta situación en primer lugar. Hay que mejorar las leyes, hay que mejorar la justicia y hay que mejorar a la policía. A nadie con dos dedos de frente le cabe duda alguna de eso. Pero si empezamos por eso, empezamos mal. Porque estaríamos empezando por el final. Y hasta el sentido común nos dice que ése no es un buen comienzo.

En primer lugar, antes que endiosar a los tribunales tratando de hacer que nuestros jueces suplanten a un Dios en el que aparentemente ya nadie quiere tener fe, deberíamos volver a creer en un Orden inmanente y trascendente del Universo. La justicia humana no es ni la mitad de importante de lo que creen los abogados. De última, lo que un criminal evalúa antes de cometer el crimen no es tanto el monto de la pena sino el grado de impunidad. Y después de nuestra muerte habrá una Justicia Final que no admite impunidades. Las personas que tienen conciencia de esto poseen una actitud muchísimo menos indiferente ante el crimen que aquellos que todavía se imaginan al ser humano como un compuesto mecánicamente evolucionado de alguna ameba primigenia originaria que se puso a vivir de pura casualidad.

En segundo lugar, deberíamos rescatar del arcón de las cosas olvidadas las lecciones que nos ofrecen casi diez mil años de tradición cultural. Jamás en cultura o civilización alguna se justificó el robo, el secuestro, el asesinato, la violación o la mentira. Les guste o no les guste a los campeones de la relativización y la subjetivización de la moral, existió, existe y existirá una ley natural que rige la convivencia civilizada de las sociedades humanas. Como que sin la plena vigencia de esa ley, cualquier convivencia se vuelve imposible de hecho.

En tercer lugar debemos dejar de aceptar bovinamente toda esa monserga quejumbrosa y gemebunda que trata de presentar como pobres víctimas a la basura humana que, por desgracia, a veces la naturaleza produce por error y que las sociedades descarriadas ayudan a prosperar. Un criminal es un animal peligroso. La primer medida a tomar es identificarlo y separarlo del resto de la sociedad. Si después lo podemos recuperar en instituciones penales adecuadas, pues tanto mejor. Lo que no podemos hacer es abrirle las puertas de esa misma sociedad para que siga haciéndole daño. No se trata ni de “mano dura” ni de “gatillo fácil”. Se trata simple, lisa, llana y sencillamente de ejercer el legítimo derecho a la defensa propia y de no suicidarse criando, cuidando y apañando a los que mañana nos van a matar.

En cuarto lugar tenemos que volver a admitir que en una sociedad normal, por regla general, las personas ni nacen huérfanas, ni mueren solteras. Nacen en el seno de una familia y forman familias. Nacen de padres que deben volver a asumir la responsabilidad por sus hijos, los cuales, a su vez, engendrarán otros hijos por quienes también tendrán que aprender a asumir la responsabilidad que les cabe. Si no tenemos otra vez familias normales en cuyo seno pueden desarrollarse y consolidarse personas normales, tampoco tendremos otra vez a una sociedad normal y no nos quedará más remedio que aceptar la dictadura de los anormales.

En quinto lugar, tenemos que abandonar el peregrino dogma demoliberal de la supuesta infinita educabilidad del ser humano. La educación no es una panacea que soluciona mágicamente todos males y corrige milagrosamente todas las desviaciones. Lo que las madres no hacen por sus hijos no lo hará tampoco la maestra. Lo que los padres no hacen por sus hijos no lo hará tampoco el profesor. Y sí señoras y señores, les guste o no les guste, la educación requiere disciplina, orden, método, dedicación, esfuerzo, responsabilidad y un buen sistema de premios y castigos. La educación jamás convertirá a un imbécil en un Einstein, del mismo modo en que jamás conseguirá hacerle entender el Teorema de Pitágoras a un mocoso inteligente pero malcriado que ni siquiera se digna prestar atención cuando se lo explican.

Y en sexto lugar, algún día tendremos que convencernos de que la libertad de prensa y de opinión no es ni puede ser ilimitada. Algún día a la jauría periodística se le deberá exigir la misma responsabilidad profesional que se le exige a cualquier otra profesión. Algún día los señores de los medios, que se regodean en la difusión detallada de lo macabro y de lo obsceno, cuando no de lo simplemente chabacano y vulgar, tendrán que aprender que no pueden filmar la muerte de su propia madre con tal de conseguir dos puntos más de rating.

Quizás muchos creen sinceramente en que la solución pasa por hacerle reformas al sistema. A esta altura del partido, lo lamento, pero ya no creo en reformismos. Lo que tenemos no es un sistema con defectos. Lo que tenemos es un sistema defectuoso. No tenemos un sistema que funciona mal. Tenemos un mal sistema. Las calamidades que tenemos que soportar no provienen de los defectos de las instituciones. Provienen de instituciones que no sirven. Porque, si realmente servirían, jamás habrían adquirido los defectos que tienen. Odio parecer exageradamente negativo, pero ni los experimentos de Arslanian, ni mucho menos el susodicho Plan Nacional de Seguridad improvisado entre gallos y medianoche por el gobierno bajo la presión del cacerolazo del hartazgo, producirán resultados sólidos y duraderos. Nuestro sistema económico, social y político no es un modelo que anda mal porque tiene un par de piezas rotas. Es un modelo que nació con fallas de diseño de entrada. Lo que tenemos que hacer no es tratar de arreglarlo. Lo que tenemos que hacer es pasar a un nuevo diseño.

El menos común de los sentidos

Una vez que consigamos eso, tendrá sentido – y hasta se hará mucho más fácil – revisar a fondo nuestro Código Penal, nuestros Códigos de Procedimientos, los criterios de nuestros jueces, la imputabilidad de los menores (¿por qué no la imputabilidad de los padres de esos menores?), las penas por reincidencia, el régimen carcelario y el trabajo obligatorio en las cárceles, la tenencia y portación de armas, la depuración de los policías corruptos, la depuración de los jueces que venden sentencias, la depuración de los legisladores que venden leyes (¿qué pasó con Mario Pontaquarto?), la depuración de los abogados que trabajan en sociedad con los delincuentes, la depuración de los políticos que hacen caja con plata robada y todas las demás medidas dictadas por el simple sentido común que solamente se ha vuelto el menos común de los sentidos gracias a un sistema que ya no tiene sentido sostener.

¿O es que acaso tiene sentido pedirle a un policía, con setecientos pesos mensuales de sueldo, que se juegue la vida tiroteándose con unos delincuentes a los cuales dentro de dos semanas va a tener que enfrentar de nuevo porque un juez garantista los eximió de prisión, siendo que eso es lo que aplauden los apóstoles de los Derechos Humanos cuyo pasatiempo favorito es llorar por la inseguridad mientras insultan y escupen en la cara a cualquiera que vista un uniforme lanzándole los epítetos de “asesino” y “represor” tan sólo por haber usado el arma reglamentaria que la ley puso en sus manos?

A propósito: ¿alguno de ustedes se tomó el trabajo de llevar la cuenta de la cantidad de policías que han muerto en lo que va del año?

Y otra cosa: yo sé por qué murieron. Pero ¿alguno de ustedes me podría explicar para qué han muerto?

 

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