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¡Se Cayó la Estantería!
La Argentina hacia otra “salida electoral”
( Mayo 2002)

Los espejitos de colores

Recuerdo que, allá por 1983 — cuando Alfonsín desde todas las tribunas a las que conseguía subirse proclamaba aquello de “con la democracia se come, con la democracia se educa, con la democracia se cura” — un grupo de analistas algo masoquistas solíamos reunirnos cada tanto para autoflagelar nuestro ya de por sí maltrecho intelecto comentando y pasando revista a los acontecimientos políticos del momento.  Terminábamos siempre sorprendiéndonos de la credulidad de las mayorías, aunque en ese tiempo — previo a las elecciones, por lo que la derrota del peronismo todavía no se había producido — las opiniones eran bastante divergentes. Estaban aquellos que decían que la UCR perdería las elecciones por la inconsistencia de semejante discurso, y estábamos los que sospechábamos ya la derrota de Luder precisamente porque esa inconsistencia agitaba el espejismo de un futuro promisorio por todos deseado, siendo que al inconciente colectivo nunca le ha preocupado demasiado establecer una relación estricta entre los objetivos deseados y los métodos propuestos para lograrlos.

En lo personal, ese tipo de discursos siempre me recuerda las promesas demagógicas de todos los tiempos. Los liberales franceses prometiendo libertad, igualdad y fraternidad a todos los súbditos devenidos en ciudadanos; los comunistas rusos prometiendo que en la dictadura del proletariado todos los obreros serían ricos; los oradores de cervecería alemanes prometiendo a todos los nacionalsocialistas una familia feliz y una mujer con muchos hijos; los norteamericanos prometiendo la felicidad, el progreso y la paz universal a todos los que abrazaran el sistema republicano, representativo y federal.  En la Argentina, las elecciones de 1983 nos demostraron que, en materia de demagogia, los seres humanos no hemos aprendido demasiado desde Temístocles hasta nuestros días. Y si hacía falta algo para confirmarlo, lo tuvimos luego con el “Síganme. No los voy a defraudar” de Menem, a raíz de lo cual más de un amigo me quiso fusilar por preguntar cómo era posible seguir a un sujeto que no decía adónde iba y cómo alguien podría luego sentirse defraudado si no había una sola propuesta concreta y explícita en toda la exposición.

A lo largo de muchos años de estudio de la política me he tenido que convencer de que aquello de que “el Pueblo no se equivoca” es una gran tontería.

La Historia demuestra hasta el cansancio que los Pueblos se equivocan. A veces se equivocan mucho y algunos Pueblos hasta se equivocan muchas veces. Difícilmente podría demostrarse una tesis tendiente a afirmar que los Príncipes se equivocan con mayor frecuencia que sus Pueblos; o que las equivocaciones de los Príncipes son más perjudiciales que las equivocaciones de los Pueblos. Lo único que, siguiendo a Maquiavelo, quizás podría llegar a merecer un intento de demostración es que, por lo general, los Príncipes se equivocan por error de cálculo y los Pueblos se equivocan por error de percepción. Pero, aún así, forzoso es reconocer que, a los efectos prácticos, la diferencia no es mucha — si es que la hay.

La Revolución Francesa terminó en la guillotina y en el proyecto imperial napoleónico. Ello no obstante, todavía hay buena cantidad de liberales que repiten y hasta votan proyectos inspirados en esa ideología. El comunismo terminó en la “glasnost” de Gorbachov y en la cleptocracia de las mafias rusas. A pesar de ello, las izquierdas de todo el mundo siguen sin querer reconocer la inviabilidad del materialismo dialéctico y siguen creyendo que bastará con destruir al capitalismo para lograr el milagro del paraíso proletario. El nacionalsocialismo alemán se hundió en las ruinas de una Europa bombardeada hasta sus cimientos mientras la democracia norteamericana ha terminado bombardeando hasta sus cimientos a cualquier cosa que se le oponga. Así y todo, todavía hay nostálgicos que se creen que los males de Europa se resuelven desfilando por las calles a paso de ganso o retirándose de la Comunidad Europea — ignorando de paso que la “Europa de los Urales al Atlántico” nació como una consigna del Eje — mientras que son legión los que creen que la democracia es garantía de paz siendo que a lo largo de todo el Siglo XX las democracias vivieron involucrándose en una guerra tras otra y, con los Estados Unidos a la cabeza, todavía insisten en pretender lograr su supremo ideal democrático mediante el expeditivo método de aniquilar a cualquiera que tenga tan sólo una idea algo diferente en materia de valores culturales y organización social.

Con todo, lo que me sigue produciendo cierta perplejidad no es que la “volonté géneral” de Rousseau resulte tan poco confiable. Lo que realmente me asombra es que esa “voluntad popular” siga comprando los espejitos de colores demagógicos de una forma tan reiterada y persistente. En otras palabras: no me sorprende tanto la eficacia de la demagogia. Lo que realmente me sorprende es la ceguera de la gente frente a recursos de oratoria hueca que resulta tan poco creativos que se repiten a lo largo siglos enteros, con casi siempre los mismos argumentos y las mismas promesas incumplibles que no resisten el menor análisis. Uno podría comprender y hasta explicar como alguien ha caído en una trampa. Lo que ya resulta mucho más difícil de entender es cómo se puede caer en la misma trampa, una y otra vez.

Y la cuestión viene al caso porque la crisis terminal por la cual está pasando la Argentina apunta a la enésima reedición de una película que ya hemos visto por lo menos una docena de veces.

Otra “salida electoral”

En la Argentina, cada vez que un gobierno militar se metía en un callejón sin salida, el recurso utilizado para salvar la situación era la “salida electoral”. Salida ésta que, en realidad, nunca sirvió para salir de nada ya que, pocos años más tarde, volvíamos a entrar en otro periplo de facto del cual, por supuesto, nuevamente se volvía a “salir” mediante otro llamado a elecciones.  El jueguito de elegir a un gobierno civil para que fuera derrocado por un gobierno militar, para que el gobierno militar pudiese bajar del escenario haciendo elegir a otro gobierno civil y etcétera, duró la mayor parte del Siglo pasado.

Sin embargo, cuando a fines de los ‘80 el Departamento de Estado norteamericano dejó de apoyar experimentos no democráticos — tolerados hasta ese momento a cambio de un anticomunismo activo — el jueguito recibió su “game over”. Los manejadores de los “joysticks” políticos en el resto de América tuvieron que aprender a jugar el nuevo jueguito de “vivir en democracia” y la readaptación resultó traumática. Porque sucede que en las buenas viejas épocas de alternancia entre gobiernos militares y gobiernos civiles, la ineptitud de los políticos quedaba mucho mejor disimulada. El político fracasado siempre tenía a mano el recurso de echarle la culpa de todo a la irrupción del Poder militar. Además, este Poder militar tenía la enorme ventaja de cambiar de cara con relativa rapidez, siguiendo la rotación de las altas y bajas en los mandos superiores de las Fuerzas Armadas, con lo que un Onganía pudo generar expectativas que la dupla Aramburu-Rojas había agotado; un Lanusse pudo alentar esperanzas que Onganía no pudo satisfacer y un Videla pudo presentarse como la persona que conseguiría realizar aquello en lo que Lanusse había fallado.

En el medio, es absolutamente cierto que los politicastros civiles no gobernaron entonces mucho mejor de lo que lo están haciendo ahora ( [1] ). Pero los generales al menos les hacían el favor de relevarlos antes de que se les cayera la estantería encima y, así, el sistema siguió funcionando de la mano de los Ministros de Economía hasta que apareció el mencionado cartelito de “game over” del Departamento de Estado en las pantallas del cybercafé político y los civiles quedaron dueños — pero también como únicos responsables — de la escena política.

A partir de ese momento el tema de disimular los fracasos se puso peliagudo. Según la filosofía del sistema democrático, los diferentes partidos deberían amortiguar las tensiones que producen los fracasos. Cuando un partido fracasa, el otro — o alguno de los otros en un sistema multipartidista — debería estar allí para restaurar la esperanza perdida.

En Estados Unidos por ejemplo, los fracasos de los demócratas son absorbidos por los republicanos y las trastadas de los republicanos se hacen más soportables con expectativas generadas por los demócratas. El buen ciudadano norteamericano siempre tiene con qué esperanzarse ya que siempre aparece una cara nueva en la pantalla de su televisor cuando llega el momento de las elecciones. Con sólo un poco de ingeniería mediática el sistema funciona pasablemente bien. ¿Dónde está la trampa? Pues, al menos en los Estados Unidos la trampa está en que todos los caballeros que le aparecen como opciones al ingenuo ciudadano son, en realidad, socios del mismo club. O, mejor dicho — porque, bueno, la cosa no es tan simple —  de una red de clubes entre los cuales cabría mencionar el Council of Foreign Relations (CFR); la Trilateral Comission; la Rockefeller Foundation ( [2] ) y un puñado de instituciones convenientemente discretas que hacen de firme y confiable nexo entre los dueños del Poder Real que manejan toda la estructura industrial, económica y financiera, y los detentadores del Poder Formal que se sacan los ojos peleándose por una silla en el Congreso o por el codiciado sillón de la Casa Blanca.

El problema es que esta versión del jueguito no funciona en la Argentina. Los políticos argentinos tienen otro sistema operativo. En primer lugar, la política Argentina se financia de un modo solamente muy secundario con el aporte de las grandes empresas, siendo que su fuente de recursos principal es el Estado mismo. Y, en segundo lugar, antes de asociarse a la plutocracia como sus pares norteamericanos y europeos, los políticos argentinos prefieren hacer alianzas entre si para poder ponerse en situación de chantajear con mayor éxito a esa plutocracia internacional que intenta domesticarlos. De este modo, la “caja” principal de los políticos argentinos se llena con dineros desviados de fondos públicos y con “coimisiones” cobradas a las empresas privadas en concepto de servicios prestados para destrabar la máquina de impedir. Con esos dineros se financia luego lo sustancial de la actividad política — incluyendo las campañas electorales — y las presiones provenientes de la plutocracia se gambetean mediante Pactos de Olivos, reformas a la Constitución, modificaciones cosméticas al régimen del cual ya nadie sabe si quiere ser presidencialista o parlamentarista, negociaciones políticas, acuerdos de bloque y sólo Dios sabe cuantos otros recursos del arsenal partidista que garantizan la permanencia y la vigencia de eternamente los mismos personajes porque, en el fondo, los desacuerdos políticos no llegan nunca al extremo de hacer que, entre bomberos, alguno le pise la manguera al otro.

Así las cosas, frente a la catástrofe del país entero, luego de la deserción de De La Rua, la huida de Sáa y el visible atascamiento de Duhalde,  el nuevo espejismo que se agita ante los ojos de un Pueblo desesperanzado es el de otra “salida electoral”. Pero esta vez son los políticos civiles los que tienen que inventar la manera de recambiarse a si mismos para, de alguna manera, darle gobernabilidad a un sistema que entró en colapso gracias a la ineptitud manifiesta de sus protagonistas principales.

Las “elecciones anticipadas” de las que se habla con cada vez mayor insistencia realmente resultarían cómicas si no fuese porque el país entero vive una de sus peores tragedias. Últimamente en la política argentina parece que todo sucede en forma “anticipada”. Alfonsín “resigna” el puesto en forma anticipada. Menem y Alfonsin cometen la reforma constitucional del ’94 y  el primero anticipa las elecciones para garantizarse una reelección. De La Rúa abandona el cargo en forma anticipada. Y ahora Duhalde llamaría a elecciones anticipadas para cubrir un cargo que ocupó anticipadamente porque su antecesor también renunció en forma anticipada. ¿Esto es vivir en democracia?. ¿Alguien puede darme solamente tres buenas razones — no pido más que tres — por las cuales el próximo presidente no tendrá que “anticipar” su huida del cargo? Perdón: ¿esto pretende ser un sistema de gobierno?

Plutocracia 1 : Partidocracia 0

La pulseada entre la plutocracia y la partidocracia — que venimos analizando desde Julio del 2001 —  ha terminado en una catástrofe con, posiblemente, una ventaja sustancial para los dueños del Poder financiero. La plutocracia le ha cortado el chorro del dinero internacional al Estado argentino. Le ha “secado la plaza” a la partidocracia local, obligando a los políticos a buscar fuentes alternativas de financiamiento.  Los ha presionado al punto de hacer inocultable su incapacidad de conducir la Nación; les ha impedido seguir disimulando el vaciamiento de las arcas del Estado y se ha negado a seguir prestándose al chantaje de leyes por coimas, o contratos por coimas, o privatizaciones por coimas. El mensaje de la plutocracia se ha vuelto categórico: “o hacen cambios sustentables o no hay plata”. Para una cultura que cree a rajatabla que sin plata no se puede hacer nada, eso debe ser realmente muy grave.

Naturalmente, qué es “sustentable” y qué no lo es, eso lo deciden los que deberían poner la plata sobre la mesa. Con ello, la mafia financiera ha puesto de rodillas a la mafia política. El país, por supuesto, se ha ido al demonio pero, para los caballeros del dinero, esto es algo casi irrelevante y hasta lo podríamos evaluar como conveniente; aunque más no sea porque nadie nos podrá negar que un país destruido se puede comprar mucho más barato que otro que funciona bien. De todos modos, el mensaje a transmitir era que, sin la aquiescencia del sistema financiero internacional y “los mercados”, nadie podrá gobernar en la Argentina. Y ese mensaje, gracias a la ineptitud de los políticos, llegó claramente a destino.

El gran problema es que, por todo lo que podemos ver, con el consentimiento de los dueños del dinero nadie puede gobernar bien tampoco. Las recetas del FMI son sencillamente demenciales y esto no lo dicen los nostálgicos incorregibles de la patria contratista y el Estado dirigista. Lo dijo y lo dice Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía, ex-jefe del consejo de asesores económicos de Clinton y, hasta hace poco, economista en jefe y vicepresidente senior del Banco Mundial. Si una persona como él renunció a su cargo para alejarse dando un tremendo portazo, es porque algo debe estar realmente muy podrido en el ámbito financiero internacional. Por más que la jauría periodística y los eternos expertos economistas mediáticos se hayan apresurado a ignorar convenientemente los hechos, las declaraciones de Stiglitz explican muy bien todo un montón de cosas.

Por de pronto, hay algo que es transparente para cualquiera que esté tan sólo un poco bien informado: el FMI está amenazando con un “bluff”. Es cierto que no le quiere prestar dinero a la Argentina. Pero las condiciones que ha impuesto son tan severas porque tampoco tiene ya tanto dinero como en las buenas viejas épocas de los petrodólares y mucho menos lo tiene tan fácilmente disponible como otrora, en la época dorada de las privatizaciones. En realidad, la estrategia del FMI ha sido doble: por un lado se ha puesto firme para imponer su voluntad por sobre la de los politicastros argentinos; pero, por el otro, no tiene ya tanta plata disponible y por eso exige condiciones durísimas. A sus funcionarios les costaría un buen dolor de cabeza tener que sifonear un par de miles de millones hacia la Argentina y, para que las dificultades no se noten demasiado, la gente del Fondo especula con poner condiciones que casi seguramente nunca se cumplirán y estira los tiempos para patear el problema hacia adelante. En eso probablemente hayan aprendido algo de los políticos argentinos que son verdaderos maestros en este tipo de operaciones.

El hecho concreto es que, a los efectos prácticos, el FMI ni quiere darle plata a la Argentina, ni le conviene tampoco hacerlo. No quiere porque la dirigencia política argentina todavía no es lo suficientemente confiable y no querrá hasta que no haya conseguido ponerla efectivamente de rodillas. Además, no le conviene porque éste es un mal momento incluso a nivel internacional.  La crisis no es sólo de la Argentina. Es mucho más global de lo que se cree. La verdad es que el FMI sencillamente no tiene plata ahora para gastarla en un país sudamericano. La que tiene, la necesita para estabilizar el sistema global que está crujiendo por los cuatro costados.

La presión, con todo, ha hecho cundir el pánico entre los políticos y ha conseguido resquebrajar unas cuantas lealtades. Los gobernadores no saben si responderle a su partido o a la provincia que representan. Los peronistas vacilan entre apoyar a Duhalde o preservar su imagen para las próximas elecciones. Los radicales no saben si jugar a la oposición o aliarse con el peronismo. El sindicalismo, partido al medio, no sabe si oponerse a la plutocracia o apoyar a la partidocracia. La izquierda utópica sigue por el mismo camino: no sabe si salir a la calle a romper la vidriera de todos los bancos y todos los MacDonalds — más, probablemente, alguna que otra operación bastante menos inocente para “profundizar las contradicciones internas del capitalismo” con un poco de “gimnasia revolucionaria” — o subirse a alguna estructura partidaria para tratar de sacar en las próximas elecciones algo más de votos. La Iglesia, luego de un intento de participación, abandonó posiciones después de que le dijeran que “vaya a dar misa”. No pateó el tablero, pero neutralizó la intromisión de un ala de las Naciones Unidas, se puso a un costado y adoptó una actitud muy fuertemente crítica, especulando con ganar posiciones dentro de la crisis. La movida fue hábilmente escurridiza y preservó a la Iglesia de quedar pegada a un fracaso. Pero no ha resuelto el problema. Ni el de la Iglesia, ni el del país.

¿Dónde está la salida?

¿Cuál es la salida? ¿Hay salida en absoluto? – Sí la hay. Claro que la hay. Pero para encontrarla, lo primero que hay que hacer es sacarse las anteojeras ideológicas y los paradigmas que impiden la visión correcta del problema.

Cuando uno repasa un poco la discusión que se está dando en la sociedad argentina — gran parte de la cual se está llevando a cabo por Internet — lo primero que salta a la vista es la enorme preocupación de la mayoría de los participantes por diseñar propuestas que disminuyan el Poder político y aumenten la participación directa de la ciudadanía. Frente a las duras y drásticas medidas de fondo que la crisis está pidiendo a gritos aparece, con no menor intensidad, la voz de los que claman por una preservación irrestricta de derechos y de libertades mientras, simultáneamente, exigen una participación directa e inmediata en el proceso de toma de decisiones.

En parte es comprensible.  Las libertades de una persona no necesariamente se conculcan sólo con una dictadura o una tiranía. Los argentinos han descubierto que el caos es por lo menos tan eficiente en materia de suprimir libertades y por ello ha sido perfectamente posible que, en medio de la ilusión de un “vivir en democracia”, tanta gente haya perdido buena parte de su dinero y de las posibilidades que tenía. Por el otro lado, cuando la dirigencia de una Nación demuestra ser tan irrecuperablemente inepta como la dirigencia política argentina, nadie puede extrañarse de que la gente piense que una asamblea popular de personas con sentido común podría hacer las cosas mucho mejor que una asamblea institucional de incapaces profesionales.

El problema es tan sólo que la Política posee elementos que el asambleismo multitudinario no puede manejar más allá de límites muy estrechos. Con los “soviets” que la izquierda y la exasperación burguesa están promoviendo en varios lugares se podrán, quizás, resolver algunos de los problemas del barrio pero no los problemas de la Nación. Para los asambleístas será, quizás, una buena forma de hacer catarsis y largar algo de la presión contenida — así como todos los entusiastas opinantes que han aparecido como hongos por Internet alivian su comprensible indignación tecleando propuestas maravillosas. Pero no nos engañemos: en un país de 37 millones de seres humanos cualquier asamblea de cien o quinientos “vecinos, trabajadores y estudiantes” no es nada más que un buen ámbito para putear a gusto. Hasta en la Rusia comunista los “soviets de campesinos, obreros y estudiantes” terminaron siendo marionetas en manos de un Partido disciplinado y jerarquizado.

Libertad y Poder

Siempre he pensado que, cuando Erich Fromm escribió su famoso libro “El Miedo a la Libertad”, se olvidó de agregar un último capítulo que podría haber titulado como “El Miedo al Poder”. De hecho, toda la discusión acerca de la Libertad y el Poder está basada en una serie fenomenal de malos entendidos y suposiciones falsas que complican innecesariamente el problema hasta el punto de hacer imposible su solución.

¿Qué es la libertad? La respuesta infantil a esta pregunta es: “Libertad es hacer lo que se me da la gana”. O, como me contestó cierta vez un joven, en un debate posterior a una conferencia, haciendo gala de una deliciosa aptitud para definir sustantivos con adverbios: “Libertad es cuando puedo hacer lo que me gusta”. La versión algo más académica de esta concepción infantil define a la libertad como un margen de maniobra más o menos estrecho, o más o menos amplio, ganado a — o en contraposición con — el Poder. Es casi universal el concepto de que Libertad y Poder se excluyen mutuamente por lo que el Poder debería ser controlado para garantizar márgenes aceptables de Libertad.

Esta visión se la debemos al liberalismo. En la concepción ideológica de esta doctrina política hasta se avanza un paso más y la Libertad pasa a ser dependiente de la Ley, con la figura del Estado de Derecho como estructura dispuesta para controlar el Poder y garantizar, así, el derecho a la Libertad individual mediante instrumentos jurídicos.

Es sorprendente como esta construcción ideológica, cuya línea argumental original estuvo evidentemente destinada a cuestionar a la monarquía, ha permanecido en la cultura política de Occidente durante más de doscientos años. Más sorprendente aún es que existan todavía miles de personas — y no pocos intelectuales — que todavía creen a pie firme en esta teoría, máxime cuando cualquier político con un mínimo de experiencia práctica sabe que toda la construcción no es sino fantasía pura en la enorme mayoría de los casos y muy especialmente en tiempos de crisis.

No hace falta ser ningún Maquiavelo para constatar que el Poder político no puede ser controlado mediante leyes por la sencilla razón de que el Poder político es precisamente el que hace las leyes. Lo que el Estado de Derecho liberal pretende con su panjurismo es que el Poder se someta al control de una Ley que ese mismo Poder debe elaborar, sancionar y mantener en vigencia. Míreselo como se quiera, es un sinsentido político. No hay, ni habrá jamás, Poder en el mundo lo suficientemente estúpido, o lo suficientemente masoquista, como para sancionar una Constitución destinada a coartar su propio ejercicio. Y si lo hace, eso es indicio seguro de que, o bien jamás respetará esa Constitución ( [3] ) , o bien el Poder así constituido es meramente formal siendo que el Poder real está en otra parte.

Es hora de replantearnos seriamente nuestra concepción de la Libertad y el Poder. En primer lugar, deberíamos reconocer de una buena vez por todas que la Libertad, tal como la hemos venido entendiendo hasta ahora, no existe. Esa Libertad de la cual nos hablan las ideologías del Siglo XVIII es una entelequia dogmática, muy apta para hilvanar discursos demagógicos y excéntricas especulaciones filosóficas pero completamente inservible a la hora de tomar decisiones prácticas.

Lo que existe en el mundo real son libertades — así, en plural — constituidas por nuestras posibilidades concretas de acción y de opción. No soy libre en la medida en que hay una ley que me permite o me prohíbe hacer determinadas cosas. Soy libre en la medida en que efectivamente puedo hacerlas. Y mientras más cosas pueda ser y hacer, más libre seré. Con lo que mis libertades dependen mucho más de las posibilidades que me brinda, por ejemplo, el nivel de desarrollo tecnológico de una civilización que de las normas jurídicas estampadas en el texto de una ley. Es inútil que el texto de una Magna Carta me autorice a volar si mi civilización no ha desarrollado el avión. Como que también es perfectamente inútil que la Constitución me autorice a desplazarme libremente en ómnibus si no tengo trabajo ni dinero para pagarme el pasaje. En cualquiera de esos casos, el resultado práctico es que no viajaré, ni en avión ni en ómnibus, y la Ley puede decir lo que se le antoje al respecto: yo me quedo clavado dónde estoy porque no tengo la libertad de viajar. La libertad no es el permiso de hacer las cosas sino el Poder de hacerlas.

Por otra parte, ¿qué es el Poder?. De alguna forma, al Poder se lo ha querido asimilar al capricho o al deseo del gobernante de imponer su voluntad por sobre el resto de la sociedad políticamente organizada. Nuevamente estamos ante un concepto heredado de la lucha antimonárquica de los Siglos XVIII y XIX. De allí es de dónde surge la idea del “Poder del Pueblo” y la teoría de la “Voluntad Popular” como oponente o contrapartida al Poder del Príncipe. El Poder, entendido exclusivamente como la capacidad del gobernante para imponer su voluntad es otra de esas trabas ideológicas que haríamos bien en desechar, y cuanto antes tanto mejor.

El Poder, en esencia, no es sino la capacidad efectiva de tomar decisiones y convertirlas en hechos. En el área específicamente política, es la capacidad de tomar y hacer cumplir decisiones que afectan a todo el organismo social. Tomarlas y hacerlas cumplir. Ambas cosas. En la Argentina de los últimos meses tenemos un ejemplo que podría llegar a ser clásico de la necesidad de los dos aspectos: desde un De La Rua que demostró ser incapaz de tomar decisiones hasta un Duhalde que no consiguió hacer cumplir las pocas que logró tomar.

Por eso, en cuanto al ejercicio del Poder lo que realmente importa no es el “quién decide” — eso que tanto le quita el sueño a muchísima gente que participa en los debates actuales — sino el “cómo se decide”; que es muchísimo más importante a la hora de organizar un sistema político. En este sentido, lo primero que hay que aprender es a diferenciar entre lo formal de lo real. Las leyes y el Estado de Derecho, en innumerables casos, no hacen sino establecer condiciones formales. Una Constitución no es más que un marco formal y ni siquiera es absolutamente imprescindible: Inglaterra e Israel, por ejemplo, carecen de ella. Y este marco formal puede — o no — condecirse con el Poder de la autoridad real. De hecho, en la enorme mayoría de las democracias de Occidente no se condice, desde el momento en que el Poder formal de la Política depende en un grado muy elevado del Poder real del dinero que es el que financia las campañas, sostiene al establishment y controla, de hecho, la casi totalidad de las actividades que se realizan puesto que todo el aparato está dispuesto para funcionar con dinero y sin dinero se atasca irremediablemente, cosa que la crisis argentina demuestra en forma palmaria.

A su vez, el “cómo” de la decisión política se resuelve entendiendo adecuadamente las funciones esenciales del Estado. Lo primero que hay que entender al respecto es que el Estado no gobierna A la sociedad sino EN NOMBRE DE la sociedad. Y esto es así porque sus funciones esenciales no consisten en imponer la voluntad de uno o varios gobernantes por sobre el resto del organismo social sino en prever y planificar el futuro en términos necesariamente positivos, construir consensos superadores de divergencias, y liderar a la sociedad, conduciéndola hacia el logro de sus objetivos. Así es como debe organizarse el Poder de un Estado soberano bien constituido. Quien ocupa los cargos y quien toma las decisiones no es irrelevante. Por cierto que no.  Pero no es ni aproximadamente tan decisivo como la estructura propia del Poder que puede estar, como sucede ahora, dispuesta para favorecer la toma de decisiones que benefician a un sector de la sociedad o bien — como hasta por sentido común debería ser — dispuesta para beneficiar a la sociedad en su conjunto, con el bien común prevaleciendo por sobre los egoísmos individuales o sectoriales.

El “quién decide qué” no es irrelevante; pero es mucho menos importante que el cómo, para qué y con qué criterio se decide. El “no quiero tener encima mío a alguien que me diga lo que tengo que hacer” es mucho menos importante que el “no quiero que un inepto me diga lo que tengo que hacer y, para colmo, en un área que no le compete”. El médico muchas veces me dice lo que tengo que hacer y acepto su dictamen porque confío en que lo ha hecho basado en un buen diagnóstico y de acuerdo con un sólido conocimiento científico. No confiaría en un curandero para lo mismo. El problema con la política es cuando las decisiones están en manos de curanderos. Cuando están en manos de buenos médicos, el problema se reduce muchísimo.

La “libertad social”, planteada en términos de “mandar” y “obedecer” que tanto preocupa a muchas personas es bastante más complicada de lo que estas mismas personas suponen. No todo se reduce a que el Estado “manda” y los ciudadanos “obedecen”. No es para nada tan simple. La realidad, es mucho más complicada que eso. En la vida real todos obedecemos y mandamos al mismo tiempo. La estructura social es jerárquica, más allá de lo que digan las ideologías perimidas del siglo XIX. El gerente de la empresa manda a sus empleados pero obedece al presidente de la firma. El profesor manda en el aula pero obedece al Director. El Director manda en el colegio pero obedece al Ministerio de Educación. El mecánico en el taller manda; pero en el hospital obedece al médico. El abogado puede mandar en su estudio jurídico; pero obedecerá las instrucciones de su mecánico cuando se le rompa el auto. El médico mandará en el hospital pero obedecerá a su abogado el día que le hagan un juicio por mala praxis.  Mandamos en la medida de nuestras atribuciones y capacidades. Obedecemos en la medida de nuestra ignorancia y posición funcional.

El gran problema en la Argentina es que muy pocos quieren reconocer su ignorancia y casi todos pretenden una posición funcional mucho más elevada de la que les corresponde según su capacidad. Todo el mundo se cree con derecho a opinar de todo. Personas que no tienen ni la más mínima capacitación en economía y a veces ni siquiera la más remota noción de ciencias exactas, pretenden decidir sobre modelos económicos y sobre la forma en que deberían organizarse las finanzas. Personas que jamás en su vida han abierto un manual básico de ciencias políticas redactan proyectos de ley sobre la forma en que deberían organizarse las instituciones. Individuos que toman todo su conocimiento de la incultura periodística, se ponen a pontificar sobre la Ley y la Libertad.

Responsabilidades y Obligaciones

Si hiciéramos de esto una discusión hasta las últimas consecuencias y nos metiésemos en el terreno de la filosofía política para remontarnos hasta las alturas de la metafísica, sin duda descubriríamos que hay, es cierto, una bipolaridad subyacente, casi diría primitiva, quizás no tanto entre Libertad y Poder sino más bien entre Libertad y Autoridad. Pero en esto, como en muchos otros aspectos de la problemática contemporánea, lo importante es no plantear mal el problema de antemano y, sobre todo, no debemos perdernos por los vericuetos de las exquisiteces intelectuales y los preciocismos relativistas que podrán ser muy valiosos desde el punto de vista académico pero que resultan de muy escasa aplicabilidad práctica para la enorme mayoría de los problemas concretos y cotidianos.

Es perfectamente posible construir una geometría de n dimensiones, pero a la hora de construir una represa hidroeléctrica la aburrida geometría del viejo Euclides todavía nos sirve mucho más que las estupendas construcciones de la “geometría imaginaria” de Lobachevsky. No pretendo discutir que en el plano formado por una línea y un punto exterior a la misma es posible trazar infinitas líneas a través del punto, todas ellas paralelas a la línea original. La demostración de la tesis es brillante. Lo único que no sé es cómo aplicarla al 99,9% de los problemas que la vida me presenta todos los días. De un modo similar, si queremos hacer política práctica a partir de las sutilezas de la filosofía política, más temprano que tarde terminaremos perdidos en un laberinto de argumentos abstractos, muy interesantes desde el punto de vista especulativo, pero casi completamente inservibles para la toma de decisiones concretas.

Además, deberíamos cuidarnos de la forma en que planteamos los problemas políticos. En Política, al igual que en muchas otras disciplinas, la forma infalible de no encontrarle nunca la solución a un problema es planteándolo mal de entrada. Si por Libertad entendemos el “hacer lo que se me da la gana” y por Poder entendemos “imponer mi voluntad sobre la de los demás”, el antagonismo es insuperable. Así planteado, el problema resulta esencialmente tan insoluble como la cuadratura del círculo. Partiendo de este punto de partida, o bien obtenemos soluciones fantásticamente complejas como las geometrías no-euclidianas,  o bien nos conformamos con soluciones de compromiso; algo que, en el fondo, viene a ser lo mismo que reconocer que el problema nos ha superado. De la misma manera, si planteamos el problema laboral como un antagonismo entre obreros que quieren ganar mucho trabajando poco y empleadores que quieren obtener mucho trabajo pagando salarios miserables, la cuestión no tiene más conclusión posible que el enfrentamiento permanente.

En términos realistas, los problemas de este tipo sólo tienen solución si se los plantea en un nivel superior de análisis. El antagonismo insuperable entre Libertad y Poder se resuelve cuando uno se da cuenta de que la Libertad también es un Poder — un Poder que emana de todas las posibilidades concretas de acción y de opción disponibles. No soy libre en la medida en que una Constitución o una Ley graciosamente me garantiza todo un inventario de “derechos”. Soy libre en la medida en que puedo hacer, optar, decidir mi curso de acción entre varias alternativas realmente aprovechables y a mi alcance. De lo cual se sigue que, si la Libertad es el Poder de tener posibilidades de acción y de opción, entonces el Poder político puede ser precisamente la herramienta mediante la cual se construyen y se brindan esas posibilidades.

Si a la Libertad la entendemos como un Poder y como un concepto genérico para englobar a todas las libertades reales, la solución al dilema se hace posible. Aparece cuando se entiende que, en lo esencial, la Libertad no es un derecho que se garantiza sino un Poder que se ejerce. Existe en la medida en que se lo ejerce, y sólo en esa medida. De la misma forma, el Poder político no es un antojo que se impone sino una función que se cumple. De este modo, Libertad y Poder no sólo no se oponen sino que se complementan.

En términos políticos, ni la función del Estado consiste en limitar mis libertades según la conveniencia o el capricho de un sector — sea este ahora formal o real — ni mi función como ciudadano consiste tampoco en montar guardia sobre mi catálogo de “derechos”, no sea cosa que el malévolo Estado venga y me quite algunos. La función del Estado es brindarme la mayor cantidad posible de posibilidades de acción y de opción. Mi función a su vez, es la de hacer algo útil con mi vida y mis libertades, sustentando a ese Estado porque mientras más Poder tenga, más posibilidades me podrá brindar.

Con lo que toda la cuestión se plantea, no como una cuestión de derechos sino como una cuestión de responsabilidades y obligaciones recíprocas. Si la planteamos en términos de derechos no tiene solución satisfactoria posible. Es responsabilidad y obligación del Estado — puesto que gobierna en nombre de la comunidad — usar su Poder para brindar el máximo posible de libertades concretas y, en contrapartida, es obligación y responsabilidad de los ciudadanos sostener y sustentar a ese Estado para que pueda cumplir con su función disponiendo del máximo poder de decisión soberano que sea posible obtener dentro del contexto de un sistema político internacional dado.

Y va de suyo que, si el Estado no cumple con su función — vale decir: con sus responsabilidades y obligaciones — también la ciudadanía queda relevada de las suyas. Si el Estado es incapaz de brindar libertades concretas, no puede pretender que los ciudadanos le sigan siendo leales y lo sigan sustentando. Ése es, justamente, el fundamento básico que justificará en la Argentina la creación de un nuevo Estado.

Manténgalo simple

En las próximas elecciones, lo que la ciudadanía argentina tendrá que elegir no será un nuevo gobierno. Será un nuevo país. Y para ese nuevo país los argentinos deberán crear todo un nuevo sistema político. Con instaurar solamente una nueva forma de “hacer” política no bastará. Como que tampoco alcanzará con determinar sólo una nueva manera de elegir y designar representantes y mucho menos será suficiente con instaurar una forma diferente y más prolija, o más barata, de administrar al Estado. La crisis ha puesto sobre la mesa la cuestión mucho más relevante de qué haremos con toda nuestra organización social en absoluto.

Y para que esa cuestión trascendental no termine siendo un problema insoluble, tenemos que tener cuidado, mucho cuidado, de no plantear las cosas mal desde el principio. En el tratamiento de los temas que hacen a la organización social, suele haber dos clases de conceptos fijos que, a modo de “frases hechas”, traban el desarrollo de propuestas innovadoras: por un lado tenemos los paradigmas conceptuales y por el otro los apotegmas ideológicos.

Paradigmas conceptuales hay muchos pero probablemente ninguno tan extendido como la confusión entre lo urgente y lo importante según la cual ambos términos serían prácticamente equivalentes. No es así. Por ejemplo, en la crisis de la Argentina, la economía es lo urgente, sin duda. Pero la política es lo importante porque sólo resolviendo en forma adecuada el problema político — especialmente la cuestión del Estado y sus funciones — se tendrán en la mano las herramientas necesarias para resolver el problema económico. Sin esas herramientas, en materia económica lo único que puede hacerse es emparchar; implementar soluciones de compromiso cuya efectividad será, por fuerza, efímera.

Otro paradigma muy común es también aquél que establece una conexión inadecuada entre dos pares de conceptos: lo fácil o lo difícil por un lado, y lo simple o lo complejo por el otro. Es común observar como muchas personas, en una forma totalmente equivocada, asimilan lo “fácil” a lo “simple” y, por contrapartida, lo “difícil” a lo “complejo”. Esta forma de pensar constituye un prejuicio; una consecuencia muy común de los paradigmas. En la vida real las cosas no se dan de esa manera. Por poco que observemos a la realidad, se verá que, con mucha frecuencia, las cosas simples son endemoniadamente complicadas de instrumentar y, viceversa, estructuras sumamente complejas se dejan construir de un modo relativamente fácil.

Construir lo complejo no es, muchísmas veces, sino una tarea de ir poniendo un ladrillo arriba del otro; cada uno en su lugar; ya sea de acuerdo a un plan establecido de antemano, ya sea de una manera estructuralmente racional o lógica. Lo difícil en todo caso podrá haber sido el diseño del plan o la investigación gracias a la cual se ha logrado entender la estructura básica. Pero, una vez vencida esta dificultad, la tarea de construir se vuelve más una cuestión de paciencia, perseverancia y prolijidad que una cuestión de superar obstáculos duros de vencer.

Lo simple, a su vez, presenta una elegancia que frecuentemente resulta muy engañosa. La enorme mayoría de las ideas geniales asombra por su sencillez.  La campanella del segundo concierto para violín y orquesta de Paganini es una melodía simple, sencilla; en partes hasta casi parece una tonada infantil. Traten tan sólo de silbarla. Apuesto lo que quieran a que a la cuarta nota están desafinando como descosidos. Interpretar cualquier composición al piano es muy simple: basta con poner los dedos dónde lo indican las notas que están en la partitura. Alcanzaría tan sólo el Para Elisa de Beethoven para demostrar que lo simple no siempre es fácil.

En política este paradigma conceptual lleva con frecuencia a planteos incorrectos. Poner el Poder al servicio de la Libertad es simple: basta con organizar un Estado que cumpla con las funciones esenciales de previsión, síntesis y conducción.  Pero que nadie se llame a engaño: construir ese Estado no será fácil, con toda seguridad. No lo será, en primer lugar por los prejuicios ideológicos muy arraigados que arrastramos del pasado; en segundo lugar por la enorme cantidad de intereses creados, tanto locales como internacionales; en tercer lugar por el tiempo que se requiere y en cuarto lugar por las personas que hacen falta para lograrlo.

Pero, haciendo ahora la proposición inversa, esta innegable dificultad de instrumentación no implica que el proyecto político tiene que ser necesariamente complejo. En otras palabras: que sea difícil no quiere decir que tenga que ser tan complicado que necesitemos la geometría de Lobachevsky para diseñarlo. En general, los buenos proyectos, tanto los políticos como los no políticos, son simples. A todos los que, con mucho entusiasmo, están dedicándole horas y más horas a la elaboración de proyectos alternativos para sacar a la Argentina de su actual crisis me permitiría tomarme el atrevimiento de darles una sola pequeña sugerencia: manténganlo simple ( [4] ). Comiencen por barrer de la mesa de trabajo todos los prejuicios y paradigmas. Lo que les quedará es el problema desnudo, planteado en toda su cruda realidad. Resuélvanlo de la manera más simple que puedan. Y después, no se desanimen si la solución resulta de difícil aplicación. En política nada es fácil.

Despejar el tablero

El otro gran escollo que deben sortear los proyectos políticos es la serie casi inacabable de apotegmas ideológicos que hoy “embarran la cancha” y dificultan la tarea de cualquier persona que quiera aproximarse al tema sin estar dispuesto a mandar su sentido común de paseo. Voy a citar unos cuantos aquí sólo a modo de ejemplo ya que para mencionar a la mayoría — y ni hablemos de hacer una lista exhaustiva — haría falta un tiempo del cual ninguno de nosotros dispone y una paciencia que dudo que alguien tenga.

·        El Estado es mal administrador”.
Éste es un viejo conocido a esta altura del partido. Ha sido repetido y sigue siendo reiterado como una verdad absoluta por cuanto comentarista aparece en los medios y el latiguillo se le ha pegado en la mente hasta a los que proponen nuevos proyectos. En realidad es simplemente un eslogan y constituye una falacia eficaz; es decir: una de esas mentiras que se basan en una verdad parcial. La verdad es que un Estado mal organizado administra mal y un Estado mal conducido administra peor. No hay ninguna razón, ni lógica ni técnica, para afirmar que un Estado bien organizado y bien conducido es necesariamente mal administrador.

·        “La democracia es el menos malo de todos los sistemas”.
Poner en tela de juicio este apotegma equivale hoy en día a sacar patente de hereje. Pero la verdad es que los hechos nos están gritando herejías en la cara todos los días. Porque lo que la realidad demuestra es que las democracias implementadas en el mundo actual sólo funcionan allí en dónde la plutocracia es el verdadero régimen de gobierno. El problema aquí es que se han tergiversado mucho los conceptos y los términos. La mayor parte de la cuestión se ha convertido en una discusión semántica por la fenomenal imprecisión con la que hemos terminado usando las palabras. En rigor de verdad, siendo estrictos, la democracia no es un sistema político sino un forma de gobierno. El sistema político es la república. Esto se aclara bastante cuando nos damos cuenta de que en más de 10.000 años solamente hemos conseguido inventar dos sistemas políticos: la monarquía y la república. Por supuesto, ambos sistemas admiten muchas variantes o formas de gobierno. La monarquía puede organizarse como teocracia (como la egipcia), monarquía dinástica (como la francesa), monarquía electiva (como la alemana) o monarquía parlamentaria (como la inglesa), como absolutismo, como despotismo ilustrado y la lista podría seguir con gradaciones cada vez más sutiles. Con la república sucede lo mismo: hemos tenido repúblicas aristocráticas, oligárquicas, dictatoriales, etc. etc. y, naturalmente,  también repúblicas democráticas. Pero la democracia, a su vez, tampoco tiene una estructura necesariamente rígida como lo demuestra el hecho de que hoy podemos distinguir las democracias presidencialistas de las parlamentaristas y hasta tenemos una buena cantidad de monarquías parlamentarias que se aceptan como democráticas. Si tenemos este cuadro en claro, por lo menos a grandes rasgos, se hace bastante fácil de ver que la democracia es solamente una opción dentro del sistema republicano y, además, es una opción que admite una buena cantidad de variantes. Dentro de este contexto, la democracia liberal es una propuesta particular que tiene por lo menos 150 años de atraso respecto del desarrollo económico, tecnológico y cultural del mundo. Estamos insistiendo en querer gobernar a las sociedades del Siglo XXI con las concepciones políticas del Siglo XIX. El mayor problema de la democracia actual no es que sea “buena” o “mala”. El mayor problema es que resulta obsoleta.

·        El Pueblo es el soberano”.
Esto es, o bien demagogia pura, o bien utopía irrealizable. El concepto de soberanía significa tener el Poder de la última decisión, definitiva y decisiva, en las cuestiones relevantes que hacen a la vida del organismo social. Por ello, la verdad es que solamente el Estado puede ser soberano. El Pueblo no es soberano por la sencillísima razón de que no existen las decisiones políticas multitudinarias. Una votación no es una decisión soberana. En una democracia representativa es la elección de las personas que deberán tomar las decisiones soberanas. Lo más parecido que existe a la decisión popular soberana es el referéndum pero la democracia directa es prácticamente inviable en grandes organismos sociales. Puede ser posible en un cantón suizo ( [5] ). Fuera del ámbito de lo que podría ser nuestro equivalente a una pequeña municipalidad (y difícilmente en el ámbito municipal se puedan tomar decisiones realmente importantes para la Nación), se vuelve impracticable. La soberanía, de hecho, es el Poder de tener la última palabra; y la última palabra la tiene siempre y solamente una persona o una institución. Una soberanía multitudinaria es una ficción políticamente inviable.

·        Hay que someter a votación todas las cuestiones importantes.”
Esta es una proposición que surge como corolario casi inevitable del apotegma anterior. Si lo hiciéramos gastaríamos enormes recursos y tardaríamos meses enteros en tomar decisiones que cualquier persona razonable puede tomar en menos de una semana. Además de una dosis nada despreciable de conocimientos profesionales y técnicos, las cuestiones críticas que plantea el mundo moderno requieren agilidad, eficiencia y eficacia de los procesos de toma de decisiones. Un perpetuo estado deliberativo y asambleista solamente nos conduciría a la inoperancia total en medio de una discusión permanente. Sobre todo en un país como la Argentina en dónde el consenso es algo tan difícil de lograr.  Si todo curso de acción depende constantemente de la decisión de millones de personas, no hay gobernabilidad posible. Si en la Argentina, cada decisión política relevante se tuviese que someter a votación popular viviríamos en un carnaval electoral perpetuo en dónde a los cuatro meses ya nadie sabría por qué cuestión está votando.

·        La división del Poder es garantía de un control del Poder”.
La vieja teoría de Montesquieu. Algún día alguien tendrá que recordar que esta especulación proviene del Siglo XVIII y fue concebida bajo el imperio de la monarquía francesa por un autor que tenía a la monarquía inglesa ante los ojos como modelo de referencia. La teoría de la división del Poder — que, dicho sea de paso, fue solamente un capítulo ( [6] ) de El Espíritu de las Leyes, una gigantesca obra compuesta por 31 libros — está inspirada en la línea argumental de la oposición Tory a
Robert Walpole, el líder Whig, y sus antecedentes pueden rastrearse en los escritos del político inglés Henry S. J. Bolingbroke. De modo que lo mínimo que se puede decir de la teoría es que resulta no sólo un tanto arcaica sino que, hoy día, ya ha quedado bastante fuera de contexto. De hecho, la división del Poder nunca sirvió para controlar su ejercicio. Y esto por dos razones: primero porque dicha división es prácticamente imposible de lograr, con lo que termina siendo una ficción institucional; y segundo, porque incluso lográndola, los distintos Poderes entran inevitablemente en competencia, trabándose mutuamente y, ante la esterilidad resultante, hacen lo único lógico que pueden hacer: buscan la forma de reunificarse. Para que la división del Poder funcione es necesario que, por encima de los tres poderes — ejecutivo, legislativo y judicial — exista una instancia superior que actúe de árbitro. Esta instancia, en las monarquías fue la Corona y hoy, en las democracias, es la estructura financiera. La verdad es que la división del Poder solamente sirve para imposibilitar, obstaculizar y complicar el proceso de toma de decisiones. Ningún sistema político bien organizado la necesita. No sirve ni para garantizar la calidad de esas decisiones, ni para impedir posibles excesos; la Historia Argentina de los últimos 20 años debería habernos servido para comprenderlo. Para lo único que sirve la división del Poder es para facilitarle la tarea a la instancia que, por encima de la división, termina haciendo de árbitro ante los inevitables conflictos, por el antiquísimo principio del divide et imperat, que podrá ser uno de los trucos políticos más viejos del mundo pero que sigue funcionando aunque cueste creerlo.

·        “La justicia debe ser independiente”.
Es una simple expresión de deseos que nace de la imposibilidad de instrumentar en forma práctica la división de poderes. ¿Cómo demonios va a ser independiente un Poder que tiene que aplicar las leyes sancionadas por otro Poder, siendo que, para colmo, estas leyes están reglamentadas por un tercer Poder?  ¿De qué “independencia” estamos hablando?. El actual Poder Judicial trabaja con normas dictadas, sancionadas y reglamentadas por los otros dos poderes. Es imposible que sea independiente desde el momento en que toda la arquitectura del sistema lo condena a ser una institución cuya competencia y cuyo margen de maniobra dependen de las decisiones de las otras dos instituciones. Sería independiente si creara las normas que aplica; pero la división del Poder no sólo le niega participación activa sino hasta le impide ejercer cualquier tipo de influencia eficaz y orgánicamente funcional sobre la creación e instrumentación de las normas. Su única posibilidad de ejercer algo de independencia es mediante la “interpretación” de las leyes, algo que siempre termina en fallos que tienen la mitad de la biblioteca a favor y la otra mitad en contra.  El Poder político es uno. Por eso, por más que se lo divida, siempre y en todos los lugares tiende a unificarse. Si no puede hacerlo por las vías formales lo hará por las informales y no hay artilugio de arquitectura institucional que pueda evitarlo. Precisamente por ello, en lugar de persistir en la manía de dividirlo, lo que hay que hacer es seguir el recorrido lógico de un proceso de toma de decisiones y disponer el sistema de tal modo que las funciones ejecutivas, legislativas y judiciales del Estado se coordinen, se complementen y se integren de la manera más armónica posible.

·        “La justicia debe castigar”.
Esta expresión es típica de quienes creen que un juez es algo así como el representante seglar de un Dios laico sobre la tierra y el Código Penal una especie de Biblia profana que contiene la verdad revelada del Dios de los Tribunales. También es muy común en aquellos que, por un motivo u otro — y, digamos la verdad: a veces por motivos comprensibles pero difícilmente justificables — insisten en confundir justicia con venganza y siguen pensando la justicia en los términos de la Ley del Talión. Habría mucho para desarrollar sobre el tema de nuestra concepción jurídica contemporánea; especialmente si se la compara con otras culturas en las que el texto sagrado sirve realmente de fundamento a la normativa jurídica vigente, como es, por ejemplo, el caso de las culturas hebrea e islámica. También habría mucho para profundizar en la enorme diferencia que hay entre Derecho y Justicia. Pero difícilmente éste sea el mejor momento y lugar para hacerlo. En lo personal, estoy firmemente convencido de que la única función realmente útil y plenamente justificable de la justicia penal es la de impedir que el criminal siga haciéndole daño a la sociedad. No creo en la justicia punitoria. Si se me permite decirlo así, creo más bien en la justicia profiláctica. La justicia no tiene por qué tener el objetivo de castigar al delincuente. Lo que tiene que tener es el objetivo de defender a las personas honradas. Con garantizar que el delincuente no pueda seguir haciendo daño su función esencial, en mi opinión, está cumplida. Podemos hablar luego de funciones complementarias de reeducación, readaptación y reparación del daño causado — en la medida en que esto sea posible en absoluto. Me parece excelente. Pero no puedo, ni con la mejor voluntad del mundo, encontrar argumentos sólidos para hablar de castigo. El castigo, entendiéndolo en términos estrictos y específicos, está muy probablemente más allá de la justicia humana y, en todo caso, los seres humanos hemos hecho papelones lamentables siempre y cada vez que hemos querido jugar a Dios.

·        El Poder corrompe; el Poder absoluto corrompe absolutamente.”
Ingenioso y atrayente a primera vista; incluso sustentable con algunos ejemplos históricos; pero falso en el fondo. Desde un punto de vista moral, sólo puede corromperse quien está dispuesto a ser corrupto. Desde el punto de vista organizativo, si un sistema tolera o admite la corrupción es porque, una de dos: o está mal organizado o está diseñado justamente para eso. Lo único cierto es que el Poder absoluto puede otorgar impunidad a los corruptos; que es algo bien diferente. Pero allí la cuestión no está tanto en la cantidad de Poder como en la posibilidad de que los corruptos tengan acceso al mismo o puedan ejercerlo en beneficio propio, amparándose en los recursos que brinda. No es tanto una cuestión de limitar los alcances del Poder sino de dos cosas: A)- mejorar los mecanismos que regulan el acceso a sus puestos — para dificultar y desalentar el acceso de los corruptos o los que están dispuestos a serlo —  y B)- establecer claramente sus funciones, deberes, responsabilidades y atribuciones — para que los actos de corrupción sean detectables y verificables. El sistema partidocrático ha demostrado ser un pésimo método para la selección de los candidatos y el Estado de Derecho liberal, al impedir que las decisiones políticas sean judiciables, ha demostrado ser un sistema jurídico insatisfactorio para combatir a la corrupción política.

·        “Hay que quitarle Poder al Estado”.
Éste es un latiguillo que después admite múltiples variaciones. Desde el “hay que achicar el Estado” de don Álvaro Alsogaray — que, al final, prendió y se ha convertido en casi un dogma de fe para mucha gente — hasta el “yo no quiero que el Estado me dé una mano; lo que quiero es que me saque las manos de encima” del inefable Bernardo Neustadt quien, supongo, habrá querido decir algo tremendamente ingenioso con eso. Por todo lo que llevamos visto, creo que no hace falta reiterar en detalle por qué una disminución del Poder del Estado termina produciendo exactamente lo contrario de lo que se pretende. Un Estado con menos Poder podrá hacer menos cosas. Por lo tanto podrá construir menos oportunidades de acción y de opción. Por lo tanto ofrecerá menos libertades. Un Estado sin Poder no puede garantizar ni brindar ninguna libertad en absoluto. No es la limitación del quantum del Poder estatal lo que importa. Lo que interesa es establecer para qué lo ejerce y cómo lo ejerce. Y en cuanto a su tamaño, lo que realmente importa es que sea eficaz y eficiente. Entre un Estado grande que cumple con sus funciones haciendo bien su trabajo y un Estado pequeño puesto al servicio de la finanza internacional, yo no dudaría ni un segundo en quedarme con el Estado grande. Ahora, si está dominado por el aparato financiero, concedo de buen grado que es preferible que sea liliputiense y lo más barato posible. Por lo menos así nos jorobaría solamente un sector y no un Estado con sus impuestos extorsivos por un lado y la plutocracia con sus intereses usurarios por el otro...

·        Las posibilidades de reelección de un candidato deben ser limitadas.”
Esta es una proposición tan poco práctica que realmente cuesta creer que haya personas sugiriéndola con total sinceridad. Es tan transparentemente evidente que la limitación de la cantidad de reelecciones admitidas sólo sirve para garantizar un puesto en el Poder a los que hacen fila para ocuparlo, que uno no puede menos que maravillarse de cómo la gente insiste en no querer darse cuenta de eso. Que los politicastros estén, como corporación, entusiasmadísimos con la medida es muy comprensible; aún cuando alguno de ellos individualmente se haya sentido perjudicado y haya intentado algún que otro malabarismo para lograr su "re-re”-elección. Pero esto no es cuestión de mirarlo desde la óptica de un político en campaña. Que se me perdone la opinión, pero sería demasiado mezquino. Esto hay que mirarlo considerando que desde hace décadas la Argentina viene buscando a una persona idónea y honrada para que se haga cargo de los asuntos públicos. Y el día en que, ¡por fin!, lo encontremos ¿qué vamos a hacer? ¿Tenerlo durante ocho años y después organizarle una fiesta de despedida? Con solamente ocho años a su disposición el hombre no podría ni siquiera encarar un plan estratégico como la gente. Ocho años podrán parecerle toda una eternidad a un politicastro ambicioso y ansioso, o a un ciudadano irrecuperablemente enroscado en alguna bandería partidaria o ideológica, pero — en términos de proyectos políticos de real envergadura para un país tan devastado como la Argentina —  apenas si alcanzarían para empezar y solucionar las cuestiones más urgentes. Además, no es una cuestión de años. Pónganle seis años de mandato con una reelección y estamos en doce. Sería lo mismo. Es una cuestión de sentido común: ¿por qué vamos a tener que estar forzados a despedir a alguien que sirve? ¿Solamente para que el próximo aspirante al cargo tenga asegurada la chance de llegar al puestito? La periodicidad de los mandatos, entendida como una obligación de los gobernantes de rendir cuentas regularmente a la sociedad, debería bastar y sobrar para impedir que una persona inadecuada se eternice en el Poder mediante alguna maniobra truculenta. Si el hombre no sirve, con no reelegirlo es suficiente. Pero, si sirve, ¡déjenlo seguir gobernando por Dios! ¡Con lo que cuesta encontrar un político que realmente sirva para algo!

·        “Hay que hacer lo que hacen los países exitosos”
Yo quiero jugar al fútbol. Tengo algo de experiencia y hasta algo de talento para jugar al fútbol. Pero me dicen que no. Que hay que jugar al básquet como juega Michael Jordan. No tengo ni la estatura de Michael Jordan, ni la experiencia de Michael Jordan, ni los reflejos de Michael Jordan, ni los sponsors de Michael Jordan, ni el talento de Michael Jordan. Ni siquiera tengo los compañeros de equipo con los que juega Michael Jordan. Si me pongo a imitar a Michael Jordan lo único que voy a conseguir es hacerme el payaso. Y si encima pretendo competir con Michael Jordan hasta voy a terminar dando lástima. Que es exactamente lo que les pasó a todos los que, como único proyecto, sólo supieron decirnos durante más de 10 años que debíamos copiar las recetas inventadas por otros. Y ni hablemos del hecho de que los que copiaron ni siquiera supieron copiar bien.

Con eso debería ser suficiente. Hay, por supuesto, al menos una docena de apotegmas que podrían agregarse pero sería algo abusivo. Lo importante en esto no es hacer un catálogo exhaustivo de todas esas cosas que Jauretche llamaba los “trabasesos”. Lo esencial es forzarnos a hacer una revisión crítica de los conceptos que escuchamos todos los días y que con demasiada frecuencia terminamos aceptando aunque más no sea por cometer la ingenuidad de creer que, si muchas personas dicen lo mismo, lo que dicen debe estar bien.  No lo crean. No hay nada tan universalmente extendido como la estulticia y la ignorancia. Como lo dijo alguna vez Albert Einstein: “Hay solamente dos cosas ilimitadas en este mundo: el universo y la estupidez humana. Y no estoy muy seguro acerca del universo...

El debate pendiente

El sistema político argentino está atascado. Incapaz de resolver los problemas que se le plantean, está dirigiéndose hacia otra “salida electoral” que, si no sabemos aprovecharla como una oportunidad para construir una nueva Argentina, será exactamente tan anodina como todas las anteriores. Con el agravante de que corremos el peligro de no poder generar ni siquiera la ilusión de un recambio, con lo que a la crisis económica, política y moral, le vamos a terminar sumando el descreimiento, la desazón y la desesperación. Tengamos mucho cuidado con esto. La mezcla de tantas cosas negativas puede terminar siendo explosiva. 

Durante el previsiblemente ruidoso debate que precederá a la próxima “salida electoral” se agitarán ante la opinión pública muchas cuestiones; la mayoría de ellas probablemente orientadas a captar el “voto bronca” y a todos los descreídos del sistema. No hay que ser ningún adivino para predecir que, se agitará el fantasma del autoritarismo en un intento por demostrar, contario sensu, que sólo la estructura partidocrática puede garantizar la Libertad. No nos confundamos: la actual falta de alternativas y soluciones concretas es, al menos en buena medida, consecuencia de la miopía política que entiende a la libertad como la resultante de una ausencia o prescindencia de la autoridad. Ese camino es el que terminó siendo recorrido por el anarquismo. En realidad, ese camino siempre conduce al anarquismo. Es uno de los caminos — más bien uno de los callejones sin salida —  que instauró la filosofía política del Iluminismo y la Enciclopedia cuando colapsaron las sociedades tradicionales.

Durante las próximas elecciones se nos dirá que la Argentina corre el riesgo de caer en una dictadura. Es falso. La Argentina está expuesta a los riesgos inherentes al sistema que ha adoptado. Medido en términos de análisis de riesgo, la monarquía presenta el riesgo de la tiranía; la república el riesgo de la anarquía. Y, de todas las formas republicanas, la que más expuesta a ese riesgo está es la democracia. Hasta Aristóteles sabía esto hace ya más de dos mil años atrás. Cuando se toma una decisión — en este caso, cuando se opta por una forma de gobierno — hay que saber los riesgos que se corren. Barrerlos bajo la alfombra con hermosas utopías, o con archicomplejos sistemas de controles y garantías que después nadie consigue hacer funcionar, es sencillamente suicida. Por supuesto; la anarquía siempre ha sido una buena tarjeta de invitación para las dictaduras pero no confundamos los términos: es la anarquía la que le abre la puerta a los dictadores; no necesariamente la república.

También estarán los que pretenderán hacer de las próximas elecciones una guerra de pobres contra ricos. No nos dejemos escamotear el problema. Esencialmente, en la Argentina no hay que eliminar la riqueza; lo que hay que eliminar es la pobreza. Y la pobreza no se elimina con expropiaciones sino con trabajo bien organizado, bien realizado y bien recompensado. Es muy cierto que habrá que terminar con la farra de impunidad de unos cuantos que se hicieron ricos de un modo criminal. Pero eso, por más que sea necesario, no solucionará jamás el problema de la marginalidad, la pauperización y la justicia social. De hecho, la riqueza ilícita ni siquiera es un problema político. En el fondo, no es nada más que un problema policial y judicial.

Los mismos que pretenderán impulsar una cruzada contra los ricos agitarán, también, la lucha de clases como herramienta revolucionaria. Recordemos toda la vasta experiencia de los siglos XIX y XX. La lucha de clases nunca solucionó el problema de la iniquidad social. Cuando la Libertad es declarada como patrimonio de una clase social; con la idea de “liberar” a esa clase de la autoridad de un Estado considerado como “superestructura” de dominio de la “clase” gobernante, estamos ante otro callejón sin salida. La “dictadura del proletariado” no es más que el intento de suplantar una autoridad institucional por otra social. En vez de conferirle autoridad a un Estado, se la conferimos a toda una clase social y con ello creemos haber obtenido la tan ansiada Libertad porque — como grupo social — nos hemos sacado de encima a quienes ejercían el Poder de la institución diseñada para gobernar a toda la sociedad. Es una falacia. Como lo demuestran todas las experiencias marxistas, el proletariado es exactamente tan capaz de generar su propia élite dirigente como cualquier otra clase social y las élites dirigentes proletarias — puesto que tienen la misma funcionalidad en cuanto al ejercicio del Poder político — terminan dándose las estructuras que necesitan para poder cumplir con esa función. Al cabo de muy poco tiempo — puesto que no poseen una concepción auténticamente funcional del Estado — no tienen más remedio que reconstruir la misma arquitectura del Estado que usurparon o tomaron por asalto. Es por eso que la promesa utópica del materialismo dialéctico no se cumplió nunca y las sociedades marxistas no terminaron jamás de “construir el socialismo” para alcanzar la mítica “etapa del comunismo” de la sociedad sin clases y sin Estado que propuso Marx.

La solución no consiste en superar una supuesta “contradicción dialéctica” entre Libertad y Poder mediante la derrota del Poder para garantizar la Libertad.  La solución consiste en organizar a la Política de tal modo que las bipolaridades resulten complementarias. El Poder puede perfectamente servir para construir, ofrecer y sostener las libertades. Más aún: sin un Poder que las garantice y defienda lo único que queda de las libertades concretas son los “derechos” de los cuales todo el mundo habla pero nadie, fuera de ciertos privilegiados, goza. Es previsible que en el próximo debate electoral aparecerá con bastante insistencia la cuestión de los derechos; especialmente la cuestión de los derechos individuales. En cuanto a esto, será necesario tener bien en claro toda una serie de cosas.

En primer lugar, algo que todo el mundo sabe y repite pero que no se quiere terminar de creer: nadie puede ser libre en el seno de una sociedad que no lo es. La Libertad de la que puede gozar el ciudadano de un Estado sojuzgado es la libertad de la oveja que se cree libre porque se pasa la vida en el campo pastando dónde se le da la gana y el dueño la mete en el corral solamente una vez al año para esquilarla. El dueño de la Libertad es siempre el que esquila; no el que pasta dónde le place.

En segundo lugar, a la hora de la verdad, las garantías legales no garantizan ningún “derecho”. La Política es una cosa demasiado seria como para dejársela a los abogados. En la Argentina se votó una constitución hermosamente garantista, se declaró sacrosanto el derecho a la propiedad, se sancionó una ley de intangibilidad de los depósitos bancarios. Y después, cuando un Ministro de Economía tuvo que elegir entre favorecer a su Pueblo o favorecer al sistema financiero, optó por el sistema financiero y mandó de paseo a todas las normas, reglamentaciones, circulares, resoluciones, decretos y leyes que se habían promulgado; la sagrada Constitución incluida. Dejemos de comprar ilusiones jurídicas: la ley es ley mientras haya un Poder que la hace cumplir. Como que no es nada más que la expresión escrita de una decisión política por lo cual lo que importa es el criterio que guía a esa decisión política y la eficacia del Poder que la respalda. Una nueva Constitución probablemente será necesaria en la Argentina — aunque más no sea para eliminar las incoherencias e inconsistencias de la última reforma constitucional. Pero esta necesidad es casi puramente de índole técnica y, en todo caso, nunca ofrecerá más garantías reales que las dadas por el Poder del Estado que la ponga en vigencia.

En tercer lugar, seguramente se planteará la discusión sobre la seguridad pública. En un país en dónde basta con pasear por cualquier barrio para comprobar que las personas decentes viven detrás de las rejas mientras los ladrones se pasean por la calle este debate es tan necesario como inevitable. No podemos seguir viviendo en esta cárcel al revés. La pobreza es un problema a resolver; no una condición que otorga el derecho a delinquir. La función primaria de la justicia penal es la de salvaguardar la integridad y la vida de las personas honradas. Si se preocupa más por el trato dado a los delincuentes que por el trato que las personas honradas reciben de parte de los delincuentes, ya no es justicia.  Y terminemos con el cuento de la “justicia independiente”. El Poder político es el que establece las normas y es también el responsable por hacerlas cumplir. Y si la justicia está enferma de “garantismo”, pues entonces, en la gran limpieza que hace falta hacer en el país, habrá que limpiar también a la justicia de este obstáculo. Los tribunales no están para hacer experimentos ideológicos que demuestren las bondades o los inconvenientes de alguna filosofía abstracta. Están para proteger a la sociedad y para contribuir, en lo que les compete, a la resolución de los posibles conflictos con la mayor equidad que les sea humanamente posible.

En cuarto lugar y por último, preparémonos para un gran debate sobre la cuestión de la autoridad.  Últimamente la palabra “autoritarismo” se le cae de la boca a cualquiera ante la más tímida mención de que, sin disciplina, sin responsabilidades y sin jerarquías, no hay empresa humana en el mundo que sea posible. No obedecemos cuando se nos da la gana; ni obedecemos porque queremos. Como ya lo vimos antes: en la vida uno manda y obedece al mismo tiempo, en virtud de su capacidad y de la función que desempeña. Hay funciones que requieren más autoridad que otras. No por capricho ni por veleidad antojadiza sino por el simple y sencillo hecho de que, sin la autoridad adecuada, esas funciones no se pueden cumplir ni ejercer. La autoridad no nace del consenso, aún cuando puede y debe ser consolidada y fortalecida por el consenso. Nace de la necesidad. Si la función es necesaria, debemos admitir también la autoridad que hace falta para su ejercicio. Ninguno de nosotros aceptaría la gerencia de un proyecto sin la autoridad para decidir cronogramas, prioridades, afectación de recursos o normas de trabajo. Lo que sí hay que evitar es la autoridad de los incapaces. Pero, para ello, lo que debemos hacer es disponer sistemas que impidan la llegada de los incapaces al Poder. Si los dejamos llegar, después no nos quejemos de la autoridad que detentan.

Del fracaso al proyecto

La Libertad liberal, ésa que pretendió ser construida sobre la base de leyes, garantías y derechos individuales, ha fracasado en la Argentina. Ha fracasado por tres motivos principales: primero, porque es un proyecto políticamente inviable; segundo porque estuvo en manos de ineptos y, tercero, porque fue sistemáticamente saboteada por los mismos egoísmos individuales que defendió.

La Argentina ha madurado para la discusión de un nuevo proyecto de Nación que incluya un nuevo modelo de sociedad. La crisis y el caos, más allá del tremendo sufrimiento que han causado, constituyen una excelente oportunidad para tirar lastre y replantear todo lo que debe ser replanteado; sin vacas sagradas, sin prejuicios, sin ideologismos preconcebidos.

La Argentina tiene ahora la oportunidad de reconstruir su Estado y de darle a ese Estado las funciones que todo Estado bien constituido debe tener: diseñar y planificar un futuro positivo con objetivos y metas verificables; construir consensos y dominar las divergencias que desgarran el cuerpo social; conducir a la Nación hacia el logro de los objetivos fijados.

Un Estado con esas funciones deberá tener, en forma coherente y consistente, también las estructuras que hagan posible el cumplir con ellas. Estas estructuras implican la vertebración adecuada de un delgado, pero eficaz, estrato de gobernantes políticos, bien coordinados con un más amplio, pero eficiente, estrato de funcionarios administrativos. La selección de sus integrantes deberá ser estrictamente sobre la base de su idoneidad, aptitud y capacidad. El proceso de toma de decisiones deberá ser sobre la base de una responsabilidad personal, efectivamente exigible a cada funcionario, por las consecuencias que produzcan las decisiones tomadas.

El acceso a los puestos de Poder deberá ser por capacidad, trayectoria y proyectos concretos, tendiendo a integrar a los puestos de decisión del Estado a los más capaces y a los más competentes. La fragmentación innecesaria del Poder deberá evitarse en forma estructural. Hay muchas maneras de lograr esto. Una alternativa viable sería reconocer abiertamente la estructura presidencialista que el Poder ha tenido tradicionalmente en la Argentina otorgándole al Presidente de la Nación la facultad de las decisiones finales, con un Jefe de Ministros encargado de ejecutarlas, apoyado a su vez por una asamblea representativa con funciones de planificación y asesoramiento, cerrando el esquema con una estructura jurídica dispuesta para elaborar instrumentos legales, prevenir delitos y arbitrar divergencias. De este modo, una asamblea, constituida por equipos de trabajo multidisciplinarios, puede elaborar planes y proyectos, ya sea por iniciativa propia, por iniciativa del Presidente o por iniciativa de la ciudadanía. Una vez elaborada la propuesta y sus alternativas, el Presidente toma las decisiones fundamentales. Estas decisiones pasan a los Ministros para su ejecución a través de las estructuras de la Administración Pública. La justicia perfecciona los instrumentos legales necesarios y arbitra y administra los conflictos que puedan surgir, realimentando el sistema con sus conclusiones, lo cual permite corregir los inevitables defectos inherentes a todo proyecto humano.

En la construcción de la nueva planificación habrá que fijar de un modo claro objetivos y metas bien definidas; no debiéndose aceptar simples promesas o expresiones de deseos. Desde el Estado, se necesitará, también, una inversión mucho mayor en investigación y desarrollo para sustentar las tareas de planificación con recopilación y procesamiento de datos, evaluaciones de riesgos, modelajes de escenarios plausibles y elaboración de alternativas para todas las áreas de acción relevantes tales como:  organización institucional; administración pública; estructura jurídica; economía; trabajo; industria y comercio; educación, salud, justicia, seguridad interna y externa, relaciones internacionales, obras públicas, comunicaciones, seguridad social y todas las que resulten necesarias al desarrollo de mayores posibilidades de acción y de opción para las personas y las organizaciones.

En la construcción de consensos habrá que suplantar la discusión de opiniones por la discusión de proyectos. La libertad de opinión debe estar plenamente garantizada pero la opinión es, más que nada, un asunto privado. La opinión publicada no es opinión pública y, en todo caso, por sobre la opinión pública está el interés público. Y lo que interesa al interés publico son los proyectos, los cursos de acción disponibles y las alternativas viables. Sobre éstos, obviamente, habrá opiniones individuales divergentes. Pero también hay y habrá intereses divergentes. Por lo que la vida pública del país ganará muchísimo en claridad y transparencia el día en que dejemos de fingir que discutimos opiniones cuando en realidad confrontamos intereses. Habrá que discutir proyectos y habrá que discutir los intereses afectados por — o relacionados con — esos proyectos. Si eso se hace de una manera institucional y orgánica, la construcción de consensos tendrá una base mucho más firme para desarrollarse ya que, al menos, habremos desterrado de la vida pública a la hipocresía como método y a las operaciones mediáticas como herramienta.

Finalmente, en la conducción de la sociedad hay que instituir el principio de responsabilidad frente a obligaciones claramente establecidas. Hoy todo el mundo clama por derechos. Es curioso que nadie hable de deberes y responsabilidades. La Libertad va a estar mucho mejor fundada cuando la discutamos en términos de deberes, obligaciones y responsabilidades que ahora, cuando la queremos obtener solamente en función de derechos, privilegios, excepciones y “conquistas” que muchas veces no son sino el resultado de un chantaje recíproco.  La dirigencia tiene la responsabilidad personal y la obligación de tomar las decisiones que hacen al bien común expresado en los objetivos y las metas de las políticas de Estado. La ciudadanía tiene, a su vez, la responsabilidad individual y la obligación de apoyar y sostener al Estado que está puesto al servicio del bien común. Ambas responsabilidades se integran y se complementan mutuamente. Por lo cual ambas deben ser exigibles y debe ser sancionado tanto el ciudadano que traiciona a su Estado — por ejemplo, evadiendo impuestos — como el dirigente que traiciona a toda la sociedad incumpliendo sus deberes, perjudicando al conjunto, o poniéndose — como tantas veces ha sucedido en la Argentina — al servicio de un Poder que puede representar los intereses de muchos mercados pero que, ciertamente, no ha representado, no representa, ni representará jamás, el verdadero interés de las 37 millones de personas que consideran a la Argentina como su hogar y su destino.

Mayo 2002


Notas

[1] )- Además, tengamos en cuenta también que buena parte de ellos también gobernó bajo los gobiernos militares ya que la partidocracia en reiteradas ocasiones suministró funcionarios de alta responsabilidad a los gobiernos de facto que luego tan vehementemente denostó. (Volver al texto)

[2] )- Cf. Adrian Salbuchi “El Cerebro del mundo”, Ediciones del Copista, Córdoba. (Volver al texto)

[3] ) Tanto como para hacer un ejercicio: consigan en cualquier Biblioteca la Constitución de la Unión Soviética sancionada por Stalin. Es la Constitución más maravillosamente liberal y plagada de garantías jurídicas que imaginarse puedan. Léanla y maravíllense de todas las hermosas cosas que se pueden poner en una Constitución. Después abran cualquiera de las obras de Solyenitzin y verán como toda esa bellísima parafernalia jurídica sólo sirvió para mantener los campos de concentración del Archipiélago Gulag. (Volver al texto)

[4] )- Los norteamericanos tienen una sigla un tanto humorística para eso: KISS — abreviatura de “Keep It Simple and Stupid” (manténgalo simple y estúpido). Es un juego de palabras. En inglés “kiss” significa “beso” .(Volver al texto)

[5] )- Incluso en estos ámbitos de consulta popular directa, rarísima vez es realmente el Pueblo el que propone las cuestiones sometidas a votación. En la enorme mayoría de los casos la democracia directa se manifiesta tan sólo mediante la aprobación o el rechazo de las iniciativas presentadas por la conducción política. Prácticamente todos los referéndums son por “SI” o por “NO” y la materia sobre la cual el Pueblo levanta o baja el pulgar es elaborada por la dirigencia política, como no podría ser de otra manera. De este modo, aún la democracia directa, en el mejor de los casos, solamente convalida una decisión política; o bien opta por una de las alternativas válidas elaboradas por la conducción. (Volver al texto)

[6] )- Específicamente: el Capítulo 6 del Libro XI, escrito alrededor de 1734. La primera edición de El Espíritu de las Leyes es de 1748. (Volver al texto)

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