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¿CÓMO SALIMOS DE ÉSTA?
La Argentina en su encrucijada final

(Enero 2002)

 

Los hechos

La Argentina, en menos de un mes, sufrió la aceleración de un proceso que fue incubándose durante décadas. En una dicotomía permanente que divorció la política de la economía, la Argentina fue, poco a poco, deslizándose hacia el desastre.

Comenzó con gobiernos militares que, mientras por un lado enfrentaron con métodos y estrategias burdamente polícíacas a un infantilismo revolucionario empecinado en incendiar el país para instaurar una fantasía política inviable, por el otro, entregaban la economía nacional a los distribuidores de unos petrodólares que, lejos de impulsar el crecimiento del aparato productivo, forjaron los primeros eslabones de esa cadena que terminaría siendo la actual Deuda Externa. De este modo, el problema político de la Argentina quedó sin resolver — por lo que cada experimento militar terminó en las consabidas “salidas electorales” — y el problema económico, solamente empeoró en lugar de mejorar.

Las “salidas electorales” le dieron al país algunos años de experimentos civiles basados en una democracia liberal débil, anacrónica, ineficiente y carente de objetivos claros. Estos experimentos intentaron resolver el problema político suplantando al Estado Policial de los militares por el Estado Acuerdista de los civiles. Pero como el Estado Acuerdista civil resultó ser políticamente tan ineficaz como el Estado Policial militar, la economía, en realidad, nunca cambió de manos. Sorteando los avatares de la política sin rumbo, la economía siguió — con algunos altibajos, es cierto, pero pero en forma bastante sostenida en general — la estrategia diseñada desde los centros financieros internacionales. De los Chicago boys de Martinez de Hoz al Harvard gang de Cavallo hay una conexión en línea recta que sólo los políticamente ciegos se niegan a ver.

De este modo llegamos a la Argentina de hoy. Con un sistema político completamente colapsado, trabado en su funcionamiento; un sistema en el que la población ya no cree y representado por dirigentes a los que prácticamente el 50% del electorado repudia, tal como quedó demostrado en las elecciones de Octubre del 2001. Pero, además, con un régimen económico también colapsado y trabado en su funcionamiento, con deudores que no pagan, acreedores que no cobran, bancos que no hacen frente a sus obligaciones y empresas que funcionan prácticamente por inercia. Cuando funcionan.

La visión de la gente

Estos son los hechos. La cuestión es que plantear los hechos en Política no siempre es suficiente. A veces, ni siquiera es lo esencial. Y esto porque, muchas veces y aunque parezca mentira, no es tanto la realidad lo que importa. Hay situaciones — y la actual es una de ellas — en dónde lo que realmente importa es la percepción que las personas tienen de esa realidad.

En los últimos años, Internet se ha vuelto un medio de comunicación formidable. Dentro de este contexto, se ha producido, además, un fenómeno digno de mención: el correo electrónico ha suplantado en buena medida al panfleto político. Lo que hace veinte o treinta años atrás se publicaba en volantes y hojas mimeografiadas, hoy circula, con un alcance muchísimo mayor, por los buzones electrónicos de la red. Personas con inquietudes y con una PC sobre el escritorio pueden generar debates, participar en debates y lanzar ideas y propuestas.

Si uno se toma el trabajo de resumir las propuestas que en los últimos diez o doce meses han estado circulando por este medio, es posible obtener un cuadro bastante certero de la percepción que la gente tiene acerca de los hechos. Las propuestas que circulan por este ambiente pueden resumirse en la lista que se incluye a continuación. En términos generales, la gente pide: 

  • Que todas las estructuras políticas nacionales, provinciales y municipales se reduzcan el sueldo en un 50%
  • Que se despida a todos los ñoquis
  • Que se reduzcan los gastos del poder legislativo
  • Que se eliminen los “fondos reservados”
  • Que se bajen los impuestos.
  • Que haya un control presupuestario
  • Que haya un presupuesto equilibrado
  • Que los representantes en el exterior ayuden al comercio exterior del país.
  • Que no se pague la Deuda Externa
  • Que se deroguen las jubilaciones de privilegio
  • Que se simplifique el pago de los impuestos y su cálculo.
  • Que se desregule la economía.
  • Que se simplifiquen los trámites administrativos y burocráticos.
  • Que se termine el contrabando y que la Aduana sea eficiente.
  • Que se termine la corrupción.
  • Que se juzqgue y condene a todos los corruptos.
  • Que los criminales sean condenados y vayan a prisión.
  • Que se vayan los jueces corruptos
  • Que la Justicia sea independiente.
  • Que renuncie la Corte Suprema.
  • Que se regionalice el país
  • Que desaparezcan personajes conocidos como Barrionuevo, Moyano, Daer, Ruckauf, Moreau, Stubrin, Storani, Alfonsín, Castro, Menem, etc. etc. (la lista es prácticamente interminable)
  • Que no haya nadie en cargos públicos que tenga un prontuario y no un “currículum” (Bernardo Neustadt dixit).
  • Que el sistema electoral impida que los legisladores no tengan que responder a nadie por sus acciones o inacciones.
  • Que se terminen las listas sábana.
  • Que se mida la eficiencia y la competencia de los funcionarios y que se obligue a renunciar a los ineptos y a los ineficientes.
  • Que los funcionarios públicos sean honestos e inspiren confianza

El listado, por supuesto, no pretende ser exhaustivo. Pero ya un análisis superficial revela que el Pueblo, al igual que su Gobierno, está más dando manotones de ahogado que enfocando el problema de un modo estructural.

Porque la lista de propuestas, en realidad, no es una lista de propuestas sino una lista de deseos. Más que un conjunto de propuestas es casi nada más que una larga lista de compras para el supermercado político; con el agravante de que los compradores muy probablemente no tienen ni idea del precio de la mercadería que piden y la mayoría de las veces ni siquiera saben con qué y cómo la pagarán.

Hay algo que todos deberían entender: ninguno de estos deseos puede ser realmente concretado dentro de la actual estructura política del país. Para poder hacerlo, se necesita reorganizar a toda la Argentina de un modo completamente diferente. La Argentina no ganará nada tratando de hacerle parches al actual sistema. Lo que necesita es otro sistema. El parche es justamente lo que tiene ahora.

La rebelión de la “Clase Media”

En los últimos días de De La Rua la sociedad argentina explotó. Esas manifestaciones fueron tan espontáneas como puede pedirse de una manifestación política, habida cuenta de algo que sabemos todos los que estamos en política desde hace muchos años: que las manifestaciones políticas nunca son del todo espontáneas. Sin embargo, aún así, es cierto que hacia mediados de Diciembre del 2001, el pueblo argentino — en su totalidad — había llegado al límite de lo que podía soportar. Finalmente, entre una masiva demostración de repudio popular y un descontrol lindando en la anarquía criminal, De La Rua se tuvo que ir a su casa dejando detrás de si una bomba de tiempo montada por Cavallo: el virtual secuestro del dinero deposítado en los bancos; algo que el ingenio criollo terminó bautizando como “el corralito”.

El enjuague político que puso a Rodriguez Saá en la presidencia duró realmente lo que un suspiro en medio de un huracán. Atrapado en la interna justicialista, con apenas dos meses de tiempo para llamar a unas elecciones que nadie quería, porque las cajas partidarias estaban vacías y el radicalismo preveía una derrota segura, el enjuague sirvió apenas para reconocer un default inocultable y ensayar un par de alternativas; algunas de las cuales (como, por ejemplo, la de la tercera moneda) no hubieran sido tan irrealizables si no hubieran estado tan mal presentadas y tan deficientemente propulsadas por personas tan manifiestamente ineptas. Agotadas las escasas posibilidades del improvisado parche político en apenas un par de días, la política Argentina tuvo que enfrentarse con la realidad. Y la realidad fue el colapso de la convertibilidad, con la explosión del “corralito” que terminó estallándole en las manos a Duhalde.

Con ello, lo que se provocó fue la histeria de la clase media argentina que se sintió tocada en aquello que Perón llamaba su víscera más sensible: el bolsillo.

La agonía de la Argentina mediocre

La enorme mayoría de lo que se llama “Clase Media” en la Argentina no es sino un segmento social de lo que Jauretche llamaba el “Medio Pelo” compuesto por lo que José Ingenieros, sin tanta amabilidad, denominó como “El Hombre Mediocre”. En un análisis pormenorizado, habría incluso que ver hasta qué punto la llamada “clase media” argentina es una “clase” en absoluto ya que difícilmente su categorización se ajustaría al significado que el término tiene en el léxico marxista del cual ha sido tomado de prestado.

Sea como fuere, lo único cierto es que esa “clase media” alimentó a la vida política del país con la gran mayoría de sus lacras. Fue la que pensaba en francés y negociaba en libras esterlinas inglesas por la época en que uno de sus insignes representantes se vanagloriaba de haber conseguido que el país formara “parte virtual del Imperio Británico” luego de la firma del Tratado Roca-Runciman. Y fue tambien la que después envió a sus hijos bien educados a Chicago y a Harvard para cambiar el francés por el inglés y a las libras esterlinas por dólares, mientras sus hijos malcriados se inspiraban en la Cuba castrista y en la Rusia soviética para iniciar aventuras revolucionarias inflamadas de metas utópicas y carentes por completo de objetivos viables.

Luego, fue esa misma clase media la que no protestó cuando Alfonsín destruyó a las Fuerzas Armadas y, con ello, anuló la capacidad del país para hacer frente a una amenaza externa con al menos algo de poder de disuasión. Como que tampoco protestó cuando Menem y Cavallo prácticamente regalaron las empresas más importantes del país a la finanza internacional y con ello entregaron resortes vitales de la economía a la especulación privada que muchas veces ni siquiera fue privada.

Contribuyó luego a reeligir a Menem, aun a pesar de la campaña mediática en su contra, y solamente se divorció del visiblemente senil playboy libanés cuando éste quiso traicionar (otra vez) el Pacto de Olivos firmado con Alfonsín pretendiendo hacerse re-reelegir para eternizar su influencia y consolidar a su banda de amigos en el Poder. La gran mayoría  de esta “clase” se sumó alegremente al cacerolazo que estalló contra el gobierno aliancista, al que había votado casi en masa, y luego se arrepintió arremetiendo — otra vez a los cacerolazos — contra el gobierno que le sucedió, asustándose de que la imprudencia de la ignorancia política aplaudiera el default con el mismo entusiasmo con el que toda la medianía argentina había antes aplaudido a la convertibilidad y a las privatizaciones de Cavallo.

El representante típico de ese Medio Pelo creyó, y todavía cree, con una ingenuidad política infantil, que fue solamente el “tachín-tachín” de las cacerolas lo que destituyó a De La Rúa. Todavía no se dio cuenta de que la casta política, constituida en su enorme mayoría por burgueses igual que él, se asustó muchísimo más de la espontaneidad de las primeras concentraciones, de los saqueos a los supermercados y del asalto a alguna vivienda particular que del ruido de las cacerolas, de la histeria de un par de señoras gordas de Palermo y de los bocinazos escandalizados de la tilinguería de Belgrano — adecuadamente magnificados por un aparato mediático cuyos empleados filmarían hasta la muerte de su propia madre con tal de lograr dos puntos más de rating. Y hoy, ese mediopelo típico, se prende al televisor para consumir bovinamente los productos de ese mismo aparato mediático el cual, una vez lograda la licuación de sus deudas gracias a la devaluación, ha comenzado a omitir algunos hechos que no tiene ningún interés en transmitir.

La mediocridad argentina todavía no se dio cuenta de que todo movimiento popular, para afectar realmente al Poder de turno, debe contener necesariamente cierto grado de masividad y cierto grado de coacción porque el Poder, ni se deja impresionar por el griterío de una minoría insignificante, ni tampoco se deja asustar por una protesta que, por más ruidosa que sea, termina — por inercia natural — agotándose en si misma. El pequeñoburgués medio de la Argentina no ha querido nunca creer — ni mucho menos entender — que ni las “protestas pacíficas” impresionan a nadie ni la “gimnasia revolucionaria” de un par de delirantes asusta a nadie. Pero algo de ambas cosas juntas, con cierta masa crítica de cantidad y cierto grado de amenaza real en la acción, pueden producir el efecto deseado. Sobre todo cuando el Poder lo detenta alguien que no sólo no sabe qué hacer con él sino que, incluso, es tan cobarde que teme asumir la responsabilidad de ejercerlo en absoluto y busca desesperadamente un mítico “consenso” — no para darle fuerza a una decisión tomada sino, en primer lugar, para diluir las responsabilidades por la decisión que no se atreve a tomar (como en el caso de De La Rua) o no quiere tomar (como en el caso de Rodriguez Saá).

El Medio Pelo argentino protesta ahora porque le han tocado el bolsillo. Se lo han tocado mal, es cierto. Lo que le han hecho es muy injusto y hasta ilegal, sin duda. Pero la legitimidad de la protesta se logrará recién cuando la “clase media” argentina, de cuyo seno salió — o en cuyo seno se metió — la enorme mayoría de los actuales dirigentes, reconozca su responsabilidad por lo sucedido. Cuando admita que nunca confió en la moneda de su propio país, ni siquiera en los momentos en que podía haber confiado en ella, y que prefirió constantemente operar y hasta pensar en la moneda del país con el que más deudas se habían contraído. Cuando reconozca que no protestó con eficacia cuando los bancos, irresponsablemente, prestaron su dinero — el de la “clase media”, no el de los Bancos — a un Estado manifiestamente insolvente y a unas tasas que hicieron inalcanzables los créditos a la pequeña y mediana empresa. Cuando se dé cuenta de que todo el tiempo estuvo operando con dinero virtual porque, en la enorme mayoría de los casos no llevó dólares a los bancos, sino que depositó pesos en cuentas de dólares virtuales, y ahora quiere dólares reales porque el peso real — ese mismo peso que siempre despreció —resulta que no vale lo que se pretendía hacerlo valer; con lo que a la burguesía mentalmente dolarizada se le autocumplió su propia profesía.

Porque la burguesía — y esto no sólo en la Argentina —nunca criticó el sistema bancario. Un sistema que presta lo que no es de él y lo presta múltiples veces a punto tal que jamás, en ningún país del mundo, consigue hacer frente a una demanda simultánea de acreedores. Un sistema montado para hacer plata con la plata de otros y que gana plata alquilando a tasas usurarias la plata de otros. Y ahora, cuando resulta evidente la inconsistencia y hasta la indecencia de este sistema financiero, la burguesía argentina pretende que un Estado en quiebra se haga cargo de la plata que los Bancos prestaron mal, a una tasa que jamás se debería haber aceptado, dictada por los amigos de Cavallo al Estado administrado por Cavallo, que lo invirtió peor, mientras ninguno de los ahora furibundos caceroleros y caceroleras decía palabra porque la alquimia contable del dinero virtual permitía obtener algunos puntos de interés sobre los depósitos acopiados a plazo fijo.

Las ramificaciones de la mediocridad

Pero hay más. En tren de decir la verdad hay que tener el coraje de decirla toda. El Medio Pelo argentino no se limita solamente al estamento de los empleados de cierta jerarquía que le sirven de supervisores y gerentes al capitalismo globalizado. La agonía de la Argentina mediocre se ha producido porque la mediocridad pequeñoburguesa se extiende por muchos otros estamentos de la sociedad.

Esa misma mediocridad es la que engendró a los pequeños empresarios prósperos de las empresas quebradas. Empresarios que vaciaron fábricas para convertirlas en aventuras de importación tanto con “Joe” Martinez de Hoz como con Cavallo. Empresarios que, mientras estuvieron protegidos por la máquina de impedir aduanera fabricaron cualquier basura con el criterio del “ma sí, total sirve igual”, vendiéndolo a precio de oro, y después lloraron a lágrima viva cuando se vieron obligados a competir con la mano de obra esclava oriental que trabaja por una taza de arroz por día y con la automatización globalizada que escupe cantidad con calidad.

Empresarios comerciales e industriales que remarcaron precios a lo loco durante la época de la hiperinflación alfonsinista — y que volverían a remarcar a lo loco si habría algo de plata en el mercado actual, siendo que sin duda lo harán apenas puedan — y que huyeron al Brasil apenas olfatearon que podían ganar allí un dólar adicional. Empresarios que, en lugar de luchar contra una carga impositiva demencial y contra leyes laborales que imposibilitaron hasta la más elemental disciplina laboral, evadieron impuestos, negociaron huelgas con sindicalistas venales, y se dedicaron a contratar empleados en negro sólo para poder despedirlos a mansalva apenas bajaba la demanda que ellos mismos se dedicaban a contraer fabricando mal, vendiendo caro y pagando el mínimo posible de salarios.

Fue esa mediocridad empresaria la que se consideró tan tremendamente dotada de "viveza criolla" que pretendió engañar a clientes internacionales mandándoles muestras excelentes para cerrar el negocio y enviando luego masivamente productos de calidad inaceptable creyendo que nadie lo notaría. Que se enojó cuando se dió cuenta de que a los precios exorbitantes del mercado interno inflacionario no conseguiría colocar ni un escarbadiente en los mercados internacionales. Y cuando se hubieran podido hacer negocios — buenos negocios — en el país, los más ilustres representantes de esa mediocridad empresaria se dedicaron sistemáticamente a armar negocios con la casta política local, destrabando con coimas la máquina de impedir de los políticos y los burócratas, haciendo que la plata la pusieran los de afuera, y el know-how lo pusieran también los de afuera, y el trabajo lo pusieran operarios de adentro con sueldos rebajados, cuando no operarios otra vez de afuera ilegalmente ingresados al país y, por supuesto, contratados en negro a salarios irrisorios. 

Ese "empresariado nacional” nunca quiso involucrarse políticamente. Bajo el pretexto de un apoliticismo aséptico, nunca se jugó realmente por una política con un proyecto de país; no financió nunca ningún instituto serio de Planificación Estratégica. Peor aun: permitió y hasta alentó a los políticos a financiarse con una “caja” mal habida, robada de los recursos de la administración pública — esa misma administración que ese mismo empresariado desangraba evadiendo impuestos o “eludiéndolos” para salvarse de ir a prisión. Ese empresariado prefirió convalidar la corrupción política en lugar de presentarle real batalla a la voracidad fiscal insaciable de un Estado incapaz de cumplir con sus funciones esenciales y al cual el FMI le exigía aumentar los impuestos en cada nueva recomendación.

Ese empresariado nunca, jamás, denunció un desfalco político. Prefirió siempre pagar coimas y callar con tal de no tener que hablar claro y erogar el costo íntegro de las campañas electorales. Se contentó siempre con aportar tibiamente algunos millones a las arcas de las dos o tres fuerzas políticas más importantes (o directamente al bolsillo de los dos o tres politicastros más publicitados), usando para ello parte del dinero mal habido, obtenido en negocios armados con el Poder de turno. Y ahora, ese mismo empresariado es el que pide plata, pide protección, pide proyecto de país, pide políticas previsibles, pide seguridad jurídica y, sobre todo, pide que el Estado al que contribuyó a arruinar le garantice una rentabilidad que le permita rearmar la farra que la globalización le destruyó.

Seguramente habrá quienes digan que este análisis está hecho desde una óptica clasista. Y se equivocarán, como se ha equivocado siempre la izquierda dogmática. Porque el clasismo marxista ha fallado por completo para explicar la realidad Argentina. La contracara de la burguesía asalariada o empresarial es exactamente tan responsable por lo suyo. La estructura representativa de lo que los marxistas llamarían el "proletariado" ha acompañado este proceso de una forma casi ovejuna en la enorme mayoría de los casos. La dirigencia de este estamento es, o bien un sindicalismo burocrático que se fuma en pipa el dinero de Obras Sociales que hacen plata denegando prestaciones y canalizando a los enfermos hacia un hospital público desabastecido, o bien un sindicalismo “combativo” que se opone a todo, rechaza todo, denuncia todo, y exige todo, a propósito de cualquier cosa; con actitudes tan desorbitadas y desplantes tan estériles que lo único que ha conseguido es un buen par de muertos por el camino y ni una sola fisura seria en la estructura del sistema.

En la Argentina, el "proletariado" ha seguido a dirigentes obreros que jamás, nunca, denunciaron a una empresa por evadir impuestos; que rarísimas veces accionaron en serio contra empresas con condiciones de trabajo inhumanas y hasta innecesariamente insalubres; que nunca, jamás, paralizaron una empresa por aumentar indebidamente los precios; que nunca, jamás, accionaron ante gruesos casos de contaminación ambiental; que nunca, jamás, denunciaron un contrabando; que solo en contadísimos casos brindaron capacitación profesional a sus afiliados; que nunca, jamás, organizaron eficientes Bolsas de Trabajo para combatir en serio a la desocupación; que nunca, jamás, consideraron siquiera otra forma de presión activa que el simplemente dejar de trabajar para ir a tocar el bombo, agitar algún cartel, romper algunas vidrieras de paso y — en el más grave de los casos — enfrentarse a pedradas y a los tiros con la policía o la gendarmería. Muchos de estos dirigentes hicieron huelgas cuando las bases estaban a punto de pasarles por encima y las vendieron cuando la cosa estaba localizada en un conflicto puntual. 

Y esos dirigentes, que muchas veces tuvieron que alquilar micros y hasta pagarle a la gente para poblar alguna plaza porque, de otro modo, se hubieran quedado solos frente al micrófono; esos mismos dirigentes están ahora completamente desorientados porque ha quedado meridianamente claro que todas sus manifestaciones, concentraciones, piquetes, cortes de ruta, huelgas y planes de lucha no han conseguido construir e imponer una alternativa válida frente a la bancarrota total del país.

Después de todo esto — y, ¡por Dios, que quedaron cosas en el tintero! — ¿alguien puede en su sano juicio creer realmente que el problema de la Argentina se arregla rebajándole el sueldo a los políticos, reduciendo su número, poniendo dos senadores en vez de tres y eliminando las "listas sábana"?

¿Por qué, de una maldita vez por todas, no nos dejamos de pavadas?

El problema de fondo

El problema de fondo que tiene la Argentina es que los argentinos, más allá de hermosas listas de deseos, no tienen una idea concreta de cual es el país que quieren y mucho menos se han planteado en forma seria los sacrificios que están dispuestos a hacer (y los que NO están dispuestos a hacer) para conquistar ese país posible. El problema de fondo, rastreable a lo largo de toda la Historia, es  la casi total falta de compromiso de la élite dirigente argentina con el destino de su Nación.

Ahora que se cayó la estantería; ahora, cuando hasta un Presidente ha tenido que admitir, abierta y públicamente, que el país está quebrado, fundido, arruinado; muchos se preguntan ¿y ahora qué hacemos? Es un poco tarde para hacer esa pregunta. Porque lo que hay que hacer tendría que haber sido hecho hace rato. El fallo del Juez Ballesteros sobre la Deuda Externa es de mediados de Julio del 2000. Desde hace más de un año y medio que ese dictamen duerme el sueño de los justos en los cajones de los señores legisladores sin que ninguno de esos Padres de la Patria se haya atrevido siquiera a considerarlo. Nuestra propuesta para la fundación de una Segunda República fue adelantada hace un año, en Enero del 2001 y reiterada en Marzo del mismo año. Y valgan éstos como ejemplos al azar porque desde hace muchos años profesionales y analistas serios vienen proponiendo en la Argentina alternativas de solución y proyectos viables. Y desde hace la misma cantidad de años, nadie los escucha. O se los escucha, se los aplaude, y después nadie hace el más mínimo sacrificio para convertir la propuesta en realidad.

El problema de fondo es que, dado que su élite dirigente carece de conciencia nacional y de compromiso nacional, la Argentina carece de un proyecto de país inspirado en una visión nacional. Y como consecuencia de ello carece, en definitiva, de esa misión diferenciada en lo universal que convierte a los Pueblos en Nación.

No existen en la Argentina equipos de trabajo serios y multidisciplinarios, dotados de los recursos suficientes como para  hacer la Planificación Estratégica que el país necesita. Por ello es que los políticos, aún aquellos con sinceros deseos de aportar algo positivo, llegan al Poder primero y luego se ponen a estudiar alternativas de acción y de opción — utilizando los recursos del Estado. Y las alternativas, obviamente, no se condicen después con sus promesas electorales. En la mente de los que participan en la vida política argentina hay una especie de postulado: primero llegamos al Poder con (o sin) un par de ideas básicas y después veremos lo que hacemos. Por eso, para cuando llegan al cargo, los políticos argentinos ya han firmado tantos compromisos que no pueden hacer nada ni aún suponiendo que quisieran hacerlo. Por eso prosperan los personajes como Cavallo: son los únicos que antes de acceder al Poder ya tienen un Plan establecido de antemano. La desgracia de la Argentina es que esos Planes están diseñados por los think-tanks que impulsan la globalización y la expansión del actual sistema financiero internacional y los políticos locales los compran porque, a falta absoluta de Planes serios propios, siempre terminan llegando a la impotente conclusión de que “no hay otra alternativa”.

Pues las alternativas se construyen. No caen del cielo. No surgen por generación espontánea. La buena noticia es que siempre hay otra alternativa pero, con la complejidad de los problemas actuales, forzosamente resulta del trabajo de equipos dotados de los recursos indispensables. Y la mala noticia es que una buena alternativa todavía representa solamente la mitad del camino recorrido porque, una vez construida, harán falta más equipos, trabajando coordinadamente, para concretarla y llevarla a la práctica.

Argentina no tiene absolutamente nada de eso. Tiene, eso si, una variedad de centros de estudio y de instituciones que repiten casi mecánicamente los preceptos y los dogmas de los gurúes internacionales. En estos centros se reune toda una familia de jóvenes profesionales (y otros no tan jóvenes) que padecen la enfermedad crónica de la mediocridad intelectual por la cual lo único válido y lo único posible es lo que ya se hizo en alguna otra parte. La clásica pregunta que formula toda esta generación de profesionales es: “¿qué hacen los países exitosos?”. Y el problema no está, por supuesto, en que se hagan esa pregunta porque una buena referencia siempre es útil. El problema está en que ésa es la única pregunta que se hacen. El problema está en que quieren “zafar” tratando de copiar soluciones de la misma forma en que probablemente “zafaron” en sus exámenes universitarios: copiándose o repitiendo mecánicamente los paradigmas de la más reciente escuela de management. El problema está en que ni se les ocurre que A)- puede haber una solución distinta a las ya intentadas y B)- muchas de las tan publicitadas soluciones de los grandes gurúes no son tales porque en los “países exitosos” se han generado muchísimas veces los mismos desastres que padecemos aquí, sólo que en esos países no han sido tan estúpidos como para persistir en el error durante tanto tiempo como se lo ha hecho en la Argentina.

En el país se han propuesto medidas parecidas a las que tomó en su momento Margaret Thatcher y nadie ha querido reconocer que en la Inglaterra actual la gestión económica de esa señora terminó tan devaluada como el peso argentino, por decir lo menos. Hoy en todo el mundo existe una crítica muy dura y apenas disimulada contra las estrategias del FMI y los centros de estudios argentinos siguen insistiendo en que la culpa de todo la tienen los políticos que no entendieron la genialidad del “modelo” económico. En la Argentina no se ha escuchado ni siquiera a J.K.Galbraith quien llegó a decir que: “Cuando bancos irresponsables prestan dinero irresponsablemente a gobiernos irresponsables, el resultado es necesariamente una situación como la de los países latinoamericanos”.

El escenario actual

En el ocaso casi final de un país en vías de desintegración, el actual gobierno está frenéticamente tratando de desarmar la bomba del “corralito”.  Si podrá — o no — quitarle el detonante, eso es algo que a esta altura de los acontecimientos es difícil de predecir. Por lo sucedido hasta ahora, lo mínimo que puede decirse es que resultará difícil. Muy difícil. La sociedad argentina está prácticamente en un estado de desobediencia civil y, así como no se pagan los plazos fijos y el dinero de las cajas de ahorro a los depositantes, en prácticamente la misma medida esos depositantes no pagarán impuestos. Con lo que el Estado está a punto de quedar tan económicamente asfixiado como sus súbditos. Y ya no quedan “joyas de la abuela” para vender. A menos que se quiera avanzar un paso más en la estrategia de la globalización y, así como durante las privatizaciones se aceptó el concepto de canjear “deuda por empresas estatales”, ahora se pase a la etapa siguiente que, según la documentación disponible, prevé la posibilidad de canjear “deuda por territorio”.

Por otro lado, la crisis económica argentina no es tan local como parece. Desde hace varios años que la planificación estratégica norteamericana viene considerando el escenario de un “colapso controlado” del sistema financiero internacional. De hecho, los EE.UU. estarían ya en una situación de recesión feroz si no hubieran aprovechado el atentado del 11 de Setiembre del 2001 para fabricar la guerra en Afganistán, inventar una Cruzada contra el Mal y mover a pleno los engranajes de su industria bélica. Adicionalmente, es indiscutible que el sistema bancario mundial sucumbiría, de un modo muy similar a como se hundió el sistema bancario argentino, si de pronto hubiesen motivos para desconfiar del dólar norteamericano.

Es  quizás paradójico, pero así como están dadas las cartas hoy sobre el tapete internacional, lo peor que le podría pasar a los EE.UU. es que estalle la paz. En un escenario de paz internacional, la recesión de la economía norteamericana se volvería inocultable y el dólar perdería sustentabilidad. Si arrastraría con ello al Euro — o no — es una buena pregunta. Quizás les sirva de poco consuelo a quienes tienen hoy sus dólares encerrados en el “corralito”, pero así como el peso no valía lo que la convertibilidad y Cavallo decían que valía, el dólar tampoco vale lo que la Reserva Federal y Allan Greenspan dicen que vale.

En este escenario, hay que admitir que la jugada del actual gobierno argentino de involucrar a la Iglesia Católica y a ciertas áreas de Naciones Unidas en la búsqueda de una reedición algo tardía del Gran Acuerdo Nacional, no deja de ser una movida de ajedrez bastante hábil. Al menos, pone sobre el tablero un par de piezas que antes no estaban y, con ello, obliga a varios a re-pensar el juego. Por supuesto que el Acuerdo en si y tal como está planteado, es pura retórica. Ni los acuerdos se logran por consenso ni el el consenso se logra por acuerdo. Los acuerdos se logran por intereses convergentes y el consenso se logra por valores compartidos. En política esto significa que los acuerdos se hacen cuando existe la posibilidad de un aumento de Poder para las partes involucradas y el consenso se logra cuando coinciden los objetivos (y las intenciones) de los intervinientes en cuanto al ejercicio de ese Poder. Lo demás es simple literatura romántica y oratoria de ocasión.

Pero, precisamente por esto es significativo que la Iglesia haya aceptado involucrarse. Difícilmente una estructura como la Iglesia — que ha conseguido sortear 2000 años de vaivenes políticos, que tiene uno de los mejores servicios de informaciones del mundo y que cuenta con abundantes y bien distribuidos recursos humanos y materiales — se enredaría en una aventura a la cual no se le puede ver un final previsible. Por supuesto que no se tratará de recorrer el país para preguntarle a sus habitantes qué es lo que tienen a bien desear y destilar a partir de las respuestas una especie de catecismo laico común o una especie de Declaración de Principios compartida. De lo que se tratará es de ir llevando de la mano a los interlocutores hacia unas conclusiones que ya están establecidas de antemano; sugiriendo oportunidades y soluciones que, en un país que ya no tiene alternativas, pueden terminar surgiendo como LA alternativa.

Considerando las circunstancias, la del gobierno no ha sido una mala jugada. Aunque es peligrosa. Muy peligrosa. Si sale bien, podrá presentarle al país, si no un Proyecto Nacional, por lo menos un programa de Políticas de Estado al cual difícilmente la partidocracia se atreverá a atacar; especialmente ahora que sus representantes más agnósticos y anticlericales se hallan tan desgastados y desacreditados. Con ello, la Iglesia podría volver a tener en un gobierno civil la misma influencia que otrora supo tener en los gobiernos militares.

Pero si sale mal, la Iglesia seguramente pateará el tablero. Porque, por más interés que pueda abrigar hacia un país como la Argentina, de ninguna manera estará dispuesta a sacrificar su estructura institucional y su posición de Poder en el ámbito internacional tan solo para salvar a un país sudamericano de su inevitable destino.  Y en ese caso, no es imposible que — frente a la libanización resultante — algún organismo de la ONU recomiende “medidas de pacificación”, con lo que a la intervención de una “fuerza de paz” se le habrían abierto las puertas de par en par.

En este sentido habrá que prestarle atención a las actividades de los representantes de la ONU durante las negociaciones y conversaciones. La Iglesia y la ONU no son socios en este proyecto. Son competidores que se vigilarán mutuamente. No están juntos porque están mancomunados. Están juntos porque ninguno de los dos quiere dejar solo al otro en la Argentina.

¿Y ahora qué hacemos?

Buena pregunta.

La Argentina está poco menos que arrinconada. No es sólo su economía la que está atrapada en el corral bancario. Su Estado está casi igual de atrapado en otro corral constituido por el casi nulo margen de maniobra que sus dirigentes han conseguido con sus errores, con sus omisiones y hasta con sus traiciones.

Técnicamente y por más que aulle de indignación la “clase media” lo único correcto que cabe hacer es liberar al Estado de su corral primero, para poder liberar a la economía del suyo después. La Argentina no tendrá nunca una economía realmente libre si no tiene primero un Estado realmente soberano. Y solamente disponiendo de ambas cosas podrá aspirar luego a tener una sociedad justa. Hay que prestarle atención a las prioridades porque en esto el orden de los factores altera el producto.

Lo primero que hay que hacer en la Argentina es ponerla íntegramente sobre nuevas bases políticas. Para ponerlo en los términos que tanto agradan a los que siempre quieren tener ejemplos exitosos de otros países: más que un Pacto de La Moncloa, la Argentina necesita una Quinta República francesa. Una nueva República en dónde el Estado no esté definido en los términos dogmáticos de una democracia liberal anacrónica y obsoleta sino en términos de funcionalidad institucional, eficacia ejecutiva, eficiencia administrativa y responsabilidad personal para sus funcionarios. 

Lo que hay que hacer en la Argentina es reconstituir y unificar el Poder político, independizándolo del sistema financiero y restaurando al Estado en sus funciones esenciales de síntesis de conflictos, conducción de proyectos y previsión de adversidades. Lo que hay que construir en la Argentina es un Estado organizado de manera funcional, bajo el principio de que el Estado tiene un solo Poder — y no tres poderes competidores que se traban entre si — con lo que la función esencial le corresponde a la instancia que toma las decisiones, siendo que la ley es un instrumento para explicitar y reglamentar las decisiones tomadas y la justicia es un servicio que garantiza la equidad en la interpretación y en la aplicación de esas decisiones así como en la resolución de los inevitables conflictos.

Lo que hay que hacer es estructurar orgánica y funcionalmente la relación entre la Administración Pública y los cargos políticos; eliminando todos aquellos puestos políticos que no se encuentren en niveles de auténtica decisión y creando un verdadero Servicio Público, estable, jerarquizado, capacitado, comprometido y eficiente.

Lo que hay que hacer es dotar a un Estado así organizado de un verdadero Plan Estratégico — con metas, objetivos e hitos verificables — orientado a explotar al máximo las oportunidades que brinda el contexto internacional y las potencialidades que tiene el país mientras, simultáneamente, se minimizan las amenazas a las que está expuesto y las debilidades que posee. Ese Plan Estratégico es necesario porque con él — y sólo con él — se sabrá por fin quien hace qué, con qué recursos, dónde, cómo, por qué, con quién y para cuando en el gobierno.

Con un Estado correctamente montado y un Plan Estratégico adecuadamente formulado, lo que hay que hacer en la Argentina es exigir de los dirigentes una responsabilidad personal e indelegable por el resultado de su gestión. Con disposiciones claras que definan esa responsabilidad y con un férreo sistema de premios y castigos que haga imposible eludirla.

Con estos elementos puestos en su lugar, la Argentina puede comenzar a soñar con un futuro más promisorio. Sin ellos, solo tendrá más de lo mismo hasta el día en que incluso lo mismo de siempre se le habrá terminado.

16/01/2002

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